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EsculturaPinturaBiografía

González Pellicer, Julio (1876-1942).

Julio González.

Pintor y, sobre todo, destacado escultor español nacido en Barcelona el 21 de septiembre de 1876 y muerto el 27 de marzo de 1942 en Arcueil (en las cercanías de París). Su trayectoria creativa, a partir del cambio de siglo y hasta los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, se desarrolló en el país galo.

Su reconocimiento como una figura esencial e indiscutible de la escultura contemporánea internacional no llegó, sin embargo, hasta la década siguiente a su muerte. Para ello, con todo, no fue tan importante el recorrido evolutivo que el escultor catalán había hecho desde el modernismo barcelonés hasta el cubismo parisino (en el que en esencia se terminó instalando), ni sus flirteos con la abstracción geométrica y el surrealismo o su sabia mezcla de abstracción y figuración (incluso de innovación vanguardista y convencionalismo académico), cuanto la temprana valoración creativa que González realizó de un material como el hierro, la innovadora incorporación a la escultura de una técnica como la soldadura autógena, la concepción del espacio como un auténtico elemento escultórico más y su singular fórmula creativa de “dibujar en el espacio”.

Daphné, de Julio González (h. 1937).

Estos últimos aspectos, realmente, fueron los que convirtieron a Julio González, a partir de su muerte, en un destacado padre fundador de la escultura moderna en hierro, es decir, fueron los resortes que, mediado el siglo XX, cuando se hizo dominante la indagación escultórica basada en el ensamblado de piezas (especialmente de hierro soldado) y la construcción creativa a través de líneas, planos y vacíos espaciales, permitieron a la escultura renovadora retomar la exploración sobre la materia, el espacio y sus relaciones, situando al escultor catalán, consecuentemente, en uno los lugares más preeminentes del curso renovador seguido por la escultura contemporánea.

Contexto evolutivo de la escultórica renovadora: del modernismo a la vanguardia

Tanto por nacimiento como por educación, la figura de Julio González se halla inmersa en el trayecto renovador que va del modernismo decimonónico barcelonés, en el que comienza su formación artística, a la vanguardia parisiense, en la que se desarrollará y madurará lo más personal y trascendente de su arte. Este trayecto, por otro lado, explica la dicotomía en la que siempre aparece situada la obra del artista, en la cual son frecuentes los remanentes que van, en lo estético, desde unas primeras y convencionales soluciones figurativas hasta su posterior tendencia a la abstracción de las formas y, en lo técnico, desde las soluciones de la artesanal forja del hierro de sus orígenes hasta el innovador y vanguardista repertorio de soluciones formales al que llega a través de la maduración y exploración de la técnica.

Los resultados más innovadores de este trayecto, que llevaron al artista a protagonizar una de las más interesantes transformaciones renovadoras de la escultura moderna, se dieron ya en la década de los treinta del siglo XX, cuando González contaba con más de cincuenta años. No obstante, fue un momento muy singular en el que el escultor catalán, gracias a los dobles rasgos de su formación, entre la tradición y la vanguardia; la pintura y la escultura; y la figuración y la abstracción, pudo sintonizar a la perfección. Es decir, el desarrollo general de la escultura de los años treinta fue profundamente deudor de los grandes cambios operados en el arte en las décadas anteriores, manifestando siempre una estrecha vinculación, cuando no dependencia, de los avances en el campo pictórico. Así, al igual que la pintura se encontraba por entonces dividida entre los partidarios de la figuración, que encabezaba la corriente surrealista, y los del lenguaje abstracto-geométrico, que lideraba el constructivismo internacional, la escultura de aquella década se movió en ese mismo doble plano antitético: el de la vuelta a figuración y el de la experimentación abstracta. Con todo, es muy difícil situar a los más relevantes escultores de entonces en una única de estas dos direcciones, pues el arte tridimensional del período presentó una mayor riqueza de matices, como cabe hacer notar solamente recordando el revolucionario ensanche que aportó a la escultura el “objeto surrealista” y el “objeto encontrado”, o intentando adscribir únicamente en una de esas direcciones a grandes escultores como Constantin Brâncusi, Jean Arp, Henry Moore o Alexander Calder, cuya estética en no pocas ocasiones se condujo a medio camino entre la figuración y la abstracción, como ocurre con el mismo Julio González.

Junto a ello, al tratar aquellos momentos, no hay que olvidar la persistencia naturalista en la escultura, puesto que, en paralelo a la clara ruptura con la tradición que protagonizaron una serie de artistas en las primeras décadas del siglo, otra nutrida corriente que continuó trabajando se caracterizó por su inclinación hacia una modernidad moderada, apoyada en la fidelidad a los temas tradicionales, y especialmente a la imagen humana, a veces simplificada, pero siempre reconocible. Estos escultores, en su mayoría, continuaron la tradición decimonónica de la decoración arquitectónica, la estatua representativa y el retrato. A veces, también fueron muy influyentes los cambios hacia lo conservador y autoritario impuesto por algunos regímenes políticos, como los de la Italia fascista, la Alemania nazi o la estalinista Unión Soviética, que favorecieron esa estética (véase totalitarismo). Pero no siempre fue decisivo este hecho, como en el caso de Francia, donde el auge de ese tipo de escultura fue fruto principal de la propia evolución artística del país y de los deseos de “retorno al orden” de los artistas de entreguerras; esto es, de su voluntad de recobrar la figuración y el “buen hacer” tras la oleada de "extremosidad" de los lenguajes artísticos que caracterizó el período anterior a la Primera Guerra Mundial, lo cual, en muchos casos, había llevado a los escultores a rechazar la investigación cubista y a volver a formas claramente figurativas y aún académicas, aunque no fue así en el caso de Julio González, quien, sin embargo, consiguió llevar adelante una equilibrada y renovadora síntesis entre la tradición y la investigación vanguardista.

Finalmente, también hay que resaltar, entre las características del arte tridimensional de los años treinta, que, frente a la continuidad de la serie de materiales de uso tradicional y preferente en la escultura, como lo eran la piedra, la madera y el bronce, fue un logro de esta década la definitiva incorporación a la historia de la escultura del hierro y su aleación, el acero, materiales junto a los que vinieron aparejadas las técnicas del montaje metálico y la soldadura. Un proceso en el que, aunque se debe mucho a figuras como Pablo Gargallo, Pablo Picasso, Alexander Calder o David Smith, la presencia, la mediación y la producción de Julio González resulta fundamental e ineludible.

Y es que, ciertamente, el escultor catalán se halla entre los principales artífices de la actualización escultórica y, en buena medida, ello se debe a la investigación con los nuevos materiales, pues así podía ser considerado el hierro para la escultura (habituada esencialmente a las piedras duras, las maderas nobles, los metales preciosos y el bronce), a lo que se uniría la evolución de los estilos, los temas y las nuevas síntesis de identidad y renovación escultórica. En tal sentido, conviene recordar que las tentativas de los escultores rusos Alexandr Archipenko y Ossip Zadkine, el polaco Jacques Lipchitz o el francés Henri Laurens, encaminadas a desarrollar una escultura de primera línea a partir de los presupuestos cubistas, acabaron evolucionando tanto al ritmo de una clara dependencia de la investigación pictórica como con cierto retraso, que hizo que el cubismo se prolongara en el campo escultórico. A partir de aquí, coincidiendo con el general retorno del arte francés a fórmulas más moderadas y figurativas, todos ellos tomaron esencialmente la dirección de vuelta a la realidad figurativa, reconsiderando sus caminos anteriores. Transformada o, mejor, reconducida la investigación cubista hacia la figuración, lo que en cierto modo iba a suponer su defunción, la verdadera renovación escultórica vendría propiciada por artistas como Brâncusi, Gargallo, Picasso, Gabo, Pevsner, Arp o el mismo Julio González, es decir, por artistas interesados en el propio material y la forma plástica, lo cual les haría ir más allá de la simple traducción de unos planteamientos pictóricos que habían nacidos enfocados hacia otros fines, como había ocurrido con los cubistas.

En tales circunstancias, pocos escultores cumplieron un papel tan destacado como el escultor catalán, cuyos pasos hacia la renovación escultórica serían luego de gran provecho a otros artistas, sin dejar por ello de tender un claro puente entre la vieja tradición herrera española y las búsquedas de la vanguardia, como también ocurrió con Pablo Gargallo. Y es que, a pesar de su uso por algunos pioneros de la vanguardia, por aquellas fechas no hacía mucho que el hierro se había introducido como un nuevo material en la escultura. Durante el siglo XIX, el hierro y el acero fueron los materiales usados por los ingenieros y arquitectos más innovadores para sus proyectos más osados; a comienzos de la década de los diez los empezaron a utilizar escultores como Gargallo y Julio González, vinculados por tradición familiar al artesanado del hierro forjado, aunque, en general, persistía el prejuicio decimonónico de considerarlos un sustituto barato del bronce y, ante ello, se relegaba su uso a las artes industriales o decorativas.

De este modo, hasta aproximadamente 1930, el uso del hierro y el acero no se introdujo de una forma significativa entre los escultores; pero, a partir de entonces, comenzaron a menudear las exploraciones con estos materiales en los escultores más arriesgados. De hecho, más o menos hasta mediados de siglo, momento en el que su característica estética comenzó a extenderse por todo el mundo (sin que parezca ajeno a ello el previo excedente de estos metales que el término de la Segunda Guerra Mundial puso en el mercado), el uso en la escultura del hierro y el acero implicó cierta distinción de modernidad, pero cualitativamente diferente.

Uno y otro material habían asumido entre la vanguardia papeles diferentes. El hierro había sido utilizado, sobre todo, con la intención de reflejar o connotar estados más atemporales o preindustriales, haciéndose manifiestas las huellas dejadas por el martillo, las tenazas o el soplete; en tanto que el acero vino a presentarse como un material moderno y pulcro, más vinculado a la tecnología y a la proyección hacia el futuro.

Los primeros años en la Barcelona modernista y la tradición familiar

Nieto e hijo de una familia de orfebres y herreros instalada desde hacia tiempo en Barcelona, Julio González fue el menor de los cuatro hijos de Pilar Pellicer (1846-1928) y Concordio González (1832-1896), este último artesano del hierro forjado, orfebre y escultor aficionado, que supo inculcar en sus dos hijos varones el gusto por el trabajo del metal. Poseía éste en la rambla de Cataluña un taller de forja en el que ya había empezado a aprender el oficio su hijo mayor, el también artista Joan González (1868-1908), cuando hacia 1891, con quince años, Julio comenzó a trabajar con ellos, por lo que desde entonces presentaron sus obras bajo la firma “González e hijos”. Entre los encargos que recibió este taller familiar, parece ser que figuraron varios trabajos en hierro forjado para el templo de la Sagrada Familia, que Antoni Gaudí había comenzado a construir en 1882.

Sin embargo, esto sólo fue parte de su formación, porque también se ha hablado de la asistencia de ambos hermanos a las clases vespertinas de dibujo de la Escuela de Bellas Artes de La Lonja y al Cercle Artistic de Sant Lluc. Asimismo, avanzada la década, Joan y Julio empezaron a frecuentar el café barcelonés Els Quatre Gats, al que también acudieron otros artistas e intelectuales, como Isidre Nonell, Ramón Casas, Manolo Hugué, Carlos Casagemas, Pablo Picasso, Santiago Rusiñol, Joaquín Torres García, Jaime Sabartés, Joaquín Sunyer, Eugenio d’Ors, Miguel Utrillo, etc.

Por otro lado, ya en 1892 Julio González presentó, junto a su hermano, varias piezas de hierro forjado a la Exposición de Bellas Artes Industrias Artísticas de Barcelona, donde obtuvieron la Medalla de Oro (luego también participaría en las ediciones de 1896 y 1898), y, al año siguiente, exhibieron varias joyas en la Exposición Internacional de Chicago, donde fueron galardonados con una Medalla de Bronce.

La mayor parte de la obra de González, en esta década de los noventa del siglo XIX, fue desarrollada, pues, en el taller familiar, traduciéndose principalmente en la producción de diferentes flores en hierro forjado (crisantemos, rosas, jazmines, etc.), tales como las que fueron presentadas en las citadas muestras barcelonesas, así como en la realización, en el terreno de la orfebrería (especialidad con la que acudió a la muestra de Chicago de 1893), de collares, pulseras, pendientes, sortijas, broches, hebillas y otros complementos de moda, por lo general en plata, los cuales revistieron rasgos estilísticos comunes en la ornamentación modernista catalana finisecular.

Temprana vocación de pintor a la emergencia del material y la técnica: el hierro y la soldadura autógena

Aunque Julio González, tras una visita Museo del Prado en 1897 y sus viajes a París en ese mismo año y en 1899, había reafirmado su vocación de pintor, sus conocimientos sobre las posibilidades de los metales y las circunstancias no tardarían en reconducirle hacia la escultura.

En 1898 había muerto su padre, y su hermano Joan se había hecho cargo de la empresa familiar, pero en 1900 se vendieron los talleres González y la familia en pleno se trasladó a París, instalándose en Montparnasse. Julio se reencontró aquí con Picasso, Manolo Hugué, Casagemas, Sabartés, Paco Durrio, Pau Roig, Pablo Gargallo (cuyo taller utilizó entre 1903 y 1904), etc., así como junto a ellos se relacionó e hizo amistad con nuevos creadores de la vanguardia parisiense, como Georges Braque, Costantin Brâncusi, Max Jacob, Maurice Raynal, André Salmon, Edgar Varèse y algunos otros.

Entre tanto, durante la primera década del nuevo siglo, Julio expuso su obra en varios certámenes parisinos, como el Salon de la Société Nationale de Beaux Arts, el Salon des Indépendants y el Salon d’Automne, a donde generalmente llevó pintura, aunque también solió figurar en las secciones de joyería y artes decorativas, pero no de escultura. Sin embargo, hacia 1910 realizó sus primeras máscaras en metal repujado, siendo perceptible tanto su inclinación -cada vez más clara- hacia la escultura, como su acercamiento a la estética cubista. En este proceso, no obstante, había sido de gran importancia para González la muerte en 1908 de su hermano Joan, con quien había expuesto en algunos certámenes. Su desaparición le hizo dejar de pintar, de forma que, cuando retomó el trabajo artístico, se centró en la escultura, realizando unas primeras máscaras en hierro inspiradas por el cubismo. A pesar de ello, hasta bien avanzados los años veinte, el barcelonés no se implicó de lleno en la renovación del lenguaje escultórico vanguardista.

Y es que, la década que siguió a la primera del siglo estuvo para González llena de acontecimientos personales, pero también de exploraciones profesionales. Así, en 1912 se separó de Jeanne Berton (con quien se había casado en 1909), quedándose con la hija de ambos, la futura pintora y escultora Roberta González, nacida el año anterior; paralelamente abría una tienda de orfebrería con su cuñado Joseph Basso (1873-1818) y comenzaba a colaborar con Joaquín Torres García. Luego, durante la Primera Guerra Mundial, al tiempo que su familia alternaba sus estancias entre París y Barcelona, el catalán intimó en la capital gala con Amadeo Modigliani y con Brânçusi, mientras exponía sus máscaras en metales repujadas, sus joyas y sus pinturas en los salones de Automne, de la Societé y de los Indépendants.

Dentro de su evolución técnica, con todo, fue especialmente decisivo el año 1918, en el cual entró a trabajar como aprendiz de soldador en la fábrica La Soudure Autogène Française, de la firma Renault, situada en Boulogne-sur-Seina. Aquí, aunque sólo estuvo unos meses, aprendió la técnica de la soldadura autógena u oxicetilena (consistente en la soldadura de metales sin mediación de materias extrañas, sino únicamente fundiendo con el soplete de oxígeno y acetileno las partes por donde se ha de hacer la unión), una técnica que, alentado por su amigo Brâncusi, aprovechó rápidamente para aplicarla a la escultura en unión a sus conocimientos de la tradición española del hierro forjado.

De este modo, con este bagaje técnico y bajo la influencia del cubismo y el arte africano, el barcelonés, que hacia 1920 había adquirido un taller de herrero en la calle Odessa (poco tiempo después sustituido por otro taller en la calle Médéah), a finales de la década de los veinte comenzó a realizar singulares obras en hierro en las que, además de la citada técnica, mediante el uso del martillo, las tenazas y el soplete, cada vez fue abandonando más la solidez volumétrica y haciendo una obra más abierta y definida por los espacios intermedios. Sin embargo, en la mayor parte de esos años veinte, González compaginó la pintura, la escultura y la orfebrería, dando lugar a obras en las que eran frecuentes los dibujos y los objetos repujados y forjados, y en las que progresivamente fue cobrando mayor importancia la matización de los volúmenes y la construcción de planos. A partir de 1920, por otro lado, también comenzó a exhibir regularmente su obra, de diferentes especialidades, en los habituales salones parisinos: los d’Automne (de 1920 a 1925 y 1928 a 1929), de la Societé (de 1920 a 1923), de los Indépendants (de 1920 a 1921 y 1926) y de los Surindépendants (de 1931 a 1933), aunque a estos últimos ya únicamente enviará esculturas, casi todas en hierro forjado; además de su participación en diversas muestras colectivas, entre las que podemos destacar la Exposición de Artistas Ibéricos celebrada en 1925 en Madrid.

Al mismo tiempo, en 1921, González no sólo reanudó sus contactos con Picasso, sino que también realizó su primera muestra individual, organizada por su amigo y protector Alexandre Mercereau, en la parisina Galerie du Caméléon, en la que presentó pinturas, obra sobre papel, joyas, esculturas y piezas repujadas y forjadas. En diciembre de 1922, nuevamente de la mano de Mercereau, volvió a presentar en esa misma galería una muestra individual de similares características, que se mantuvo abierta durante la primera quincena del mes de enero; aunque fue mucho más interesante la individual que previamente había presentado, a comienzos de marzo, en la Galerie Povolovsky de París, en la que el texto introductor de Mercereau resaltaba la singular “multiplicidad de medios de traducción” por los que se expresaba este artista, del que se podían ver esculturas, diferentes trabajos sobre papel, joyas y objetos de hierro repujado y batido, oro, plata, porcelana y madera lacada. No volvió a celebrar el barcelonés ninguna nueva muestra individual durante los años veinte y, las cinco más que celebró en vida se hicieron ya durante los años treinta (exactamente en 1930, 1931, 1934, 1935 y 1937), todas con protagonismo de la escultura en hierro, a veces complementada con obra sobre papel.

Realmente, en 1927 el artista en realidad había encontrado su camino como escultor. Es decir, en esa fecha abandonó la pintura para dedicarse de lleno a la escultura, especialmente el hierro forjado y recortado, realizando desde entonces esencialmente una serie de “máscaras recortadas”, “figuras femeninas” y “naturalezas muertas” en las que, incorporando el espacio como parte activa, lograba los volúmenes y formas de las figuras a través de la incisión, la forja, el recorte o la soldadura del metal, que a su vez hacía resaltar la diferente calidad y profundidad de los planos en relación unos a otros y al espacio que los enmarcaba o que acogían.

La renovada amistad con Picasso (a quien había conocido en la Barcelona modernista y había frecuentado en el París cubista) en esos años veinte, en los que González consiguió dominar más y más la materia y la técnica y liberarse de influencias superfluas, por otra parte, tuvo una especial e indiscutible trascendencia en la definición como escultor vanguardista de Julio González; incluso no parece que la cercanía de Picasso deba desligarse del cambio operado en 1927 en el barcelonés. En cualquier caso, lo cierto es que en 1928 comenzó la colaboración entre ambos artistas que les iba a llevar, como seguidamente se verá, a la realización de común acuerdo de imaginativas esculturas basadas en ensamblajes de hierro soldado, haciéndose casi indistinguibles, a comienzos de la década de los treinta, las esculturas de uno y otro artista.

El dibujo en el espacio: trayectoria vanguardista de la década de los treinta

Picasso, de hecho, hacia 1928, al tiempo que emprendió la realización y exploración de las posibilidades de sus dibujos lineales y tendentes al vaciado de las figuras, empezó a experimentar con pequeñas maquetas realizadas en alambre, que simplificaban y reducían las figuras a su puro contorneo. Esta fórmula tuvo su plasmación tanto en pintura, al modo en que se aprecia en El estudio (1927-1928, MOMA, Nueva York) o La nadadora (1929, Musée Picasso, París), óleos del malagueño en los que es perceptible la tendencia a lo lineal y al vaciado interior de las figuras, únicamente con relleno (en su caso) de las superficies de color plano, como en escultura, tal como ocurre en las maquetas en alambre de Picasso para el Monumento a Apolliner (1928, Musée Picasso, París), cuya grácil construcción de figuras filiformes fueron puestas en pie gracias a la ayuda técnica de Julio González.

Efectivamente, en 1930, el malagueño instaló en su residencia de Boisgeloup, en Normandía, un taller de escultura y acudió a su compatriota y amigo barcelonés en busca de ayuda técnica, para poder así realizar versiones más grandes de estas figuras filiformes. González, experimentado fundidor y obrero metalúrgico, enseñó a Picasso la técnica de la soldadura autógena, a la vez que éste aprendía del malagueño la actitud liberadora y arriesgada de enfrentarse al arte. Con ello, sin duda se centró más el trabajo de González, hasta hacía muy poco repartido entre la pintura, la escultura y las artes aplicadas, y se liberó de los prejuicios artesanales que recaían sobre el trabajo del hierro como posibilidad para realizar una buena e innovadora escultura, surgiendo el verdadero artista.

Picasso y González trabajaron en estrecha colaboración en Boisgeloup hasta 1932. Con el escultor barcelonés, el malagueño realizó no sólo figuras filiformes, reducidas a contornos puros y en equilibrio con el espacio abierto, al modo de las citadas maquetas de alambre, sino también toda una serie de cabezas compuestas por modelado y adición de formas redondeadas y abultadas, en las que se equilibran masas y vacíos y que sugieren la imagen de Marie-Thérèse Walter, como ocurre en Cabeza de mujer (1932, Musée Picasso, París).

Pero, sobre todo, donde Picasso aportó una importante contribución más, de notable trascendencia para la historia de la escultura, fue con los ensamblajes, basados en el principio del montaje y el colage, y que le permitieron unir, fundir, soldar, recortar o atornillar diversos objetos metálicos para generar figuras y asociaciones de una extraordinaria e inédita libertad imaginativa.

Destaca entre sus ensamblajes pioneros, sin duda, la Mujer en el jardín (1929-1930, MNCARS, Madrid), una de las grandes esculturas de la centuria, no sólo por la ampliación de las posibilidades del lenguaje formal del cubismo sintético, del que parte, sino también por su liberación de los convencionalismos, su exploración de materiales y técnicas y su exuberante fantasía. Picasso había inventado o, mejor, había abierto el camino del montaje metálico posterior, entre otras posibilidades y derivaciones que también se inauguran. Aunque, en cuanto a él, todos sus ensamblajes posteriores, en diferentes tipos de materiales, se basaron en la citada colaboración en Boisgeloup entre los dos españoles.

Y es que, en cuanto a obra, la estrecha colaboración entre ambos durante el tiempo que Picasso estuvo instalado en Boisgeloup, esto es hasta 1932, cristalizó, especialmente, en ensamblajes metálicos realizados conjuntamente. Éstos les permitieron acoplar, con un rigor de lenguaje digno de la mejor experimentación del cubismo sintético y una fantasía digna de la mejor imaginación del surrealismo, diferentes objetos de desecho y herramientas metálicas, con los que crearon figuras y asociaciones realmente inéditas y con una nueva valoración de las correspondencias entre los volúmenes y el espacio. Pero después de esta experiencia Picasso regresó a la masa escultórica y los volúmenes llenos, en tanto que González continuó explorando en la línea abierta en Boisgeloup.

Cuando la colaboración entre ambos españoles había llegado a su fin, González redactó el escrito titulado Picasso y las catedrales (1932), que constituye su principal legado teórico. En él establece la descriptiva y espiritualista fórmula de “dibujar en el espacio” como camino definitorio del arte nuevo. Se conseguía “por el matrimonio entre la materia y el espacio” o, en otras palabras, “por la unión de las formas reales con las formas imaginarias, obtenidas o sugeridas por puntos establecidos o por perforaciones, y, según la ley natural del amor, confundirlos y hacerlos inseparables los unos de los otros, como lo son el cuerpo y el espíritu”.

Las obras de González, con todo, ya sean macizas o filiformes, tendentes al naturalismo o a la abstracción, se caracterizaron por un virtuoso primitivismo, que constituye su principal seña de identidad. Aventajado conocedor de las cualidades naturales del hierro y su comportamiento al someterse a diferentes técnicas, su preocupación continuó por el camino de la exploración de las interacciones de los volúmenes y el espacio, intentando que aportaran a este material una mayor capacidad expresiva y estructural. En consecuencia, su trabajo se tornó cada vez más abstracto, con una progresiva abstracción de las formas, hasta convertirlas en construcciones en el espacio y con el espacio, aunque reteniendo siempre las sugerencias figurativas. De hecho, en esos comienzos de los años treinta, González frecuentó mucho a Torres García y se hizo miembro de los grupos abstracto-geométricos Cercle et Carré y Abstraction-Création, que le permitieron (a pesar de no exponer con ellos) entrar en contacto con artistas como Vantongerloo, Hélion, Mondrian, Arp, Ozenfant y Léger, aunque no por ello dejó de tratar asiduamente con los surrealistas.

Mientras, la inscripción del espacio circundante se convirtió en la principal preocupación de su escultura, compuesta por diferentes piezas de hierro soldadas, cuya estructura aditiva no buscaba del exterior sino un simple y elemental esquema de los modelos. De este modo, en Cabeza -El túnel- (1932-1933), la inclusión del espacio se canaliza a través de la exclusión de la luz. El tema, sin embargo, como ocurre con mayor evidencia en obras más “dibujadas en el espacio”, como, por ejemplo, en Mujer peinándose (1931-1936) o en Mujer sentada (1935), aparece más sugerido que expresado, resultando más explícito por las disposiciones y ademanes recogidos (los cabellos y las formas ondulantes o la actitud de reposo y las formas rectas, pongamos por caso), que por una clara similitud de las formas con el natural.

Mujer sentada I, de Julio González (h. 1935).

No obstante, ello coincide también con otro proceso, pues hacia mediados de la década de los treinta comenzó a advertirse en su escultura una simplificación formal, tendente a ofrecer mayor dinamismo, lo que logró mediante la reducción de las formas a líneas y contornos filiformes, al modo que había trabajado con Picasso. Paralelamente, sus temas se fueron ampliando, siendo capaces de fusionar lo estructural y lo biomorfo, lo curvo y lo recto o las mismas sugerencias humanas y vegetales, como ocurre, por ejemplo, en sus conocidos Hombre cactus y Mujer cactus (1939-1940), piezas en las que, el despliegue de una agresividad natural y primaria no anda lejos de la violencia desatada en aquellos años con las guerras civil española y mundial.

Precisamente, el conflicto español llevó ocasionalmente a González a la utilización de los volúmenes llenos y cerrados, que caracterizaron sus primeros trabajos, para con ello expresar un puro sentimiento de resistencia ante la agresión y la imposición. Realizó así La Montserrat (1937), magistral y famosa escultura con la que, como Picasso, Miró, Alberto Sánchez o Calder, se sumó, en apoyo a la República atacada, a la llamada de atención internacional sobre la guerra española, que ese gobierno lanzó con su Pabellón de 1937 en la Exposición Internacional de París. Se trataba de una campesina catalana de rostro desasosegado, con una hoz en la mano del brazo que cae y en actitud defensiva con el otro; pero en la que, además, hasta el material y las formas cumplen una función, pues la misma rusticidad del hierro empleado y su forma cerrada se enfrentan al espacio como una armadura, ilustrando a la perfección la postura de resistencia, fortaleza y velada amenaza. En este sentido, parece todo un acierto del maestro catalán la elección del volumen y las formas cerradas, puesto que la oposición a la penetración del espacio circundante transmite con claridad el sentimiento de firmeza activa ante la opresión, evocada por el tema y las circunstancias.

Esta metáfora del individuo en posición de firme y activa resistencia, estuvo acompañada (y adjetivada) de numerosos bocetos y estudios de cabezas vociferantes, firmes torsos y brazos convulsos, de una gran carga emotiva, que se prolongaron en diferentes versiones, a pesar de que las restricciones de la guerra obligaron a Julio González a cambiar de material (la piedra y el yeso se hicieron así más frecuentes), hasta su muerte, que le sobrevino súbitamente en marzo de 1942 por un ataque al corazón.

El grito, de Julio González (1939-41).

Legado

A pesar de su pronta desaparición del panorama escultórico avanzado, su obra ejerció una enorme influencia en las generaciones de escultores posteriores a la guerra que se interesaron por el metal, especialmente entre los británicos y estadounidenses, tendiendo a la vez un puente entre, por un lado, el cubismo, el constructivismo internacional y los tintes surrealistas anteriores al conflicto y, por otro, lo que vendría después, al llevar al extremo estas investigaciones.

Desde entonces comenzó a reconocerse a Julio González, un escultor que, durante la década de los treinta (los más sustanciales en su carrera) en realidad no había realizado muchas muestras individuales de escultura, aunque si fueron importantes en su trayectoria, por lo que cabe citar entre ellas las celebradas en la Galerie de France (París, 1930), la Galerie le Centaure (Bruselas, 1931, también con obra de Pancho Cossío), la Galerie Cahiers d’Art (París, 1934), la Galerie Percier (París, 1934) y la Galerie Pierre (París, 1937). Tampoco las exposiciones colectivas fueron demasiadas, aunque si reflejaron los caminos vanguardistas por los que se movió el escultor barcelonés, sentido en el que podemos recordar muestras como la de artistas catalanes celebrada en 1931 en la Galerie Billiet de París, en la que también hubo obra de Picasso, Gargallo, Manolo Hugué, Pablo Gargallo y Torres García; la de 1934 en la Kunsthaus de Zúrich, junto a los surrealistas Hans Arp, Max Ernst, Albert Giacometti y Joan Miró; las de 1935 en el Collège d’Espagne, de la Cité Universitaire de París, en la que también se presentó obra de Dalí, Bores, Gargallo, Juan Gris, Miró y Picasso, y la Salle d’Art Castelucho-Diane de París, que también contó con Kandinsky, Laurens, Léger, Lipchitz, Alberto Magnelli y Picasso; las de 1936, celebrada una bajo el título L’Art Espagnol a Paris en el Musée de Paume, que además de González incluía a los escultores Mateo Hernández, Gargallo y Fenosa, y otra con el de Cubism and Abstract Art en el Museum of Modern Art de Nueva York; las realizadas en 1937 en París (Origines et developpement de l’art international indépendant, en el Museo de Jeu de Paume; y su citada presencia en el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París) o ya en 1940 la colectiva de la Galerie Mai de París.

Sin embargo, las muestras que se le dedicaron tras su muerte, especialmente desde los años cincuenta, son legión. Podemos destacar entre ellas, sólo a modo indicativo, las retrospectivas que le dedicaron el Musée National d’Art Moderne de París en 1952, el Stedelijk Museum de Amsterdam en 1955, el Museum of Modern Art de Nueva York en 1956 y 1969, la Sala del Ateneo de Madrid y el Palacio de la Virreina de Barcelona en 1960 y 1968, los museos de San Francisco, Cleveland, Montreal y Ottawa en 1962, la Fine Arts Gallery de San Diego (California) en 1969, la Tate Gallery de Londres en 1970, la Scottish National Gallery of Modern Art de Edimburgo en 1971, el Museo de Arte Moderno de Barcelona en 1974, el Palacio de Charleroi en 1977, la Fundación Juan March de Madrid en 1980, el Museo de Monterrey en 1981, el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid en 1982, el Guggenheim Museum de Nueva York en 1983 y 1993, el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) y el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid en 1986; la Whitechapel Art Gallery de Londres y el Art Gallery and Museum de Glasgow en 1990, el Museo de Bellas Artes de Bilbao en 1996 y 1999 o el IVAM de Valencia en el 2000.

Por otro lado, en paralelo, su obra comenzó a ser muy apreciada en los museos de mayor renombre, contando con obra importante de González el Musée National d’Art Moderne de París, el Musée des Beaux Art de Nantes, la National Galerie de Berlín, el Hamburger Kunsthalle de Hamburgo, el Stedelijk Museum de Amsterdam, la Tate Gallery de Londres, el Museum of Modern Art de Nueva York, el Guggenheim Museum, el Moderna Museet de Estocolmo, el Museum of Fine Arts de Montreal, el Kunsthaus de Zúrich, la Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma, el Museo Civico de Torino o, en España, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el Museo de Bellas Artes de Bilbao y, sobre todo, el IVAM Centre de Arte Julio González de Valencia, cuyo fondo artístico fundamental precisamente comenzó con un abundante obra de este gran escultor adquirida en 1985 por la Generalidad Valenciana, por lo que desde entonces el museo valenciano tomó su nombre.

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Miguel Cabañas Bravo
Instituto de Historia. Consejo Superior de Investigaciones Científicas

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