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Ocio y entretenimientoBiografía

Oliva Baró, Emilio (1963-VVVV).

Matador de toros español, nacido en Madrid el 3 de noviembre de 1963. Miembro de una destacada saga taurina de la segunda mitad del siglo XX, es hijo del aguerrido espada gaditano Emilio Oliva Tornell, y hermano de los toreros David y Abel Oliva Baró.

Criado en un ambiente en el que se respiraba por doquier la afición a la fiesta brava, decidió seguir los pasos profesionales de su progenitor y comenzó a frecuentar tientas, capeas y festejos menores en los que se curtió en los sinsabores del oficio taurino, tan frecuentes en esta primera etapa del aprendizaje novilleril. El día 28 de febrero de 1981, con poco más de diecisiete años de edad, debutó en una novillada picada celebrada en la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira, donde hizo el paseíllo acompañado por los jóvenes novilleros "Pedro Santiponce" y Jaime Malaver, para enfrentarse con reses de distintas ganaderías. Anduvo fino y acertado aquella tarde el animoso Emilio Olivia Baró, y apuntó sobradas cualidades para llegar a convertirse en una gran figura del Arte de Cúchares.

Inmerso, a partir de entonces, en una fecunda actividad novilleril, durante la temporada de 1983 llegó a tomar parte en treinta y cinco funciones picadas, entre ellas la que supuso su presentación ante la severa afición madrileña, verificada en la plaza Monumental de Las Ventas el día 19 de marzo de dicho año. Aquella tarde, en la que compartió carteles con los novilleros Fermín Vioque y el ya citado "Santiponce" para dar cuenta de un encierro procedente de la vacada de Camaligera, el principiante madrileño -aunque criado en la Chiclana natal de su padre- gustó mucho a la primera afición del mundo, especialmente por su habilidad en el manejo de acero, virtud que, paradójicamente, habría de brillar por su ausencia en años posteriores, con la subsiguiente pérdida de trofeos.

Convertido, pues, en uno de los novilleros punteros del escalafón de aprendices, el día 2 de septiembre de 1984 realizó dos faenas memorables en las arenas de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, de donde salió a hombros de la afición hispalense bajo el dintel de la Puerta del Príncipe, después de haber cortado tres orejas de astados pertenecientes a la divisa de don José Murube -completaban el cartel de aquella tarde los novilleros Manuel Tirado y Francisco Mahíllo ("Paco Machado")-. Éxitos tan clamorosos como éste le permitieron enfundarse la taleguilla en cuarenta y cuatro ocasiones a lo largo de dicha campaña, en la que -pese a seguir sin triunfar de forma rotunda en el coliseo madrileño- dejó patente su madurez para afrontar el paso decisivo en la carrera de cualquier torero: tomar la alternativa e inscribirse en la privilegiada nómina de los matadores de toros.

Así las cosas, el día 19 de marzo de 1985 Emilio Oliva Baró compareció en el bellísimo coso gaditano de El Puerto de Santa María, donde, veintitrés años antes, había recibido su progenitor el título de doctor en Tauromaquia. Se presentó apadrinado por el famoso coletudo jerezano Rafael Soto Moreno ("Rafael de Paula"), quien, bajo la atenta mirada de otro ilustre espada gaditano, José Luis Feria Fernández ("Galloso"), que hacía las veces de testigo en tan emotivo evento provincial, cedió al toricantano la muleta y el estoque con los que había de trastear y despenar a Bocinazo, un burel criado en las dehesas de don Gabriel Rojas. No pudo ser más lucida la actuación del chiclanero adoptivo en aquella tarde de su alternativa, que realizó dos espléndidas faenas premiadas por sus paisanos con un total de tres orejas.

Estos comienzos fulgurantes le animaron a confirmar con presteza en Madrid -como mandan los cánones taurinos- la validez de su doctorado taurino. Pisó, pues, otra vez la arena venteña el día 26 de mayo de aquel año de 1985, donde se anunciaba una corrida del ciclo ferial isidril en la que también comparecían el gaditano Francisco Ruiz Miguel (que actuó como padrino de confirmación) y el pacense Luis Reina Valle (que hizo las veces de testigo). El toro de la confirmación, un pupilo de la famosa ganadería de Pablo Romero que atendía a la voz de Grapero, no permitió el lucimiento de Emilio Oliva, como tampoco se prestó a grandes florituras el burel que cerraba plaza.

Tras haber tomado parte en treinta y cuatro corridas durante aquella primera temporada como matador de toros, al término de aquel año de 1985 Emilio Oliva cruzó el Atlántico y debutó en tierras hispanoamericanas, donde dejó un buen sabor de boca en diversos cosos colombianos. Ya de nuevo en la Península Ibérica, afrontó con gran entusiasmo la campaña de 1986, en la que protagonizó una de las actuaciones más bellas del año el día 25 de mayo, en el coliseo capitalino, donde echó a perder las dos orejas que había ganado brillantemente por culpa de un deficiente manejo del acero. Mató tan mal, en efecto, al toro de Martínez Benavides que acababa de torear primorosamente, que el público madrileño pasó, sin solución de continuidad, del delirio al desencanto, para acabar recalando en la guasa mientras coreaba cada uno de los ¡treinta y cinco! pinchazos que Emilio Oliva asestó con el descabello a la res hasta logra que ésta se desplomara. Nació, aquella aciaga tarde que podía haber sido la de su entronización en los puestos cimeros del escalafón, la leyenda negra de Emilio Oliva y su romo estoque, que inspiró al malicioso ingenio castizo el remoquete burlón de Emilio Pinchaoliva.

En verdad, nadie lamentó más que el público madrileño ese recital de pinchazos con que el chiclanero adoptivo echó a perder una colosal faena que habría supuesto su consagración en la historia del toreo contemporáneo, máxime teniendo en cuenta que Emilio Oliva venía de cortar dos orejas, el pasado día 29 de abril, en las prestigiosas arenas hispalenses, y frente a un morlaco de la no menos afamada ganadería de Guardiola. Y, como las desgracias nunca viene solas, al día siguiente de su fallo a espadas en Las Ventas el atribulado torero resultó herido de gravedad en el ruedo de Córdoba. Pese a ello, logró culminar aquella temporada de 1986 -en la que hay que volver a insistir que toreó de forma magistral, a pesar de su pésimo manejo del estoque- con un total de cincuenta y un contratos cumplidos, para volver luego a tierras colombianas y renovar allí los éxitos cosechados el año anterior.

En la campaña de 1987, Emilio Oliva mantuvo el apoyo brindado por quienes le habían visto torear primorosamente un año antes, merced a sus triunfos en Sevilla (29 de abril) y en Madrid (28 de mayo), recompensados con la entrega de sendos apéndices auriculares. Se enfundó la taleguilla en cuarenta y cinco ocasiones en el transcurso de dicha temporada, y en la siguiente conservó también su ubicación en los puestos privilegiados del escalafón superior, con un total de treinta y ocho paseíllos realizados. El 29 de abril de 1989, de nuevo en las arenas hispalenses, volvió a perder, por culpa de la espada, los trofeos a que se había hecho acreedor después enjaretar dos faenas deslumbrantes a sendos pupilos de Guardiola. El público, que seguía valorando su arte y destreza en el manejo de la muleta, comenzó a mostrar su fastidio ante los incorregibles defectos de Emilio Oliva a la hora de despenar a las reses, por lo que a partir de aquella temporada de 1989 comenzaron a descender, de forma a alarmante, las ofertas recibidas en el despacho de su apoderado, que al término de dicho año quedaron reducidas a dieciocho.

Lejos de desanimarse, el esforzado espada madrileño -cuya afición no alcanzaba, desde luego, las cotas a la que había llegado la de su padre- comenzó a apuntarse a partir de entonces a las denominadas "corridas duras", con la esperanza de recobrar el apoyo de la afición merced a sus enfrentamientos con el ganado más bronco y encastado. Al mismo tiempo, un oportuno cambio de apoderado consiguió relanzar su carrera a comienzos de los años noventa, con veinticinco ajustes firmados en 1990 y veintisiete en la siguiente campaña. Vinieron, a raíz de este firme compromiso frente a los toros más serios, algunos éxitos importantes en esta segunda etapa de la carrera de Emilio Oliva (como el logrado en la plaza de Bilbao a mediados de los noventa), aunque su permanente handicap a la hora de ejecutar la suerte suprema siguió privándole de muchos trofeos ganados a pulso. El estudioso de la Tauromaquia Carlos Abella ha dejado impresos unos atinados renglones que resumen a la perfección las virtudes y los defectos de este -pese a todo- gran torero contemporáneo: "Emilio Oliva [...] ha estado más de una vez en la cercanía de la gloria, y los nervios y su catastrófico uso de la espada y del estoque de descabellar se lo han impedido. El paso de los años no parece haber apaciguado su crispación, y por eso en lugar de figurar en el pelotón de cabeza, lucha por mantenerse en el de los que recogen aquí y allá lo que los poderosos dejan [...]. No ha heredado las gigantescas dosis de valor de su padre, bien acreditadas y puestas de manifiesto en repetidas ocasiones, y, sin ser un torero medroso o escaso de ánimo, su nerviosismo y precipitación son los claros signos externos de su desazón interior en la cara del toro".

Bibliografía.

  • - ABELLA, Carlos y TAPIA, Daniel. Historia del toreo (Madrid: Alianza, 1992). 3 vols. (t. 3: "De Niño de la Capea a Espartaco", págs. 220-221).

- COSSÍO, José María de. Los Toros (Madrid: Espasa Calpe, 1995). 2 vols. (t. II, págs. 625-626).

Autor

  • 0103 JR.