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HistoriaBiografía

Herrera Uriarte, Rafaela (1742-?).

Heroína hispano-nicaragüense, nacida en la entonces ciudad española de Cartagena de Indias (perteneciente en la actualidad al territorio de Colombia) el 6 de agosto de 1742, y fallecida en fecha ignorada, probablemente en la ciudad centroamericana de Granada (Nicaragua). Protagonizó uno de los episodios más heroicos de las constantes escaramuzas bélicas sostenidas entre españoles e ingleses, durante el siglo XVIII, por el control de Centroamérica: la defensa armada del Castillo de la Inmaculada Concepción de María, estratégicamente ubicado en una de las márgenes del Río San Juan, como baluarte defensivo de dicha población de Granada.

Vino al mundo en el seno de una ilustre familia de militares, en la que había eximios y valerosos guerreros que habían prestado memorables servicios de armas a la Corona española. Su abuelo, el brigadier Juan de Herrera, que había sido soldado destacado en la Guerra de Sucesión (1700-1713) librada en la Península Ibérica, consagró al ejército más de sesenta años de su vida, en la que fue pasando por todos los grados de la milicia (alférez, teniente, capitán, sargento mayor, coronel y brigadier), para alcanzar a la postre el cargo de Director General de Ingenieros. Sirvió en numerosos emplazamientos españoles en América (La Habana, Panamá, Cartagena de Indias, Montevideo, Buenos Aires, Chile, etc.), y luchó contra los tres principales enemigos de la Corona española en América: los ingleses, los portugueses y los piratas. Entre la numerosas hazañas que protagonizó, sobresale su heroica defensa del Castillo de San Luis de Boca Chica, asediado por fuerzas de la Corona británica.

Don Juan de Herrera legó su espíritu militar a su hijo, el comandante y capitán de Artillería don José de Herrera y Sotomayor, padre a su vez de la heroína Rafaela. Éste también pasó por los grados de alférez, teniente y capitán de batallón a lo largo de los veintiocho años que sirvió al Rey como militar. Encargado de la defensa artillera de la plaza de Cartagena, protagonizó también gestas heroicas que atestiguaron su valor y abnegación, como cuando montó sus cañones en el Cerro de San Lázaro (en la guerra del año 1740), o cuando volvió a instalar su artillería en el Castillo Grande (en 1747). Al igual que había hecho su padre, impidió heroicamente que los ingleses se apoderasen del Castillo de San Luis de Boca Chica, con lo que acumuló méritos sobrados para que don Sebastián de Eslava le nombrara comandante y castellano del Castillo de San Sebastián; poco después, pasó con idénticos cargos al Castillo de la Inmaculada Concepción de María, ubicado en una de las orillas del río San Juan (al que los españoles denominaban "El desaguadero"), donde perdió la vida en 1762, sólo unos días antes de que tuviera lugar el asedio que propició la acción heroica de su hija.

Estos antecedentes militares explican que don José de Herrera educara a la pequeña Rafaela, desde su más tierna infancia, en la tradición soldadesca de su familia. La niña había venido al mundo en Cartagena de Indias durante el verano de 1742, donde el capitán de artilleros, destinado a dicha ciudad, contrajo matrimonio con una dama criolla natural de aquella tierra, doña María Felipa Uriarte. Pero, según parece, no fue ésta la madre de Rafaela Herrera, ya que la futura heroína era fruto de las relaciones ilícitas que, antes de su matrimonio, había mantenido su progenitor con una bella mulata que murió poco después de haber alumbrado a Rafaela.

Durante sus primeros años de vida, la niña Rafaela residió en los distintos emplazamientos a los que era destinado su padre. Finalmente, al establecerse éste en Cartagena de Indias y contraer nupcias con doña María Felipa Uriarte, pasó a criarse al cuidado de la dama criolla, quien asumió de buen grado la crianza y educación de su hijastra, así como las de una desvalida huérfana francesa que fue adoptada por el matrimonio. Al parecer, doña María Felipa fue siempre una madre dulce y bondadosa con sus hijas adoptivas, a las que crió como si de vástagos propios se tratase.

En 1753, don José de Herrera y Sotomayor mandó traer a su mujer e hijas al Castillo de la Inmaculada Concepción de María, enclave fortificado que defendía el acceso a Granada por el río San Juan. Era, esta corriente, el principal medio de comunicación empleado por los españoles, pero también la vía de entrada que más tentaba a los piratas y las tropas navales enemigas.

Don José de Herrera abortó numerosas incursiones hostiles; y, en los escasos ratos de ocio que le quedaban entre estas acciones armadas y la atención de sus obligaciones administrativas como castellano, se empeñó en legar a su hija esa tradición militar de sus ancestros, instruyéndola en el manejo del armamento que mejor conocía: las piezas de artillería. Así lo describe la propia heroína en el memorial que envió, ya en plena madurez, a las Autoridades reales, para solicitar un sostenimiento económico que le socorriese en su estado menesteroso: "Todo el tiempo que dicho su padre estuvo en el castillo de San Juan, se aplicó a instruir a su hija la suplicante en el manejo del Cañón, y con alguna propiedad, y acierto, lo montaba, cargaba, apuntaba y disparaba; aplicación que después fue utilísima para el servicio de la Corona".

Era, pues, Rafaela Herrera una adolescente cuando ya sabía manejar el cañón con tanta pericia como el artillero más veterano. Así las cosas, el 29 de julio de 1762 la guarnición apostada en el Castillo de la Inmaculada Concepción se vio sorprendida por la presencia de una poderosa armada enviada por el gobernador inglés de Jamaica. La provincia de Nicaragua, por su estratégica ubicación en medio de Centroamérica, entre el Pacífico y el Atlántico, era una pieza codiciada por todas las grandes potencias de la época, ya que su posesión aseguraba el dominio de la comunicación interoceánica.

Desde 1748 planeaba sobre la zona una relativa calma, asegurada en parte por los acuerdos de paz firmados por España e Inglaterra. Pero este armisticio entre las dos colosales potencias coloniales no garantizaba el sosiego del los zambo-misquitos que poblaban la región oriental de la provincia, a orillas del Caribe. Éstos, incentivados por los colonos ingleses del Caribe y por los traficantes de esclavos jamaicanos (que tenían, unos y otros, gran interés en el control político, económico y militar de esa región), protagonizaron varias revueltas contra las autoridades españolas, en las que incluyeron diferentes acciones de hostigamiento al Castillo defendido por don José de Herrera.

El valeroso castellano había logrado reprimir con éxito estos asaltos hasta que, en 1762, una nutrida hueste de indios zambo-misquitos atacó las plantaciones de cacao explotadas por los españoles en el valle de Matina. Un mes más tarde, otra partida de indígenas cayó sobre las poblaciones de Lóvago, Lovigüisca y la misión de Apompuá, cerca de Juigalpa, que fueron violentamente saqueadas e incendiadas. Los zambo-misquitos, envalentonados por la buena fortuna que habían tenido en estas correrías, se atrevieron incluso a tomar prisioneros españoles, lo que excitó la codicia de los ingleses afincados en Jamaica, que creyeron detectar indudables señales de debilidad en los baluartes defensivos de sus poderosos enemigos seculares.

Se armó, pues, un fuerte contingente de expedicionarios formado por ingleses, zambos y misquitos, hueste que tomó fácilmente posesión de la desembocadura del San Juan y marchó, río arriba, con el objetivo militar de tomar al asalto el castillo de la Inmaculada. Quiso la fatalidad que su esforzado castellano, don José de Herrera, perdiera la vida de forma fortuita el 17 de julio de aquel mismo año de 1762, sólo doce días antes de que esta tropa mandada por el gobernador de Jamaica llegara frente a los muros de dicha fortaleza. Los ingleses tuvieron noticias de que sus enemigos estaban acéfalos y exigieron de inmediato la rendición incondicional de la guarnición.

El teniente Juan de Aguilar y Santa Cruz, que había asumido la comandancia tras el repentino e inesperado fallecimiento de Herrera, apenas contaba con un pequeño contingente defensivo de poco más de cien hombres para hacer frente a la expedición de ingleses y zambo-misquitos. Se inclinó, pues, por aceptar las exigencias de sus enemigos y entregar las llaves de la fortificación. Pero entonces surgió la figura heroica de una joven Rafaela Herrera que, sin haber cumplido aún los veinte años de edad, se opuso firmemente a la claudicación y exigió a los suyos que murieran luchando antes de entregar el castillo a los ingleses, como hubiera hecho su difunto padre.

Los asaltantes procedieron, entonces, a lanzar un somero fuego de escaramuza sobre el castillo, con el convencimiento de que este ligero ataque habría de amilanar definitivamente a sus escasos pobladores (entre los que había un nutrido grupo de servidores indios y negros que, para empeorar la situación de los defensores, comenzaba a tomar partido por los zambos y misquitos asediadores). Pero, frente a estas andanadas de intimidación, Rafaela Herrera, lejos de amedrentarse, sacó a relucir el ardor guerrero heredado de sus mayores y, asiendo con su propia mano el botafuego, disparó varios cañones con tan buena puntería que arrasó la tienda donde se alojaba el oficial inglés que dirigía la expedición, quien resultó muerto en el acto. Además, la munición certeramente disparada por la heroína -que en este momento agradecía como nunca la instrucción artillera impartida por su propio padre- causó otros destrozos importantes, entre ellos el hundimiento de una de las tres balandras de que constaba la flota atacante.

Pero la acción heroica de la heroína hispano-nicaragüense no se redujo a este alarde de coraje y puntería. Convertida, merced a la eficacia de sus disparos y sus dotes de mando, en la improvisada comandante de la guarnición, hizo gala de un perfecto dominio del control psicológico de sus fuerzas al humillar a uno de los soldados partidarios de la rendición, al que motejó de afeminado ante el asombro de sus compañeros (que, antes de verse sometidos a tal escarnio por parte de una mujer, prefirieron ir de frente al combate y morir luchando).

Por si todo esto fuera poco, Rafaela Herrera asumió también las directrices estratégicas de la batalla y, según cuentan los historiadores de la época, ideó una feliz estratagema para minar la moral de sus enemigos. Buena conocedora de la fragilidad psicológica de zambos y misquitos -siempre proclives a dejarse vencer por la superchería-, mandó botar sobre las aguas del San Juan unas improvisadas balsas fabricadas con ramas flotantes, sobre las que tendió sábanas y trapos empapados en alcohol. En la oscuridad de la noche, los defensores del castillo prendieron fuego a estas fantasmagóricas embarcaciones y las lanzaron, corriente abajo, hasta el emplazamiento donde se habían replegado los sitiadores tras la muerte del oficial que les dirigía, a una distancia prudencial de la precisa artillería disparada por Rafaela.
La espectral comitiva de barcazas en llamas sembró el pánico entre los zambos y misquitos que reforzaban las huestes inglesas, muchos de los cuales huyeron en desbandada. A la mañana siguiente, descubierto el engaño, los soldados de la Corona británica se sintieron muy humillados y decidieron tomar al asalto la fortaleza; pero, al no disponer de más armas de fuego que sus propios mosquetes, sufrieron grandes pérdidas y estragos antes de lograr alcanzar los muros del Castillo de la Inmaculada Concepción, defendidos eficazmente por la artillería que manejaban Rafaela y los guerreros a los que había enardecido con sus arengas.

Finalmente, los ingleses se dieron por derrotados y optaron por alejarse, río abajo, del firme baluarte que habían pretendido tomar. Durante algún tiempo, permanecieron asentados en la desembocadura del San Juan, causando mucho enojo y grandes preocupaciones a los españoles que pretendían entrar a Nicaragua o hacerse al océano Atlántico a través del "Desaguadero". Su presencia allí seguía siendo una amenaza terrible para los valerosos defensores del Castillo de la Inmaculada; pero, por fortuna para ellos, al cabo de unos meses España e Inglaterra firmaron una nueva paz que puso fin a esa delicada situación en que permanecían Rafaela y sus gentes. Se trata de la Paz de París (1763), por medio de la cual la Corona británica se comprometía a devolver a España las ciudades de Manila y La Habana, recientemente tomadas por sus fuerzas armadas, mientras que el gobierno de Carlos III (1716-1788) entregaba a los ingleses la península de La Florida.

A partir de entonces, el rastro de Rafaela Herrera se pierde hasta que su nombre reaparece en un serie de documentos oficiales fechados entre 1780 y 1781. El primero de ellos es un memorial de súplicas enviado por la propia heroína al Rey de España, a través de las Autoridades coloniales, el 16 de marzo de 1780; en él, Rafaela dice ser, por aquel tiempo, viuda de un tal don Pablo de Mora, vecino de la ciudad de Granada, en la que la heroína tiene fijada su residencia; y añade que se ve, a la sazón, pobre y menesterosa, con seis hijos a su cargo, dos de ellos aquejados de graves impedimentos físicos. Ruega, por ende, que, atendiendo a los servicios prestados por su abuelo y su padre a la Corona, y al memorable episodio heroico que ella misma protagonizó, su Católica Majestad tenga a bien concederle una ayuda económica con la que pueda salir adelante.

Don Matías de Gálvez, Mariscal del ejército español, Presidente Gobernador y Capitán General del Reino de Guatemala, recibió este memorial y se encargó de hacerlo llegar hasta el Rey de España. En su informe particular, certifica que Rafaela se halla "en grave necesidad y pobreza", y que sólo espera que la "piedad" y la "clemencia" del Monarca pongan fin al "total desamparo de la suplicante". Ratifica, además, el Gobernador que su abuelo y su padre fueron valientes defensores de los intereses de España en América, y asegura que su acto heroico "es tan publico y notorio que no hay en estas Provincias personas de todas clases que lo ignoren". Por todo ello, don Matías de Gálvez -que ha sido informado de todo esto en el curso de una visita a Granada- estima procedente que la "piedad católica" del Rey "socorra a una española, hija de tan honrados padres y abuelos, mayormente viéndose constituida en la mayor pobreza, viuda y con seis hijos, y dos de ellos baldados de los mas principales miembros de sus cuerpos".

Así pues, la recomendación expresa del Gobernador a la Corona no se hizo esperar: "Pero todos estos recomendables méritos parece deben ceder al que contrajo la misma Doña Rafaela en la última guerra con la nación inglesa en el Castillo de San Juan de Nicaragua [...]; pues, superando las débiles fuerzas de su delicado sexo y corta edad, supo recordar al mundo que todavía había en él españoles que sabía conservar las provincias que con tanta gloria conquistaron a V. M. nuestros héroes antiguos".

Con este valioso informe a su favor, no es de extrañar que, a pesar de la lenta maquinaria burocrática de la Corona española, Rafaela no tardara en recibir la ayuda demandada. En una Real Cédula otorgada por el propio Soberano español en San Lorenzo de El Escorial, el día 11 de noviembre de 1781 -último de dicha serie de documentos oficiales en los que reaparece el nombre de Rafaela Herrera ya en su madurez-, Carlos III reconoce estar bien informado "del distinguido valor y fidelidad con que vos, Doña Rafaela Herrera y Uriarte, viuda que al presente sois de Don Pablo de Mora, defendisteis el Castillo de la Purísima Concepción de Nicaragua en el Río de San Juan, en las guerras que por los años de 762 sostuvo mi corona contra la de Gran Bretaña, consiguiendo, a pesar de las fuerzas superiores del enemigo, hacerle levantar el sitio y ponerse en vergonzosa fuga, debiéndose sólo a una generosa intrepidez tan feliz suceso; pues, superando la debilidad de vuestro sexo, subisteis al caballero de la fortaleza y, disparando la artillería por vuestra mano, matasteis en el tercer tiro al Comandante Inglés en su misma tienda; realzando la acción la corta edad de 19 años que contabais, no tener Castellano el Castillo, ni Comandante ni otra Guarnición que la de mulatos y negros que habían resuelto entregarse cobardemente con la fortaleza, a que os opusisteis con el mayor esfuerzo".

Constatada la veracidad de este episodio heroico por parte de sus acreditados informadores, el Monarca acaba diciendo a Rafaela Herrera: "He venido en señalaros la mitad del sueldo que goza el Gobernador del expresado Castillo, para que lo gocéis por vía de pensión vitalicia, sobre el ramo de vacantes mayores y menores del reino de Guatemala, y, en defecto de fondos de él, sobre las Cajas Reales de la Provincia de León de Nicaragua. Por tanto, mando al Presidente Gobernador y Capitán General del referido Reino disponga se verifique esta gracia que os concedo desde el día primero de enero del año corriente; y de esta mi Real Cédula se tomará razón en la Contaduría General del Consejo de Indias y en las oficinas de mi Real Hacienda del citado Reino de Guatemala, donde corresponde, que así es mi voluntad".

Por aquel tiempo, los ingleses acababan de apoderarse, finalmente, de ese Castillo de la Inmaculada Concepción que tan heroicamente había defendido, a sus diecinueve años, Rafael Herrera. Un contingente al mando de John Polson y Horace Nelson (1758-1805) tomó la fortaleza el 29 de abril de 1780, e hizo preso a su actual castellano, el Comandante Coronel Juan de Ayssa.

J. R. Fernández de Cano.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.