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HistoriaPolíticaBiografía

Carlos III. Rey de España (1716-1788)

Carlos III, retrato de caza. Goya. Museo del Prado. Madrid.

Rey de España, nacido en Madrid, el 20 de enero de 1716, y muerto en la misma ciudad, el 14 de diciembre de 1788. Fue duque de Parma y Plasencia, entre los años 1731 a 1735; rey de Nápoles y dos Sicilias, desde 1734 a 1759; y por último, rey de España, a partir del año 1759 hasta su muerte.

Fue el primogénito de Felipe V y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio. Debido a que del anterior matrimonio del rey, con María Luisa de Saboya, habían nacido tres hijos varones (Luis, Felipe y Fernando), los cuales tenían preferencia dinástica para ocupar el trono español, nadie podía sospechar que Carlos subiría en un futuro al trono. Nadie excepto su madre, la reina, quien consagró obsesivamente su vida en aras de colocar a sus hijos en los puestos más altos posibles, y con especial relevancia a Carlos, su hijo favorito. Gracias al esfuerzo y empeño de madre, y también debido a ciertos afortunados golpes de suerte y casualidad, pudo subir su hijo, finalmente al trono español, en el año 1759, tras la muerte, sin descendencia, de su hermanastro Fernando VI.

La infancia del infante Carlos se desarrolló sin sobresaltos ni rasgos importantes. De naturaleza tímida, callado y muy responsable, se situó siempre en un plano secundario, dejando el protagonismo a sus hermanastros que estaban destinados a reinar. Isabel de Farnesio, sabiendo la poca posibilidad de sus hijos para acceder a la Corona, aplicó una política revisionista del Tratado de Utrecht de la mano del primer ministro Alberoni, por el cual Felipe V había perdido todas sus posesiones italianas. Su objetivo era recuperarlas para que fueran transferidas a sus hijos. Dando por segura la consecución de sus objetivos, la reina sometió a su primogénito a una intensa preparación sobre política italiana y sobre las costumbres del país. Tras la caída en desgracia del ministro Alberoni, el nuevo ministro y favorito de la reina, el barón de Ripperdá, gestionó el Tratado de Viena, firmado en el año 1725, por el que Carlos era nombrado duque de Parma y Plasencia, tras la muerte de Antonio Farnesio. Felipe V le asignó una pensión de 150.000 ducados anuales y un grupo de consejeros para su nuevo puesto político. Carlos fue recibido, en octubre de 1731, con grandes muestras de cariño y esperanzas por los parmesanos, felices de volver a ser gobernados por un Farnesio.

En enero de 1724, Felipe V abdicó en favor de su hijo primogénito, el príncipe de Asturias Luis I, que sólo llegó a reinar siete meses tras un ataque repentino de viruela. Esta circunstancia hizo surgir en la reina ciertas esperanzas de que un día pudiera reinar su hijo Carlos. El segundo hijo de Felipe V, el infante Felipe, había muerto anteriormente muy joven, por lo que tan sólo quedaba Fernando como heredero al trono. Por todo ello, Isabel de Farnesio, aunque Felipe V ya mostraba evidentes signos de demencia, evitó que Fernando sucediese a Luis, y obligó a Felipe V a retomar el trono, asegurándose de esa forma dos objetivos: primero, seguir ejerciendo ella el poder sobre un cada vez más degenerado y pusilánime monarca; y en segundo lugar, albergar aún posibilidades sobre la ocupación del trono de su hijo Carlos, toda vez que la salud del nuevo príncipe de Asturias se resentía muy a menudo. De todas estas circunstancias, se puede colegir que el segundo período del reinado de Felipe V estuvo totalmente dominado por la reina Isabel de Farnesio, quien tenía total libertad para poder realizar sus designios a sus anchas.

Debido a esta política de apertura, la Corona española se vio sometida a una intensa actividad con las potencias europeas, con tratados, convenios y pactos familiares, casi siempre contrarias a los intereses del país, pero siempre a favor de los costosos intereses de la reina. Por iniciativa de Luis XV de Francia, ambas monarquías sellaron el Primer Pacto de Familia, en el año 1733. Este acercamiento se enmarcó en el contexto de la Guerra de Sucesión de Polonia, en la que España intervino junto a Francia, en contra de Austria. España, por su apoyo a Francia, recibiría ayuda para expulsar a los austriacos de Nápoles y de las Dos Sicilias, y de esa manera poder adjudicar el trono a Carlos. Persiguiendo ese objetivo, Carlos atacó Nápoles, el 10 de mayo de 1734, y la conquistó con un rápido golpe de mano. El propio infante proclamó a su padre, Felipe V, rey de Nápoles, sin embargo, gobernó él en nombre de su padre. Por la Paz de Viena, firmada entre el emperador austriaco y los reyes de Francia y España, este primero renunciaba a su dominio sobre Nápoles en favor de Carlos a cambio de los derechos sobre Parma y Plasencia. El cambio no admitía dudas, y fue aceptado por todos, sobre todo por Isabel de Farnesio que veía a su hijo sentado como rey de un poderoso territorio italiano. La reina española no descansaría hasta recuperar los ducados permutados para su otro hijo, el infante Felipe.

El reinado de Nápoles

Una vez instalado en el trono de Nápoles, Carlos supo acometer la tarea de reformar su reino italiano con energía y prudencia. Gracias al apoyo de la potente burguesía napolitana, pudo limitar el poder de la nobleza terrateniente, a la que puso bajo sus órdenes directas. También realizó una profunda reforma judicial, llevada a cabo en dos fases: primeramente, con una recopilación y puesta al día de todas las leyes del reino en 1735; y posteriormente con la promulgación del Código Carolino, de 1752. También procuró liberalizar el comercio interno y fomentar la exportación. Se ocupó personalmente de regular un Concordato con la Iglesia, en el año 1741, por el cual los bienes eclesiásticos del reino debían pagar la mitad del tributo normal. En el aspecto cultural patrocinó bastantes proyectos, decretando, entre otros, las excavaciones de las villas romanas de Herculano y Pompeya, halladas recientemente.

En política exterior, los acontecimientos más importantes fueron los sucedidos durante la Guerra de sucesión en Austria, en la que participó junto a Francia y España, aunque con resultados insignificantes para su reino, puesto que se vio constantemente rodeado y presionado por la armada inglesa. Tras la firma de la Paz de Aquisgrán, en el año 1748, su hermano Felipe obtuvo los ducados de Parma y Plasencia, y él los derechos al trono español en caso de que Fernando VI no tuviera descendencia. Estas concesiones tan positivas fueron la consecuencia del gran esfuerzo negociador de su madre, la reina Isabel de Farnesio, que veía así, por fin, hechos realidad sus objetivos.

En el año 1738, Carlos se casó, por poderes, con la princesa María Amalia de Sajonia, de cuya unión nacieron trece hijos, de los que sólo sobrevivieron siete. Los dos primeros, varones, acusaron una marcada carencia psíquica. El primogénito, nombrado con el tiempo duque de Calabria, mostró muy pronto una manifiesta imbecilidad y por consiguiente fue apartado de la sucesión. El segundo hijo, de complexión saludable y fuerte, padeció una falta de inteligencia sobre cualquier asunto fuera de lo común o normal. A este príncipe, que a medida que iba creciendo adquiría algún criterio, su padre no le permitió nunca inmiscuirse directamente en asuntos de gobierno, por lo que resultó ser un mediocre príncipe de Asturias y, sin embargo, accedió al trono, bajo el nombre de Carlos IV. La indolencia de este soberano precipitó del todo el ocaso de los Borbones españoles. El 9 de julio de 1746, subió al trono español Fernando VI, hijo del primer matrimonio de Felipe V con María Luisa de Saboya. Este monarca se casó con Bárbara de Braganza, a la cual también estaba muy unido, como su padre con sus esposas. Al morir ésta, el ocaso del rey se hizo evidente y se aceleró; murió el 10 de agosto de 1759, sin descendencia y en medio de fuertes ataques de locura. Gracias al Tratado de Aquisgrán, firmado en el año 1748, Carlos era el heredero directo al trono y detentó la Corona española con el nombre de Carlos III.

La etapa italiana, además de representar una gran experiencia de gobierno para Carlos, tuvo dos consecuencias educadoras muy importantes para el futuro monarca español. Por un lado, le dio a conocer un mundo desenvuelto y lleno de lujos, muy alejado de la austeridad de la corte española; no en vano la corte napolitana fue conocida como la Corte de los Milagros. Por otra parte, el periplo transcurrido en la corte napolitana le proporcionó a Carlos una valiosa experiencia y madurez para abordar los asuntos de gobierno más complicados. Cuando Carlos fue coronado como rey de España, contaba con cuarenta y tres años de edad, y se encontraba en el apogeo de su vida.

Carlos III, rey de España

Reinado de Carlos III.

Mientras Isabel de Farnesio asumía la regencia temporal del reino hasta la llegada de su hijo, Carlos abdicó al trono napolitano en favor de su tercer hijo, Fernando, habida cuenta de la manifiesta incapacidad de su primogénito. Su segundo hijo, Carlos Antonio, embarcó con él para España en calidad de príncipe de Asturias y heredero a la Corona.

España esperaba la llegada del nuevo monarca con sentimientos encontrados. El 17 de octubre entró Carlos en la ciudad de Barcelona, recibido con salvas lanzadas desde Montjuich; pero en Madrid fue acogido con bastante recelo. Se desconfiaba de un rey que había pasado veintiocho años en el extranjero. Sus primeros pasos como rey se encaminaron a ganarse el afecto de sus nuevos súbditos, por lo que restituyó algunos privilegios suprimidos por su padre en Cataluña y Aragón, además de condonar bastantes deudas al catastro. Carlos III pretendió, desde un primer momento, introducir un espíritu renovador en una España inmovilista como la que se encontró. En Nápoles, Carlos III fue todo un representante del Despotismo Ilustrado, y en esa dirección planteó todas sus acciones, con transformaciones que llegaron a todos los ámbitos del reino: ideología, instituciones, sociedad, economía, etc. Para dicha empresa, como ya hiciera en su reinado napolitano, se apoyó en los sectores fundamentales, la burguesía y los intelectuales reformistas.

Para que el país progresara era necesario fomentar la producción y circulación de bienes, es decir, la riqueza. La nobleza, anquilosada y excesivamente conservadora y más preocupada por mantener sus privilegios, no estaba por la labor de encabezar ese objetivo. Pero sí las clases medias, carentes de privilegio y con ganas de enriquecerse. Carlos III apoyó a este sector. Ese apoyo a la burguesía se concretó en dos direcciones bien definidas: elevando la responsabilidad política, designando para puestos de altura a burgueses; y por otro lado, fomentando el proteccionismo económico y comercial. El resultado de esta política hizo que la burguesía fuese acaparando más poder y decisión, a la par que la nobleza, que hasta entonces había acaparado los puestos importantes del Estado, se cerraba en banda a cualquier intento de variación que pudiera dañar mínimamente sus privilegios. A su vez, el nuevo monarca, como auténtico representante del Despotismo Ilustrado, volvió la mirada hacia los intelectuales reformistas de la época, como ocurría en todos los países con monarcas ilustrados. Estos filósofos pretendían realizar una reconstrucción del mundo sobre bases nuevas y racionales. Para que esos planes se pudieran llevar a cabo necesitaban la tutela del Estado, que era el único que los podía plasmar en la práctica. El Estado creó, patrocinó y difundió por todo el país las llamadas "Sociedades Económicas de Amigos del País", organismos creados para llevar a cabo esos proyectos. Aunque realmente Carlos III aplicó un Despotismo Ilustrado de cuño europeo, podemos afirmar que en España tuvo elementos sui generis, ya que se trató de un movimiento mucho más moderado en objetivos y aplicaciones que el que se daba en la corte francesa o austriaca, por ejemplo, debido a la fuerte influencia que ejercía la tradición. Esto provocó que las medidas pretendidas por el rey tuvieran que ser introducidas paulatinamente y con cierta lentitud, hasta lograr que se hiciera patente la necesidad de los cambios. Para ello, Carlos III robusteció su autoridad real y aplicó una cada vez mayor centralización. Su primer gobierno estaba formado por ministros del anterior monarca, Fernando VI, como por ejemplo Ricardo Wall, al frente de la Secretaría de Estado y de Guerra. En el año 1763, éste fue destituido por Leopoldo de Gregorio, conocido por su título nobiliario de marqués de Esquilache, que se hizo con la jefatura de la Secretaría de Guerra, y por el marqués de Grimaldi al frente de la Secretaría de Estado.

Política interior

La política interior del reinado de Carlos III puede, muy bien, dividirse en dos etapas separadas por el famoso Motín de Esquilache, acaecido el 23 de marzo de 1766.

Las primeras medidas de Carlos III se realizaron mediante leyes y cédulas; todas ellas marcadas por la urgencia, con el fin de ir arreglando problemas que iban saliendo a relucir. El primer problema importante fue la necesidad de reformar la Hacienda y la economía general del reino. La Corona estaba amenazada por una multitud de acreedores y de deudas que se remontaban a tiempos del rey Carlos I y los posteriores reyes de la casa de Austria. Carlos III reconoció la deuda. Para paliarla se intentó reactivar la economía emitiendo decretos tendentes a fomentar la exportación, a delimitar poderes, a fijas precios y salarios y a aplicar el régimen de impuestos aplicado por el marqués de la Ensenada en el reinado anterior. Pero las dos medidas adoptadas más importantes, por sus posteriores consecuencias fueron: la constitución de la Junta de Catastro, en el año 1760, cuya objetivo fue el de inventariar toda la propiedad y la riqueza de España y así lograr una contribución única y universal para todo el reino; y la reorganización del Consejo de Castilla, en el año 1762, para lo cual se procuró nombrar para ocupar los cargos a los elementos más idóneos, como burgueses y tecnócratas con formación universitaria, y por consiguiente mejor preparados.

Otra medida adoptada fue la abolición, en el año 1765, de la tasa general de granos, lo que permitió una amplia libertad de compra, venta y transporte. También se liberalizó el comercio de ciertos artículos y se suprimió su impuesto arancelario. Se unificó el sistema monetario y se crearon los vales reales (emisión de deuda pública). Otra medida importante fue la creación del Banco de San Carlos (germen del futuro banco nacional), con fines estrictamente financieros y como medio de financiación de las guerras que mantenía la Corona. Durante el reinado de Carlos III nació la Lotería Nacional.

A pesar de todas estas medidas, encaminadas a restituir la depauperada economía de la Corona, los resultados fueron oscuros, cuando no inútiles. España volvió a entrar en el juego del delicado equilibrio europeo, junto con Francia y en contra de Inglaterra, lo cual provocó unos enormes gastos militares que dejaron exhaustas las arcas del estado y sin eficacia las medidas adoptadas por los ministros de Carlos III.

En lo social, Carlos III dispuso leyes contra vagos y mendigos, a los que enroló al servicio de la Armada española. Dentro del espíritu del Despotismo Ilustrado (gobierno para el pueblo pero sin el pueblo) se desarrolló una política de acogida social para huérfanos y ancianos en asilos, así como varias disposiciones encaminadas a educar al pueblo en las buenas costumbres: prohibición de portar armas de fuego, del juego en sitios públicos (tan sólo se permitía la práctica del billar, el ajedrez, las damas y el chaquete). Una de las medidas más efectivas y de mayor repercusión fueron las medidas adoptadas en el saneamiento de las ciudades, y en especial en Madrid como capital del reino, la cual fue empedrada y alumbrada como correspondía a su rango.

En esta primera etapa de la política interior de Carlos III hubo cambios dentro del poderoso estamento eclesiástico. Las leyes que se adoptaron tuvieron el objetivo de limar los privilegios. Entre otras disposiciones se acordaron las siguientes: que los sacerdotes se restituyesen a sus respectivas iglesias y domicilios; que los prelados cuidaran de la educación de sus feligreses, tanto en lo moral como en lo social; se limitó la autoridad de los jueces diocesanos, prohibiéndoseles juzgar casos civiles sin permiso de las autoridades seculares; se suprimieron y refundieron gran cantidad de cofradías inútiles; y por último, se dispuso que todos aquellos bienes donados a la Iglesia por parte de los legos quedaran sujetos, a perpetuidad, a los impuestos y títulos regios, en un claro intento de frenar los enormes beneficios fiscales de que gozaba todo el estamento eclesiástico en España.

El suceso que sirve de punto divisorio en la política interior de Carlos III lo constituye el llamado Motín de Esquilache, sucedido entre los días 23 a 26 de marzo del año 1766.Básicamente el conflicto fue la protesta del pueblo madrileño contra el ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache, impulsor de una serie de medidas y reformas que tenía soliviantados a muchos vecinos de la capital. Parece que las medidas para mejorar el alumbrado, la pavimentación, la higiene de las calles y demás lesionaban directamente muchos intereses que acabaron confluyendo en la indignación popular. La medida que mayores protestas provocó fue la prohibición de seguir utilizando la capa larga y el tradicional sombrero de ala ancha, ya que según la autoridades permitían encubrir toda clase de delitos y altercados. La nueva disposición obligaba a llevar el sombrero de tres picos y la capa recortada, no más baja de las rodillas. A estas decisiones tan impopulares se le sumó una serie de circunstancias, no menos importantes, para comprender el feroz estallido final del pueblo madrileño contra el ministro italiano. Hay que tener en cuenta que Esquilache era tremendamente impopular para el pueblo, por su condición de extranjero y por su posición de favorito en la corte. Su afán renovador fue mal entendido por el pueblo. La otra circunstancia que provocó el estallido fue una pertinaz sequía que asoló los campos españoles, entre los años 1760 y 1766, y que provocó que la Junta de Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan, con la consiguiente exasperación del pueblo madrileño.

El suceso estalló el 23 de marzo de 1766. Dos paisanos embozados plantaron cara a los soldados apostados en la plaza de Antón Martín. Éstos les conminaron a retractarse, pero los embozados al unísono, y según las crónicas al grito de ¡No me da la gana!, se enfrentaron con los guardias, generando el tumulto y la protesta encolerizada de todo el pueblo madrileño. Al poco, una gran multitud encolerizada encaminó sus pasos hacia la Casa de las Siete Chimeneas, residencia del odiado ministro, donde los amotinados desfogaron sus iras echando a la hoguera muebles y todo tipo de pertenencias de Esquilache. La algarabía se dirigió a continuación hacia el Palacio Real, con el propósito de que el rey escuchara sus quejas. En la residencia real el choque resultó una tragedia para los amotinados cuando la guardia valona del rey disparó contra la multitud, causando varios muertos y heridos. Al día siguiente, el 24 de marzo, el monarca, presionado por la gravedad que había adquirido el motín, accedió a atender las reclamaciones del pueblo, el cual estaba representado por el padre Cuenca, afamado capuchino del convento de San Gil. Carlos III aceptó las demandas exigidas, que se basaban en la petición del exilio del ministro Esquilache y sus familiares, la libertad de indumentaria, la extinción de la Junta de Abastos, la salida de Madrid de la guardia valona del rey y la bajada de precios de los alimentos más básicos. El rey, para demostrar su enfado y menosprecio al pueblo madrileño que había osado levantarse contra él, se marchó a Aranjuez provocando aún más al pueblo madrileño y alimentando un nuevo brote de violencia popular. El asunto no se sofocó hasta que no se publicó en la Gaceta la Real Orden que confirmaba las concesiones. El efecto del motín llegó a otros lugares del reino. A lo largo del mes de abril Zaragoza, Salamanca, Cuenca, Guadalajara, Alicante y Murcia vieron como su población se levantaba en contra del precio del pan y de las prácticas usurarias de los acaparadores.

Realmente, el motín tuvo unas causas más profundas que la mera revuelta de una ciudad contra el primer ministro. Desde la llegada de la dinastía borbónica se venía produciendo una lucha soterrada entre la burguesía y la nobleza por detentar el poder. Precisamente, era esta última la más perjudicada con todas las medidas reformistas impuestas. Tanto la nobleza como el clero vieron perjudicados sus intereses y su independencia económica y política, por lo que indujeron al pueblo a la revuelta. Hoy en día se mantiene que hubo un plan organizado que utilizó el pretexto de las medidas adoptadas por Esquilache para manifestarse y luchar contra la obra del gobierno, como se demostró por la propagación de la revuelta en otras ciudades y villas de España. El motín no significó un frenazo a las reformas ilustradas, pero sí que éstas pasaron a aplicarse con más cautela y tino, pero siempre con eficacia por el nuevo equipo formado por el sucesor de Esquilache, el conde de Aranda.

Fue en esta segunda etapa cuando triunfó totalmente la política reformista de Carlos III. Los decretos promulgados tuvieron un carácter más determinante y riguroso, eran emitidos por la Secretaría de Despacho, o bien por el presidente del Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda, nuevo hombre fuerte del gobierno de Carlos III hasta el año 1773, año en el que fue sustituido por el conde de Campomanes.

El estado llano vio cómo se protegían sus intereses con la aparición de la figura del procurador, encargado de elevar quejas al municipio. También se obligó a los municipios con más de 2.000 habitantes que eligieran a cuatro diputados con pleno derecho para intervenir en los asuntos del gobierno. Se volvieron a dictar medidas en relación con la Iglesia. Se dio la orden a los clérigos residentes en la corte, sin cargo alguno, de volver a sus domicilios eclesiásticos; se renovó la orden emitida en el siglo XV por Juan I de prender a cualquier eclesiástico cuando éste profiriese palabras o conceptos contrarios al rey; se prohibió a los clérigos el uso de imprentas en sus domicilios eclesiásticos, etc. Pero sin duda alguna, la medida de más alcance fue el decreto de expulsión de la orden de la Compañía de Jesús, dictada el 2 de noviembre de 1767.

La medida que acordaba la expulsión de la potente orden jesuítica se enmarcaba dentro del contexto de constantes enfrentamientos entre el gobierno reformistas de Carlos III, con el conde de Aranda a la cabeza, y la institución ignaciana, muy próxima a la nobleza. Lo cierto es que en todas las monarquías ilustradas del momento imperaba el mismo sentimiento de hostilidad hacia la poderosa orden. La orden había sido en exceso todopoderosa en el siglo anterior por su papel hegemónico dentro de las clases privilegiadas, lo que le hizo detentar un inmenso poder político. Precisamente por ese motivo, los jesuitas se granjearon la enemistad ideológica de los pensadores e intelectuales, predecesores de los ilustrados, sobre todo de los regalistas, además de que tampoco gozaban de especial simpatía entre los propios obispos y otras órdenes religiosas (por competencias). Para demostrar esto último, hay que resaltar que cuando se decidió la expulsión definitiva de la orden en España, de los cincuenta y seis obispos españoles consultados, cuarenta y dos se mostraron a favor de tal medida, seis no opinaron, y sólo ocho de ellos mostraron abiertamente su desacuerdo.

A nivel general, con la llegada de los presupuestos despóticos e ilustrados, la ideología y autonomía de poder de que gozaban los jesuitas se hizo molesta, por lo que en el año 1755, el Marqués de Pombal, primer ministro portugués fue el primero en decretar la expulsión de éstos en los dominios de la Corona de Portugal. Esta medida fue seguida, a continuación, por Francia en 1764 y por España en 1767. En España se utilizó la excusa de haber proporcionado al motín de Esquilache apoyo y aliento, prestando sus imprentas para imprimir pasquines y soflamas contra el rey. En relación con esto último, sí hubo participación de jesuitas en la revuelta, pero no de la Compañía como tal, sino a título individual. El conde de Aranda, desde su nuevo cargo de presidente del Consejo de Castilla, fue el encargado de investigar a la Orden, para lo que nombró una comisión reducida en la que actuó como fiscal el conde de Campomanes. En el verano de 1766 se emitió un informe que corroboraba los indicios de culpabilidad de la Orden. El decreto de expulsión se hizo efectivo, con la consiguiente confiscación de los bienes de la Orden, que eran numerosos, y el posterior exilio fulminante de todos sus miembros, que sumaban 1.660 jesuitas en la Península y 1.396 en las colonias americanas. Gracias a la presión de la diplomacia española, en el año 1773, el papa Clemente XIV, ratificó la disposición regia mediante la bula Dominus ac Redemptor, por la que la Orden quedaba definitivamente prohibida y eliminada en toda la Iglesia católica. El embajador de España en Roma, José Moñino, fue nombrado por el rey conde de Floridablanca gracias a su gran labor ante el Papa.

En los demás aspectos del país, las reformas se aceleraron. Para difundir dichos cambios, surgieron, como ya hemos dicho más arriba, las "Sociedades Económicas de Amigos del País", que contribuyeron a la realización de los cambios a través de dos vías: agrupando legalmente a todas las personas interesadas en la renovación; y constituyendo organismos, dirigidos desde Madrid, encargados de estudiar los proyectos propuestos. Las medidas de política agraria se encaminaron a favorecer la división de los latifundios y los repartos comunales de tierras no cultivados, así como su posterior cercado. Se permitió cercar olivares y huertas. Se prohibió a los señores expulsar a los arrendatarios de sus tierras de forma arbitraria. Se dictaron disposiciones para limitar los privilegios de la Mesta. En el año 1788 se dictó la importante medida que prohibía el establecimiento de nuevos mayorazgos. La medida más ambiciosa de este período, y que resaltaba el deseo de la Corona por aprovechar al máximo las tierras, fue el intento de repoblar Sierra Morena, para lo cual se permitió el asiento de 6.000 colonos, católicos, flamencos y alemanes. Para el proyecto fue encargado Pablo de Olavide. La primera población fue llamada La Carolina, en honor del rey. En el año 1775 se contaba ya con quince nuevas poblaciones. El proyecto se paralizó al caer en desgracia su ejecutor, Pablo de Olavide.

La renovación industrial experimentada desde principios de siglo adquirió nuevos auges bajo el reinado de Carlos III. Se crearon fábricas agrícolas y textiles, con la contratación de técnicos y maquinaria extranjera. Se liberalizó el comercio, se suprimió el impuesto de la Alcabala (vigente desde el rey Alfonso XI). En el año 1778, se concedió la libertad de comercio del aceite y se permitió también el libre comercio con América, de esa manera se rompió el monopolio que detentaban los puertos de Sevilla y luego el de Cádiz. En el año 1784 se completaron las disposiciones del año 1771 por las que se declaraban honrosos y compatibles con la dignidad de hidalguía los oficios manuales. Esta medida significaba que los nobles medios y bajos podían desarrollar oficios y trabajos que antes les estaban prohibidos por su condición socio-jurídica.

Fue en este período cuando las obras públicas adquirieron un relieve y nivel jamás alcanzado, tanto cualitativa como cuantitativamente. Se realizaron los canales Imperial de Aragón y del Manzanares, entre otros muchos. Se construyeron trescientos veintidós puentes en todo el reino, además del trazado de caminos y carreteras necesarios para la articulación del comercio y transportes del interior. Se constituyó un servicio regular y oficial de correos y de diligencias. La capital del reino fue la más beneficiada en cuanto a remodelaciones viarias y arquitectónicas; logró un embellecimiento y dignidad considerable: la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado, la Academia de San Fernando, etc.

De esta época data la orden de plantar un árbol en la plaza Mayor de los pueblos como símbolo de respeto por las leyes y la justicia. Alguno de aquellos árboles todavía se conserva en buen estado, como la olma de Torralba, en Cuenca.

El estamento militar también tuvo su parte de reforma. Carlos III implantó la táctica prusiana, la de más prestigio en aquel momento en Europa gracias al gran impulso que le dio el emperador prusiano Federico II. Se abrieron tres academias militares correspondientes a las tres armas en que se dividía el ejército de tierra: la de Infantería, en el Puerto de Santa María; la de Caballería, en la localidad de Ocaña; y por último, la de Artillería, en Segovia. Se fundó el Monte Pío Militar. Debido al impulso que se dio al comercio y protección de las colonias americanas, bajo Carlos III se llegó a tener la segunda flota naval más importante del mundo, con sesenta y siete navíos de línea, cincuenta y dos fragatas y sesenta y dos buques menores. La última gran disposición del reinado de Carlos III fue la creación, en el año 1787, de la Junta Suprema de Estado, claro precedente del actual Consejo de Ministros.

Política exterior

Política exterior durante el reinado de Carlos III.

El hecho más relevante de la política exterior de Carlos III fue la ruptura de la política de neutralidad mantenida bajo el reinado de su predecesor Fernando VI, y la consiguiente entrada de España en la Guerra de los Siete Años, que venía enfrentando a Francia e Inglaterra por el dominio del Atlántico y del continente europeo. Esta decisión intervencionista vino determinada por la realidad de la situación internacional. A España, la Guerra de los Siete Años no le afectaba en sus intereses continentales, pero sí en su vertiente atlántica, ya que como potencia atlántico-americana de primer orden, no podía quedarse al margen ni adoptar una actitud pasiva en el conflicto anglofrancés por el dominio de los mercados coloniales. Se temía, por parte de España, al gran poderío naval inglés, pero finalmente se optó por la alianza con Francia, toda vez que la Inglaterra gobernada por William Pitt desdeñó constantemente las continuas reclamaciones de la Corona española ante los abusos ingleses. Inglaterra, con esta actitud beligerante contra España, pretendía librarse, no sólo de la propia Francia, sino también de España y quedarse sola como potencia única en el importantísimo comercio americano. Las relaciones anglo-españolas llegaron a un momento de gran tensión justo cuando se produjo otro suceso trascendental que inclinó definitivamente a las autoridades españolas a firmar una alianza con Francia: las aplastantes victorias inglesas sobre los franceses en la estratégica zona del Canadá. Esta victoria inglesa amenazaba directamente a España, ya que la hegemonía marítima inglesa se hizo muy peligrosa. El marqués de Grimaldi, embajador español en Versalles, firmó el Tercer Tratado de Familia, el 15 de agosto de 1761, entre España y Francia. Esta nueva alianza franco-española ya no estaba motivada, como las anteriores, por puros vínculos familiares, sino por necesidades ofensivas y defensivas de ambos países ante un enemigo común: Inglaterra.

El poderío inglés era tan grande que ni las operaciones militares conjuntas, ni el bloqueo comercial a Inglaterra dieron los resultados apetecidos. Los ingleses se apoderaron de La Habana y de Manila. La Paz de París, firmada en el año 1763, cerró temporalmente las hostilidades, y resultó poco beneficiosa para España, pero aún más desastrosa para Francia. España pudo recuperar Manila y La Habana y recibir de Francia, como compensación, la Luisiana. La posición de España en América quedó seriamente dañada y tuvo que realizar en adelante redoblados esfuerzos contra el expansionismo británico, cada vez más agresivo y descarado en las posesiones españolas.

La posición privilegiada de Inglaterra en América tras la Paz de París se vio puesta en peligro cuando, el 4 de julio de 1776, el Congreso celebrado en la ciudad de Filadelfia por las colonias británicas, proclamó su independencia de la metrópoli. Fue la ocasión esperada, tanto por Francia como por España, para devolver el golpe a Inglaterra. La Corona española dudó, en un primer momento, si debía intervenir directamente en el conflicto o no, pero, tomando conciencia de las posibles repercusiones negativas que para Inglaterra significaría la total independencia de sus colonias, se decidió a participar en la confrontación. Aunque no participó directamente, sí lo hizo proporcionando dinero y armamento a las colonias, así como el permiso de utilizar sus estratégicos puertos para la flota rebelde. España también pretendía con esta intervención recuperar Gibraltar y Menorca. Agotada Inglaterra, en el año 1782 se vio obligada, a pesar de su poderío naval, a reconocer la independencia del nuevo Estado y a firmar la Paz de Versalles. España no pudo recuperar Gibraltar, pero sí la isla de Menorca y la Florida.

A partir de esta fecha, España intentó permanecer en una posición de independencia diplomática y política, alejada de los intereses de Francia y de Inglaterra. Para ello, Floridablanca realizó una política de claros contenidos nacionales, buscando la consecución de tres objetivos fundamentales: primero, reafirmar el papel político de España en el continente; segundo, la búsqueda del equilibrio en el Mediterráneo y en el Atlántico; y por último, pero no menos importante, la ampliación de los intercambios comerciales, vitales para la recuperación económica de la Corona. En este contexto, la alianza con Portugal, en el año 1779, adquirió una baza importante para España ya que solucionó las disputas territoriales que habían mantenido estos dos países desde siglos atrás, y concertó un marco de desarrollo propicio para los intercambios comerciales. Para reforzar los acuerdos entre ambas monarquías, se recurrió, como siempre en estos casos, a la alianza matrimonial entre la infanta española Carlota Joaquina con el infante portugués don Juan, hijo segundo del rey de Portugal.

La Corona española volvió a verse envuelta en el complicado sistema político del continente. En su intento de neutralizar la hegemonía de Inglaterra y de parar las cada vez mayores ansias de expansión de Rusia y de Austria, se vio en la necesidad de apoyar diplomáticamente a Prusia, como el más idóneo representante para restablecer el equilibrio. Con el mismo propósito, España se acercó a Turquía. Floridablanca estableció una alianza con este país, en el año 1782, con el objeto de proteger el comercio español en el Levante asiático, para salvaguardar las posesiones españolas en el norte de África (Melilla, Ceuta y el Peñón de Vélez) y reforzar la integridad territorial turca, necesaria para detener la desmesurada ambición expansionista de Rusia y Austria sobre el Mediterráneo.

Si con Turquía las relaciones españolas fueron excelentes, no sucedió lo mismo con Marruecos, siempre fluctuando en ambigüedades y mal entendidos con la Corona española. En el año 1762, se firmó un acuerdo con Marruecos de tipo eminentemente comercial, más que político. En el año 1774 se produjeron sucesivos ataques marroquíes contra Melilla y el Peñón de Vélez. Debido a esta situación, se preparó una expedición contra la ciudad de Argel, mandada por el excelente general español de origen irlandés O’Reilly, que fracasó estrepitosamente y de la que se culpó al ministro Grimaldi, motivo por el cual cesó en su puesto y fue sustituido por Floridablanca. Éste obtuvo un valioso acuerdo con Marruecos, en el año 1782, y en plena guerra contra Inglaterra, que daría a España positivos resultados comerciales y estratégicos ya que los ingleses tuvieron que abandonar el puerto de Tánger. A esta alianza le siguieron otras con Turquía, en el año 1782, y con Trípoli, Túnez y Argel, todas en el año 1786.

Con Carlos III se intensificó el cuidado de las colonias americanas. Destacó la tarea del Secretario de Despacho para las Indias, José Gálvez, que reorganizó administrativamente las colonias en intendencia efectivas. Tal solidez quedó demostrada en las fracasadas insurrecciones del año 1780, en el Perú, encabezadas por José Gabriel Candorcanqui, que tomó el nombre guerrero de Tupac Amaru. Este cabecilla pretendió ser coronado como rey de Cuzco. Finalmente fue capturado y ajusticiado en la misma ciudad. En el año 1776, se creó el tercer virreinato americano, el de Buenos Aires, con la intención de proteger esta zona colonial de los ataques continuos de los portugueses e ingleses.

Las casi tres décadas que duró el reinado de Carlos III representaron un paréntesis abierto en medio del proceso continuo de decadencia que venía padeciendo la monarquía española. Prueba de todo ello fue el rápido declinar de tanta prosperidad a la muerte de este magnífico rey. Carlos III hizo penetrar en España los presupuestos y mentalidad que imperaban en la Europa ilustrada, elevando el nivel del reino al rango de primera potencia. España pudo mostrar, por última vez, su poderío, no sólo en cuanto a extensiones territoriales, sino también por el tono cultural y europeo que imprimieron a sus iniciativas los sucesivos ministros de los que se sirvió. Carlos III fue el perfecto representante (comparable a sus gloriosos contemporáneos Federico II de Prusia y José II de Austria) del déspota benévolo e ilustrado que intentó implantar, en varias ocasiones, reformas excelentes, pero ajenas y difíciles de arraigar en la sociedad tradicional que gobernaba. En muchos sentidos, Carlos III fue modelo de los numerosos liberales españoles que vivirían en los dos siglos posteriores.

Bibliografía

  • AGUILAR PIÑAL, F: Bibliografía de estudios sobre Carlos III y su época. Madrid, 1988.

  • ARTOLA, M: Los Borbones. Madrid, 1973.

  • BARUDIO, G: La época del absolutismo y la Ilustración. Madrid, 1983.

  • CALLAHAN, W: Iglesia, poder y sociedad en España: 1750-1874. Madrid, 1988.

  • RICO LINAGE, R: Carlos III. Madrid, 1988.

  • FERNÁNDEZ, R: La España de los Borbones. Madrid, 1996.

Autor

  • Carlos Herráiz García