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Calvache Gómez de Mercado, Antonio (1896-1984).

Fotógrafo, director de cine y novillero español, nacido en Córdoba en 1896 y fallecido en Madrid el 31 de enero de 1984.

Hijo de un fotógrafo profesional (Diego Calvache) que inculcó precozmente su afición a la fotografía a todos sus vástagos, pasó su primera infancia en la localidad gaditana de Jerez de la Frontera, donde el cabeza de familia poseía un modesto estudio. Con vistas a ampliar sus horizontes profesionales, el Sr. Calvache abandonó aquellas tierras meridionales -donde gozaba ya de un cierto prestigio como retratista- y se instaló con toda su familia en Madrid, en una de cuyas calles principales (la Carrera de San Jerónimo) ubicó su nuevo centro de trabajo. Por este estudio madrileño pronto empezaron a pasar numerosas figuras populares que, deseosas de quedar inmortalizadas por la cámara de Diego Calvache, atrajeron poderosamente la atención de los hijos del célebre fotógrafo, quienes se sentían fascinados por esa clientela formada por artistas, toreros, cantantes y escritores con la que se había hecho su padre. Entre los clientes habituales del número 16 de la Carrera de San Jerónimo estaban, en efecto, los hermanos y matadores de toros Rafael ("El Gallo") y José Gómez Ortega ("Joselito"); las cupletistas y tonadilleras Consuelo Bello Cano ("La Fornarina"), Raquel Méllery Pastora Imperio; la actriz Margarita Xirgu; y algunos hombres de Letras de la talla de Benito Pérez Galdós, Jacinto Benavente y Pedro Muñoz Seca.

Entre todas estas personalidades de la intelectualidad, las artes y el mundo del espectáculo, quienes mayor influjo ejercieron en el pequeño Antonio fueron los matadores de toros, hasta el extremo de que, ya en plena adolescencia, quiso seguir sus pasos profesionales por el áspero sendero del Arte de Cúchares. Con el apoyo de la selecta clientela de su padre, llegó, en efecto, a enfundarse un terno de alamares para emprender una discreta etapa de aprendizaje taurino que, en 1914, le permitió presentarse en calidad de novillero ante la severa afición de la Villa y Corte. Contaba, a la sazón, Antonio Calvache dieciocho años de edad, y estaba por aquel tiempo decidido a seguir adelante con una carrera taurina que, sin embargo, quedó definitivamente truncada en 1916, cuando la repentina muerte de su hermano Diego, sumada a las escasas oportunidades que se le ofrecían en las principales plazas del planeta de los toros (repárese en que no se le había presentado aún la ocasión de tomar la alternativa), le aconsejó apartarse para siempre de su vocación torera para hacerse cargo de la galería fotográfica que, también en Madrid, había abierto recientemente su difunto hermano (con el que compartía esa afición taurómaca heredada, también, de su progenitor). Un tercer hermano, de nombre José, había inaugurado asimismo su propia galería en el número 16 de la calle Sevilla, por lo que pronto el apellido Calvache fue uno de los más conocidos entre los fotógrafos de la capital y las figuras populares que acudían a posar ante las cámaras de los hijos del fundador de la dinastía. Entre las señas de identidad que singularizan la producción artística de todos los Calvache, la crítica especializada destaca su singular intuición para seleccionar los elementos estructurales más válidos de la fotografía decimonónica y adaptarlos a las nuevas técnicas y los estilos innovadores de las corrientes estéticas europeas de comienzos del siglo XX.

Todavía en plena juventud, Antonio Calvache alternó su dedicación al negocio fotográfico heredado de su hermano Diego con una vida azarosa y bohemia que, aunque alejada ya de sus primeras veleidades taurinas, le condujo al desempeño de otros oficios artísticos como el de actor, en el que debutó en 1918 para interpretar el papel de Antonio Romero en la cinta La España trágica, del cineasta barcelonés Fructuoso Gelabert. Entretanto, su fama como retratista, pregonada por las cantantes, actrices y bailarinas que se ponían frecuentemente ante su cámara (fue algo así como el principal fotógrafo de la "prensa del corazón" de su época, y mereció el calificativo de "glosador de bellas") se extendió por todos los rincones de la Villa y Corte y llegó hasta la mismísima Casa Real, a la que fue llamado Antonio Calvache para que realizara unos retratos de la reina Victoria Eugeniaque, por su calidad expresiva, pronto fueron reproducidos en los principales rotativos y revistas de todo el país. Ante la acreditada maestría del gran fotógrafo cordobés, el propio rey Alfonso XIII requirió sus servicios, y la popular infanta Isabel de Borbón ("La Chata") solicitó también ser fotografiada por quien pasaba por ser, en la década de los años veinte, el retratista más afamado del Reino. Honrado entonces con el título oficioso de "fotógrafo de la Real Casa", mostró a partir de 1925 en su estudio madrileño esos retratos realizados a dichos miembros de la familia real, con lo que pronto logró que aumentara su selecta clientela de políticos, artistas e intelectuales, aunque ya desde 1924 (a raíz de una exitosa muestra de sus retratos expuesta en el Círculo de Bellas Artes de Madrid) pocas eran las personalidades del mundo de la cultura, la política o el espectáculo que no hubieran acudido a posar ante su cámara.

Poco después, para no encasillarse en el género del retrato, Antonio Calvache emprendió largos recorridos por los rincones más escondidos de España, con la intención de captar en sus negativos la riqueza arquitectónica, monumental y paisajística de todo el país. No había perdido, a pesar de este reconocimiento nacional a su actividad fotográfica, su interés por la gran pantalla, a la que había regresado en 1925 dentro del reparto de la primera versión de Currito de la Cruz, dirigida por Fernando Delgado (posteriormente, colaboró en calidad de asesor taurino en la segunda versión de esta famosa película); y continuó ligado a la industria cinematográfica española por medio de la creación de una fugaz empresa de producción, Films Numancia, de la que sólo salieron dos títulos: La chica del gato y Los vencedores de la muerte. Luego escribió varios guiones que nunca llegaron a rodarse, y en la década de los años treinta, plenamente inmerso en este mundillo del cine hispano, se afilió a la Falange (1936) y fue nombrado jefe de la sección de Cinematografía, cargo desde el que consiguió, al año siguiente, un contrato que le autorizaba a realizar películas destinadas a dejar constancia testimonial de la Guerra Civil. Rodó entonces, ya como director, algunas obras tan poco dignas de recuerdo dentro de la filmografía nacional como Rutas de fuego y Derrumbamiento del ejército rojo, y se encargó de tomar las grabaciones de la caída de Teruel en manos de las tropas sublevadas, lo que le permitió salvar la vida de su amigo y compañero de profesión Alfonso, que había caído herido a las puertas de la ciudad cuando luchaba en las filas del bando republicano. Su último rodaje como director de cine fue la película Boy (1940), adaptación de una novela del Padre Coloma.

Las duras condiciones de vida en la España de post-guerra sumieron en el olvido a quien había sido uno de los fotógrafos más requeridos por las personalidades más notorias de la década de los años veinte y parte de la de los treinta, con publicaciones asiduas en algunas de las revistas más difundidas de la época (como Blanco y Negro y Actualidades), en las que fue dejando una amplia galería de personajes importantes de la sociedad española del momento (además de los citados miembros de la Familia Real, posaron ante su cámara Unamuno y los hermanos Álvarez Quintero). Junto a su hermano José y al desaparecido Diego, Antonio Calvache había sido también el gran fotógrafo sicalíptico del primer tercio del siglo XX, término en el que quedaban englobados por aquel entonces todos contenidos pícaros, eróticos e, incluso, pornográficos; y había registrado en sus negativos toda la belleza, seducción y desenvoltura de las más afamadas protagonistas de la jet-set de la época, como "La Chelito", "La Argentinita", Amalia de Isaura, "Preciosilla" y "Colombina", amén de las ya citadas Raquel Méller y Pastora Imperio. Sin embargo, su trabajo parecía innecesario en una España en la que el dolor, la miseria, la tristeza y la moral pacata impuesta por los vencedores de la contienda fratricida no daban pie a vistosas instantáneas de las personalidades del mundo del espectáculo, la cultura y la política de las décadas anteriores; de ahí que Antonio Calvache tomara la decisión de emigrar a Tánger, donde abrió un nuevo estudio fotográfico en la calle Shigins por el que pasaron algunas de las principales figuras europeas y americanas que, a la sazón, comenzaban a tomar la bella ciudad marroquí como escenario de un estilo de vida apartado de las convenciones sociales y morales de la sociedad occidental. Siempre impulsado por su talante bohemio y su constante deseo de vivir en el epicentro del mundillo artístico e intelectual, en 1961 cerró este estudio tangerino y se estableció en París, donde permaneció durante varios años sin llegar a alcanzar la notoriedad de que había gozado en la España de los veinte.

A finales de la década de los años sesenta se vio forzado a regresar a Madrid, donde intentó instalarse nuevamente como fotógrafo profesional en la céntrica calle de Atocha. Pero las enormes dificultades económicas que venía arrastrando desde que perdiera esa condición de retratista predilecto de las grandes personalidades que le rodeaban le obligaron a malvender el mobiliario de este nuevo estudio madrileño e, incluso, una parte de su precioso y valiosísimo archivo fotográfico, en el que había llegado a reunir, en sus momentos de máximo esplendor, más de setenta y cinco mil negativos (es decir, una de las páginas más elocuentes y exhaustivas de la historia española contemporánea). Empujado por la penuria, quien había sido uno de los más celebrados y reconocidos fotógrafos de la España anterior a la Guerra Civil se vio reducido, en plena vejez, a colaborar como simple retocador en las obras menores de otros compañeros de oficio, e intentó en vano ganar algún dinero apelando a una antigua vocación literaria que le llevó a publicar, en 1971, sus Romances ignorados, una colección de poemas taurinos en los que indagaba en el sacrificio y la abnegación de la mujer que comparte su vida con un torero.

Pero su situación económica no mejoró en nada tras la publicación de este poemario, por lo que Antonio Calvache pasó sus últimos años de vida en la más vergonzante miseria. Como uno de tantos indigentes que pululan por las calles céntricas del Madrid, acudía al Rastro y a las puertas del Museo del Prado a liquidar sus últimas pertenencias, proclamando solemnemente que había retratado a los reyes, recitando poemas propios y ajenos, vendiendo carteles taurinos o escribiendo cuentos circunstanciales que entregaba a quienes se los había encargado a cambio de una modesta suma de dinero (llegó, incluso, a tener que pedir limosna para poder subsistir). Reducido a esta penosa indigencia, falleció en Madrid el día 31 de enero de 1994, próximo ya a cumplir los noventa años de edad.

Según aseguran sus biógrafos, los avispados comerciantes del Rastro madrileño se hicieron, por un precio irrisorio, con una parte considerable del legado fotográfico de Antonio Calvache, quien logró atenuar su miseria durante un breve período de tiempo con el producto de esta venta. Ello explica que, en la actualidad, sólo se conserve una mínima porción de las instantáneas que testimonian la calidad artística del fotógrafo cordobés, porción con la que se montó, en 1994, una excelente exposición de cien fotografías que intentaban recuperar, en el Centro Cultural Conde-Duque de Madrid, la memoria de Calvache a los diez años de su desaparición. Otras magníficas muestras de su arte puede encontrarse entre las páginas del volumen titulado Madrid, a través del espejo, donde el documentalista y profesor de periodismo Juan Miguel Sánchez Vigil recopiló algunas de las mejores fotografías de las grandes figuras del comienzos del siglo XX realizadas por la familia Calvache.

Bibliografía

  • SÁNCHEZ VIGIL, J. M. "Antonio Calvache: Artista de la Tauromaquia y de la Imagen", en El Taurino Gráfico. Anuario Internacional Taurino (Madrid), nº 16 (1991).

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.