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Herzl, Theodor (1860-1904).

Intelectual y periodista judío, de nacionalidad húngara, nacido en 1860 en el seno de una familia de banqueros asimilada a la sociedad cristiana y vinculada al judaísmo reformista; a Theodor (Binyamin Ze'ev) Herzl se le considera el padre del Sionismo. Su reputación como jurisprudente era inmejorable, tras formarse en la Universidad de Viena y alcanzar el grado de doctor en leyes en 1884; no obstante, Herzl dio un quiebro a su carrera al hacerse periodista, trabajando primero para el Wiener Allgemeine Zeitung y más tarde para la Neue Freie Presse. Su obra es de una notable amplitud en el terreno de la divulgación filosófica y científica y en el ensayo; aparte, entre 1884 y 1904, escribió varias obras teatrales, que fueron representadas en escenarios de Austria y Alemania. Como periodista, Herzl pudo presenciar y oír en directo manifestaciones antisemitas de la más variada índole; en ese medio, desarrolló una doctrina que habría de vertebrarse en la Organización Sionista Internacional, a la que él mismo dio vida.

De joven, Herzl pudo ver la cara del sionismo (aquí con minúscula) nostálgico o religioso, en su Budapest natal: era poco más que la añoranza de la Tierra Perdida, que observó como un fenómeno curioso y marginal, pues él era un europeísta y un asimilacionista al que no era preciso convencer; como tantos otros, incluso había llegado a ver la solución del problema judío en una conversión general de su juventud al cristianismo (algo que propuso públicamente a comienzos de los noventa). Algunos estudiosos han revisado su biografía para explicar la evolución de su ambiciosa empresa, que llegó a convertirse en su único pensamiento; en ese sentido, el ímpetu de este visionario podría haberle venido, al menos en parte, de la inestabilidad y de la insatisfacción derivadas de su matrimonio con la bella y acaudalada Julie Naschauer, de la que se separó en varias ocasiones. Como quiera que sea, la meta de Herzl no fue la de sacar adelante a una familia que acabaría sus días trágicamente; como se ha dicho en más de una ocasión, su único proyecto vital fue el Sionismo.

Hasta llegar a la determinación del Herzl maduro de buscar un hogar judío en el Israel bíblico se produjeron algunos hechos que explican la evolución de su pensamiento: en primer lugar, sintió el peso del antisemitismo austriaco una vez trasladada su familia a Viena; casado y con hijos, tampoco dejó de sufrir las iras antisemitas de la Francia finisecular, destinado como estaba en París como corresponsal de la Neue Freie Presse; aquí, precisamente, fue donde transformó su pensamiento de un modo radical, mientras seguía el proceso abierto al capitán Dreyfus por alta traición, y llegó a convencerse de que la única solución para la comunidad judía pasaba por la emigración en masa a tierras en las que, de una vez por todas, quedase a salvo del antisemitismo que la había marginado a lo largo de los tiempos.

No obstante, hubo algo más que un anecdotario personal para consolidar su ideario, y para oscilar de la asimilación al sionismo. El principal de esos factores, sin ningún género de duda, fue el pujante antisemitismo que había anidado en partidos de derechas e izquierdas y que había brindado el sustento necesario para que surgiesen algunas organizaciones cuyo componente básico, o casi, era la reacción contra los judíos. Si hemos de escoger una fecha, ésta debe ser necesariamente la de 1882, en que se reunió el Primer Congreso Internacional Antijudío en Dresde, que a partir de entonces volvería a constituirse en los años sucesivos.

Ese panorama indujo a Herzl a escribir su obra teatral Das neue Ghetto (El nuevo gueto) de 1894, en la que mostraba cómo los prejuicios antisemitas estaban aislando al judío tanto o más que antaño las murallas de los guetos. De todos modos, la condena de Dreyfus resultó incluso más importante, pues suponía que al judío no le quedaba ningún rincón apropiado en Europa: ni siquiera la tolerante y democrática Francia, que tan grata les venía siendo desde hacía décadas. Era el colmo, con independencia de que Dreyfus triunfase pasado el tiempo; ahora, lo único que se vivía era esa tragedia u otra más: la elevación del social cristiano y furibundo antisemita Karl Lueger a la alcaldía de Viena precisamente en 1895. Justo ese año, Herzl transmitió su idea de crear una nación judía al publicista húngaro Max Nordau (1849-1923), primero en brindarle un apoyo incondicional.

Una fecha fundamental es la del 14 de febrero de 1896, en que publicó, para posteriormente difundir en traducción a las principales lenguas, un informe con tan sólo 86 páginas. En este opúsculo, que había presentado en los años previos a intelectuales y hombres de negocios judíos, Herzl proclamaba su credo sionista: era Der Judenstaat. Versuch einer modernen Loesung der juedischen Frage. Aquí, el periodista Herzl renunciaba abiertamente a su vieja idea de la asimilación en la sociedad cristiana europea por dos razones: una de signo negativo, el antisemitismo; otra positiva, la reafirmación del pueblo judío, dispuesto a seguir existiendo como tal, del mismo modo que había venido ocurriendo desde la gran diáspora, tras la destrucción del Segundo Templo.

El libro se abría con un grito: “Somos un pueblo; repito, un pueblo”. Herzl indicaba dos posibles asentamientos para todos los judíos: Palestina o Argentina, tierra ésta en la que el barón Moritz de Hirsch estaba gastando grandes fortunas y había logrado establecer a varios miles de judíos en comunidades agrarias. No obstante, en Herzl había una clara apetencia por el primer destino, por la tierra bíblica; es más, había rechazado públicamente, y así se lo había hecho saber a Hirsch en 1895 en su mansión parisina, que la solución argentina no le parecía la más adecuada para dar tierra a los judíos rusos. En otros aspectos, Der Judenstaat refleja el talante idealista y visionario de quien lo escribió, que erró a menudo en lo particular pero atinó al lanzar esta primera propuesta global para los judíos de todo el mundo.

Los tintes románticos e idealistas aquí jugaban a favor del pueblo judío, al revés de lo que observamos en otras páginas de ese mismo capítulo de la historia universal: el del posromanticismo decimonónico, cuyos tentáculos alcanzan hasta bien entrado el siglo XX. Hitler no se entiende tampoco, de hecho, sin apelar al romanticismo e idealismo característicos de esa centuria. La búsqueda de una identidad judía, la sublimación de un ideario, la recuperación de una lengua y una tierra constituyen los basamentos de un nacionalismo con múltiples facetas que coincide en el tiempo con otros movimientos semejantes en el resto de Europa (justo por esos años nace, no lo olvidemos, entre otros el nacionalismo vasco).

La condición de literato de Herzl ayudó bastante en esa recreación del que habría de ser el futuro de la nueva nación, para la que imaginó escenas solemnes, con toda pompa y boato (en él, la etiqueta era una obsesión permanente, preocupado como estaba por superar la imagen del judío de gueto); el marco lo brindarían edificios majestuosos y espaciosas avenidas (claramente contrarias, también, a las sórdidas y oscuras juderías centroeuropeas). Incluso este aspecto encuentra una explicación adicional si se tiende la vista hacia la Europa posromántica, como se desprende de la propuesta siguiente, nada rebuscada aunque sí sorprendente.

Recordemos que, en esta teatralidad y sentimiento, en esa aproximación estética a la vida, quien más estaba influyendo en Herzl (y así nos lo declara sin tapujos) era un genial artista y furibundo antisemita, Richard Wagner; ese mismo Wagner que le brindaría al Tercer Reich no sólo el ideario sino también el decorado en los tiempos de esplendor y que aún habría de seguírselos dando al sobrevenir la hecatombe. Hitler y su sueño pangermánico no se entienden sin la obra de este músico, en su apogeo y en su caída, como nos lo demostró hace pocos años un impresionante documental de Peter Cohen, Architektur des Untergangs (vale decir, La arquitectura del nazismo); pero Wagner está también detrás de Herzl, con lo que tenemos aquí uno de los fenómenos más curiosos de la historia del siglo XX .

Ardua fue la búsqueda de apoyo económico e intelectual para esta empresa en sus orígenes, pues tanto el Barón Edmond Rothschild como la sociedad Hovevei Zion o la prensa judía europea dieron la espalda a Herzl; en realidad, era el conjunto de la comunidad judía la que ignoraba su mensaje o se mofaba abiertamente de su doctrina. Ésa fue la respuesta que dieron a Herzl tanto los acomodados judíos de Austria y Alemania (que rechazaban el nacionalismo judío por sentir que su hogar estaba en esos países y que su lengua no era otra que el alemán) como aquellos otros que poblaban los guetos de Galicia o Rusia, que, para su desgracia, ignoraron el mensaje de Der Judenstaat durante largos años.

Para impulsar su proyecto, Herzl contó con dos únicos apoyos en estos primeros momentos: su diario Die Welt, que vio la luz por vez primera el 4 de junio de 1897, y el Primer Congreso Sionista, celebrado en Basilea entre el 29 y el 31 de agosto de ese mismo año. Incluso su diario, la Neue Freie Presse, y el dueño del mismo, Moritz Benedikt (1849-1920), se opusieron a sus propuestas al no encajar en absoluto con su pensamiento ni satisfacer las expectativas de sus lectores; es más, su propio periódico silenció la celebración del Primer Congreso Sionista, que Herzl tuvo que pagar con su propio bolsillo. Los personajes de cierto renombre que apoyaban a Herzl se contaban, por esas fechas, con los dedos de una mano.

En esta reunión internacional (primera de su clase tras el sanedrín napoleónico, celebrado casi un siglo antes), Herzl fue nombrado presidente de la Organización Sionista Mundial, puesto que ocuparía hasta su muerte; hemos de recordar que a ese organismo, y volveré sobre ello más adelante, se le debe la creación de la bandera de Israel y la apuesta de la Hatikvah como himno nacional. A la celebración del Segundo Congreso, en 1898 (que se abrió con el Tannhäuser de Wagner), la idea de Herzl llevó a la implantación de un banco para la nueva nación, el Anglo-Palestine Co. que más tarde fue llamado Bank Leumi Le-Israel, con su sede en Londres y una sucursal en Jaffo; no obstante, en esta fase, ni uno solo entre los grandes banqueros judíos se avino a brindar el apoyo económico imprescindible para hacer realidad el sueño de Herzl.

Tras un intento de ganarse el beneplácito del sultán turco Abdul Hamid II (entre 1901 y 1902), tarea para la que contó con la mediación del Káiser Guillermo II, Herzl cambió de rumbo y llamó a las puertas del gobierno británico; de hecho, era en Gran Bretaña donde tenían su sede los principales organismos sionistas. De visita a las Islas, Herzl encontró a lord Rothschild y lo convenció para apoyar distintos asentamientos en zonas del protectorado inglés (en Chipre y otros territorios próximos a las tierras de la Biblia), si bien no logró su apoyo para establecer en Palestina a los parias de los guetos orientales (pues nunca se pensaba en los intelectuales y acomodados judíos europeos).

Decisiva fue la entrevista con el Secretario para Asuntos Coloniales, Joseph Chamberlain, el 22 de octubre de 1902, gracias a la mediación de Lord Nathan Rothschild. Chamberlain, en primera instancia, le sugirió que el asentamiento tuviese lugar en la Península del Sinaí, si es que Egipto estaba de acuerdo. Ese mismo año de 1902, Herzl publicaba su Altneuland, en que mostraba su sueño de un nuevo Israel como tierra ideal y utópica, de paz y de prosperidad. Rechazada la invitación por las autoridades egipcias, este nuevo intento de buscar acomodo para los judíos del Este de Europa, que seguían padeciendo continuos pogromos (como el de Kishinev de 1903), dio en nada. Igualmente estéril fue el proyecto de asentar a los emigrantes judíos en el África Central, concretamente en tierras de la actual Uganda, posibilidad ésta que se consideró en el Sexto Congreso Sionista (1903).

Desde ese momento, se abandonó la idea de establecerse en un lugar distinto de la tierra del Israel bíblico, lo que permite hablar de sionismo en puridad y ya sin ningún tipo de ambages. En esa determinación, pesó lo suyo la aportación de Asher Ginzberg (1858-1927), también llamado Achad Haam, de buscar soluciones no sólo para la vida de los judíos, sino para el judaísmo, como religión y cultura; en la opinión de este culto ucraniano, eso sólo podría hacerse en Erez Israel. Claro y definido el propósito, para su ejecución hubo varios momentos de extraordinaria importancia; sin embargo, aún faltaban años para que se produjese el milagro que haría posible el sueño sionista: la Declaración Balfour (cuyo nombre deriva de quien era el primer ministro británico a la sazón, Arthur James Balfour), del 2 de noviembre de 1917, que permitió el establecimiento de un estado judío independiente en las tierras de Palestina.

El “material humano” con el que trabajaron los sionistas era el que cabía esperar: los judíos del este, los Ostjuden, tan pobres como oprimidos por siglos de antisemitismo popular e institucional (sobre todo, este último pesaba extraordinariamente sobre las deprimidas juderías orientales). En las pobres comunidades del este y entre los judíos del Mediterráneo, Herzl fue proclamado, y no siempre metafóricamente, como el Mesías o como el Rey. Para la difusión de sus teorías, resultó de todo punto fundamental la figura de Chaim Weizmann, cuyos esfuerzos habrían de ser decisivos para el nacimiento del Israel moderno.

Andado el tiempo, sólo la labor de Weizmann y la de otros fervorosos sionistas consiguió que la población judía de Palestina pasase desde los 60.000 individuos en 1919 a los 600.000 al acabar la Segunda Guerra Mundial, justo antes de que se proclamara la independencia del nuevo estado el 14 de mayo de 1948 (murió en 1952, por lo que su labor puede rastrearse hasta ese preciso momento). Weizmann, fascinado por la lectura de Der Judenstaat, al seguir a Herzl pudo aportar su familiaridad y contactos con los deprimidos judíos orientales, al igual que hizo Daniel Wolffsohn, padre de la bandera de Israel a partir de los colores del tallit.

Como acabamos de ver, el intento de convencer a Turquía para colaborar en la búsqueda de un territorio para los judíos dio en nada; lo mismo sucedió cuando Gran Bretaña trató de encontrárselo en Chipre o en Egipto, por oposición de sus respectivos habitantes. Nunca se aceptó, ya lo sabemos, la propuesta de Chamberlain de establecer un estado judío en Uganda, aunque ésta sólo fue oficialmente rechazada en el Séptimo Congreso Sionista de 1905. Un año antes, el 3 de julio de 1904, moría Herzl, con tan sólo 44 años; a su corta vida le seguirían las trágicas muertes de su mujer, acaecida tres años más tarde, y la de sus tres hijos y su único nieto. Paul Johnson ha dicho con razón en su apasionante libro A History of the Jews: “Yet Zionism was his progeny” (el sionismo fue la progenie de Herzl).

Ciertamente, tras la desaparición de quien le diera la vida, el Sionismo estaba perfectamente afianzado, contaba con el respeto de muchos de los intelectuales judíos (aunque, en realidad, nunca pensasen en la idea de emigrar) y hasta disponía de una importante valedora en Gran Bretaña. El propio Herzl, tras su fallecimiento, esperaba sacar algún beneficio póstumo del saldo que, por fuerza, había de arrojar su ardua labor: en su testamento, dispuso que lo enterrasen en Viena, junto a la tumba de su padre, en espera de que sus restos fuesen transportados a Palestina, lo que ocurriría años más tarde, el 16 de agosto de 1949, a poco de producirse la independencia de Israel. Hoy, su cuerpo yace en una ladera que mira a Jerusalén en la cima que se conoce desde ese día con el nombre de Monte Herzl.

BIBLIOGRAFÍA: Magnífica es la entrada correspondiente de la Encyclopedia Judaica; aparte, debe considerarse el capítulo, y el magistral conjunto que lo enmarca, de Howard M. Sachar, A History of Israel from the rise of Zionism to our time, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1996 (2ª ed.), con una impresionante bibliografía.

A. Gómez Moreno

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