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FilosofíaReligiónBiografía

Zwingle o Zuinglio, Huldrych (1484-1531).

Teólogo, sacerdote y reformador protestante suizo, nacido en Wildhaus (al sur de San Gall, en un valle del condado de Toggenburg, Suiza) el 1 de enero de 1484, y fallecido en Kappel (cerca de Zürich, Suiza) el 11 de octubre de 1531. Considerado como el tercer reformista más importante del Cristianismo -después de Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564)-, predicó contra las degeneraciones de las devociones y prácticas populares, y propugnó el retorno a la iglesia primitiva y a las Sagradas Escrituras como única fuente de revelación. Su nombre suele aparecer citado en múltiples variantes, como Ulrich Zwingli, Huldreich Zwingli, Huldrych Zwingli..., o en las formas castelllanizadas Ulrico Zwinglio o Zuinglio.

Nacido en el seno de una familia campesina que gozaba de una envidiable prosperidad económica, creció rodeado de numerosos hermanos, dos de los cuales murieron prematuramente. El sentimiento religioso se vivía muy intensamente en su hogar, como queda patente en el hecho de que dos hermanas suyas tomaran el hábito.

Recibió desde niño una esmerada educación, que pronto habría de convertirle en una de las figuras más destacadas del Humanismo europeo de finales del siglo XIV y comienzos de la siguiente centuria. Cursó, en efecto, estudios de música, gramática y filosofía escolástica en los mejores colegios de Basilea y Berna, y pasó en 1499, a los quince años de edad, a la Universidad de Viena, donde empezó a empaparse de esa cultura humanística que habría de ser una constante en el resto de su vida. En 1502 regresó a Basilea, donde siguió ampliando sus conocimientos, ahora bajo el magisterio de Tomás Wyttenbach, hasta graduarse como magister en artes liberales (1505). Luego dedicó seis intensos meses al estudio de la Teología, de tal modo que, en el verano d 1506, ya era pastor en la Iglesia de Glaris, localidad cercana a su tierra natal de Wildhaus.

Allí, el joven Zwingle comenzó a tomar parte activa en la política local, a propósito de un asunto que, por aquel tiempo, constituía uno de los principales focos de interés en la vida pública de las diversas regiones de la Confederación Helvética: la aportación de tropas mercenarias a diferentes ejércitos extranjeros, práctica que gozaba de la aprobación de la mayor parte de la ciudadanía, ya que reportaba suculentos beneficios para el erario público. En Glaris, se debatía sobre la mayor o menor conveniencia de aportar jóvenes locales a las milicias de Francia, de la Casa de Habsburgo o del Papado; y Zwingle, en medio de este debate, defendió con ardor la necesidad poner a los mercenarios locales al servicio de la religión, ya que, en su opinión, los soldados no eran más que el brazo armado del que se valía Cristo para arremeter contra los enemigos de la Iglesia.

Lejos de limitarse a sostener en el púlpito esta opinión, Zwingle se incorporó en 1513, en calidad de capellán castrense, a las tropas de Glaris que se sumaron al ejército del Papado. Pero la crudeza de la guerra, experimentada por el propio sacerdote en el mismo frente de batalla, sembró en él las primeras dudas acerca de la necesidad de servir a Cristo con la espada.

Poco después, tras una severa derrota infligida a las tropas papales por parte del ejército francés, la ciudad de Glaris mudó su orientación política y se alió con Francia, lo que provocó que Zwingle, siempre fiel al Papa, abandonase el lugar y el cargo religioso que allí desempeñaba. Se asentó, entonces, en la localidad de Einsiedeln (célebre por su venerado monasterio, al que acudían numerosos peregrinos), donde, desengañado de sus fracasos políticos y militares, se consagró a su devoción religiosa -de nuevo en calidad de pastor de una humilde parroquia- y reanudó su pasión por los estudios teológico y humanísticos.

Replegado, en fin, sobre sí mismo, Zwingle releyó con fruición las obras de los Padres de la Iglesia, ahondó en el estudio de la filosofía escolástica y llegó a aprender la lengua griega de forma autodidacta, para poder conocer literalmente la versión original del Nuevo Testamento. Fue durante esta fructífera estancia en Einsiedeln cuando el joven pastor, influido en parte por el talante reformista de Erasmo de Rotterdam (1466 ó 1469-1536) -aunque no demasiado por sus ideas-, concibió el propósito de emprender su propia reforma, basada fundamentalmente en la propuesta de enfatizar la validez de la Biblia como única guía del comportamiento cristiano, ya que, en su opinión, es la Sagrada Escritura -y no la Iglesia y las jerarquías clericales- la que transmite fielmente el Evangelio, la auténtica palabra de Dios.

Se consagró, pues, al estudio pormenorizado de la Biblia, desde sus fuentes más remotas hasta sus más recientes interpretaciones, sin abandonar por ello su actividad de predicador, en la que cada vez iba alcanzando mayor renombre. Tanto era así, que en 1518 fue llamado a Zürich para que hiciese públicos sus sermones desde el púlpito del templo principal de la ciudad. Allí fue donde comenzó a dejar patente sus primeros afanes reformistas, al aplicar en sus prédicas una lectura cronológica de la Biblia, frente al orden tradicional del año litúrgico establecido por la Iglesia. Los fieles de Zürich aceptaron de buen grado esta innovación, con lo que aumentó el prestigio del todavía joven Zwingle, quien aprovechó la influencia que comenzaba a ejercer sobre sus parroquianos para convencerles de renunciar al negocio de los mercenarios (que él había aborrecido tras su mala experiencia como capellán castrense).

A comienzos de los años veinte, la ciudad de Zürich estaba ya tan entregada a su animoso predicador reformista que, en 1522, renunció pública y oficialmente a seguir suministrando mercenarios a los ejércitos foráneos. De aquel mismo año data también la celebérrima "cena de las longanizas", que, celebrada el 9 de marzo en la casa del tipógrafo Cristóbal Froschauer, permitió a Zwingle -quien participó en el ágape, aunque sin llegar a probar bocado de la vianda prohibida en cuaresma- defender su concepto evangélico de la libertad, en un aclamado sermón que publicó el mes siguiente. En él, el reformista aducía que los cristianos son libres de acatar o no las disposiciones decretadas por otros hombres, lo que implica que no están obligados a obedecer de forma incondicional el dictamen de la Iglesia. En el caso anecdótico de las longanizas, Zwingle entendía que el decreto de abstenerse de comer carne en cuaresma procedía de la jerarquía eclesiástica -y, por ende, humana-, por lo que carecía por completo de autoridad divina (o, dicho de otro modo, no estaba respaldo por la autoridad incuestionable de la Biblia).

Al hilo de esta anécdota, la reforma de Zwingle venía a establecer un inquietante -al menos, para la jerarquía romana- principio de libertad en el ser humano, considerado por el teólogo suizo como un ente libre para desobedecer cualquier mandato que no esté literalmente cifrado en las Sagradas Escrituras; pero, al mismo tiempo, Zwingle dejaba establecido en su sermón que, en su uso legítimo de la libertad, el cristiano es libre para no usarla en exceso (lo que, en su opinión, es muy recomendable, pues no es de la libertad de lo que se alimenta el alma y el cuerpo).

La famosa prédica lanzada por Zwingle en abril de 1522 dividió de inmediato a los habitantes de Zürich entre partidarios y detractores de las reformas planteadas por el teólogo, y el conflicto desembocó en una serie de disturbios que obligaron al Consejo de la Ciudad a tomar medidas legales. Como era de esperar, esta intervención de los poderes civiles despertó el celo de la autoridad eclesiástica, encarnada en el obispo de Constanza, quien estimaba que era la única instancia competente en dicho conflicto. Tras tensas discusiones entre los regidores municipales y los representantes episcopales, el Consejo de la Ciudad determinó finalmente, a comienzos de 1523, que nadie estaba obligado a cumplir, en el término de Zürich, el mandato de ayunar en cuaresma (si bien cualquiera que quisiera era muy libre de hacerlo, como había dispuesto el propio Zwingle en su sermón del año anterior). A partir de este instante, este importante enclave de la Confederación Helvética habría de presentarse ante el resto del mundo como el baluarte de las reformas introducidas por el teólogo de Wildhaus.

Por aquel tiempo, la ciudad de Zürich le apoyó también en otra decisión que habría resultado impensable en cualquier otro lugar del orbe cristiano, como fue la de hacer vida marital con Anna Reinhart, mujer con la que habría de casarse en 1524, para engendrar en ella cuatro hijos. Zwingle no sólo se oponía, en su propuesta reformista, al celibato decretado por la Iglesia, sino también a la consideración de la Virgen María como intermediaria entre la divinidad y el hombre, siempre en procura de la salvación de éste (dogma de la Iglesia católica).

Poco a poco, su afán renovador le llevó a extremar su desacuerdo con la Iglesia católica en todas sus instancias, ya que, al margen de desautorizar tajantemente las disposiciones humanas de las altas jerarquías, censuraba acremente la veneración que el pueblo llano profesaba a los santos, así como los vicios y la vida relajada que practicaban muchos miembros de las órdenes religiosas (particularmente, de las mendicantes). Exigió a los predicadores que, en sus sermones, sólo difundiesen lo establecido literalmente por la Biblia; y, finalmente, renunció a su condición de católico -ante la consternación de su amigo Erasmo- para dejar bien patente su repulsa a las leyes humanas decretadas por los miembros de la Iglesia.

Así las cosas, a comienzos de 1523 tuvo lugar la denominada “Primera Disputa de Zürich”, en la que el Consejo local debatió en profundidad acerca de la posibilidad de que existiera algún atisbo de herejía en los sermones de Zwingle. El teólogo alemán Juan Faber (1470-1540), apodado “el Martillo de los Herejes”, se halló presente en el debate, al frente de una delegación enviada por el obispo de Constanza. Pero de poco sirvieron sus protestas, porque los regidores de Zürich no sólo encontraron a Zwingle libre de culpa ante quienes le acusaban de hereje, sino que decidieron que el resto de los predicadores de la ciudad se guiasen a partir de entonces, siguiendo el modelo del reformista, por las Sagradas Escrituras. La disputa concluyó con la plena aceptación de las sesenta y siete conclusiones presentadas por el teólogo de Wildhaus, resumidas en dos sencillos lemas que expresaban contundentemente su propuesta reformadora: solus Christus (“sólo Cristo”) y sola scriptura (“sólo la Biblia”).

Como un reguero de pólvora, la resolución tomada por el Consejo de Zürich se propagó vertiginosamente por los alrededores de Zürich, dando lugar a drásticos cambios en la mentalidad y las costumbres locales. Muchos sacerdotes descontentos con la regla del celibato decidieron contraer matrimonio, al tiempo que gran número de religiosos sujetos a clausura abandonaron sus monasterios y se desvincularon de los votos que habían profesado. Por lo demás, la simplificación litúrgica propuesta por Zwingle y adoptada tras la Primera Disputa dio lugar al surgimiento de numerosos iconoclastas que, al socaire del espíritu reformista, pretendían imponer sus propios criterios innovadores, a veces recurriendo a medidas de extrema violencia. La situación se tornó tan delicada que el Consejo de la Ciudad se vio forzado a convocar la Segunda Disputa de Zürich, en la que, además de aprobarse la eliminación de imágenes, crucifijos, pinturas y relieves en las iglesias locales -como había postulado Zwingle-, se aconsejó a todos los defensores de posturas innovadoras que se abstuviesen de recurrir a la violencia a la hora de imponer sus ideas.

En cualquier caso, el número de los conservadores partidarios del Papa y la tradición católica decreció considerablemente, mientras que los seguidores de Zwingle, respaldados por el poder civil, se consolidaron en la ciudad de Zürich, tan sólo amenazados por los excesos que, en su nombre, cometían los más radicales. El clima reformista dio lugar a enrevesados debates (en los que volvió a intervenir el Consejo de la Ciudad) acerca de otras cuestiones de suma importancia en el seno de la Cristiandad (como, por ejemplo, el bautismo).

Aquel momento de intensas disputas políticas y teológicas coincidió con la redacción de algunas de las obras principales de Zwingle, como El Pastor (1524), en la que expone las virtudes principales que han de adornar a un predicador fiel al Evangelio; Commentarius de vera et falsa religione (Comentario sobre la verdadera y la falsa religión, 1525), en la que enumera los principios de la doctrina evangélica; y Profecía (1525), donde dejó impreso un riguroso curso de comentarios e interpretación de la Biblia (o exégesis) que impuso como lectura obligatoria a todos los pastores evangélicos. Al mismo tiempo, Zwingle iba perfilando el nuevo reglamento que deseaba imponer en la liturgia del culto, que dejó definitivamente concluido en 1525, con el sermón como eje situado en el centro exacto de una celebración en la que, entre otras novedades, desaparecían los cantos litúrgicos y los acordes del órgano. No estaba exenta esta normativa de algunas reglas tan peregrinas como la que establecía la obligatoriedad de que fueran de madera todos los utensilios que, sobre el altar, conmemoraban la Santa Cena.

Esta singularidad de la ciudad de Zürich despertó el recelo de otros núcleos urbanos de idéntica o mayor importancia, que, por rechazo a la reforma de Zwingle, fueron dejando bastante aislada a su ciudad dentro de la Confederación Helvética (en la que se le negaba representación en las sesiones de la asamblea por la que se regía). No obstante, el ejemplo renovador de Zürich ganó adeptos en otras localidades menores del contorno, como San Gall, Schaffhausen, Basilea, Berna e, incluso, Constanza -donde, a pesar de los ataques episcopales contra la doctrina de Zwingle, empezaron a ser mayoría los seguidores del teólogo reformista-. Todas estas ciudades partidarias de la reforma se coaligaron en una alianza (la Burgrecht Cristiana) cuya mera constitución provocó que las localidades vecinas que aún permanecían fieles al catolicismo y al Papado se sintieran seriamente amenazadas; y que, en poco tiempo, como respuesta a la Burgrecht Cristiana, fundaran a su vez la Asociación Cristiana, que buscó su aliado político natural en el emperador Carlos I de España y V de Alemania (1500-1558) y, por medio de él, en la Casa de Habsburgo. Con esta clara irrupción de las grandes potencias mundiales, enemigas entre sí, en lo que parecía un mero conflicto religioso local, la deriva hacia una contienda político-militar de insospechadas proporciones estaba ya servida.

En efecto, a finales de la década de los años veinte, la Burgrecht Cristiana envió un poderoso ejército de treinta mil guerreros contra la débil resistencia de las ciudades católicas de la región central de Suiza, integrada por algo menos de diez mil hombres. La Alianza Cristiana, sabiéndose en clara inferioridad, se apresuró a firmar pactos y acuerdos con los reformistas evangélicos, de donde surgió la llamada Paz de Kappel (1529), que vino a pacificar buena parte del territorio de la Confederación Helvética: los católicos, a cambio de su seguridad, cedían terreno ante la extensión de la reforma por otras muchas regiones del territorio suizo; y los evangélicos de Zwingle, a pesar de este triunfo, consistieron que las ciudades católicas del centro continuasen enviando mercenarios a las tropas de las grandes potencias.

Entretanto, la reforma evangélica de Zwingle provocaba también conflictos internos en la ciudad de Zürich, tanto de índole política y económica como religiosa y social. La población católica que aún conservaba la ciudad exigía el restablecimiento de la misa diaria (rito tradicional que había sido suprimido por las autoridades para complacer a los reformistas, partidarios de la liturgia dominical); y, por otra parte, los grupos sociales y económicos que obtenían pingües beneficios del negocio de la guerra se quejaban de la prohibición de enviar mercenarios a los grandes ejércitos del resto de Europa.

Otro problema que tenía Zwingle -y, con él, los partidarios acérrimos de su doctrina- el constituido por las desavenencias teológicas que mantenía con el otro gran reformista de la Cristiandad, Martín Lutero. Los luteranos, con su mentor a la cabeza, respetaban el dogma de la transubstanciación del pan y el vino en, respectivamente, el cuerpo y la sangre de Cristo durante la Eucaristía; pero Zwingle y sus evangélicos consideraban que estas dos especies no eran más que símbolos -ciertamente, también del cuerpo y la sangre del Crucificado-; es decir, que no llegaban a mudar de substancia durante el rito eucarístico, por lo que, per se, no garantizaban el perdón de los pecados. En el fondo, Zwingle no hacía otra cosa que aplicar, a la controversia de la Santa Cena reproducida en cada Eucaristía, una de las máximas fundamentales de su nueva doctrina: la indulgencia o el perdón de los pecados vienen dados por el Espíritu divino, por lo que los sacramentos carecen por completo de validez; de hecho -y siempre según Zwingle-, en la Biblia no se lee en ningún momento que el Espíritu necesite de esos intermediarios materiales -los sacramentos- para conceder la gracia a los hombres.

Con éstas y otras acusadas desavenencias respecto a la doctrina protestante, Lutero empezó a ver en Zwingle a una especie de fanático exaltado que, so capa de censurar los excesos de la Iglesia, renegaba también de la Reforma luterana y se mostraba tan radical como el católico más reaccionario. A su vez, el reformista helvético pensaba que Lutero era un espíritu apocado que no tenía el coraje suficiente para implantar todas las reformas que creía necesarias. Así, tras un intercambio de suculentos escritos a propósito de sus respectivas concepciones de la Santa Cena y la posible transubstanciación del pan y el vino -textos en los que cada uno de los dos teólogos, además de defender sus propias tesis, arremetía sañudamente contra las del otro-, ambos comparecieron en 1529 ante el joven landgrave Felipe de Hesse (1504-1567), que había abrazado la reforma protestante en 1526. A instancias de este príncipe, ambos llegaron a un acuerdo en Magburg (Magdeburgo) acerca de la polémica sobre la Santa Cena; pero no pudieron ocultar que otras muchas cuestiones de fondo separaban a los evangélicos de los luteranos.

Entretanto, el Emperador Carlos V se había propuesto utilizar todos sus medios políticos, económicos y militares para poner fin a las terribles disputas que, desde hacía un cuarto de siglo, estaban agrietando los cimientos de la Iglesia. Por iniciativa suya, en 1530 se celebró en Augsburgo la denominada Dieta Imperial, donde se dieron cita católicos, luteranos y evangélicos, en un intento de limar asperezas y reconstruir la unidad de la Iglesia. El reformista alemán Philipp Melanchthon (1497-1560), adherido a la causa luterana, hizo pública en el transcurso de estas sesiones su celebérrima Confessio augustana (también conocida como Confesión de Augsburgo, pronto considerada como el texto programático más valioso del protestantismo. En el ella, el culto y sagacísimo Melanchthon exponía con claridad las doctrinas luteranas, al tiempo que dejaba abiertas varias vías para alcanzar la reconciliación.

Sin embargo, el texto presentado en la Dienta Imperial por el cada vez más radicalizado Zwingle, que llevaba por título Fidei ratio (Razonamiento de nuestra Fe), no sólo exponía con tajante determinación la singular lectura del Evangelio que hacía el reformista helvético, sino que cerraba cualquier puerta a la reunificación y, por si todo esto fuera poco, osaba incluso reprender a los poderes civiles -incluido su cabeza visible, el mismísimo Emperador- por la responsabilidad que tenían en la degeneración de la Iglesia.

A pesar del riesgo que entrañaba esta audacia a la hora de buscar tantos y tan poderosos enemigos, la ciudad de Zürich continuaba cerrando filas alrededor de su guía espiritual. Pero las diferencias entre el teólogo y sus conciudanos no habrían de hacerse esperar. En un intento de obligar a otras localidades suizas a abrazar la reforma evangélica y sumarse a la Burgrecht Cristiana, el Consejo de Zürich decretó un bloqueo de alimentos para presionar a las ciudades vecinas que seguían profesando oficialmente el catolicismo. Zwingle se opuso a esta medida violenta, que fracasó estrepitosamente y dejó tras de sí numerosas disputas internas en la clase política de Zürich.

El agravio había sido tan vejatorio que numerosas poblaciones de la Confederación Helvética decidieron dar un severo escarmiento a quienes se empecinaban en imponerles sus creencias. Cinco cantones católicos se coaligaron para declarar la guerra a Zürich, que apenas logró reunir, para hacer frente a este ataque, a unos tres mil quinientos defensores de la ciudad, entre los que figuraba el propio Zwingle. El día 11 de octubre de 1531, en la localidad de Kappel, la coalición católica, que duplicaba en efectivos humanos a las fuerzas de Zürich, derrotó sin paliativos a sus enemigos. En apenas una hora de combate perdieron la vida medio centenar de zuriqueses, entre ellos el carismático Huldrych Zwingle.

La derrota de Kappel acarreó consecuencias graves para la causa evangelista, ya que detuvo con firmeza las expansión de la Reforma en la Confederación Helvética y estableció, durante muchos siglos, las fronteras confesionales entre los diferentes cantones suizos (cuyas posiciones acerca del catolicismo y del protestantismo permanecieron inalteradas hasta comienzos del siglo XIX).

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.