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PolíticaLiteraturaBiografía

Suttner, Bertha Kinský. Baronesa von (1843-1914).

Narradora y pacifista austríaca nacida en Praga el 9 de junio de 1843 y fallecida en Viena el 21 de junio de 1914. Autora de la novela antibelicista Abajo la armas (1889) y editora de la revista homónima, desplegó una intensa actividad pública internacional en defensa del sufragio femenino y de la abolición de los enfrentamientos armados, fue Presidenta Honorífica de la Oficina Internacional para la Paz (con sede en Berna), y recibió, en 1905, el Premio Nobel de la Paz.

Vida y obra

Nacida en el seno de una familia aristocrática del Imperio Austro-Húngaro que se había destacado por sus servicios militares -era hija póstuma del conde Kinský, mariscal de campo, y nieta de un capitán de caballería-, recibió el nombre de Bertha Felice Sophie y el título nobiliario de condesa Kinský, aunque después habría de pasar a la posteridad por el apellido de su esposo (Bertha von Suttner). Huérfana de padre desde su llegada al mundo, fue criada y educada por su madre bajo la supervisión de un tutor que era miembro de la corte austríaca, por lo que formó parte durante su infancia y juventud de una sociedad aristocrática educada en esas tradiciones militares contra las que habría de combatir vigorosamente durante la segunda mitad de su vida.

Las comodidades de la corte le proporcionaron una esmerada educación, acorde -eso sí- con el limitado alcance intelectual que se confería a la formación académica de una mujer de su tiempo: recibió clases de idiomas que le permitieron dominar las lenguas más importantes habladas en Europa, e, impulsada por su primera intención de convertirse en cantante de ópera, educó su oído y su voz bajo la tutela de los principales músicos de la corte vienesa. Asimismo, tuvo ocasión de realizar numerosos viajes que enriquecieron sus horizontes vitales y ampliaron su bagaje cultural, y de participar intensamente en la agitada vida social de la alta sociedad a la que pertenecía. Pero esta existencia holgada y decadente, ajena a cualquier actividad laboral, comenzó a verse seriamente amenazada a comienzos de la década de los años setenta, cuando los fondos que recibía su madre -de la que seguía dependiendo la joven Bertha Sophie Felice- empezaron a mostrar su incapacidad para sustentar el elevado nivel de vida que hasta entonces había llevado la familia en la corte. Así las cosas, al cumplir los treinta años de edad la futura escritora decidió emanciparse y buscar su sustento por sus propios medios, por lo que aceptó en Viena el puesto de preceptora y acompañante de las cuatro hijas de la familia von Suttner, una de las más ricas de la capital imperial.

Por espacio de tres años (1873-1876), la condesa Kinský residió en casa del barón Karl von Suttner, donde su hasta entonces tranquila y disipada existencia experimentó un giro radical. Enamorada del barón Arthur Gundaccar von Suttner -hermano mayor de sus cuatro pupilas y primogénito de la familia-, despertó el enojo de su progenitor, quien, por diversas razones, no aprobaba el enlace nupcial proyectado entre ambos jóvenes (Bertha Sophie no sólo era siete años mayor que Arthur, sino que además no aportaba ninguna ventaja económica al matrimonio de conveniencia que el barón Karl von Suttner había concebido para su primogénito). A pesar de la magnífica labor que había desempeñado en calidad de preceptora de sus hijas, el barón rogó a la condesa Kinský que abandonara la residencia de la familia, con la esperanza de alejarla así de Arthur; fue entonces cuando el azar urdió uno de los episodios de mayor trascendencia en la vida de la futura escritora.

El aviso de que debía abandonar la casa de los Suttner y apartarse del joven Arthur coincidió con la aparición, entre las páginas de un modesto rotativo austríaco, de un insignificante anuncio que rezaba de esta guisa: "Caballero adinerado, ya mayor e instruido, busca una señora de su misma edad que hable varias lenguas para que le sirva como secretaria y ama de llaves en París". El caballero en cuestión -ciertamente adinerado, pues vivía ya de las rentas generadas por un invento que, patentado en 1867, había revolucionado el mundo entero; pero no tan mayor como afirmaba ser en su anuncio, pues contaba a la sazón cuarenta y tres años de edad- era el químico sueco Alfred Nobel (1833-1896), quien atendió gustosamente la respuesta de Bertha y la invitó a trasladarse a París para convertirla en su secretaria.

Por aquel tiempo, a pesar de su fama y riqueza, el inventor de la dinamita era un hombre solitario y melancólico que, entregado desde su temprana juventud a sus estudios y experimentos, arrastraba un penoso pasado sentimental, carente de cualquier experiencia amorosa. Desde que tuvo a su lado a Bertha, quedó fascinado por la belleza y la inteligencia de esa mujer que, sin poder contener sus emociones, le reveló el desgarro amoroso que la había arrastrado hasta París. Por su parte, la condesa Kinský -de cuya nobleza y abolengo sólo conservaba el título y una esmerada educación- quedó también deslumbrada por ese hombre atento, amable, reflexivo y acaudalado que -según intuyen muchos biógrafos de ambos- cayó inmediatamente enamorado de la escritora austríaca, hasta el extremo de aconsejarla que se olvidara de Arthur e intentara superar, a su lado, el sufrimiento amoroso que no podía ocultar a su llegada a París. No es fácil determinar si Bertha Sophie llegó a compartir en algún momento los mismos sentimientos que Alfred Nobel mostraba hacia su persona; lo único cierto es que, a los pocos días de haberse instalado como secretaria y ama de llaves del célebre inventor, recibió en la capital francesa un telegrama procedente de Viena en el que Arthur Gundaccar von Suttner había dejado impresas las siguientes palabras: "No puedo vivir sin ti". Vencida, entonces, por la pasión que seguía empujándola al lado del primogénito de los Suttner, vendió un diamante que había heredado, compró un pasaje de tren a Viena y dejó escrita una nota de disculpa dirigida a Alfred Nobel, en la que le agradecía sus desvelos y le confesaba su imperiosa necesidad de regresar al lado del hombre al que amaba.

El 12 de junio de 1876, en una ceremonia secreta celebrada en Viena, Bertha y Arthur sellaron un enlace conyugal que causó la ira del barón Karl von Suttner y provocó la ruptura de las relaciones entre el recién casado y su familia. El matrimonio, incómodo por el escándalo que había levantado en la alta sociedad vienesa, abandonó la capital austríaca y se instaló en el Cáucaso, donde sobrevivió durante nueve años merced a las lecciones de música e idiomas impartidas por Bertha y, sobre todo, a los artículos, ensayos y textos de ficción que comenzaron a revelarla como una espléndida escritora. Tras la publicación de Es Löwos, una descripción poética de la vida feliz que llevaba al lado de su esposo, dio a la imprenta cuatro novelas de escasa trascendencia y un interesante ensayo, Inventarium einer Seele, en el que acusaba la notable influencia de algunos científicos y pensadores evolucionistas como Charles Darwin y Herbert Spencer, cuyas obras constituían, por aquel entonces, el principal objeto de la atención intelectual del matrimonio formado por Bertha y Arthur. La baronesa von Suttner comenzó en esta obra a perfilar una de las ideas fundamentales de su pensamiento: la creencia en una sociedad que sólo alcanzaría el progreso, el bienestar y la justicia social por medio de la paz.

A mediados de los años ochenta, la familia de Arthur Gundaccar von Suttner cedió por fin ante los hechos consumados y aprobó la unión conyugal del primogénito y la condesa Kinský, quienes pudieron regresar a Austria en 1885 e instalarse en Viena, en donde la ya reputada escritora habría de redactar la mayor parte de su obra. Ambos cónyuges compartían una vida consagrada a la lectura, la escritura, la defensa de la causa pacifista y la lucha por la obtención del derecho al voto entre la población femenina. En 1887, el matrimonio se desplazó hasta París para visitar a Alfred Nobel, con quien Bertha continuaba manteniendo una amistosa relación epistolar. Fue en la capital gala donde Arthur y Bertha von Suttner tuvieron noticias de la existencia de la International Arbitration and Peace Association (Asociación Internacional por la Paz y el Arbitraje), una agrupación antibelicista londinense cuyo objetivo era establecer una Corte Internacional de Arbitraje encargada de resolver los conflictos entre las naciones, para evitar que llegaran a la conflagración bélica. A través de algunos de los miembros de esta asociación destacados en París, Arthur y Bertha entraron en contacto con otros grupos pacifistas europeos, relaciones que permitieron a la escritora acumular material para otro importante ensayo, Das Maschinenzeitalter (1889), cuya aparición fue muy comentada en los medios de comunicación. Por medio de esta obra, Bertha von Suttner se reveló como una de las primeras pensadoras que denunciaron los riesgos de la carrera armamentista y del nacionalismo exacerbado.

Pero su auténtica consagración como escritora de prestigio internacional tuvo lugar tras la publicación de su espléndida novela titulada Die Waffen nieder! (¡Abajo las Armas!, 1889), una obra concebida originariamente como un servicio a la causa pacifista de la Liga de Praga, y protagonizada por una mujer que se ve afectada por todos los horrores de la guerra. Convertida, merced a la amplia documentación que recabó para redactar esta novela, en una auténtica especialista en el estudio de los conflictos bélicos de su tiempo, la baronesa von Suttner se erigió también, por medio de esta magnífica y muy difundida narración, en cabeza visible del movimiento pacifista mundial, al que dedicó desde entonces no sólo sus afanes literarios, sino también el resto de sus energías, siempre renovadas a la hora de pronunciar conferencias, recorrer ciudades, reclutar miembros y promover cualquier tipo de iniciativa en pro de la causa antibelicista. Así, en 1892, en colaboración con el escritor vienés Alfred Hermann Fried, editó la publicación pacifista Die Waffen Nieder, al frente de la cual se mantuvo hasta 1899, cuando su acción propagandística fue asumida por la nueva revista Friedenswarte, proyecto en solitario del susodicho autor austríaco, en el que colaboró regularmente Bertha von Suttner hasta el final de sus días.

En las epístolas que dirigió a Alfred Nobel en 1892, Bertha von Suttner procuró convencer al prestigioso químico sueco de la importancia de sus gestiones internacionales en pro de la paz y el arbitraje, y prometió mantenerle puntualmente informado acerca de los progresos que esperaba alcanzar en su lucha. A comienzos de 1893, Nobel escribió una carta a su antigua secretaria en la que demostraba que ésta le había ganado para su causa, pues en ella le anunciaba su propósito de establecer, sufragado por su holgada hacienda, un premio destinado a subrayar los valores humanos y cívicos de quienes, en cualquier lugar del mundo, se habían distinguido por su activa y vehemente defensa de la paz. Tres años después, al conocerse el testamento que el inventor de la dinamita había otorgado el 27 de noviembre de 1895, el mundo entero descubrió con asombro que el responsable de uno de los inventos que mayor número de pérdidas humanas habían causado en la segunda mitad del siglo XIX era también un convencido pacifista que dejaba destinada una quinta parte de su astronómica fortuna (estimada, por aquel entonces, en unos treinta millones de coronas suecas) a galardonar -según dejó escrito de su propio puño y letra- "a quien haya trabajado más y mejor en pro de la fraternidad entre las naciones, a favor de la abolición o reducción de los ejércitos permanentes, y en la formación y propagación de Congresos de Paz". Dicho premio, que se hizo realidad en 1901 junto a los restantes galardones establecidos por voluntad expresa de Alfred Nobel (Física, Química, Medicina o Fisiología y Literatura), habría de recaer, en su convocatoria de 1905, en la persona que lo había inspirado: la baronesa Bertha von Suttner.

Entretanto, la animosa escritora y activista austríaca había seguido mostrando una energía sorprendente en la defensa de sus anhelos antibelicistas, capaz de sobreponerse, incluso, al durísimo golpe que supuso para ella la muerte de su inseparable compañero, acaecida en 1902. En los últimos años del siglo XIX, Bertha von Suttner había trabajado infatigablemente para lograr el apoyo del Czar's Manifiesto y de la Conferencia de la Paz de La Haya (1899), en la que quedó instituido el Tribunal Permanente de Arbitraje, con sede en dicha ciudad holandesa, antigua propuesta que la condesa Kinský venía defendiendo ardorosamente en sus artículos, ensayos y conferencias. Poco antes de morir, Arthur Gundaccar von Suttner le rogó encarecidamente que siguiera luchando por los mismos ideales que habían defendido juntos, y ella correspondió a esta última voluntad de su esposo manteniéndose al frente de la causa pacifista hasta sus últimos días de existencia, lo que le valió el reconocimiento mundial como líder del pacifismo, junto a otros conspicuos cabecillas de dicho movimiento, como el político y economista francés Fréderic Passy, fundador y primer Presidente de la Sociedad Francesa de la Paz -llamada desde 1889 "Sociedad Francesa para la Mediación entre Naciones"-, y primer galardonado con el Premio Nobel de la Paz -que compartió, ex aequo, con el suizo Jean Henry Dunant, fundador del Comité Internacional de la Cruz Roja y de la Convención de Ginebra.

Ya sexagenaria, la baronesa von Suttner continuó escribiendo artículos y ensayos en defensa de la paz mundial, y no dudó en abandonar su retiro en Viena cada vez que su presencia era necesaria en cualquier otro punto de Europa. Tras la obtención del Premio Nobel, se destacó por su intervención directa en las negociaciones encaminadas a lograr un mayor entendimiento entre Alemania y el Reino Unido, y, haciendo gala de una clarividencia asombrosa, llamó la atención sobre el peligro que anidaba en la creciente militarización de China y en el uso de la aviación como instrumento bélico. En 1907 tomó parte activa en una nueva convocatoria de la Conferencia de La Haya, de donde pasó, al año siguiente, a Londres, para defender en el Congreso de la Paz celebrado en la capital británica la idea de que "Europa es una". El extraordinario conocimiento que había ido acumulando acerca de las complejas relaciones políticas internacionales le permitía intuir el desastroso conflicto bélico que se cernía sobre el Viejo Continente -y, a la postre, sobre todas las naciones del planeta-, por lo que intentó en vano concienciar a los gobernantes de todos los pueblos europeos sobre la necesidad de mantenerse unidos para evitar la devastadora tragedia que se avecinaba.

Este anhelo de paz, unión y armonía entre los pueblos de la vieja Europa fue el asunto central del discurso que pronunció en La Haya en 1913, cuando, ya aquejada de una grave dolencia, fue distinguida con el título honorífico de “Generalissimo del Movimiento Pacifista". Los oscuros presagios que venían anunciándole el estallido de una conflagración bélica internacional cobraron visos de realidad en 1914, por lo que, a pesar de su penoso estado de salud, participó tan activa como desesperadamente en los preparativos del XXI Congreso de la Paz, programado para el mes de septiembre de dicho año en Viena. Pero el grave proceso canceroso que venía minando su fortaleza física desde el año anterior se aceleró vertiginosamente para acabar con su vida el primer día del verano de 1914, dos meses antes del estallido de ese conflicto armado contra el que había luchado denodadamente durante sus postreros días de existencia.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.