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Sancho IV. Rey de Castilla y León (1258-1295)

Rey de Castilla y León desde el año 1284 al 1295, conocido con el apodo de el Bravo. Nacido el 12 de mayo del año 1258, y muerto, víctima de la tuberculosis, en Toledo, el 25 de abril del año 1295. Fue hijo segundo del rey Alfonso X el Sabio y de doña Violante de Aragón.

Los últimos años del reinado de Alfonso X el Sabio desataron una auténtica crisis política en el reino castellano. La muerte del príncipe heredero Fernando de la Cerda, en el año 1275, en plena campaña contra los musulmanes benimerines, planteó un espinoso problema sucesorio. Si se aplicaban las nuevas leyes del reino que Alfonso X mandó redactar (las Siete Partidas), el trono correspondería por derecho a los hijos del fallecido príncipe, don Alfonso y don Fernando, más conocidos como los infantes de la Cerda, habidos del matrimonio del príncipe heredero con Blanca de Francia. Pero el infante Sancho, apoyado por un amplio sector de la nobleza más poderosa del reino, capitaneada por el linaje de los Haro, reclamó el trono para sí, lo que en un principio fue aceptado por el propio rey Alfonso X, sabedor éste de la necesidad imperiosa de buscar un sustituto que fuera capaz de sortear el peligro musulmán proveniente del sur. Los infantes de la Cerda encontraron apoyo en otro linaje nobiliar poderoso y enemigo declarado de los Haro, los Lara, dinastía representada por don Juan Núñez de Lara, señor de Albarracín. Lo cierto es que la disputa sucesoria por el trono castellano entre los infantes fue utilizada por la nobleza para dirimir sus propias diferencias, conformándose dos bandos antagónicos en los que los nobles se alinearon, más por enfrentarse a su enemigo natural, que se había alineado en el bando contrario, que por defender la causa de uno u otro príncipe.

En el año 1282, Alfonso X cambió de parecer y retiró el apoyo dado anteriormente a la candidatura de su hijo. Uno de los dos motivos de tal cambio se debió a la negativa de Sancho a casarse con la esposa que el rey, su padre, le había asignado, la rica heredera doña Guillerma de Moncada, hija de Gastón, vizconde de Bearne. Sancho se casó, en julio de ese mismo año, en Toledo con doña María Alfonso de Meneses, nieta de Alfonso II de Aragón, más conocida como María de Molina. El matrimonio no fue reconocido por Alfonso X, ni tampoco fue sancionado con la correspondiente dispensa papal, condición indispensable para que, jurídicamente, el enlace fuese reconocido legalmente, debido al alto grado de consanguinidad entre los contrayentes. El otro motivo, no menos importante, que hizo variar la postura de Alfonso X se debió a las fuertes presiones políticas por parte del rey francés para que el monarca castellano-leonés reconociera como herederos a sus nietos, los infantes de la Cerda.

Sancho, sin ánimo de esperar más, ese mismo año convocó cortes en la ciudad de Valladolid, en las que fue aclamado como el heredero legal al trono castellano-leonés. Sancho, mientras vivió su padre, nunca trató de usurpar el trono, como lo demuestran la infinidad de documentos emanados de su cancillería personal, en los que siempre se intituló como “hijo mayor y heredero al trono”. Finalmente, cuando Sancho se disponía a entrevistarse con su padre con el objeto de llegar a un acuerdo pacífico entre ambos, Alfonso X murió, el 4 de abril del año 1284. El inesperado desenlace favoreció extraordinariamente a Sancho, quien se encontraba, a la sazón, en Ávila, desde donde marchó a toda prisa hacia Toledo para proclamarse rey, junto con su esposa doña María de Molina. Tras la coronación del nuevo monarca, todas las ciudades adictas al partido de los infantes de la Cerda reconocieron la nueva realidad política, sancionando y reconociendo la coronación de Sancho, a la par que el partido rival, encabezado por los Lara, se disolvió rápidamente. Don Juan Núñez de Lara tomó el camino del exilio, refugiándose en la corte de Francia. Sancho IV, en una demostración de habilidad política, recompensó con creces a sus aliados, además de a sus anteriores enemigos, especialmente a su siempre descontento hermano menor, el infante don Juan, al que colocó en el importante puesto de mayordomo mayor de palacio. Al resto de la nobleza, Sancho IV les ofreció los cargos de merinos mayor, adelantados en las fronteras y justicias mayores.

Sancho IV, ya como rey de Castilla y León, tuvo que afrontar en su breve reinado dos grandes problemas que absorbieron, casi totalmente, los mayores esfuerzos y energías del rey: la defensa del reino frente a las pretensiones de los infantes de la Cerda, y la continuación de la guerra contra los benimerines marroquíes, centrada en el intento de conquista de la zona del estrecho de Gibraltar, territorio vital para el reino castellano-leonés. A estas dos circunstancias se le sumaron diversas adversidades que hicieron más complejo aún el panorama político, como: el mantenimiento del difícil equilibrio en las relaciones diplomáticas con Francia y Aragón; las crecientes disputas y apetencias territoriales de la alta nobleza, siempre sedienta de más poder, con linajes poderosos en terrible lucha entre sí por hacerse con la preeminencia en el reino, circunstancia sintetizada en la dura enemistad entre las dos familias más poderosas del momento, los Haro y los Lara; y el problema de la legalidad de su matrimonio con doña María de Molina, asunto que acarreó al rey serios problemas por la ilegitimidad de sus futuros descendientes a la hora de defender la posesión del trono castellano-leonés.

Los primeros años del reinado de Sancho IV fueron en extremo comprometidos. Pedro III de Aragón tenía retenidos a los infantes de la Cerda en la población valenciana de Xátiva, en espera de poder utilizarlos como prenda de una alianza con Sancho IV, dirigida contra su enemigo tradicional, el rey de Francia Felipe III. Condicionado en extremo por tal hecho, Sancho IV firmó, el 10 de febrero del año 1285, un pacto con Aragón por el que se comprometió a ayudar a la corona aragonesa en un futuro ataque contra Francia, siempre y cuando el rey castellano-leonés no tuviera que atender un posible ataque, por el sur, de los peligrosos benimerines. Pedro III, a condición de lo firmado por Sancho IV, se comprometió a seguir reteniendo a los molestos infantes de la Cerda en su corte, además de reconocerle como rey legítimo de Castilla y León. Sancho IV pudo sortear el compromiso firmado con el rey aragonés tras el desembarco del emir marroquí, Abú Yusuf, al frente de los benimerines, en Tarifa, el 12 de abril del año 1285, quien devastó las tierras colindantes de Sevilla y Jerez. Sancho IV intentó proteger las costas andaluzas del empuje benimerí, pero su esfuerzo cayó en saco roto, viéndose forzado a firmar un tratado de paz con el emir marroquí, en Sevilla, el 21 de octubre de 1285.

Entre octubre y noviembre del año 1285 murieron Pedro III de Aragón, el papa Martín IV, quien se había negado con energía a la concesión de la ansiada bula matrimonial al rey castellano-leonés y Felipe III de Francia, circunstancia que hizo cambiar de forma radical el sentido de la política internacional del momento. Sancho IV se apresuró a enviar a su privado don Gómez García, abad de Valladolid, a la corte del nuevo monarca francés, Felipe IV el Hermoso, quien propuso a Sancho IV la anulación de su matrimonio con doña María de Molina y el enlace de éste con su hermana, a condición de retirar definitivamente su apoyo a los infantes de la Cerda. Para cerrar el trato, se concertó una entrevista entre ambos reyes, en la ciudad fronteriza de Bayona, en la primavera del año siguiente, a la que Sancho IV acudió sin saber realmente nada del asunto matrimonial que su favorito había pactado con el rey francés. Al enterarse de ello, Sancho IV, encolerizado en extremo, dio por concluida la entrevista, negándose taxativamente a repudiar a su amada esposa. La nefasta intervención del abad de Valladolid fue hábilmente explotada por sus enemigos, y en especial por don Lope Díaz de Haro y por el arzobispo de Toledo. En el otoño del mismo año, Sancho IV retiró su favor a don Gómez García, al que designó, como compensación y exilio político, obispo de la lejana sede metropolitana de Mondoñedo. La caída del abad posibilitó el encumbramiento al poder de don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, que pasó a convertirse en el nuevo hombre fuerte y de confianza de Sancho IV. La influencia del nuevo favorito sobre el monarca no paró de crecer, hasta el punto de que Sancho IV, por consejo de éste, arrendó, en junio del año 1287, al judío Abraham Barchilón, vasallo a su vez del favorito, todas las rentas reales, con lo que don Lope Díaz de Haro se convirtió en el auténtico dueño y señor de todas las rentas de la corona.

Pero el éxito fulgurante del nuevo valido tropezó con el descontento de una amplia facción de la alta nobleza que veía con preocupación el excesivo poder que iba aglutinando el de Haro y sus familiares. Este nuevo grupo fue acaudillado por la otra familia poderosa de la nobleza, los Lara, con don Álvar Núñez de Lara a la cabeza, al que se sumó enseguida el infante don Juan, hermano del rey. Ambos líderes supieron atraerse a su causa el enorme descontento surgido en el pueblo llano como consecuencia del arrendamiento de los impuestos reales a los judíos. El partido nobiliario pidió a Sancho IV que derogase tal medida, a lo que el monarca castellano-leonés se demoró en la respuesta, por consejo de su valido. Los nobles, ante la total inhibición de Sancho IV, se retiraron enojados de la corte en actitud clara de rebeldía, concentrándose, una gran parte de ellos, en la frontera con Portugal, donde se hallaba también refugiado el infante portugués don Alfonso, hermano del rey don Dionís, al que disputaba el trono luso. Sancho IV no tuvo excesivos problemas para recabar la ayuda del rey portugués, el cual se encontraba amenazado como él. Los ejércitos leales de ambos monarcas pusieron sitio, conjuntamente, al castillo de Arroches, obligando a los rebeldes a deponer las armas, desbaratando la intentona rebelde.

A finales del año 1287, la fortuna de don Lope Díaz de Haro comenzó a declinar considerablemente. En las cortes de Toro, celebradas en febrero del siguiente año, el infante don Juan y don Lope Díaz de Haro aconsejaron a Sancho IV la firma de un tratado de paz y amistad con la corona de Aragón como única garantía de solución al conflicto, siempre presente en la política castellano-leonesa, provocado por las pretensiones de los infantes de Lara. Por su parte, doña María de Molina y el arzobispo de Toledo aconsejaron al rey un acercamiento a Francia, el cual facilitaría, según ellos, una actitud más flexible por parte de la curia pontificia (totalmente a merced del rey francés) en la cuestión de la deseada dispensa papal. Tras unas acaloradas discusiones, triunfó la propuesta última, por lo que las relaciones entre Sancho IV y su favorito comenzaron a erosionarse progresivamente, para derivar en un acontecimiento trágico. Una entrevista comenzada de manera pausada entre ambos, en la localidad de Alfaro, el 8 de junio del mismo año, condujo, de repente, a una discusión violenta entre ambos, en la que don Lope Díaz de Haro, colérico y violento Sancho IV, cayó muerto, atravesado por la espada del rey, junto con varios de sus partidarios, mientras que el infante don Juan pudo salvar su vida, gracias a la mediación de la propia reina. La sangrienta escena fue todo un símbolo y un funesto presagio del posterior enfrentamiento entre la nobleza y la monarquía castellano-leonesa.

Los sucesos de Alfaro provocaron un cambio importante en el panorama político del reino. La muerte violenta del señor de Vizcaya produjo la sublevación del señorío que él ostentaba contra Sancho IV, circunstancia que aprovecharon, nuevamente, las fuerzas contrarias al rey, como los infantes de la Cerda. Sancho IV, temerosos por la reacción de sus sobrinos, aceleró su acercamiento a la corona francesa, concretado en el acuerdo de Lyón, del 13 de julio del año 1288, por el que Felipe IV se comprometió a ni inmiscuirse en los asuntos sucesorios castellano-leoneses, a cambio de la ayuda prestada por Castilla y León a Francia en su pugna contra Aragón. La respuesta del rey de Aragón, Alfonso III, no se hizo esperar. En septiembre del mismo año, Alfonso de la Cerda fue jurado como rey de Castilla y León en Jaca, y el 17 de diciembre, ambos monarcas firmaron un pacto de alianza comprometiéndose a no pactar por separado con Sancho IV. Acto seguido, el rey aragonés desafió abiertamente a Sancho IV con un ataque dentro del territorio castellano-leonés, concretamente contra la villa de Almazán. Las tropas de Sancho IV reaccionaron vigorosamente al ataque aragonés con otra incursión militar contra Tarazona, dejando a su paso una terrible huella de destrucciones y saqueos. Pero, en el enfrentamiento ocurrido entre ambos ejércitos, en septiembre del año 1289, las tropas de Sancho IV sufrieron una tremenda derrota, suspendiéndose las hostilidades. No obstante, Sancho IV vio fortalecida su posición en el trono castellano-leonés tras la ratificación de lo acordado con el monarca francés, gracias a la firma del tratado de Bayona, firmado el 9 de abril del año 1290. Como consecuencia de este tratado, don Juan Núñez de Lara pudo regresar de su exilio francés, pero al poco tiempo se volvió a enemistar con Sancho IV, refugiándose en la corte de Aragón, desde donde llevó a cabo varias razzias y correrías por las tierras fronterizas de Sigüenza y Molina, a favor del rey aragonés. Su actuación hostil hacia Sancho IV fue pasajera, gracias a la mediación de doña María de Molina, que pactó con el rebelde el matrimonio del hijo de éste, don Juan Núñez el Mozo, con Isabel, sobrina de la reina y heredera de los estados de Molina.

A partir del año 1291, con la instalación definitiva de la paz en el interior de Castilla y León, y diluidas totalmente las aspiraciones al trono de los infantes de la Cerda, Sancho IV pudo entregarse de lleno a su acción política más fructífera: la continuación del proceso reconquistador en el sur peninsular. Gracias a la paz que firmó, en febrero de ese mismo año, con el emir granadino Muhammad II, Sancho IV consiguió de éste la promesa formal de no molestar a las tropas castellanas en el transcurso de la campaña militar contra los benimerines. Pero para emprender una acción militar tan ambiciosa como la proyectada por el monarca castellano-leonés, éste necesitó del concurso de todas las fuerzas bélicas posibles, por lo que acudió a los genoveses en petición de auxilio naval, el cual se concretó en la persona del prestigioso marino Benito Zacarías. Sancho IV, con el mismo objetivo, suscribió con el monarca aragonés, Jaime II, el tratado de Monteagudo, el 29 de noviembre del año 1291, en el que se esbozó un plan de ataque conjunto entre ambos reyes para acabar con la peligrosa presencia naval de los benimerines en el estrecho de Gibraltar, al que se sumó, en última instancia, el emir de Granada. En este tratado también se delineó el futuro dominio del norte de África: Castilla se reservó el espacio situado al oeste del río Muluya, mientras que la corona de Aragón hizo lo propio con las comarcas orientales, hasta Bujía y Túnez. Para sancionar la amistad castellano-aragonesa se proyectó el matrimonio de la infanta Isabel, hija de Sancho IV, con el rey aragonés, Jaime II.

La campaña militar, cuyo principal objetivo era el de hacerse con Tarifa, acabó siendo un éxito rotundo para las fuerzas coaligadas peninsulares, al ocuparse la dicha ciudad, tras un largo asedio de más de cinco meses, el 13 de octubre del año 1292. Pero la paz en la frontera meridional duró poco, pues al año siguiente, Muhammad II rompió la alianza con Sancho IV, y pactó con el emir benimerí, Abú Yaqub Yusuf, un nuevo tratado de cooperación militar contra Castilla y León. La situación el sur se complicó más para Sancho IV después del enfriamiento de las relaciones entre Portugal y Castilla y León, debido a la ruptura del proyectado enlace matrimonial entre la princesa portuguesa Constanza y el príncipe heredero, don Fernando, quien había sido prometido a la princesa francesa doña Blanca, hija del monarca francés. El infante don Juan, demostrando nuevamente su oportunismo político y la deslealtad hacia su hermano, se puso al mando de un gran contingente de fuerzas benimerines que desembarcaron en la península para reconquistar la plaza de Tarifa, la cual pudo resistir merced al valeroso esfuerzo de su alcaide, don Alfonso Pérez de Guzmán, que incluso llegó a sacrificar la vida de su hijo, secuestrado por el enemigo, antes de rendir la plaza, obligando a los benimerines a levantar el asedio. Salvada Tarifa, Sancho IV determinó continuar el sistemático avance reconquistador por tierras gibraltareñas, poniendo su interés en la conquista de la villa de Algeciras. Pero, muy enfermo y deteriorado por el continuo ajetreo de su difícil reinado, Sancho IV se vio obligado a retirarse hacia Toledo, ciudad que él mismo escogió como su última morada, a la que llegó el 29 de marzo, para morir el 25 de abril de ese mismo año, cuando aún no había cumplido los treinta y siete años de edad. Sancho IV, presintiendo su inmediata muerte, tuvo tiempo suficiente para redactar su testamento, en el que nombró a su mujer, doña María de Molina, regente del reino, debido a la minoría de edad del príncipe heredero, Fernando IV.

En relación a los diferentes aspecto no políticos del tumultuoso reinado de Sancho IV, el reinado de éste coincidió con una época de relativo florecimiento comercial. En el interior del reino se asistió a un desarrollo continuo de las ferias comerciales, como la de Brihuega (Guadalajara). Pero, sin lugar a dudas, el hecho más relevante, en lo comercial, fue el gran auge que experimentó el comercio marítimo castellano-leonés en el Atlántico, gracias a la plena libertad de exportación e importación que impuso el monarca, como muy bien demuestran los padrones aduaneros de los puertos de San Sebastián, Orio, Oyarzun y Fuenterrabía, en los que destacó, por encima de las demás actividades, la importación de paños de origen flamencos. Desde el punto de vista cultural, la labor desarrollada por Sancho IV no desmereció a la de su padre. Sancho IV mandó finalizar la ingente obra Crónica General, comenzada por su padre.

Bibliografía

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Autor

  • Carlos Herráiz García