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LiteraturaBiografía

Salacrou, Armand (1899-1989).

Dramaturgo y ensayista francés, nacido en Ruán el 9 de agosto de 1899 y fallecido en Le Havre el 25 de noviembre de 1989. Autor de una extensa y brillante producción teatral que aborda sin tapujos los problemas sociales más crudos de su tiempo, está considerado, junto a Jean Paul Sartre (1905-1980), como la figura más destacada de la literatura dramática comprometida de mediados del siglo XX.

Vida

Nacido en el seno de una familia perteneciente a la clase media acomodada, pasó su infancia en la ciudad portuaria de Le Havre, donde, con tan sólo dieciséis años de edad, dio a la imprenta un poemario titulado L'eternelle chanson des gueux (La eterna canción de los mendigos, 1915), en el que dejaba ya patentes sus hondas preocupaciones sociales, centradas aquí en la miseria de la clase trabajadora del puerto y en el contraste brindado por la riqueza de los armadores. Dos años después de la publicación de esta anecdótica opera prima, Armand Salacrou marchó a París con la intención de cursar estudios superiores de Medicina, carrera que pronto abandonó para interesarse por algunas disciplinas humanísticas más acordes con su vocación literaria, como el Derecho y la Filosofía. Sus primeras actividades laborales las realizó, empero, en el campo del periodismo, al tiempo que se interesaba por la fuerza y las posibilidades que mostraba una manifestación artística tan novedosa como sugerente: el cine.

Sus inquietudes político-sociales le llevaron a afiliarse al Partido Comunista Francés en 1920, aunque al cabo de tres años, decepcionado por la disciplina de partido y por la actitud de los líderes de dicha formación, abandonó esta militancia oficial y centró todos sus afanes en sus preocupaciones estéticas, ahora nítidamente vinculadas al movimiento surrealista. De la mano de algunos amigos de la infancia como Georges Limbour y el pintor y escultor Jean Dubuffet (1901-1985), frecuentó los cafés, las exposiciones y las salas de conferencias donde se fue forjando y difundiendo el Surrealismo, acudió a numerosos teatros y se interesó, en un principio, por la pintura, disciplina que llegó incluso a cultivar con notable éxito, como queda patente en la extraordinaria colección de cuadros que pintó por aquella fechas. Pero su constante afluencia a los escenarios teatrales del París de los años veinte despertó definitivamente su vocación dramática, pronto plasmada en una serie de piezas menores de acusado talante surrealista que, estrenadas en locales de escasa proyección, no obtuvieron reconocimiento alguno por parte de la crítica y el público (aunque sí cosecharon los elogios de sus compañeros de andadura vanguardista).

En medio de estos titubeantes comienzos en los resbaladizos dominios de Talía, Salacrou tuvo la fortuna de conocer al gran actor y director teatral Charles Dullin (1885-1949), cuyo interés por dichas obras primerizas del dramaturgo de Ruán dio un impulso definitivo a su carrera teatral, aunque no le garantizó en modo alguno el éxito entre los espectadores franceses, que aún tardaría mucho en llegar. En efecto, el estreno de su primera comedia, Tour à terre (La torre caída, 1925), concluyó en un sonoro fracaso, e idéntica valoración mereció a la crítica especializada su segunda obra, Le pont d'Europe (El puente de Europa, 1927). En ambas piezas, Armand Salacrou ensayaba una suerte de teatro filosófico que intentaba abordar las grandes cuestiones relacionadas con la libertad de ser humano y los límites que la constriñen, recurriendo a una honda densidad conceptual poco acorde con la fluidez exigida por el género dramático.

Tras estos fracasos iniciales en su carrera teatral, Salacrou decidió consagrarse de lleno a la investigación y experimentación de los medios de expresión artística, con especial atención al estudio de las nuevas técnicas cinematográficas, en las que venía interesándose desde que, en 1925, comenzara a trabajar como ayudante de dirección del gran cineasta alemán Robert Wiene (1880-1938). Fruto de estos afanes experimentales fueron algunas obras suyas ciertamente desafortunadas, como Patchuli (1930) -cuyo asunto central, la búsqueda del amor, queda eclipsado por la confusión y el caos provocados por dicho experimentalismo- y Atlas-Hôtel (1931) -una extraña propuesta de adaptación a la Vanguardia de las formas tradicionales del teatro de boulevard-. Pero el decisivo apoyo de Charles Dullin le permitió seguir insistiendo en sus capacidades dramatúrgicas y alcanzar, finalmente, un éxito memorable con el estreno de Une femme libre (Una mujer libre, 1934), una excelente comedia en la que Salacrou mostraba sobre las tablas la dificultad de conservar el amor dentro del asfixiante marco del matrimonio burgués.

Tras este clamoroso triunfo, el dramaturgo de Ruán renovó su condición de cabeza visible entre los dramaturgos franceses de la década de los años treinta con el estreno de la que tal vez pueda considerarse su obra maestra. Se trata de L'inconnue d'Arras (La desconocida de Arras, 1935), obra en la que dejó formulada, mejor que en cualquier otro texto suyo, la idea central en torno a la cual gira toda su producción literaria: la desilusión ante la búsqueda desesperada de una felicidad que, a la postre, aparece siempre como una meta inalcanzable. Ensayó, además, Salacrou en esta obra una nueva aproximación al tiempo y el espacio propios de la expresión teatral, con el beneplácito unánime de la crítica y el público, que le consagraron a partir de entonces como uno de los grandes dramaturgos de su generación.

Tras el estreno de otra pieza digna de recuerdo, Un homme comme les autres (Un hombre como los otros, 1936), Armand Salacrou llevó a las tablas una nueva obra maestra, recibida asimismo con grandes elogios por parte de la crítica y los espectadores. Se trata de La terre est ronde (La tierra es redonda, 1938), en la que se asomaba con asombrosa lucidez en un conflicto tan antiguo como vigente: el enfrentamiento entre la divinidad y el pecado, plasmado en la lucha del espíritu contra los instintos de la carne. Poco después, su carrera literaria quedó temporalmente interrumpida por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que provocó su movilización en 1940 y su inmediata caída en manos de las tropas invasoras alemanas. Por fortuna para la historia del teatro universal, Armand Salacrou pudo huir del lugar donde le mantenían cautivo el ejército nazi y se incorporó a la lucha clandestina dentro de la Resistencia, con la que colaboró activamente como tantos otros escritores franceses coetáneos. Fruto de esta amarga experiencia bélica fue la primera comedia que llevó a los escenarios al término de la guerra, Les nuits de la colère (Las noches de la cólera, 1946), estrenada por una de las compañías más importantes del momento (la de Renaud-Barrault). A partir de entonces, todas sus obras habrían de ser puestas en escena por los colectivos teatrales de mayor prestigio, integrados por los actores más solventes y dirigidos por los más acreditadas figuras del teatro francés contemporáneo, como Yves Robert, que asumió el montaje de su obra Poof (1950); André Reybaz, que dirigió Boulevard Durand (1961); y Michel Vitold, de la Comédie Française, que se ocupó de la puesta en escena de Comme les chardons (Como los cardos, 1964).

En las dos obras citadas en último lugar (Boulevard Durand y Comme les chardons), Armand Salacrou volvió a insistir en esos aspectos místicos y filosóficos que había abordado en su teatro menos afortunado, aunque ahora con un mayor acierto, derivado de la amplia experiencia que había acumulado ya como dramaturgo. Pero, antes de recuperar sus viejas obsesiones especulativas, había seguido triunfando con otras amargas comedias como L'Archipel Lenoir (El Archipiélago Lenoir, 1947), estrenada cuando acababa de ser nombrado director del célebre Théâtre Odéon, en sustitución de P. Adam. En esta obra -como en la mayor parte de las que conforman su producción posterior a la Segunda Guerra Mundial-, Salacrou abordó los grandes problemas puestos sobre el tapete por el Existencialismo (como la soledad del ser humano y la angustia existencial), presentándolos desde una perspectiva irónica que intentaba suavizar, en parte, la amargura reflejada por la trama argumental.

En líneas generales, la producción dramática de Armand Salacrou se caracteriza, en el plano formal, por su asombrosa capacidad para combinar los tonos más variados; y, dentro de sus coordenadas temáticas más destacadas, por su constante denuncia de las injusticias sociales y su indignación por la absurda y angustiosa presencia de la muerte. Atento siempre a los pormenores de la vida cotidiana y, al mismo tiempo, a las grandes cuestiones que han acompañado desde tiempos remotos a la literatura y el pensamiento universales -v. gr., esa desesperada búsqueda de una felicidad que cada vez se muestra más esquiva y lejana-, el dramaturgo de Ruán se convirtió con sus piezas teatrales en uno de los testigos más lúcidos y elocuentes de las inquietudes y tribulaciones del ser humano del siglo XX; y brilló, asimismo, por su entusiasta defensa de un espacio estético e ideológico en el que fuera posible la eclosión de nuevas voces artísticas y novedosas propuestas de renovación cultural.

Al margen de su obra dramática, Armand Salacrou -que, en su condición de cabeza visible de la intelectualidad francesa contemporánea, fue presidente de la Académie Goncourt y de la S.A.C.D. (Societé des Auters et Compositeurs Dramatiques)- dejó también impresa una valiosa producción ensayística en la que cabe señalar algunos títulos tan notables como Les idées de la nuit (Las ideas de la noche), À pied au-dessus des nuages (A pie bajo la nubes) y Vie et mort de Charles Dullin (Vida y muerte de Charles Dullin). Dignas, igualmente, de mención son sus amenas e interesantes memorias, publicadas bajo el título de Dans la salle des pas perdus (En la sala de los pasos perdidos), y caracterizadas por una frescura y una sinceridad poco habituales en el género. Y hay que citar, por último, su participación como guionista -en concreto, como autor de los diálogos- en la película titulada La beauté du diable (La belleza del diablo, 1949), rodada por el célebre director parisino René Clair (1898-1981).

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.