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HistoriaPolíticaBiografía

Otón I, Emperador del Sacro Imperio (912-973).

Duque de Sajonia (como Otón II, 936-961), rey de Alemania y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (como Otón I, 962-973), llamado el Grande. Nació el 23 de octubre de 912 y murió en Memleben (Turingia) el 7 de mayo de 973. Artífice de una profunda reorganización interna del reino alemán, auténtico fundador del Sacro Imperio Romano Germánico y vencedor de los magiares, Otón I fue sin duda la figura política más importante del siglo X europeo.

Miembro de la dinastía liudolfina o sajona, era hijo del duque Enrique el Pajarero de Sajonia (876-936), rey de Alemania como Enrique I desde 920) y de su segunda esposa, Matilde de Westfalia. Poco se sabe de su infancia y primera juventud, salvo que recibió una fuerte influencia religiosa de su madre y que seguramente participó en algunas de las numerosas campañas militares de su padre. A los diecisiete años, en 930, se casó con Edith (915-946), hija del rey Eduardo de Inglaterra, a la que entregó como dote la próspera ciudad de Magdeburgo. Con Edith tendría una hija, Liutgarda de Sajonia (que casó posteriormente con el duque de Lorena) y un hijo, Liudolfo, luego duque de Suabia.

Tras la muerte de Enrique el Pajarero, Otón fue elegido rey por los duques alemanes reunidos en Aquisgrán, el 7 de agosto de 936. Recibió la corona de manos de los arzobispos de Maguncia y Colonia y su coronación estuvo rodeada por inusuales signos de solemnidad procedentes de la tradición imperial carolingia, tales como la elección por parte de los duques, la aclamación del pueblo y la unción sacra.

Reorganización del reino y estabilización de las fronteras

Pese a la facilidad con que accedió al trono, los primeros años del reinado de Otón I estuvieron marcados por las rebeliones internas. Poco después de su entronización, en 937, el duque Eberhard de Baviera se negó a prestarle homenaje. Otón le derrotó, depuso y envió al destierro, entregando el poderoso ducado bávaro a Berthold, hermano de Arnulfo de Carintia. El hecho de que el nuevo rey osara disponer de un título ducal considerado consuetudinariamente hereditario despertó una fuerte oposición entre la aristocracia territorial. En 939, el duque Eberhard de Franconia, perteneciente a una dinastía tradicionalmente enemiga de los liudolfinos, aprovechó las desavenencias en el seno de la dinastía sajona para suscitar una nueva rebelión nobiliaria, apoyada desde el exterior por el rey Luis IV de Francia. A dicha rebelión se unieron Thankmar y Enrique, medio hermano y hermano menor, respectivamente, de Otón I, así como el duque Giselbert de Lorena. La insurrección se extendió por los territorios del Rin y el Palatinado, alcanzando incluso los confines del Saale. Otón derrotó a los duques de Franconia y Lorena en la batalla de Andernach y posteriormente se hizo con el control de Franconia, aprovechando las tensiones que existían entre la alta y baja nobleza del ducado. Thankmar fue derrotado y muerto, mientras que Enrique recibió el perdón de su hermano y fue restablecido en el favor regio. Sin embargo, en 94 volvió a unirse a una conspiración contra la vida del rey urdida por el arzobispo de Maguncia y algunos nobles de territorios fronterizos. El complot fue descubierto, pero Enrique recibió de nuevo el perdón regio.

La política otónida respecto a la aristocracia levantisca que pugnaba por desasirse del poder regio consistió en fragmentar los territorios ducales y evitar su transmisión por vía hereditaria. De esta manera, Otón intentó conservar la capacidad de nombramiento de los duques (a los que normalmente eligió de entre sus parientes cercanos), al tiempo que procuraba devolver a los títulos ducales su antiguo carácter administrativo. Retuvo para sí el ducado de Franconia; dividió Lorena en dos ducados, Alta y Baja Lorena, al frente de los cuales puso a nobles adeptos al trono; concedió el gobierno de Baviera a su hermano Enrique (947), quien previamente se había casado con Judit, hija del anterior duque; y Suabia a su hijo mayor, Liudolfo. Asimismo, impulsó el fortalecimiento de los condados, entre los que destacaron los de Turingia y Westfalia, y desgajó de Sajonia los territorios de las marcas de Carintia y del Este. Al mismo tiempo, trató de reducir las atribuciones de los duques, quienes, en general, respetaron el homenaje de fidelidad prestado al soberano.

Esta política hizo posible que sólo en Sajonia se consolidara una dinastía ducal fuerte, la otónida, dentro de la cual el rey pretendía que se transmitiera el derecho a la realeza (electivo, según la tradición germánica). Esta política consiguió, por otra parte, que los nuevos duques apoyaran a la monarquía en la tarea de defender el orden público (Landfriede). Sin embargo, la consolidación de los condados a que dio lugar la reorganización administrativa otónida, diseñada conforme al modelo carolingio, se tradujo a más largo plazo en un avance del sistema feudal debido a la transmisión hereditaria de los títulos condales y a la falta de una vinculación vasallática fuerte de los condes respecto a los duques o al propio rey.

Pese a sus esfuerzos por someter a los grandes poderes territoriales, Otón I no consiguió en ningún momento garantizar la continuidad de su estirpe en el trono y tuvo que afrontar constantes ataques de algunos miembros de la casa real que no tomaban parte directa en el gobierno. En 953-954 estalló una peligrosa rebelión en los territorios del sur. Su instigador fue Liudolfo, hijo mayor de Otón y duque de Suabia, que había exigido a su padre una mayor participación en el gobierno y desconfiaba de la creciente influencia de la nueva reina, Adelaida de Borgoña, con la que Otón se había casado en 951. A él se sumaron los duques de Baviera y Franconia. La rebelión fue aprovechada por los magiares (“bárbaros” seminómadas cuyas bases se encontraban en el territorio de la actual Hungría) para lanzar una profunda incursión de rapiña que penetró hasta los territorios del Rin durante la primavera y el verano de 954. La incursión magiar alarmó a todo el reino y generó un clima favorable a la unión de fuerzas en torno a la monarquía. De ahí que Otón consiguiera sofocar rápidamente la rebelión. La paz fue sellada en la dieta imperial de Auerstadt, donde Liudolfo fue despojado de su ducado.

En el verano de 955, Otón decidió tomar la iniciativa militar contra los temidos magiares. Reunió a todas sus fuerzas vasalláticas y atacó a los magiares cuando éstos, animados por el éxito de la campaña del año anterior, se disponían a poner sitio a la ciudad de Augsburgo. El 10 de agosto de 955, en el campo junto al río Lech, en las proximidades de dicha ciudad, los ejércitos comandados por Otón infligieron a los magiares una derrota definitiva que puso fin a sus incursiones hacia occidente y que es considerada por ello una de las batallas más decisivas de la historia europea (véase: batalla de Lechfeld).

La victoria sobre los magiares fue seguida, en octubre de ese mismo año, por otra sobre los eslavos abodritas en Recknitz, al este de la marca de Mecklemburgo. Estas campañas culminaron los esfuerzos de Otón por estabilizar las fronteras orientales de su reino y expandir los dominios germánicos en tierras eslavas. Desde 936, la reorganización de las marcas (distritos fronterizos) dio como resultado un lento avance del dominio alemán más allá de los ríos Elba y Saale. Al tiempo que avanzaba lentamente la dominación militar, el rey patrocinó la evangelización de los eslavos y en 968 autorizó la creación de una provincia eclesiástica eslava con cabeza en una de sus ciudades predilectas, Magdeburgo. Estos esfuerzos se tradujeron en una lenta pero imparable expansión de la influencia alemana hacia el Oder y la región de Bohemia.

La Iglesia imperial otónida

La rebelión nobiliaria de 954 convenció a Otón de que no conseguiría imponerse a los ducados por la fuerza o intentando ejercer meramente la supremacía nominal de su título regio. En sus esfuerzos por estabilizar el reino y evitar la disgregación feudal, Otón debía contar con el apoyo de la Iglesia y de una administración eficaz al servicio de la monarquía. De la unión de estas necesidades surgió la creación de la llamada "Iglesia imperial" otónida, la cual dotaría al reino alemán de solidez y estabilidad.

La base de este sistema radicaba en el hecho de que la corona, desde tiempos carolingios, poseía el derecho a nombrar obispos dentro de los territorios bajo su soberanía. Otón no sólo ejerció este derecho, sino que además otorgó a los obispos poderes gubernativos condales sobre sus sedes y dependencias territoriales. Asimismo, amplió la jurisdicción de los tribunales episcopales y concedió a determinados obispos ciertos derechos de la corona, como el de acuñar moneda o el de percibir impuestos no eclesiásticos. De esta forma convirtió los obispados en distritos administrativos bien delimitados cuyos titulares disponían de derechos y funciones semejantes a las de los condes y vinculados al rey. Los más poderosos fueron los obispos de Spira y Chur y los arzobispos de Magdeburgo, Maguncia y Colonia.

La clave de este sistema era la estrecha vinculación de intereses que existía entre los obispos y el rey. Dicha vinculación radicaba en el hecho de que los grandes aristócratas que pretendían extender sus prerrogativas señoriales en detrimento de los poderes obispales, eran los mismos que intentaban reducir el poder político y territorial de la monarquía otónida. Amenazados continuamente por la aristocracia territorial laica, los obispos hicieron causa común con el monarca, quien, por su parte, intentó en todo momento evitar una posible alianza entre los poderes episcopales y los señores laicos mediante el recurso a nombrar para los obispados a personas no oriundas de las diócesis a su cargo. Estos obispos, extranjeros en el lugar que administraban, formaban un grupo vinculado directamente a Otón y no a un territorio específico. Por otra parte, el hecho de que por su condición de eclesiásticos no pudieran tener hijos legítimos impedía la formación de dinastías episcopales hereditarias. Otón puso gran cuidado en la elección de los obispos, que fueron por lo común personas de reconocida honestidad religiosa y extensa cultura.

La creación de la así llamada iglesia imperial permitió al rey patrocinar la reforma religiosa de la que era firme defensor. Otón había recibido una ascética educación religiosa de su madre, la reina Matilde, y una fuerte influencia de su hermano Bruno, arzobispo de Colonia y hombre muy preocupado por la reforma del clero. Bajo el auspicio del rey, la corte sajona se convirtió en un centro de vida espiritual y religiosa que dio lugar a un movimiento cultural conocido como Renacimiento Otónida, y en el cual tuvieron gran importancia las mujeres de la familia real (la reina madre Matilde, las reinas Edith y Adelaida y la nuera de Otón, Teófano). Los obispados de Magdeburgo y Quedlimburgo (éste último fundado por el rey en 936) fueron los centros espirituales más activos del reino.

Otón I y el Imperio

En 955, tras sus victorias sobre magiares y eslavos, Otón pudo emprender su aventura italiana: la aventura del Imperio. A pesar de ser un hombre equilibrado y un político realista, Otón soñaba con restaurar la gloria del imperio "universal" de Carlomagno. En esta aspiración influyó, en principio, su necesidad de crearse una posición jurídica fuerte para imponerse sobre los grandes poderes territoriales germánicos. Su título de rey alemán le otorgaba un poder notable, pero sus luchas con los señores rebeldes habían evidenciado la debilidad de la monarquía, cuya autoridad no se derivaba automáticamente de la posesión del trono. En realidad, los reyes alemanes poseían un carisma mucho menos sacralizado que el de sus homólogos franceses e ingleses, lo cual debilitaba considerablemente su soberanía efectiva y su capacidad de actuación contra la aristocracia territorial. Instituyéndose en heredero de la corona imperial de Carlomagno, Otón conseguiría una base jurídica para su trono que le garantizaría la supremacía sobre cualquier otro poder, pues la dignidad imperial era superior en rango y sacralidad a cualquier otra institución política.

El derecho a conceder la corona imperial era, por tradición, prerrogativa del papa. De ahí que, siguiendo la senda de Carlomagno, Otón ambicionara convertirse en árbitro de la política italiana y en defensor del papado. Sus primeros intentos de intervenir en Italia datan de 950. Ese año, su apoyo permitió a Berenguer de Ivrea acceder al trono de Lombardía. Berenguer prestó homenaje a Otón y cedió las marcas de Verona y Aquilea al hermano del alemán, Enrique de Baviera, quien ya las había ocupado militarmente. Sin embargo, al año siguiente los seguidores del anterior rey lombardo, Lotario, convencieron a Otón para que acudiese a Italia, tomase Pavía y, mediante su matrimonio con la viuda de aquél, Adelaida de Borgoña (931-999), reclamara la corona del reino. Por entonces, Otón alentaba ya la ambición de convertirse en emperador; pero el papa Agapito II, presionado por la aristocracia romana, se negó a concederle la corona imperial, lo que, unido al estallido de la revuelta nobiliaria alemana de 953, frustró sus expectativas en este sentido. Berenguer de Ivrea volvió a ocupar el trono lombardo mientras Otón se dedicaba a restablecer su autoridad en Alemania y combatía a los magiares y a los eslavos.

En 961, Berenguer retomó la ofensiva, enseñoreándose del norte de Italia y amenazando Roma. La ciudad y sus contornos formaban entonces un estado independiente en el que diversas familias aristocráticas se disputaban el poder. En aquel momento se encontraba dominada por Alberico, príncipe y senador romano, quien en 955 había instalado en el trono papal a su hijo Octaviano, con el nombre de Juan XII. Cuando Berenguer amenazó la ciudad, el papa solicitó la ayuda de Otón, quien dispuso así de un excelente pretexto para intervenir de nuevo en Italia. Tras hacer reconocer a su hijo Otón (nacido en 955) como sucesor suyo en el trono alemán en la dieta de Worms, y dejar el gobierno de Alemania en manos de su hermano Bruno y su hijo natural Wilhelm, el rey marchó a Italia, tomó Pavía y se ciñó la corona lombarda. Después entró en Roma y fue coronado emperador por el papa el 2 de febrero de 962. Esta fecha marca la restauración del Imperio en Occidente y puede considerarse el hito fundador de lo que más tarde se llamaría Sacro Imperio Romano Germánico.

Pero los romanos no tenían intención de someterse al nuevo emperador extranjero. Poco después de la coronación, mientras Otón combatía con Berenguer, el papa intentó pactar en secreto una alianza con este último. Al descubrirlo, el emperador marchó de nuevo sobre Roma y depuso al pontífice, en cuyo lugar nombró a León VIII. Después derrotó a Berenguer y ordenó su encarcelamiento en Bamberg. Pero, en enero de 963, poco después de su marcha, la nobleza romana se rebeló y volvió a instalar en el trono papal a Juan XII. Pese a que este murió poco después (964), Otón se apresuró a regresar a Italia, ocupó Roma y, aunque la nobleza había elegido a un nuevo papa (Benedicto V), restableció en el solio pontificio a León VIII y, tras la muerte de éste poco después, a Juan XIII. Pero tampoco entonces su victoria fue duradera, pues tras su marcha estallaron en Roma diversas rebeliones contra los delegados del poder imperial. Otón regresó a la Ciudad Eterna en diciembre de 966 y esta vez ordenó la ejecución de los caudillos militares de las doce regiones romanas y el destierro a Alemania de muchos nobles implicados en la rebelión.

Las sucesivas intervenciones de Otón I (y luego de sus sucesores) en Italia se explican como consecuencia lógica de su política eclesiástica. El papa, como jefe supremo de la Iglesia, era de iure el jefe de la iglesia alemana, la cual controlaba de facto el nuevo emperador. De ahí que éste necesitara dominar al papado para mantener las riendas de la iglesia sobre la que había basado el sistema administrativo de sus reinos alemanes. Por ello, la política otónida giró desde 962 en torno a Italia, Roma y el Imperio. Estos tres factores estaban íntimamente relacionados, pues solo en Roma se podía recibir la corona imperial, y únicamente el control sobre la mitad norte de la península garantizaba el control sobre la Ciudad Eterna y, por consiguiente, sobre el papado. Otón I nunca aceptó la sujeción política teórica que debía al papa (pues era éste quien le había otorgado la corona imperial), sino que, por el contrario, intentó en todo momento ejercer su supremacía sobre la Santa Sede. Ello le abocó a una espiral de campañas militares y esfuerzos diplomáticos que consumieron en gran medida el impulso de su reinado.

Sin embargo, sus intervenciones no modificaron esencialmente la situación institucional en Italia. El emperador se limitó a enviar embajadores a las principales ciudades del norte, para vigilar los intereses del imperio, y realizó tímidos e infructuosos intentos de transplantar el sistema de iglesia imperial mediante el otorgamiento de privilegios y donaciones a algunos obispos a los que deseaba convertir en aliados. Por otra parte, en el sur de la península, que en su mayor parte se encontraba bajo dominio bizantino, la intervención imperial provocó fuertes reacciones. Otón mantuvo estrechas relaciones con los príncipes de las regiones meridionales de Capua, Salerno y Benevento, a los que, a fin de que le reconocieran como rey, favoreció con importantes donaciones territoriales. Ante estos hechos, el emperador bizantino Nicéforo Focas negó en 966 la validez del título imperial de Otón y reivindicó las ciudades de Roma y Rávena como parte de la herencia imperial griega. En 968, Otón intentó presionar a Bizancio lanzando una campaña militar contra Apulia, so pretexto de combatir a los piratas musulmanes. Pero la incursión fue un estrepitoso fracaso. Durante los años siguientes, las relaciones de Otón con Bizancio mejorarían notablemente y la paz quedaría sellada en 972 con el matrimonio entre el futuro Otón II y la princesa Teófano, sobrina del emperador bizantino Juan Tzimiskés. Esta boda significó la renuncia por parte de Bizancio a los derechos sobre Capua, Benevento y Salerno, y el reconocimiento definitivo del nuevo imperio occidental.

Poco antes de su muerte, Otón I reunió en Quedlimburgo una gran dieta imperial que puso de manifiesto su inmenso poder. A ella acudieron representantes de Dinamarca, Polonia, Hungría, Bulgaria, Rusia, Bizancio, Roma, Benevento y Bohemia. Esta dieta y la recepción de una embajada de los fatimíes de Egipto fueron las últimas grandes actuaciones políticas del emperador, que murió el 7 de mayo de 973, a la edad de sesenta años, siendo enterrado en la catedral de Magdeburgo. Le sucedió Otón II, único hijo nacido de su matrimonio con Adelaida de Borgoña.

A Otón I el Grande se remonta la constitución de un primer estado alemán, cuyas bases resultaron tan firmes que lograron sobrevivir a las azarosas maniobras de sus sucesores en el trono. El imperio otónida, a diferencia del carolingio, se mantuvo estable durante largos siglos gracias a la diversidad de métodos empleados por su fundador en su intento por mantener las bases elementales de la soberanía regia. Sin embargo, el sueño imperial de Otón abocó a Alemania a una lucha absurda que pretendía la realización política de la utopía medieval de la monarquía universal cristiana. Esta lucha, que duraría siglos, se convertiría tal vez en la principal fuente de conflictos políticos del Occidente cristiano durante la plena y baja Edad Media.

Bibliografía

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  • LEYSER, K.J. Medieval Germany and its Neighbours, 900-1250. Londres, 1982.

Autor

  • Victoria Horrillo Ledesma