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HistoriaPolíticaBiografía

Onís y González, Luis de (1762-1827).

Político y diplomático español, nacido en Cantalapiedra (Salamanca) el 4 de junio de 1762 y muerto en Madrid el 17 de mayo de 1827.

Era hijo de Joaquín de Onís, uno de los principales hacendados de la villa, de familia noble y probable origen asturiano que, al residir en Salamanca, proporcionó a su hijo una brillante educación. Su nombre completo era Luis de Onís y González Vara López y Gómez. Se cuenta que a los ocho años había iniciado el estudio de las lenguas latina y griega y que a los dieciséis había concluido en la universidad los de filosofía, retórica, humanidades y filosofía moral, además de dos años de leyes.

En 1780 viajó a Dresde como agregado a la Corte Electoral de Sajonia, junto con su tío José de Onís, plenipotenciario y enviado extraordinario del rey. Era su tío “uno de los hombres más consumados en la política, ciencias y bellas letras que se conocía en aquel tiempo”. Al cabo de cuatro años del mejor aprendizaje y la práctica diplomática junto a su tío, éste lo propuso para ocupar provisionalmente el cargo de encargado de Negocios, durante su ausencia obligada de aquella corte, periodo que se prolongó durante ocho años más.

En 1786, cuando tenía 24 años de edad, llevó a cabo una de las misiones más importantes y arriesgadas, que hasta entonces había sido imposible realizar, aunque se encomendara sucesivamente a los embajadores de España en Viena y en Suecia. Sabía la corte de Madrid que en Sajonia se había alcanzado la mayor perfección en el trabajo de las minas, por lo que resolvió atraerse a varios mineros con experiencia, para su traslado a las colonias de América. Superando la desconfianza inicial de sus superiores, Onís se trasladó a Freiberg para seguir un curso de orictognosia con el célebre mineralogista prusiano Werner, granjeándose la amistad de profesores y alumnos y logrando conocer la realidad de la vida en las minas y la existencia de un excedente de trabajadores, en disposición de ser contratados.

Cuando el conde de Floridablanca decidió encargarle oficialmente esta gestión, el joven Onís se entrevistó con el ministro de Estado de Sajonia, quien inicialmente había preparado una respuesta negativa, pero ante el peso de los argumentos y el conocimiento de los hechos que mostraba el diplomático español, accedió a su petición. De este modo, Onís pudo escoger a treinta y seis mineros, entre ellos seis directores de minas, que envió a España cuando nadie lo esperaba. Reconocido su éxito, Floridablanca lo propuso como ministro cerca de los Estados Unidos, promoción que no pudo cumplir al cesar el conde en el Ministerio. En 1792 se le recompensó con la cruz de Carlos III.

Durante varios años continuó de encargado de Negocios en Sajonia, visitó las cortes de Berlín y Viena y se desplazó por varios lugares de Alemania, hasta que a finales de 1798 fue elegido oficial de la primera Secretaría de Estado en Madrid. A pesar de su juventud, se le encargó del negociado de Francia, que habitualmente se entregaba a los oficiales veteranos. En marzo de 1800 fue nombrado vocal de la Asamblea de la real y distinguida Orden de Carlos III. Por entonces tomo parte en las negociaciones y conclusión de la Paz de Amiens y, en octubre de 1802, recibió el título de secretario del rey con ejercicio de decretos, casa y aposento.

Al producirse los sucesos de 1808, y cuando regresaba de una comisión en París, se encontró en Vitoria con la comitiva de Fernando VII a quien acompañó hasta Bayona. Por esta razón, a las órdenes de Pedro Cevallos, y como primer oficial de la Secretaría de Estado, se vio comprometido en la preparación de informes y en la elaboración de documentos relativos a la renuncia de Fernando ante Napoleón, a la que se opuso sin la menor duda. Este fue el texto de su dictamen: “Cumpliendo con la orden de S. M. debo decir terminantemente que mi opinión es que el rey no puede ni debe hacer semejante renuncia. Bayona, 28 de abril de 1808. Luis de Onís”. Así, al conocer la reacción del emperador, Onís escapó de la ciudad y regresó a España. Al trasladarse la Administración a Sevilla, continuó al frente de la Secretaría de Estado en su calidad de oficial mayor más antiguo, aunque pronto recibió la propuesta de cubrir una embajada, primero en Rusia, después en Suecia y finalmente ante el presidente y el Congreso de Estados Unidos. Su nombramiento, fechado el 29 de junio de 1809, contenía la recomendación de que saliese lo antes posible para su destino. Estaba en juego el reconocimiento de la Junta Central frente a la entronización de José I como rey de España, decidida en Bayona.

Para su traslado a Estados Unidos se habilitó especialmente la fragata Cornelia, que llegó al puerto de Nueva York el 4 de octubre, dando lugar a un desagradable y curioso incidente. Las autoridades del puerto no quisieron izar el pabellón de bienvenida, según costumbre, por lo que el capitán del barco español, siguiendo instrucciones de Onís, se negó a hacer el saludo a la plaza, hasta que se llegó a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Esta primera actuación marcó desde el principio el carácter de la estancia de Luis de Onís en Estados Unidos.

La misión que se le había encomendado era difícil y complicada: asegurar la paz y la buena amistad entre ambos Estados; conseguir el reconocimiento de Fernando VII; discutir con sinceridad y buena fe todos los puntos en disputa en cuestión de límites; sostener y conservar unidas a la "madre patria" las posesiones españolas en el Nuevo Mundo; comprar fusiles, goletas y provisiones para ayudar a España en su guerra contra los franceses, y finalmente, contrarrestar la propaganda bonapartista en Estados Unidos. De todo ello se ocupó desde el primer momento, pese a la rotunda negativa del secretario de Estado a reconocerle mientras durase la contienda española. Los compromisos del presidente Madison con Napoleón se lo impedían, a pesar de sus buenas palabras y de sus mensajes personales de adhesión a la causa de la independencia en España. La neutralidad americana estaba por encima de cualquier otro principio.

Sin desanimarse por la actitud de las autoridades, Onís decidió permanecer en Filadelfia, utilizando el cuerpo consular oficialmente reconocido para el mantenimiento de las mínimas relaciones oficiales, y desplegando una incesante labor de hostigamiento y denuncia de los intentos norteamericanos de penetrar en ambas Floridas y su apoyo encubierto a los agentes franceses de paso hacia las provincias españolas. Desde su llegada, prestó especial atención a las actividades de los agentes revolucionarios españoles e hispanoamericanos, cada vez más frecuentes. Al parecer, la esposa del presidente lo recibió con simpatía y encontró cierto apoyo en los miembros del partido Federalista, “el partido que nos favorece”, de las cartas a su hijo.

Se puede dividir su misión en dos periodos, desde la llegada hasta su reconocimiento oficial en 1815, y a partir de este año hasta su regreso a España en 1819. El primero fue más difícil, debido a la insistencia de los secretarios de Estado, Smith y Monroe, en rechazar sus escritos y protestas, mientras de manera informal prestaban su apoyo a los movimientos insurgentes. La ocupación de Florida Occidental en 1810 fue la consumación de un conjunto de hechos que se venían prolongado desde hacía años, causados por la indeterminación de la frontera entre Florida y Luisiana cuando Francia la cedió a España en 1763. Al iniciarse la guerra de Estados Unidos con Gran Bretaña en 1812 (véase Guerra Anglo-estadounidense), el peligro de invasión de Florida Oriental, un territorio que nunca había sido objeto de litigio, subió de tono y fue objeto de constantes disputas en la correspondencia de Onís con Monroe.

Los territorios al Oeste del Mississippi y Texas, sin embargo, constituyen la gran controversia que ocupó el tiempo de Onís, hasta llegar al acuerdo con Adams de 1819. Fueron años de discusión, estudio de textos viejos, levantamiento de planos y cartografías diferentes, en una maraña de límites y fronteras sin determinar. Se trataba de un territorio problemático, en realidad el camino natural de cualquier invasión de Nueva España, frecuentado por los mejicanos insurgentes, pero también por los aventureros de Estados Unidos. A partir de 1812, apareció en la zona el exdiputado José Álvarez de Toledo, que jugó un papel nada claro entre las partes contendientes, hasta acabar entregándose al servicio del embajador a mediados de 1816.

Onís informó a sus superiores y a los virreyes de Nueva España de los proyectos de invasión de Napoleón, cuyos emisarios infestaron los puertos y ciudades norteamericanas a partir de 1809. El levantamiento de las provincias españolas de América y la instalación cerca de las autoridades y del Congreso de los emisarios de las Juntas revolucionarias, acapararon la atención de Onís, pero sus reclamaciones a Monroe no consiguieron vencer la inflexibilidad del norteamericano.

Finalmente, acabada la guerra en Europa y vuelto Fernando VII al trono de Madrid, el Gobierno estadounidense tuvo que reconocer la presencia de Onís, que presentó sus cartas credenciales el 20 de diciembre de 1815, cinco años después de haber llegado a Nueva York. A partir de entonces, continuó discutiendo y reivindicando las posiciones españolas con la misma insistencia a la que estaba habituado. Monroe, por su parte, envió a Madrid a un embajador, John Erving, que tuvo que esperar varios meses, rechazado por el Secretario de Estado Pedro Cevallos, hasta la oficialización de la presencia de Onís en Estados Unidos.

A partir de este momento, parecía obligado iniciar la negociación entre los dos países, que Onís trató de posponer mediante diversos subterfugios, como el cambio de Cevallos por José León y Pizarro, reconocido americanista, en la corte de Madrid. Con Pizarro al frente de la diplomacia española, a partir de octubre de 1816, el acuerdo fue cuestión de tiempo y de buena voluntad. Entre tanto, ocurrieron nuevos hechos: la llegada de Javier Mina al frente de la Expedición libertadora de Nueva España; la solicitud de perdón por parte de Álvarez de Toledo y su regreso al servicio del rey; los éxitos parciales de las armas realistas en casi todos los frentes, con excepción del cono Sur; la traición de Mariano Renovales a los liberales, unido a las conspiraciones bonapartistas que aspiraban a instalarse en Texas y, finalmente, la invasión corsaria de la isla Amelia auspiciada por los agentes hispanoamericanos en Nueva Orleans y Baltimore, que puso en evidencia la urgente necesidad de llegar a un acuerdo general entre ambas potencias.

La presencia de Álvarez de Toledo en Madrid, a partir de la primavera de 1817 y los informes y recomendaciones que presentó ante el Consejo que trataba la cuestión americana, en apoyo de la postura de Pizarro, fueron determinantes. Por otra parte, en Estados Unidos, a finales de año, Monroe ascendió a la Presidencia mientras John Quincy Adams, que regresaba de la embajada en Londres, se hizo cargo de la Secretaría de Estado. Al cabo de dos años de complicadas negociaciones y consultas, y gracias a la intervención del embajador francés Hyde de Neuville, que defendió las tesis españolas frente al radicalismo de Henry Clay en el Congreso y del general Jackson, que acentuó su hostilidad sobre Florida Oriental, el 22 de febrero de 1819 se firmó el tratado “Adams-Onís”.

El Tratado constaba de 16 artículos, por medio de los cuales se llegaba a un acuerdo completo de los puntos en litigio desde 1783, cediendo todos los territorios de la Corona situados al este del Mississippi, reconocidos bajo el nombre de Florida Occidental y Florida Oriental. El enfrentamiento más grave, la fijación de las fronteras al oeste y noroeste del Mississippi, se mantuvo hasta el último momento, porque Onís pretendía alejarlas del corazón de Texas, Nuevo México y California, aun reconociendo que se trataba de territorios prácticamente abandonados por los españoles.

La firma del tratado encontró, sorpresivamente, una respuesta favorable de la opinión pública y del Senado de Estados Unidos, aliviados por haber encontrado una fórmula satisfactoria, que permitiera posponer sus ambiciones territoriales durante algunas décadas. Onís, fatigado y envejecido por las peleas de tantos años, sólo aspiraba a regresar a España con el sentimiento de haber defendido los intereses del rey Aunque quedaron varios flecos, incertidumbres y disputas, que se resolverían con el paso del tiempo, Onís regresó a Europa convencido de que la alternativa al tratado podía haber sido la pérdida de todos los territorios hasta el río Grande y en cierta medida de las provincias internas de Nueva España.

De regreso a España, mediado el año de 1819, “fue recibido por el rey con abundantes muestras de gratitud y reconocimiento”. Se le concedió la Gran Cruz Americana, los honores de Consejero de Estado y, aunque aspiraba a la Secretaría de Estado en Madrid, consiguió ser nombrado ministro en San Petersburgo. La revolución de 1820 impidió que tomara posesión de este cargo, pero el Gobierno constitucional que canceló este destino lo ascendió a embajador en Nápoles. En Madrid publicó una obra en dos tomos titulada Memorias sobre las Negociaciones entre España y los Estados Unidos de América que dieron motivo al Tratado de 1819 y por otra parte, sus compatriotas lo nombraron regidor perpetuo de Salamanca, cuyo título le expidió la Cámara, para sí, sus hijos y sus sucesores.

La última misión diplomática se le confirió en febrero de 1821, como ministro en Londres, donde participó “en los prolongados cabildeos e intercambios diplomáticos con motivo del reconocimiento de los países hispanoamericanos por parte de los Estados Unidos”, regresando a Madrid en noviembre de 1822. En Londres se encontró con Rush, embajador estadounidense, que había sido subsecretario de Monroe años atrás. Onís consiguió impedir que las potencias europeas siguieran el ejemplo norteamericano, pero según cuenta Rush en sus memorias, le confió en privado que esperaba que España seguiría el camino del reconocimiento no mucho después. La famosa frase de Monroe “América para los americanos” fue pronunciada el 3 de diciembre de 1823, como reacción a la iniciativa de la Santa Alianza de apoyar a España en la reconquista de sus antiguas colonias y el establecimiento en ellas de nuevas monarquías.

Al regresar de Londres “se estableció en Madrid, donde gozó de un merecido retiro” y asistió a la segunda restauración del régimen fernandino. Poco después solicitó licencia real para instalarse en Francia, acompañando a una de sus hijas que se encontraba enferma, hasta que en septiembre de 1826 regresó a Madrid. Unos meses más tarde, “una violenta enfermedad de cuatro días acabó con su vida”. .

Bibliografía

  • GARCIA DE LEÓN Y PIZARRO, J. Memorias…escritas por él mismo. 2 vols. Madrid, Revista de Occidente, 1953.

  • GRIFFIN, C. C. The United States and the disruption of the Spanish Empire, 1810-1822. Nueva York, 1937.

  • PEREYRA, C. “Un americanista genial (don Luis de Onís)”, en Unión Hispano-Americana. III. Nº 38, Washington, 1919

  • RÍO, A. del La Misión de don Luis de Onís en los Estados Unidos (1809 – 1819). Nueva York, Edición del autor, 1981.

Manuel Ortuño

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