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Enrique III. Rey de Castilla y León (1379-1406)

Enrique III, rey de Castilla.

Rey de Castilla y León desde el año 1390 al 1406, apodado el Doliente. Hijo del rey Juan I de Castilla y León y de doña Leonor de Aragón. Nacido en Burgos, el 4 de octubre del año 1379, y muerto en Toledo, el 25 de diciembre del año 1406. Casado con Catalina de Lancaster, en el año 1388, fue el primer infante heredero en ostentar el título de Príncipe de Asturias.

Cuando Enrique III accedió al trono, tan sólo contaba con once años de edad, por lo que el reino fue regido por una Junta de Regencia, encabezada por don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. A pesar de sus esfuerzos, lo cierto es que los primeros años del reinado del joven Enrique III se caracterizaron por una gran anarquía que padeció el reino de Castilla y León a todos los niveles. Don Pedro Tenorio pretendió, como regente del reino absoluto, llevar a cabo un gobierno provisional de acuerdo con lo estipulado en las disposiciones legales de Las Partidas, en tanto en cuanto el príncipe no alcanzase la mayoría de edad. Los parientes más próximos del rey, don Fabrique, duque de Benavente, don Alfonso de Aragón, marqués de Villena, y doña Leonor, reina de Navarra (todos ellos bastardos del abuelo del rey, Enrique II) disputaron, con ferocidad, el poder a don Pedro Tenorio, quien no tuvo más remedio que aliarse con su oponente eclesiástico, don Juan García Manrique, arzobispo de Santiago, para frenar las ansias de poder de estos parientes nobles, los cuales arrastraban tras de sí a un gran número de nobles dispuestos a repartirse cualquier prebenda o poder. La total ausencia de unión entre ambos prelados permitió a los representantes de las ciudades y a los nobles imponer su voluntad, mediante la creación de un Consejo Real afín a sus intereses, integrado por catorce representantes de las ciudades, más ocho nobles y dos arzobispos. Las terribles diferencias políticas entre los miembros del Consejo Real provocó un clima de exaltación y desconfianza entre ellos, el cual acabó por trasladarse a los propios cabildos y ayuntamientos de las ciudades más importantes del reino desembocando en luchas civiles y de banderías entre los diferentes bandos litigantes, como ocurrió en Sevilla, ciudad convulsionada por la tremenda rivalidad entre los dos linajes más poderosos, los Guzmán y los Ponce de León. En Sevilla, concretamente, la situación de guerra nobiliar coincidió con la aparición de un fanático arcediano, de nombre Ferrán Martínez, que comenzó a predicar en contra de los judíos y de sus supuestas riquezas ocultas en sus aljamas, lo que acabó por provocar el furor del pueblo llano, el cual hasta la fecha se había mantenido al margen de las luchas nobiliarias. Los ataques, iniciados el 15 de marzo del año 1391, contra la aljama sevillana se propagaron como un reguero de pólvora por todas las ciudades más importantes del reino castellano-leonés donde hubiera un barrio judío (Carmona, Écija, Córdoba, etc), alcanzando a la corona aragonesa, concretamente en Valencia y Barcelona. La alta nobleza, con don Pedro Tenorio a la cabeza, intentó por todos los medios hacerse con el poder, pero los nobles de segunda fila, sin título, pero muy poderosos por estar agrupados en clanes cerrados pero muy cohesionados (Benavente, Trastámara, Noreña, Estúñiga, etc), apoyados por el arzobispo de Santiago, Juan García Manrique, impidieron tal maniobra. Así pues, el 2 de agosto del año 1393, Enrique III fue declarado mayor de edad, con la aquiescencia de esta poderosa facción de nobles segundones, los cuales coparían, en adelante, los puestos de más relevancia dentro de la corte y del reino en general.

La primera medida de gobierno importante de Enrique III fue la convocatoria de Cortes en Madrid, en diciembre del mismo año de su subida al trono. En dicha asamblea, Enrique III intentó imponer su poder y preeminencia por encima de cualquier particularismo señorial. El nuevo monarca tuvo que hacer frente a dos graves problemas heredados de la tumultuosa época de la regencia, y que demandaban una urgente solución. El primero de ellos hacía referencia al grave problema ocasionado por la escalada de violencia y matanzas desatada contra los indefensos judíos del reino. Enrique III promulgó varios edictos severos prohibiendo taxativamente el uso de la violencia contra sus súbditos judíos, los cuales representaban para la corona una fuente no desdeñable de riqueza, ya que el impuesto que pagaban iba directamente a las arcas regías. El segundo asunto de importancia que Enrique III tuvo que solucionar fue el de calmar las ambiciones de los nobles, los cuales seguían en sus luchas privadas permanentes por incrementar sus riquezas y patrimonios, bien luchando contra el noble enemigo o rival, bien contra la propia monarquía. En este sentido, el reinado de Enrique III fue una constante lucha de la monarquía por mantener un equilibrio perfecto de poder con la nobleza, que hiciera posible regir los destinos del reino sin sobresaltos importantes. Para ellos, Enrique III encontró la solución al problema nobiliar rodeándose y encumbrando en la corte a esa nobleza segundona, también llamada de servicio, en detrimento y como freno de la nobleza alta emparentada con el rey. Esta nueva nobleza enseguida cerró filas en torno a su señor natural, preparándose para enfrentarse y eliminar a los parientes díscolos e ingratos de Enrique III. El rey se cuidó muy mucho de colocar a estos nobles se servicio en los puestos más altos y de mayor decisión de la corona: Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo; Diego López de Estúñiga, justicia mayor; Ruy López Dávalos, condestable de Castilla; Pero López de Ayala, etc. Los parientes directos del rey, Leonor de Navarra, el duque de Benavente y los condes de Noreña y de Trástamara, intentaron resistirse a la nueva realidad política del reino, pero fracasaron en todos sus intentos por recuperar el poder perdido. Enrique III supo rodearse de los suficientes elementos como para poder hacer frente a un ataque directo contra su autoridad. Si el rey caía, también caían los nobles sostenidos por él, por lo tanto éstos hicieron todo lo posible por no perder el poder conseguido al lado del rey. Uno a uno, todos los grandes nobles que se sublevaron contra la autoridad de Enrique III fueron derrotados con contundencia. En septiembre del año 1395, el movimiento opositor desapareció por completo. Además, ese mismo año, Enrique III acabó de un golpe con sus dos parientes más peligrosos, Alfonso Enríquez y Leonor de Navarra. Obligó a la infanta a permanecer retenida en el convento de clarisas de Tordesillas, en espera de regresar a Navarra con la orden de no regresar jamás a Castilla. Con respecto a Alfonso Enríquez, el rey y sus tropas le atacaron en Asturias, donde se había refugiado, obligándole a firmar la paz en Gijón, con la mediación del monarca francés, Carlos VI. La sentencia del arbitraje fue desfavorable al conde de Noreña, tras lo cual, Enrique III Arrasó literalmente Gijón, dando así por finalizada la oposición nobiliar hacia el rey. No obstante, el golpe más fuerte dado contra la nobleza titular fue la creación e institución, en el año 1396, de la figura de los corregidores, funcionarios mandados por el rey para el gobierno y control de las ciudades, con lo cual el poder de los nobles se redujo considerablemente.

En las ya mencionadas cortes de Madrid, Enrique III atendió, con preocupación, las constantes quejas y protestas airadas de los procuradores de las ciudades del reino, los cuales estaban preocupados por el excesivo número de extranjeros que eran designados para ocupar los beneficios eclesiásticos del reino. Enrique III, deseoso de atraerse la alianza de las villas, mandó requisar en el acto todo el oro y la plata de estos beneficiados extranjeros, con el objeto de impedir que el metal precioso saliese del reino. El pontífice de Avignón, Clemente VII, protestó enérgicamente por lo que él consideraba como una intromisión de un príncipe en los asuntos eclesiásticos, solicitando al monarca castellano-leonés la inmediata derogación del embargo. Pero la muerte del papa Clemente VII, en el año 1394, interrumpió las negociaciones establecidas entre ambos poderes. En nuevo pontífice elegido en la sede de Avignón fue el aragonés don Pedro de Luna, quien ocupó el solio pontifican con el nombre de Benedicto XIII. Con la elección de este papa, el Cisma cristiano se complicó sobremanera, hasta el punto de dividir al continente entero en dos bandos totalmente enfrentados, según se apoyara al papa de Roma o al de Avignón. La Cristiandad entera se empezó a preocupar seriamente por la larga duración del conflicto religioso, por lo que se empezaron a buscar soluciones urgentes, desde todos los ámbitos posibles. En junio del año 1394, la Universidad de París, a requerimiento del rey francés, elaboró un plan con tres soluciones para liquidar el Cisma: la vía cessionis, que pasaba por la renuncia voluntaria de los dos pontífices, la vía compromissi, que abogaba por una solución al conflicto llevaba a cabo por una serie de árbitros elegido expresamente para tal efecto, y la vía concilii, solución la Cisma mediante la convocatoria de una concilio ecuménico. Todas estas soluciones propuestas se vinieron abajo con la elección de Benedicto XIII, toda vez que el papa aragonés se negó en redondo a dejar la silla papal. En vista de tal negativa, en el año 1395, los duques franceses de Berry, Borgoña y Orleans intentaron forzar a Benedicto XIII a que se marchase de Avignón. A pesar de que Enrique III protestó enérgicamente ante el rey francés por no haberle pedido su opinión ante semejante acto, además de la tradicional adhesión de la corona de Castilla y León al papado de Avignón, en el año 1399, Enrique III se sustrajo a la obediencia del papa aragonés, solucionando, a su vez, el litigio del embargo de prebendas a los beneficiados extranjeros.

El 12 de mayo del año 1396, Juan I de Portugal rompió el trato de paz firmado con Enrique III, tres años antes, con el que su puso fin a las hostilidades entre ambos reinos. El monarca luso, en un ataque sorpresa llevado a cabo con audacia, tomó la ciudad castellana fronteriza de Badajoz, e hizo prisionero a Garci González de Herrera, encargado por Enrique III de su defensa. La situación se hizo más peligrosa cuando el antiguo arzobispo de Santiago, Juan García Manrique huyó de Castilla y propuso al rey portugués la creación de una liga nobiliar en la que figuraría el conde de Noreña, exiliado en Borgoña por orden de Enrique III. El rey castellano-leonés reaccionó con celeridad, procediendo del mismo modo que hiciera el monarca luso, atizando las discordias entre los nobles portugueses, tras lo cual, logró que se pasasen a su bando varios miembros de la alta nobleza portuguesa, como Juan Alfonso Pimentel y Juan Fernández Pacheco. Aún cuando las tropas portuguesas lograron conquistar la ciudad de Tuy, en julio del año 1398, la guerra comenzó a inclinarse del lado de los castellano-leoneses, ya que, mientras el almirante Diego Hurtado de Mendoza se adueñó del mar, Ruy López Dávalos, con sus tropas de infantería y caballería, obligó al enemigo a levantar el cerco que sostenían sobre la población de Alcántara, a la par que conquistó la población portuguesa de Miranda de Duero. Juan I de Portugal, considerándose vencido, firmó una tregua de cuatro meses, el 1 de diciembre del año 1398, que fue posteriormente prolongada con otra de diez años, tras la firma de un nuevo acuerdo, el 15 de agosto del año 1402.

Con el problema portugués solucionado, y con el regreso de Castilla y León al partido papal de Benedicto XIII, gracias a las presiones “amistosas” del rey aragonés, Martín el Humano, Enrique III pudo atender, con relativa tranquilidad, su anhelado objetivo exterior: la lucha contra la Granada nazarí. Enrique III encontró la ocasión perfecta para desatar la guerra contra Granada en el año 1406, fecha en la que el reino nazarí rompió, por su cuenta, la tregua firmada anteriormente con Castilla y León, invadiendo territorios del reino de Murcia. Las tropas castellanas reaccionaron con celeridad, defendiendo adecuadamente los puestos fronterizos más importantes, lo que no evitó la pérdida de poblaciones de relieve, como Ayamonte. No obstante, Enrique III obtuvo una resonante victoria cerca de Baeza, en la famosa batalla de los Collejares. En vista de que el conflicto con Granada no se solucionaba, Enrique III convocó cortes en Toledo, exponiendo sus deseos de terminar la guerra cuanto antes, por lo que pidió a los procuradores un sustancioso subsidio para poner en pie de guerra un ejército capaz de contrarrestar el empuje del enemigo musulmán. Las cortes acogieron favorablemente la petición del rey, e incluso, le prometieron otro adelanto de dinero sin necesidad de convocar nuevas cortes en caso de necesidad imperiosa. Enrique III comenzó los preparativos de un gran ejército, a cuya cabeza tenía pensado colocarse él mismo, cuando le sobrevino la muerte repentina en plena preparación de la campaña, dejando como sucesor a su hijo primogénito, Juan II, habido con la reina Catalina de Lancaster.

Por otra parte, la política dinámica de Enrique III tuvo una proyección vital más allá del ámbito puramente peninsular. En el año 1400 mandó una escuadra a Tetuán, ciudad que en aquella época era un auténtico nido de piratas, con el objeto de limpiar de una vez la localidad de tan molestos personajes, los cuales dificultaban sobremanera el comercio marítimo castellano-leonés en la zona. Con la misma intención, el conde de Buelna realizó importantes correrías por el Mediterráneo, en lucha contra los musulmanes y sus acciones de piratería. En el año 1404, Castilla y León se hizo cargo de la financiación del proyecto de dos franceses, Juan de Béthencourt y Gadifer de la Salle, quienes tomaron posesión, en nombre del rey Enrique III, de las Islas Canarias. Pero, sin lugar a dudas, el acto más curioso y relevante de la política ultraeuropea practicada por Enrique III fue el envío de dos embajadas castellanas a la corte de Tamerlán, comandadas por Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, la primera, y por Ruy González de Clavijo, la segunda. Ésta última nos es conocida al detalle gracias al propio testimonio escrito por el propio González de Clavijo, que asistió a los últimos momentos de la vida del gran Tamerlán.

Bibliografía

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Autor

  • Carlos Herráiz García