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LiteraturaBiografía

Ellis, Bret Easton (1964-VVVV).

Narrador estadounidense, nacido en Los Ángeles el 7 de marzo de 1964. Autor de una breve pero intensa producción narrativa que, ajena a las directrices actuales de lo políticamente correcto, recurre a algunos de los estímulos naturales y artificiales más truculentos (como la violencia, la drogadicción y los excesos sexuales) para analizar con pasmosa frialdad las capas más elevadas de la sociedad norteamericana contemporánea, está considerado como uno de los autores más polémicos -pero también más representativos- de la prosa estadounidense de finales del siglo XX.

Vida y obra

Nacido en el seno de una familia acomodada de la clase media-alta californiana, el niño Bret Easton Ellis creció rodeado de los privilegios y las comodidades de que gozaron los miembros de su generación y su grupo social, pero también afectado por algunas de las lacras que pronto habrían de hacerse presente en sus inquietantes narraciones (como, por el ejemplo, la indisimulada inclinación de su padre hacia el consumo de bebidas alcohólicas, que degeneró en una moderada dependencia etílica). Pudo observar también, desde la cómoda posición burguesa que ocupaba su familia, el auge imparable de esa emergente aristocracia económica que, en la década de los años ochenta, habría de convertirse en la clase más privilegiada de la nación norteamericana (y, por ende, de buena parte del mundo occidental); pero, en un principio, se sintió más atraído -como tantos otros muchachos de su edad- por el mundo de la música rock, lo que le indujo a formar parte como teclista, durante sus estudios de enseñanza secundaria, de varios grupos musicales que no alcanzaron ninguna repercusión fuera de su reducido entorno local.

Estas inquietudes musicales juveniles le animaron a abandonar la zona Oeste para instalarse en Nueva Inglaterra, dispuesto a emprender estudios superiores en la Universidad de Bennigton y, al mismo tiempo, progresar en su dudosa trayectoria rockera; pero en su nuevo centro de estudios no encontró, entre sus compañeros, esa afición al rock que era común a los muchachos del territorio californiano del que procedía, ya que en Nueva Inglaterra -y, muy señaladamente, en el campus de Bennington- primaba por encima de todo la pasión por el jazz. Desanimado por esta primera frustración artística, Bret Easton Ellis abandonó por completo su inclinación hacia la música y decidió orientar su acusada fuerza creativa hacia el sendero de la literatura. Este paso por la Universidad de Bennington habría de dejar, poco tiempo después, una huella notable en algunas de sus obras (como Las leyes de la atracción y Glamourama), donde las aulas y el campus frecuentados por Ellis se encarnan en el ficticio Camden College.

No fue, desde luego, baldío ni estéril su paso por Bennigton, donde encontró buenos maestros que le orientaron con sutileza y, a la vista de las grandes posibilidades que dejaban entrever sus escritos, le animaron a que trabajara con firmeza y convicción en la que habría de convertirse en su primera novela, publicada a mediados de los años ochenta bajo el título de Menos que cero (1985). Redactada durante su último curso en las aulas universitarias, esta opera prima de Ellis -cuyo título procede de una canción de Elvis Costello- fue recibida con gran entusiasmo por parte de los jóvenes lectores norteamericanos, quienes vieron en ella una especie de emblema literario de su generación y convirtieron a Ellis en el autor más representativo de la juventud contemporánea (su nombre llegó a ser comparado con el de otro de los narradores predilectos de los jóvenes americanos, Jerome David Salinger). Ante el éxito de ventas cosechado por Ellis con su primera entrega narrativa, una parte considerable de la crítica especializada -que, por norma general, se ha mostrado muy severa con el escritor californiano- quiso menospreciar el alcance de Menos que cero reduciendo su trama argumental (el regreso de un joven estudiante a Los Ángeles durante un período de vacaciones) a un mero lance biográfico del propio Bret Easton Ellis; sin embargo, los lectores fueron mucho más allá de la mera anécdota que surtía de material narrativo a la obra y acabaron elevando esta primera propuesta literaria del joven Ellis a la categoría de novela generacional. Y es que, en verdad, el escritor de Los Ángeles había acertado a plasmar en un texto de ficción, con asombrosa precocidad, algunos de los rasgos distintivos que mejor definían a la que pronto habría de ser conocida bajo ese marbete de "Generación X" acuñado por Douglas Coupland.

Pero, en el momento en que salió de los tórculos Menos que cero, nadie hablaba todavía de "Generación X" en el panorama cultural norteamericano de los años ochenta. Fue Ellis quien, con esta afortunada pieza primeriza, llamó la atención sobre una serie de jóvenes privilegiados que, tan surtidos de dinero como de atractivos físicos, llevan una existencia abúlica a la que sólo saben hurtarse por medio del abuso de las drogas y el alcohol, así como de la práctica de una intensa actividad sexual que, para alejarse también del hastío, acaba comprendiendo todo tipo de conductas. Con una frialdad desapasionada que recurre a veces a un tono monocorde verdaderamente desesperante (este es, de hecho, uno de los defectos que la crítica adversa señala con mayor incidencia en la obra de Ellis), el joven narrador de Los Ángeles muestra cómo esa falta de expectativas que se ha apoderado de las clases más poderosas del país (o, mejor dicho, de los ociosos vástagos que exprimen de forma parasitaria los logros de unos padres triunfadores) conduce casi siempre a una degradación moral en la que, como parte substancial del relajo, la violencia se acepta sin ningún escrúpulo (más bien, incluso, como un aliciente para superar la apatía en la que flotan, satisfechos, esos retoños acomodados). Junto al magnífico retrato de los miembros privilegiados de su generación, Bret Easton Ellis ofrece también a través de estas páginas un descarnado análisis de una sociedad norteamericana que, en todos sus estamentos, está dominada exclusivamente por un afán materialista que exige una constante acumulación de poder y riqueza; por este grave diagnóstico, el escritor californiano fue saludado también como uno de los autores más duros del momento, aunque no faltaron voces críticas que pusieron de manifiesto la posible complacencia de Ellis en la descripción de esa espiral de degradación presente en su obra (complacencia que pronto sería habitual en numerosas manifestaciones artísticas de finales de los ochenta y comienzos de la década siguiente, sobre todo en el ámbito de la creación cinematográfica).

Respecto a las características formales de esta opera prima, cabe subrayar, antes que nada, la presentación de un registro estilístico sumamente personal que, a partir de entonces, habría de reaparecer en toda la producción narrativa de Bret Easton Ellis. Entre las marcas distintivas de este estilo, llamó poderosamente la atención la narración en presente y el empleo de la primera persona, dos recursos que ponen de manifiesto esa inmediatez a los hechos narrados que pretende transmitir el autor. Todo lo relatado resulta así, en efecto, bastante verosímil, pues acerca el punto del vista del narrador a la mentalidad de la época y le confiere una cierta autoridad que, en buena medida, procede de la frialdad y la aparente objetividad con que se cuentan los hechos, por más llamativos que puedan parecer. Fruto de este deseo de aparentar, ante todo, una objetividad puramente testimonial, Ellis prescinde casi por completo de la adjetivación, para no entrar en matizaciones y valoraciones de los personajes descritos o las situaciones narradas; y en justa coherencia con ese afán de cercanía e inmediatez al presente histórico que se está novelando, el joven escritor introduce con frecuencia algunas referencias culturales que subrayan la importancia del pop en la sociedad norteamericana de finales del siglo XX. Pero, por encima de todo, el mayor rasgo distintivo que singulariza la prosa de Bret Easton Ellis hay que ir a buscarlo en esa patológica frialdad con que se presentan algunos episodios que, por sus altas dosis de sexo y violencia, parecen requerir al menos un punto de vista más comprometido que la gélida amoralidad de que hace gala el narrador. De nuevo la crítica discrepa a la hora de valorar este enfoque estilístico de Ellis; y así, lo que para sus numerosos defensores es una dura perspectiva nihilista heredera, por su valiente objetividad testimonial, de las mejores intenciones de Hemingway o de los autores emblemáticos de la nouveau roman francesa, para sus también abundantes detractores no es sino una muestra más de esa sádica complacencia en el mal que, alentada -según estos últimos- por el afán de ventas, está presente también en el plano temático y argumental de la novela.

Sea como fuere, lo cierto es que tanto los contenidos como el tratamiento estilístico de Menos que cero (que llegaron a ser comparados también -ciertamente, de forma exagerada- con la amargura existencial y nihilista de algunas obras de Samuel Beckett) abrieron de inmediato una nueva estela narrativa por la que empezaron a fluir sin solución de continuidad decenas de novelas nítidamente influidas por la obra de Ellis, con lo que el joven autor californiano se convirtió de repente en uno de los autores más imitados en todo el mundo (influjo verdaderamente asombroso en un escritor novel). En los Estados Unidos de América, Menos que cero generó numerosas secuelas tanto en el campo de la creación literaria como en la gran pantalla; pero fue en los países hispanoamericanos donde, paradójicamente, mayor repercusión halló ese análisis de la "Generación X" esbozado por Bret Easton Ellis, como pronto quedó patente en una gran cantidad de narraciones que florecieron bajo los mismos parámetros estilísticos de Menos que cero (aunque, en la mayor parte de los casos, sin alcanzar ese difícil punto de amargura interior que Ellis logra transmitir desde su manifiesta frialdad). Como se encargó de subrayar la crítica más independiente, el escritor de Los Ángeles se convirtió de golpe en uno de los referentes culturales más importantes de su época: "Con Menos que cero Ellis produjo una nota disonante en una cultura que en esos momentos bailaba al son de Michael Jackson, se emocionaba siguiendo los inmorales periplos de Melanie Griffith en Secretaria ejecutiva y aplaudía las demostraciones de machismo militar de la administración republicana. A los 23 años Bret Easton Ellis no solamente era el mejor escritor disidente de su generación, también era el único" (Gonzalo Curbelo, "Bret Easton Ellis: el escritor que te encanta odiar").

Como era de esperar, este éxito de ventas no podía pasar inadvertido para la industria de Hollywood, que de inmediato adquirió los derechos de Menos que cero para encargar una versión cinematográfica firmada por Marek Kanievska y estrenada en España bajo el título de Corrupción en Beverly Hills (1987). Los lectores de Ellis se sintieron defraudados por esta ridícula adaptación a la gran pantalla de su primera novela, ya que la industria del cine -atenta, más que nunca, al rendimiento económico que se esperaba de la fama alcanzada por el texto literario-, presentó el argumento original de Menos que cero convertido en una mojigata fábula moralista en la que, al hilo de los aires que comenzaban a soplar en el país para ensalzar sólo lo "políticamente correcto", se arremetía con hipocresía contra las drogas, sin reflejar apenas el resto de los planteamientos temáticos y formales que enriquecían el relato de Ellis. Pero éste -coherente, en parte, con ese espíritu materialista que él mismo había señalado como uno de los referentes indiscutibles de su generación- no se molestó demasiado con esta versión cinematográfica, pues consideró, por un lado, que la película no tenía mucho que ver con su obra, pues sólo conservaba de ésta los nombres de los personajes y el título (en su versión original); y, por otro lado, que este interés mostrado por Hollywood hacia su obra habría de reportarle suculentos beneficios y gran notoriedad mundial.

Notoriedad que, sin duda, pensaba explotar en la promoción de su segunda novela, publicada, bajo el título de Las leyes de la atracción (1987), el mismo año en que se estrenó la primera versión cinematográfica de uno de sus libros. Como todo autor novel encumbrado tras la aparición de su opera prima, Bret Easton Ellis se veía forzado a demostrar, con esta segunda entrega literaria, que su talento no se había agotado tras un primer éxito rotundo que, en el deseo de sus detractores, parecía tan circunstancial como fugaz. Pero, entre las muchas dificultades con se encontraba a la hora de publicar esta segunda novela, el rechazo de la crítica especializada adversa no era tal vez la peor. Estaba, por un lado, la envidia de numerosos colegas de oficio que no supieron asimilar la irrupción deslumbrante de un veinteañero que, de la noche a la mañana, se había convertido en una celebridad literaria mundial, aclamado no sólo por una legión de lectores, sino también por otros grandes autores consagrados (como Gore Vidal, que se había apresurado a elogiar los valores literarios de Menos que cero); y, por otro lado, la censura -más o menos velada- de quienes reconocían el éxito arrollador de su opera prima, pero lo atribuían a motivos extraliterarios como el anhelo de identificación entre los miembros de una generación muy heterogénea, el interés suscitado en las empresas editoriales por la edad del autor (que parecía garantizar una alta cuota del mercado de la juventud), o, simplemente, la morbosa atracción despertada por el acopio de sexo, drogas y violencia.

Como cabía esperar, Las leyes de la atracción no alcanzó, en modo alguno, las astronómicas cifras de ventas a las que se había remontado Menos que cero; sin embargo, la crítica especializada se vio forzada a reconocer que Ellis, manteniendo las constantes estilísticas presentadas en su primera entrega novelesca, había trazado un proyecto literario mucho más complejo y ambicioso, en cuya plasmación quedaba patente también su mayor dominio de los procedimientos narrativos y, en general, su mayor grado de madurez como escritor. Levemente inspirada, también, en ciertos episodios autobiográficos del Ellis durante su estancia en la Universidad de Bennington (aquí transformada, como ya se ha apuntado más arriba, en ese Camden College que es ya un lugar mítico en la ficción del escritor californiano), esta segunda novela recupera de su entrega anterior el tema de los excesos sexuales, para centrarse en una serie de personajes que viven, en medio de una terrible desorientación afectiva, el momento crucial de abandonar la adolescencia e ir adentrándose en los umbrales de la edad adulta. Parece innecesario añadir que, en la pluma de Ellis, esta desorientación emocional va a dar lugar a sucesivos encuentros amoroso-sexuales en los que predominan el fracaso, la frustración, la pasión y el deseo no correspondidos y, en suma, todos los ingredientes que conducen de forma inexorable a un trágico final. En medio de esta dramático tensión amorosa, la violencia física que manaba a borbotones en Menos que cero queda soterrada, pero no deja de ser uno de los elementos estructurales básicos en la escritura del autor de Los Ángeles: reaparece, una y otra vez, en la violencia verbal que estalla en los diálogos, y, sobre todo, en los duros golpes emocionales que castigan a los personajes y convierten la lectura de la obra en una experiencia verdaderamente angustiosa.

Zarandeado por estos violentos vaivenes, el amor en Las leyes de la atracción aparece como un intercambio de frágiles relaciones sometido a la inestabilidad del azar, las miserias de la condición humana (siempre sujeta a numerosas confusiones y malentendidos) y las conductas más perversas de la vida cotidiana (entre las que vuelve a mostrarse el sadismo del hombre contemporáneo como elemento omnipresente en cualquier relación, incluidas las afectivas). El pesimismo que se enseñoreó de Menos que cero se torna tristeza y desolación en esta segunda novela de Bret Easton Ellis, todo ello rodeado de un sombrío lirismo que, frente a la exteriorización del sexo y la violencia que triunfó en dicha opera prima, acentúa aquí la sensación de angustia interior y desvalimiento emocional a los que parece estar condenado el ser humano. Este enfoque que apunta directamente a las honduras del alma (y que convierte esta novela en la historia más radical y subversiva de cuantas ha escrito el autor californiano, a pesar de la ruidosa conmoción causada por otros textos suyos más epidérmicos) ha llevado a algunos estudiosos de la novela moderna norteamericana a distinguir Las leyes de la atracción como el mejor relato de Ellis, y sin duda como una de las obras más acertadas entre las que se propusieron, ya a finales del siglo XX, destruir algunos de los mitos románticos que, a lo largo de dicha centuria, parecían haberse enquistado en el corpus de la narrativa estadounidense (por ejemplo, el mito del viaje por las carreteras del país que puso en boga, en su día, Jack Kerouac, y que Ellis desmonta de un plumazo con la presentación de un largo y tedioso desplazamiento sin rumbo fijo que sólo conduce al hastío y a la depresión). En todo caso, logre o no destruir algunos de esos mitos y tópicos tan caros a la literatura y el cine norteamericanos, Las leyes de la atracción ofrece una desoladora visión del paisaje sentimental del ser humano y arranca, desde el cinismo hedonista de la post-modernidad, cualquier resto de ese romanticismo decimonónico que conservó intacto su vigor durante muchos -tal vez, demasiados- años de la centuria siguiente.

Los elementos formales que configuran la armazón de esta novela también son dignos de estudio, tanto por las novedades que aportan respecto a Menos que cero, como por la conservación de algunos rasgos estilísticos que, procedentes de esa primera novela, van conformando ya esa voz propia que distingue la narrativa de Ellis de la producción impresa de su legión de émulos. Entre estos últimos, conviene reparar en el mantenimiento de la voz narradora en primera persona y del tiempo de la acción en presente; y, entre las novedades propuestas ahora por Bret Easton Ellis, es obligado atender a una especie de composición coral en la que cada personaje narra los sucesos que conoce sirviéndose de su propio lenguaje y enfocándolos desde la única perspectiva que posee, lo que genera una rica multiplicidad de registros léxicos e interpretaciones psicológicas que -según los detractores del escritor de Los Ángeles-, antes son muestras de sus limitaciones que de sus virtudes como narrador (le achacan, por ejemplo, que la excesiva variedad de lenguajes y perspectivas confiere a la obra una rara artificiosidad muy similar a la que puede hallarse en el cuaderno de ejercicios de cualquier alumno que asiste a un taller de creación literaria). Por contra, los entusiastas de la obra de Ellis celebran el alarde de ópticas y registros acuñados en Las leyes de la atracción (que comprenden textos tan heterogéneos como el diario personal de un suicida o las opiniones de un estudiante francés de intercambio presentadas en su lengua vernácula) y sostienen que, pese a esta apariencia externa de libreta de ejercicios de estilo, la segunda novela del escritor californiano alcanza unas cotas de emoción e intensidad sentimental a las que no se remontan sus restantes escritos.

Una última particularidad digna de ser reseñada presenta la compleja estructura de Las leyes de la atracción en su cuadro de personajes, donde hace irrupción Patrick Bateman, un inquietante yuppie neoyorquino que, aunque aquí solo desempeña un papel secundario (es hermano de Sean, el protagonista de la novela), pronto va a convertirse en la creación más famosa de Bret Easton Ellis.

El fenómeno

En efecto, con toda su celebridad a cuestas el todavía joven autor de Los Ángeles se instaló en Nueva York con la doble intención de conocer a fondo los ambientes frecuentados por el protagonista de su próxima novela (el citado Patrick Bateman) y convertirse, de paso, en un sujeto cuya vida no tuviera nada que envidiar a la de sus propios personajes. En lo que tal vez fuera una brillante operación de marketing previa a la publicación de esa novela en la que estaba trabajando, Bret Easton Ellis comenzó a dejarse ver con inusitada asiduidad por los lugares de moda de la Gran Manzana, acompañado de modelos, músicos, literatos y artistas plásticos que, como el propio escritor californiano, no tenían inconveniente en ser fotografiados por los paparazzi de los medios de comunicación más frívolos y provocadores, a pesar de los notorios efectos que en todos ellos mostraba el consumo exagerado de drogas y alcohol. El malhumor y la imagen deprimente que exhibía el escritor, aireados sin pausa por las publicaciones neoyorquinas de mayor difusión, identificaron pronto a Ellis como uno de los múltiples personajes viciosos, degradados y amorales que circulan entre sus páginas; como ellos, el narrador de Los Ángeles parecía mantenerse únicamente del consumo de substancias estupefacientes, medicamentos antidepresivos y, desde luego, delirios de grandeza en la persecución de la fama a costa de lo que fuera. Así las cosas, cuando a comienzos de la década de los años noventa vio la luz su esperada tercera novela, American Psycho (1991), Bret Easton Ellis había logrado convertirse en uno de los autores norteamericanos más polémicos de todos los tiempos, elogiado apasionadamente por sus fieles lectores y, al mismo tiempo, denostado por una muchedumbre de enemigos (entre los que se contaba la mayor parte de la crítica inmediata y una considerable porción de sus compañeros de oficio) que no sólo ponían en tela de juicio la siempre discutible calidad de sus escritos literarios, sino que también desaprobaban agriamente el comportamiento repulsivo de quien intentaba pasar por un yuppie vicioso y decadente siempre y cuando estuvieran cercanos los micrófonos y las cámaras de algún medio de comunicación.

Pero los escalofriantes avatares del yuppie de Manhattan Patrick Bateman (contados, cómo no, en tercera persona) pronto acallaron las voces de los detractores de Ellis, quienes, por poco aprecio que les mereciera esta su tercera novela, se vieron forzados a reconocer que, una vez más, ese autor drogado, amoral y depresivo que llevaba meses aireando sus malhumorada vida social en los foros neoyorquinos había sido capaz, en medio de esa penosa degradación personal -fuera o no impostada- de escribir un magnífico relato que volvía a poner en solfa otro de los clichés reiterados hasta la sociedad en la moderna narrativa estadounidense. Ahora resultaba, en efecto, seriamente dañado, merced a la espléndida tercera narración de Ellis, ese modelo de joven empresario triunfador que se había convertido no sólo en el héroe de decenas de novelas y películas durante los años ochenta (como La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe; Wall Street, de Oliver Stone; o After-Hours, de Martin Scorsese), sino en el referente obligado de toda una generación de ambiciosos y estresados jóvenes profesionales cuyo único objetivo en la vida parecía ser el de amasar una gran fortuna que habría de proporcionarle poder, seguridad, capacidad de seducción y, sobre todo, una elevada posición social.

La inquietante figura de Patrick Bateman rompe, en efecto, con este mito contemporáneo del yuppie como triunfador económico y social, y ello a pesar de que el citado personaje goza también de una respetable posición en el ámbito profesional de Manhattan, donde podría confundírsele con cualquiera de los miles de jóvenes ambicioso y elegantes que amenazan con comerse el mundo desde la sala donde realizan complicadas operaciones financieras. Pero, por debajo de esta triunfal apariencia, en el protagonista de American Psycho late un frío y sádico asesino en serie que se sirve de su elevada posición social para cometer sus crímenes y, simultáneamente, vivir rodeado de un aura de respetabilidad que parece garantizarle una total impunidad.

Esta interpretación transgresora e iconoclasta de la figura del yuppie fue entendida, por unos, como un rabioso y violento alarido artístico contra ese espíritu frívolo y materialista que se había impuesto en la década anterior, algo así como un ajuste de cuentas -desde el ámbito de la creación- con los responsables de que el éxito literario o social se midiese tan sólo por los indicadores de las listas de libros más vendidos o por los ceros acumulados en las cuentas corrientes. Sin embargo, entre los "fieles detractores" de Ellis no faltaron razones para despreciar los valores narrativos de American Psycho y, sobre todo, condenar el dudoso y ambiguo planteamiento moral del autor, a quien algunos llegaron a ver como el dueño de una mente atribulada y enferma que aireaba sus patologías psíquicas a través de esta obra. Y, entre ambas posiciones extremas, abundaron también las opiniones que, sin dejar de reconocer los méritos de esta singular novela (uno de los mayores éxitos de ventas de las Letras norteamericanas de todos los tiempos), ponían su énfasis en la visión comercial de Ellis y sus asesores editoriales, siempre atentos a la combinación de factores que convulsionan la sociedad estadounidense actual. De ahí que no pareciera azarosa la elección del tema, el argumento y el perfil del protagonista de American Psycho, en un momento en el que la industria de Hollywood y las letras del rock más difundido mostraban una acusada predilección por la figura del psicópata que, tras su apariencia de normalidad, esconde una segunda vida diabólica en la que es capaz de cometer las más abyectas perversiones. Elegido, pues, el tema de moda que aseguraba la atención de los lectores y los medios de comunicación, Ellis se entregó a fabricarse ese perfil odioso y degradado que ya se ha descrito más arriba, al tiempo que sus editores ponían en funcionamiento una impresionante maquinaria propagandística que, entre otras medidas, contemplaba la publicación en la prensa neoyorquina de algunos de los fragmentos más violentos y controvertidos de la novela, como anticipo de lo que pronto estaría en las librerías en una versión definitiva.

Cuidadosamente seleccionados, estos adelantos del borrador en que trabajaba Ellis causaron de inmediato la reacción deseada por el novelista y sus editores, pues en la espeluznante demostración de las dotes de Patrick Bateman para el asesinato el colectivo feminista quiso ver una especie de escandaloso manual en el que se enseñaba al psicópata de turno a mutilar y aniquilar mujeres. Fue tal la presión ejercida por el lobby feminista neoyorquino, que hasta los trabajadores de la editorial Simon & Schuster (incluido el artista que ya había diseñado la cubierta) se negaron a seguir adelante en la publicación de la novela, lo que forzó a Ellis a buscar un nuevo sello editor para American Psycho. La polémica, pues, estaba servida antes incluso de que la novela saliera de los tórculos, en medio de un clima de expectación que superaba las mejores previsiones de promoción diseñadas por el autor de Los Ángeles.

No obstante, la insaciable voracidad comercial de Bret Easton Ellis le aconsejó forzar aún más la polémica, para lo cual apareció en la contracubierta de la primera edición fotografiado en una pose, desde un ángulo y con una iluminación similares a los de la ilustración de la cubierta (que, en teoría, reproduce el rostro del psicópata protagonista de la novela); y, no contento con ello, emprendió una estudiada campaña de declaraciones en las que reiteraba una y otra vez que American Psycho era, de sus tres novelas escritas hasta entonces, la que sin duda contenía una mayor número de ingredientes autobiográficos. Como era de esperar, las organizaciones feministas reaccionaron con redoblado enojo, con acciones tan poco frecuentes en el mundo editorial como manchar de sangre los ejemplares de American Psycho expuestos en las principales librerías del país, o colapsar los contestadores telefónicos de Ellis y sus editores con mensajes en los que se les amenazaba con violarlos con bates de béisbol provistos de clavos.

Estas incomprensibles reacciones ante lo que no es sino una obra de arte -en muchos casos, como se ha dejado entrever, tan violentas o más como los excesos censurados en el relato de Ellis- provocaron que las críticas dirigidas contra American Psycho se centrasen casi exclusivamente en criterio morales, sin atender apenas a esos valores literarios que, en el fondo, son los únicos que la crítica debería juzgar en una novela. La polémica suscitada por esta tercera entrega narrativa de Ellis quedó enmarcada dentro de un debate socio-cultural mucho más amplio, en el que la sociedad de la época se preguntaba si era lícito que el artista -aunque estuviera movido por una finalidad loable- abusara en su obra de los contenidos violentos. Se habló, entonces, con asiduidad en los foros de debate de "violencia gratuita" (que aludía a otras muchas modalidades artísticas, como, v. gr., las películas de Quentin Tarantino), y se llegó en muchos casos a la conclusión de algunas de las escenas de violencia de American Psycho son innecesarias, o, cuando menos, no vienen justificadas por la trama argumental (como si estuviera al alcance de cualquiera discernir qué situaciones o personajes son o no son pertinentes en una composición artística). Se olvidó, en cualquier caso, la auténtica naturaleza literaria de American Psycho para enjuiciarla sólo desde el punto de vista moral, error que sólo contribuyó a satisfacer los deseos de promoción alentados por Ellis y sus editores.

Por culpa de esta ausencia de críticas especializadas se obvió también que, pese a su vasta repercusión universal, American Psycho es, sin duda, una de las peores narraciones de Bret Easton Ellis; que resulta, en no pocos pasajes, prolija y aburrida; que exhibe una prosa tan pobre y liviana como la cultura de sus personajes (lo que resulta admisible en los diálogos, pero no siempre en la voz narradora); que su propuesta básica (la desmitificación del yuppie) se agota tan pronto como deja de tener relevancia esta figura; que su enfoque hiperrealista en la construcción de los personajes (con una fatigosa retahíla de marcas de los productos comerciales que consumen) caduca con tanto vértigo como pasan las modas; y, en definitiva, que es una obra que refleja a la perfección la caótica depresión psíquica que padece el autor en el momento de escribirla. Lo demás es anécdota más o menos grata, substancia de ficción que se nutre de episodios tan escandalosos -pero tan escasamente originales en la historia de la literatura universal- como pueda serlo la necrofilia, el canibalismo, el asesinato de niños, la descuartización de cadáveres, la evisceración, la crucifixión o esa secuencia que alcanzó mayor notoriedad que cualquier otra aberración de la novela, en la que el perturbado protagonista introduce una rata hambrienta en el interior de la región genital de una mujer.

Últimas producciones

Tras la tempestad levantada por American Psycho, Bret Easton Ellis -siempre bien asesorado en cuestiones de marketing- decidió bajar el listón y atemperar un poco el ambiente que había dejado a su paso tras la publicación de esta escandalosa obra. De repente, el degradado vicioso neoyorquino que había adquirido el perfil amoral e insolente de sus personajes y se había ganado el odio encarnizado de una buena parte de la sociedad americana por haberse situado más allá de los límites establecidos por lo "políticamente correcto", cambió de vida y de tono literario para ofrecer una colección de relatos que, publicados bajo el título de Los confidentes (1994), recuperaban las vivencias e inquietudes característica de las gentes de la Costa Oeste, en un clima narrativo próximo al protagonizado por los personajes de su primera novela. Esto quiere decir que, a pesar de la relativa moderación de los relatos de Los confidentes respecto a los excesos sexuales y las aberraciones criminales de American Psycho, en esta colección de narraciones breves Ellis siguió explorando su particular universo de ficción, plagado de jóvenes ociosos carentes de cualquier iniciativa que no apunte al vicio y a la degeneración; padres y madres caracterizados por el abandono de sus deberes familiares para satisfacer plenamente sus adicciones varias (entre las que prima la lujuria); etc. Con todo, el tono radical y salvaje de American Psycho no aparece hasta los últimos relatos del libro, donde, entre otros cuentos, figura "La quinta rueda", una relación del secuestro, la violación y el asesinato de un niño.

Pero, hasta llegar a estos casos extremos -cuya génesis coincidió, probablemente, con la redacción de su tercera y controvertida novela, ya que la recopilación engloba cuentos de Ellis escritos desde los comienzos de su trayectoria literaria hasta la fecha de la publicación-, el autor de Los Ángeles se adentra en otros cauces genéricos (como el fantástico) y deja muestras de una prosa mucho más rica y elaborada que la utilizada como vehículo de expresión de las atrocidades de American Psycho. Entre estas narraciones breves agrupadas en los confidentes, cabe destacar -por su acreditada calidad literaria- las tituladas "En las islas" (relato de la angustiosa competitividad que preside las relaciones entre un padre y su hijo), "Los secretos del verano" (concesión a uno de los tópicos más caros al género fantástico, el de los vampiros, aunque en la pluma de Ellis éstos se mueven con soltura y seguridad por los ambientes más lujosos de la opulenta California), y, muy especialmente, "En la playa" y "En el zoológico con Bruce", dos piezas que, insertas en esa hondura lírica que había asomado en Las leyes de la atracción, han sido consideradas por la crítica especializada como los dos mejores textos que ha dado a la imprenta el polémico escritor. A pesar de ello, Los confidentes fue ferozmente vapuleado por los detractores de Ellis, que no podían perdonar el arrollador éxito obtenido por el autor californiano con su obra anterior.

Tras cinco largos años de silencio editorial, el controvertido autor volvió a los anaqueles de las librerías con Glamourama (1999), obra en la que Ellis afrontó con su habitual descaro y falta de prejuicios el ridículo y endiosado mundo de la moda. Como era de esperar, la crítica tampoco perdonó que, a sus treinta y cinco años y con tan sólo cinco títulos en el mercado, el autor californiano fuera ya uno de los escritores de las Letras norteamericanas sobre los que más se había escrito en todos los rincones del mundo. Sin embargo, la dureza habitual manejada por la crítica a la hora de enjuiciar las obras de Ellis (el New York Times, por ejemplo, calificó Glamourama de "libro estúpido") volvió a replegarse para reconocer los méritos literarios que, indudablemente, posee esta obra de madurez; de ahí que los ataques, incapaces de vulnerar la calidad artística de la obra o la capacidad creativa del autor, apuntaran ahora a la dimensión social de Ellis, a quien sus enemigos intentaron situar en la estela de los escritores que, después de haber dejado testimonio de una época concreta, pasan de moda tan pronto como cambia el signo de los tiempos (cruel imputación, en efecto, para el creador que, como Ellis, basa todo su quehacer artístico en el reflejo de lo rigurosamente contemporáneo). Pero nada más lejos de la realidad, pues la atenta lectura de Glamourama revela a las claras que ni el autor de Los Ángeles había caído en el letargo tras cinco años de silencio, ni había pasado de moda (antes bien, sigue siendo emulo por decenas de autores de todo el mundo), ni había dejado impreso ya -como querían muchos- todo lo que tenía que decir, ni mucho menos había renegado de un estilo propio que, aunque debería haber sido ya plenamente asimilado tras el escándalo inicial, sigue avergonzado a no pocos críticos que lo leen y celebran a escondidas, aunque luego se vean forzados a rechazarlo en aras de lo políticamente correcto.

Tras otro largo periodo de silencio, Ellis publicó en 2005 una nueva novela titulada Lunar Park, mezcla de novela y "autobiografía ficticia". El protagonista es el propio autor, quien en las primeras páginas del libro no duda es enumerar toda una serie de revelaciones, no se sabe hasta qué punto veraces, acerca de los más oscuros aspectos de su personalidad, como la embriaguez por el éxito o el consumo de drogas duras. En su segunda parte la novela -donde están presentes los temas habituales en las novelas de Ellis, como el sexo duro, la violencia o las drogas- se convierte en un relato de terror. El fantasma del padre de Ellis y la reencarnación de su creación más terrible, Patrick Bateman, aparecen de pronto para atormentar al protagonista, mientras se van reproduciendo los crímenes descritos en American Psycho.

Por lo demás, y al margen de sus libros, Bret Easton Ellis sigue ocupando las primeras planas del panorama cultural mundial. El documental titulado con la última frase de American Psycho, This Is Not An Exit, volvió a poner su vida y su obra en el candelero, al tiempo que la adaptación al cine de dicha novela, dirigida por Mary Harron y protagonizada por Christian Bale, suscitó -a pesar de haber prescindido de las secuencias más violentas y pornográficas que detallaba la narración- el mismo escándalo provocado en su día por la aparición del libro. Solicitado y entrevistado por los medios de comunicación de todo el mundo, Ellis reaparece continuamente en textos e imágenes.

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