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FilosofíaDerechoReligiónBiografía

Vitoria, Francisco de (ca. 1492-1546).

Filósofo español nacido en Burgos, probablemente en 1492, y muerto en Salamanca el 12 de agosto de 1546, que destacó por ser un brillante orador y está considerado el fundador del Derecho internacional. Aunque no publicó sus propios escritos, sus conferencias en la universidad se publicaron después de su muerte bajo el título Relecciones teológicas.

Vida y obra

Tras haberse pensado durante mucho tiempo que había nacido en Vitoria, se sabe ahora con más certeza que nació en Burgos en 1492. Ingresó muy joven en la Orden de los dominicos en el convento de San Pablo de esa ciudad castellana, donde hizo sus primeros estudios de gramática y artes. En 1509 fue enviado al convento de Saint Jacques de París, donde completó sus estudios de artes con Juan de Celaya en el colegio Coqueret. Hacia 1512 comenzó sus estudios de teología, teniendo por maestros a Juan Feynier (Fenario) y al belga Pedro Crockaert. Testimonios de su trabajo literario en París son una edición de la parte Secunda-secundae de la Summa Theologica de Santo Tomás, que le encomendó Crockaert (París, 1512), los Sermones dominicales de Pedro de Covarrubias (París, 1520), y su cooperación a la del Dictionarium o Repertorium morale del benedictino Pedro Bersuire en tres volúmenes (París, 1521-1522). En 1522 se licenció y doctoró en Teología y, tras una breve estancia en Flandes, regresó a España para comenzar su enseñanza en el colegio de San Gregorio de Valladolid (de 1523 a 1526), en el que ganó la cátedra de prima de Salamanca.

Desde ese momento hasta su muerte, Vitoria se dedicó por completo a la enseñanza, profesión que le dio pie para llevar a cabo una gran obra de renovación de la teología. En su cátedra se formaron grandes discípulos que continuaron su labor en Salamanca, en las universidades europeas y en las fundadas en América y Filipinas. Entre ellos destacaron Domingo de Soto, Melchor Cano y Mancio de Corpus Christi, que enseñaron en Salamanca; Domingo de Santa Cruz, Vicente Barrón, Domingo de Cuevas y Andrés de Tudela, que enseñaron en Alcalá; Diego de Chaves, catedrático en Santiago de Compostela; Martín de Ledesma, en Coimbra; Tomás Manrique, en Roma; Pedro Guerrero, obispo de Segovia; Sebastián Pérez, obispo de Osma y traductor de Aristóteles; Alonso de Veracruz, que enseñó en México; Andrés Vega, teólogo en Trento; Alfonso de Castro, que enseñó en Salamanca; Martín Pérez de Ayala, obispo de Valencia; Gaspar de Torres, los dos Covarrubias, etc.

Aunque no publicó nada en vida, al morir dejó un gran legado de materiales escritos, los borradores de sus Relecciones y notas de sus lecturas o explicaciones de clase. Estas obras vitorianas se agrupan en Lecturas y Relecciones. Las Lecturas o lecciones de clase son las exposiciones o comentarios teológicos redactados por el propio Vitoria para su explicación oral o transmisión al público. Existen Lecturas o comentarios a todas las partes de la Summa de Santo Tomás y al cuarto libro de las Sentencias. Las Relectiones theologicae ("Relecciones teológicas") constituyen la obra principal de Vitoria; son conferencias solemnes, que los estatutos imponían dar cada año a los maestros, y que contienen sus doctrinas más innovadoras, como por ejemplo la fundamentación del derecho internacional. Son, por el orden en que las dispuso Boyer y los años en que fueron dictadas: De potestate Ecclesiae prior (1532), De potestate Ecclesiae posterior (1533), De potestate civili (1528), De indis prior (1539), De indis posterior seu de iure belli (1539), De matrimonio (1531), De augmento caritatis (1535), De temperantia (1537), De homicidio (1530), De simonia (I536), De magia (1540) y De eo quod tenetur veniens ad usum rationis (1535). El claustro de la Universidad, en 1548, y más tarde (en 1575) el capítulo provincial dominicano de Plasencia mandaron publicar estos manuscritos de Vitoria, pero tales decisiones no surtieron el efecto esperado y tuvo que ser el editor de Lyón, Carlos Boyer, quien se procuró copias fidedignas y las publicó por primera vez en Lyón en 1557. Entre las obras menores de Vitoria destacan la Summa Sacramentorum Ecclesiae ex doctrina F. de Vitoria per P. Thomam a Chaves (Pinciae, 1560), de la que se cuentan 80 ediciones hasta 1626, y Confessionario útil y provechoso (Amberes, 1558).

Las Relectiones de Francisco de Vitoria, desde su publicación póstuma en Lyón, han tenido numerosas ediciones, de entre las cuales destacan las de Salamanca (1565), Ingolstadt (1580) y Madrid (1765). Las versiones modernas principales son la primera versión española por J. Torrubiano Ripoll (Madrid, 1917), la edición en tres volúmenes, bilingüe y en parte crítica, por L. A. Getino (Madrid, 1933-35) y la edición bilingüe crítica, con estudio doctrinal, por T. Urdanoz (Madrid, 1960).

Las aportaciones intelectuales más importantes de Francisco de Vitoria fueron la renovación de los estudios teológicos en Salamanca, su filosofía política y la fundación del derecho internacional. Estos aspectos decisivos del pensamiento vitoriano se gestaron en todo su vigor a partir de su nuevo planteamiento e interpretación de la filosofía tomista y de la directa aplicación al tema de la conquista y el dominio político en América.

Francisco de Vitoria, teólogo

La concepción de Vitoria sobre la naturaleza de la teología, la misión del teólogo y el método teológico está contenida principalmente en el comentario de la primera cuestión de la primera parte de la Summa, compuesta en 1539. La teología tiene para él un significado impropio y dos significados propios. Impropiamente, significa la inteligencia de la Sagrada Escritura; propiamente, significa la defensa, conservación y declaración de las verdades contenidas en la Sagrada Escritura, y el hábito de las conclusiones que se deducen de los artículos de la fe y de las palabras formales de la Sagrada Escritura. Cuando Vitoria atribuye a la teología el carácter de ciencia se refiere a los dos últimos sentidos. El primero de ellos, lo que se llamará teología positiva, busca más la declaración de lo revelado y corresponde a la teología de los Santos Padres y de San Agustín. El segundo significado está constituido por la filosofía escolástica. Para Vitoria, la teología es ciencia revelada o de autoridad y, consecuentemente, no argumenta para demostrar sus principios, sino que arguye desde ellos para demostrar otras verdades o para discutir con aquellos que admiten los principios revelados. De ahí que el teólogo busque la verdad de modo diferente al filósofo. Mientras éste se guía por la razón natural, aquél lo hace mediante la relevación. En su método teológico, Vitoria señala tres errores que con frecuencia puede cometer el teólogo: resolver todas las cuestiones con la razón, sin recurrir a la Sagrada Escritura; rechazar el uso de la razón y únicamente admitir la autoridad de la Sagrada Escritura; y negar la autoridad de los Santos Padres, que deben ser citados con reverencia aunque no sea herético apartarse de ellos. Distingue nueve lugares teológicos: la Sagrada Escritura, la autoridad de la iglesia, el concilio general, el concilio provincial, los Santos Padres, la autoridad del Papa, el consentimiento de los teólogos, la razón natural y la autoridad de los filósofos.

La filosofía política

La filosofía política de Francisco de Vitoria desarrolla el pensamiento tomista según el cual la comunidad política constituye una institución de derecho natural y es autónoma en el ámbito de los fines temporales del hombre. Vitoria parte de una interpretación precisa del sistema tomista e insiste en la distinción establecida entre el orden natural y el sobrenatural, que tantas confusiones había provocado durante la Edad Media. Aunque ya Santo Tomás había planteado la cuestión, fue Francisco de Vitoria quien la formuló de manera más ajustada. Según Vitoria, el orden natural es el propio de la naturaleza humana en cuanto tal, y es independiente del orden de la Gracia a que puede ser elevado; este último sería el orden sobrenatural, que no puede anular nunca los derechos de la persona, ya que ambos órdenes, el natural y el sobrenatural, no se contradicen sino que se complementan.

El hombre, en cuanto ser creado con cuerpo y alma, pertenece al orden de la naturaleza, y tiene por su simple condición de hombre un conjunto de derechos fundamentales, inherentes a su ser persona. La persona es un ser racional, libre, moral y responsable, compuesto de dos elementos sustanciales, un cuerpo material y un alma espiritual, que le constituyen en sujeto jurídico con una serie de derechos naturales innatos. Son derechos del cuerpo el derecho a la vida, a la integridad física, a la propiedad, etc. Entre estos Vitoria estudia especialmente el de propiedad sobre los seres materiales inferiores, común e indistinto a todos los hombres, que sólo el derecho de gentes determina; establece la división de la propiedad sin anular totalmente el Derecho natural común, por el cual reaparece la comunidad de todas las cosas y cesa dicho derecho de división. Son derechos del alma: el derecho a la verdad, a la fama, al honor, a la libertad de pensamiento y de expresión, a la libertad religiosa y al perfeccionamiento de la inteligencia. Entre estos Vitoria presta especial atención al derecho de libertad de conciencia, por el cual el hombre es libre para pensar y creer; fundamenta en este derecho su postura negativa respecto a la licitud de las guerras religiosas, pues a nadie puede imponérsele la fe por la fuerza o bajo coacción. Estos derechos naturales son inherentes a la persona y, por tanto, no se pierden ni disminuyen por ningún tipo de pecados, sean personales, contra natura, de infidelidad, y mucho menos por el pecado original.

El hombre tiene también una dimensión social que nace de su propia naturaleza, que abarca a todos los hombres, y que posibilita la sociedad natural o civil. La sociedad política es, por tanto, de Derecho natural, y su organización está regulada por el principio del bien común, que es a la vez inmanente y trascendente a los individuos, puesto que es tanto la suma de todos los bienes particulares como algo que está por encima de la mera suma aritmética de todos ellos. Todo grupo humano exige una autoridad que asegure el bien común, de modo que ni siquiera el consenso unánime de los miembros del grupo puede suprimir la necesidad moral de una autoridad. La consecución del bien común, por tanto, exige la existencia de una autoridad gubernativa, a la que Vitoria llama "Potestad civil", cuyo fin es orientar la sociedad hacia dicho bien. El origen remoto de la autoridad civil es de Derecho divino, pero su origen inmediato es de Derecho natural, en cuanto necesario para la dirección y conservación de la sociedad. El representante de la autoridad tiene obligación, por tanto, de velar por los derechos individuales, ya que estos se presentan en el plano de lo natural, y el gobernante ha de satisfacer las necesidades de dicho orden sin que el bien común pueda en ningún caso suplantarlo.

La teoría del Estado de Vitoria está estructurada bajo el esquema metafísico aristotélico-tomista de las cuatro causas: final, eficiente, material y formal. La causa final del Estado es un simple medio para remediar la miseria humana. Esta miseria hominum es el fundamento remoto del Estado y la razón por la que los hombres tienen que asociarse para su mutua ayuda. El fin del Estado es, por tanto, la comunidad de la prestación de servicios, mutua oficia; el bien común, que preside objetivamente como norma y como norte a los pueblos, consiste fundamentalmente en el libre establecimiento del mejor orden jurídico que más acomodado sea a un determinado pueblo. Los pueblos deben querer la seguridad, el orden, la protección y la libre constitución de su orden jurídico, porque esas son las necesidades de la vida y constituyen el deber moral de justicia y de amor al prójimo. La salud pública, salus publica, y por lo tanto el Estado, se apoya en la responsabilidad de todos los particulares con respecto a la vida en común regulada y ordenada de la mejor manera posible. De ahí que para el Estado la liberación de la miseria humana sea de apremiante necesidad para la perfección de la vida en común, al igual que la perfección moral en la vida personal. Del mismo modo que la perfección esencial del individuo en el orden biológico natural se realiza mediante el inconsciente poder de ordenación de la vida misma, vis ordinatrix corporis, y la perfección moral de la naturaleza humana se logra en el cumplimiento consciente y deliberado de sus fines, así también la perfección esencial de la comunidad necesita un poder de ordenación. La objetiva ordenación de la cooperación y del derecho hace del Estado nada más que una forma de vida social, precisamente la forma de la comunidad de un pueblo. De este modo se llega a la organización parcial del orbe, orbis, de toda la humanidad: la república es parte de todo el orbe, res publica est pars totius orbis. Su orden jurídico está ordenado dentro del orden jurídico de toda la humanidad, bunum totius orbis, con respecto al cual los estados quedan exactamente tan obligados como los particulares con respecto al bien común del Estado.

Gracias a la dignidad jurídica que el fin del Estado confiere a éste puede percibirse la causa eficiente del Estado. La última causa fundamental originadora del Estado es Dios como autor exclusivo de la república, solus auctor rei publicae Deus. Ello significa para Vitoria que Dios ha instituido las comunidades y sociedades conforme al Derecho natural, de modo que éstas, conforme al orden que les corresponde de causas segundas, puedan y deban darse la organización más conveniente y necesaria. De ahí que si el Estado es la organización de la mutua ayuda, deba ser organizado también en libertad moral para todos sus ciudadanos, que son responsables con respecto a su debida constitución. Pero ello significa también que por encima del derecho positivo está el Derecho natural, res publica est constituta iure naturali, y que, por tanto, la ley natural misma es la causa del Estado, a la vez que los derechos positivos de éste son determinaciones desarrolladas con respecto a la norma general y estrictamente objetiva de los derechos humanos, que valen siempre y en todas partes de acuerdo con la esencia misma del hombre y de la comunidad del pueblo.

Es ahora cuando aparece en Vitoria la causa material del Estado: el pueblo. La causa material del poder secular es la república, a quien compete gobernarse a sí misma, causa materialis potestatis saecularis est res publica cui de se competit gubernare se ipsam. Alois Dempf ha llamado la atención sobre la fuerza con que Vitoria expresa en esta frase, por vez primera en la historia, el pensamiento moderno del derecho de autodeterminación de los pueblos frente a las ideas medievales del Emperador o Papa como señores del orbe, dominus orbis. Que el poder resida materialmente en toda la comunidad del pueblo, potestas secularis est tota re publica, est apud totam plebem, constituye uno de los fundamentos del derecho internacional de Vitoria, y tiene un significado primordial en el derecho constitucional y en la política interior, aunque no en el sentido de que el derecho de autodeterminación signifique el moderno concepto de soberanía popular. La idea de la soberanía popular fue rechazada por Vitoria antes de que hubiera sido formulada en la modernidad: el pueblo no constituye soberana y arbitrariamente el poder estatal como tal, non potest ex condicto potestatem constituere. El poder del Estado está determinado por Dios y fundado por Él en el Derecho natural, de modo que el pueblo nunca podría suprimir el poder estatal. Para Vitoria, el derecho de autodeterminación se basa en el orden objetivo del Derecho natural del bien común al que todos están permanentemente obligados, es decir, que la salud pública, salus publica, ha de realizarse conforme a las normas generales de la naturaleza humana. Son el bien común, utilitas rei publicae, y la paz, status pacificus, como fines del Estado, las normas reguladoras de la organización política, y no la voluntad del legislador.

Pero, puesto que el pueblo no puede ejercer el poder colectivamente, es necesario un poder civil, potestas civilis, como causa formal del Estado del pueblo. Vitoria no presenta de un modo abstracto y escolástico la concepción de las formas de gobierno (monarquía, aristocracia, democracia, tiranía, oligarquía o soberanía popular), sino que, por tratarse de un pueblo concreto, la forma de gobierno como autoridad por encima de la comunidad de ciudadanos y el derecho de autodeterminación han de ser considerados conjuntamente. La primera cuestión que se plantea entonces es el problema de la transmisión del poder al gobierno. Para Vitoria el poder proviene del pueblo, populus auctoritatem in regem transfert, pero no a modo de un contrato. Aunque el pueblo transmite el ejercicio de su poder, queda responsable con respecto a ese ejercicio y responde solidariamente con su destino del recto ejercicio de la autoridad. Como señala Alois Dempf, Vitoria no pierde nunca de vista la idea ética del pueblo-Estado, es decir, la responsabilidad a un mismo tiempo del pueblo y del gobierno, ya que es el pueblo quien tiene que soportar las consecuencias de un gobierno acertado o equivocado. Por ello, de igual modo que con la renuncia por el pueblo al ejercicio del poder no se pierde el derecho a defenderse en caso de legítima defensa, el pueblo no pierde la responsabilidad y el control con respecto al poder estatal. Pero el derecho objetivo del poder de gobierno no se funda ni en la transmisión del poder por el pueblo ni en la libre determinación de quienes lo asumen, sino en las necesidades del bien común, que permanece como norma suprema sobre los gobernantes y gobernados. La cuestión de las formas del gobierno se reduce para Vitoria a una cuestión de la voluntad de la mayoría: puesto que pertenece a los derechos fundamentales del pueblo darse a sí mismo la mejor constitución, rationem optimam status instituendi, y la unanimidad no es esperable, la mayoría tiene el derecho de determinar la forma de gobierno y todo el pueblo tiene la obligación de aceptarla. Pero bien entendido que el gobierno no deriva su poder de los electores y de la mayoría, sino que lo tiene como representante del bien común y de toda la colectividad.

Digamos, finalmente, que la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural, que Vitoria asumió de Santo Tomás, se corresponde con la distinción entre dos tipos de sociedad: la natural o civil y la sobrenatural o eclesiástica, con fines, medios, súbditos y autoridades distintas: una, compuesta de bautizados, sometidos a la potestad eclesiástica, y otra, de hombres simplemente, sometida a la autoridad civil. Ambas sociedades no se interfieren en absoluto, pues el orden de la Gracia no altera el orden natural ni hace desaparecer las leyes y derechos de la naturaleza. De ahí que la autoridad civil no se pierda por pecado alguno, ni siquiera por el de infidelidad, de lo que resulta que ni el Papa tiene poder directo sobre lo temporal ni los Príncipes sobre lo espiritual. De ahí también que, en su concepción del derecho eclesiástico, Vitoria rechace las doctrinas curialistas sobre la plenitud de la potestad pontificia y sostenga que el Papa sólo tiene sobre lo temporal un poder indirecto en materias que afectan al bien espiritual.

El derecho internacional

La idea central de Vitoria sobre el derecho de gentes es la del orbe, totus orbis, como comunidad universal de todos los pueblos fundada en el Derecho natural. Los diversos pueblos organizados políticamente se encuentran unidos entre sí por el vínculo de una naturaleza humana común, que origina la persona moral del orbe. Esta comunidad universal a la que pertenecen todos los hombres por su naturaleza social, es anterior y superior a la división en naciones y a la voluntad de los Estados.

La concepción de Vitoria de una comunidad universal se diferencia radicalmente de la moderna idea del derecho internacional propia del demoliberalismo, en el que la teoría del contrato social asigna el nacimiento de cada uno de los Estados a la libre voluntad de los individuos y pone en la soberanía de los Estados la libre constitución de una sociedad de Estados. También difiere de la antigua teoría medieval de un dominio del orbe por el Emperador que impone su poder sobre pueblos y Estados. La comunidad de los pueblos es para Vitoria una necesidad igual que el mismo Estado. Tanto ideal como normativamente, existe con anterioridad a la voluntad de los Estados, de igual manera que el Estado existe por naturaleza antes que la voluntad de los particulares, ya que la humanidad es un todo que existe antes y simultáneamente con sus partes, los pueblos, una res publica pars totius orbis, y es en la humanidad donde reside su propio poder de darse leyes, totus orbis habet potestatem leges ferendi. El poder de obligar del derecho internacional deriva de la norma moral de la justa convivencia de los pueblos.

Esta sociedad universal, por tanto, debe regirse por el Derecho natural (ius naturale) y, en las cosas que éste no alcanza, por el Derecho de gentes (ius gentium), de acuerdo con unos principios de convivencia internacional sobre los que escribió Vitoria: "No puede dudarse de que el Mundo entero, que es en cierto modo una república, tiene derecho para dictar leyes justas y convenientes a todos sus miembros, semejantes a las dispuestas en el Derecho de gentes... De ello se sigue que pecan mortalmente quienes violan el Derecho de gentes, sea en la paz, sea en la guerra, y que en asuntos de importancia, tales como la inviolabilidad de los embajadores, a ninguna república le es lícito negarse a cumplir con el Derecho de gentes... Así como la mayoría en la república puede constituir sobre ella un rey, así también la mayoría de los cristianos, aun no queriéndolo la minoría, puede nombrar un soberano, a quien todos estén obligados a obedecer" (De potestate civili). El vínculo de esa sociedad universal es, por tanto, el derecho de gentes, ius gentium, que Vitoria concibe como un derecho universal de la humanidad que dimana de la autoridad del orbe (De potestate civili, 21) y que define como lo que la razón natural establece entre todas las gentes, quod naturalis ratio inter inter omnes gentes constituit, vocatur ius gentium (De Indis, de tit. leg. 2). Este derecho es parte del derecho natural y de él recibe su fuerza obligatoria, quod vel est ius naturale, vel derivstur ex iure naturali (De Indis, secc. 3); pero la voluntad, expresa o tácita, de la comunidad de las gentes da lugar, además, a un derecho de gentes positivo (De Indis, de tit. leg. 4).

Hay pues, según Vitoria, un bonum orbis, un bien común de todos los pueblos, que no tiene su origen en su propia voluntad y que no podría suprimirse por el acuerdo de todos los Estados, nec orbis totius consensu tolli et abrograri possit. Dicho bien se basa en la communitas naturalissimae communicationis, en la comunicación naturalísima de una civilización mundialmente comprensiva, y constituye la norma natural para el bien de todos los pueblos que ha sido establecida como invariable por la naturaleza y su eterno legislador.

Siguiendo el mismo esquema aristotélico-tomista de las causas que Vitoria usó en su teoría del Estado, Alois Dempf resumió los cuatro determinantes fundamentales de la comunidad natural de los Estados. La causa final de esta es el bien común del orbe, bonum commune orbis, es decir, el mutuo servicio de los Estados para su propio provecho y ventaja. La causa eficiente remota es Dios mismo y la próxima la razón natural conferida por Dios mismo, conforme a la cual los pueblos determinan lo que es derecho internacional. La causa material de esta sociedad de Estados es la humanidad, a la que corresponde en su forma de Estados-pueblo determinar en común y en armonía la organización de la sociedad de Estados. La causa formal es la forma concreta en la que los Estados-pueblo se autodeterminan.

Las consecuencias de estas premisas para tiempos de paz las completó Vitoria con sus reflexiones sobre las relaciones con los pueblos de América recientemente descubiertos por los españoles. La cuestión era si estos pueblos podían o no ser tratados como miembros capaces de derecho de la comunidad de pueblos.

El problema de los títulos legítimos de la conquista de América

Los problemas morales y políticos planteados a partir del descubrimiento y de la conquista de América ocuparon y preocuparon durante toda su vida el ánimo de Francisco de Vitoria. Hasta tal punto llegó su inquietud que no dio a sus alumnos a copiar la parte de la relección De temperantia que hacía referencia a los indios americanos. El temor hacia las cuestiones americanas le llevó a escribir a su amigo Miguel de Arcos: "se me hiela la sangre en el cuerpo en mentándomelas", y le hizo huir de las consultas de los llamados "peruleros", españoles que habían obtenido beneficios o se habían apoderado de bienes durante la conquista del Perú, aunque no veía el modo de excusar a estos conquistadores "de última impiedad y tiranía". Le preocupaba especialmente que pudieran acusarle de que condenaba al rey y su conquista de las Indias al afirmar que los cristianos no podían ocupar las tierras de los infieles por la fuerza si éstos las poseían como verdaderos dueños, es decir, si estuvieron siempre bajo su dominio, o que pecados contra natura como la antropofagia, la sodomía, etc. tampoco justificaran la intervención bélica y violenta de los españoles, o por manifestaciones tan taxativas como que "si fallasen todos estos títulos (se refiere a los legítimos que acaba de exponer), de tal modo que los bárbaros no diesen ocasión alguna de guerra ni quisiesen tener príncipes españoles, deben cesar también las expediciones y el comercio, con gran perjuicio de los españoles y enorme quebranto de los intereses de sus reyes, consecuencias todas para nosotros inaceptables".

No obstante, y dado su prestigio, no pudo sustraerse a la aplicación de su doctrina política en el examen de los títulos legítimos con que los españoles pretendían justificar su intervención en el Nuevo Mundo. En sus relecciones De Indis prior y De Indis posterior, Vitoria parte del derecho irrenunciable de los indios a poseer sus tierras, de la legitimidad de sus príncipes naturales y del derecho a gobernarse por sí mismos. A partir de aquí, Vitoria se plantea la cuestión de cuáles son los derechos de los españoles para ocupar las tierras americanas; respecto a esto, rechaza primero los títulos que considera ilegítimos, para posteriormente defender los que consideraba legítimos.

Al ocuparse de los títulos ilegítimos, Vitoria rechazó aquellos que eran comúnmente aceptados por los juristas y teólogos de la época: el Emperador no es dueño del mundo, ni por derecho divino ni humano, por lo que carece de autoridad universal para la concesión de tierras; el Papa tampoco es dueño del mundo ya que carece de autoridad universal temporal; el derecho de invención o descubrimiento, cuya alegación podría ser válida en caso de tierras deshabitadas, no lo es al hallarse los países de América habitados por sus propios dueños; el derecho de compulsión de los indios infieles que se resisten a recibir la fe cristiana tampoco es título, ya que su negativa a recibir la fe sólo es pecado cuando han tenido oportunidad de conocer ésta; no obstante, si se les enseña y no la aceptan, tampoco ello puede ser motivo para hacerles la guerra, aunque caigan en pecado; los pecados contra naturaleza de los indios tampoco dan autoridad a los príncipes cristianos para reprimirlos, ya que los pecados no autorizan a intervenir en sociedades infieles donde los cristianos no son reconocidos y donde ya existen gobernantes propios; la elección voluntaria o aceptación de la soberanía española cuando son requeridos a ello no es título justo, ya que no hay voluntariedad en ella, sino coacción provocada por el miedo y la ignorancia; el título que aducen quienes afirman que hubo una donación especial de Dios a los españoles de aquellos bárbaros entregados a sus abominaciones, como antiguamente hizo, y por las mismas razones, con los cananeos al entregarlos en manos de los judíos, es de una profecía que atenta contra la ley común y contra las Escrituras y que, además, no está probada por milagro alguno.

Entre los títulos legítimos por los que los bárbaros pudieran sujetarse a los españoles, el primero y más importante de todos es el derecho de sociedad natural y libre comunicación, al que se ha llamado también derecho de libre paso, instalación y comercio. Según este derecho, los españoles pueden recorrer aquellas provincias y permanecer allí sin que les hagan daño alguno los bárbaros y sin que se lo puedan prohibir de ningún modo, siempre que vayan en son de paz. No se les puede impedir el derecho de viajar y a permanecer allí como huéspedes y peregrinos pacíficos, como tampoco puede negárseles el derecho a comerciar, importando y exportando mercancías. Ni los caciques indios a sus súbditos, ni los soberanos españoles a los suyos, pueden prohibirles comerciar entre sí, como tampoco puede nadie privar a los españoles de apoderarse de las cosas sin dueño, de la tierra o del mar. La negativa persistente en los indios a que los españoles ejercitaran estos derechos daría a estos licencia para hacerlo por la fuerza, si fuese necesario, ocupando sus tierras y acometiéndolos cuando la propia seguridad lo requiriese. Otros títulos legítimos fueron para Vitoria: el derecho de evangelización y la obligación derivada del mismo de proteger y tutelar a los indios para la defensa de la fe, de acuerdo con la condición cristiana de los españoles; el derecho a la intervención en defensa de los convertidos, sobre todo si hay peligro de que sus príncipes intenten recuperarlos para la idolatría y sea la guerra la única forma de evitarlo; el poder indirecto del Papa para deponer a los caciques indios y sustituirlos en el gobierno por príncipes cristianos, con objeto de preservar la fe de aquellas tribus que se habían convertido al cristianismo; el derecho a la intervención humanitaria en defensa de los inocentes y para evitar sacrificios humanos, caso en que los bárbaros pueden ser castigados por sus pecados naturales e incluso puede hacérseles la guerra, siempre como defensa de la vida y de su integridad; finalmente, el derecho a regir y gobernar a los indios por elección voluntaria de ellos debidamente garantizada, en bien de una mejor administración, y el derecho a intervenir en su gobierno por amistad y alianza con un príncipe bárbaro que lucha legítimamente contra otro.

La teoría de la guerra justa

Otra de las aportaciones decisivas de Francisco de Vitoria a la filosofía política fue la aplicación de su teoría del Derecho natural y del derecho de gentes al derecho de guerra. Expuso su reflexión sobre la guerra justa en la relección titulada De Indis posterior o De iure belli hispanorum in barbaros. Su doctrina es una reelaboración de la teoría tradicional a la luz de las nuevas circunstancias históricas, especialmente de las derivadas del descubrimiento de América. El genial acierto de Vitoria fue su punto de partida, que consideraba a los indios americanos como hombres libres, es decir, ciudadanos de estados libres y soberanos, con lo cual equiparaba su situación a la de cualquier otra nación. Así, las conclusiones válidas para los nativos de América resultaban igualmente aplicables a toda la comunidad internacional.

El fundamento del pensamiento de Vitoria es la sociabilidad natural entre todos los hombres, que ya había destacado al tratar la cuestión de los títulos legítimos de España respecto al dominio de las Indias. Según dicho principio de sociabilidad, los hombres al agruparse en diversos tipos de organización, como tribus, ciudades o Estados, están sometidos en su convivencia interna a las normas del Derecho civil. Junto a éste, permanecen inalterados e inalterables tanto los derechos naturales de todo hombre como el llamado "derecho de gentes" para la convivencia internacional. Este derecho de gentes exigiría para su mantenimiento un órgano de carácter universal que castigase a quienes conculcaran sus normas. Pero la inexistencia de este organismo punitivo en el siglo XVI lleva a Vitoria a aceptar la guerra como un hecho irremediable.

De aquí que para Vitoria la guerra no sólo sea un hecho terrible que hay que regular por razones humanitarias, sino que tenga también un carácter eminentemente jurídico de sanción, con el fin de mantener el Derecho y repararlo cuando se ha infringido. Según esto, la guerra no es sólo un hecho, sino un derecho absolutamente lícito, que en algunos casos se hace necesario ejercer mientras la humanidad no disponga de otros medios. La guerra se convierte bajo estos supuestos en un acto de justicia vindicativa ejercido por el Príncipe de la nación ofendida, que se constituye en juez, sea temporal, sea circunstancialmente. Para que la guerra sea justa debe cumplir tres condiciones: que la declare la autoridad competente, que la causa sea justa y que tenga limitaciones en su ejecución.

La autoridad competente para declarar la guerra si ésta es una sanción deberá ser un juez que dicte sentencia e imponga condena. En el caso de dos naciones soberanas, al no existir autoridad superior por encima de ellas, Vitoria establece que el Príncipe de la nación ofendida queda ocasionalmente constituido en juez para sentenciar, sancionar y restablecer así el Derecho.

Sobre la causa justa de la guerra, Vitoria sigue en general a Santo Tomás, aunque rectifica y actualiza algunos de sus planteamientos. No indica los motivos concretos de casus belli, pero estos pueden inferirse a partir de los títulos señalados en la relación De Indis prius. Sí considera que deben rechazarse tres causas de guerra defendidas por muchos tratadistas de la época: la diversidad de religión, el imperialismo territorial y la gloria del príncipe. La diversidad de religión no puede ser causa de guerra, ya que el no aceptar la fe cristiana no es injuria contra las naciones que profesan la misma, y la fe es un acto libre de la voluntad que no puede jamás imponerse por coacción sin faltar con ello al mensaje evangélico. El deseo de ampliar el territorio no puede ser causa justa de guerra, ya que de lo contrario podría ser justa por parte de cualquiera de los contendientes, lo que contradice el principio de que la nación ofendida queda erigida en juez de la situación. La gloria de un príncipe no puede considerarse nunca causa justa, porque no es la República para el Rey, sino el Rey para la República, y por lo tanto, las únicas guerras admitidas deben ser aquellas que se declaren en provecho del bien común y se ordenen a éste. Lo contrario degradaría moralmente a los súbditos a la condición de esclavos, y al príncipe a la de tirano.

Sobre las limitaciones en la ejecución de la guerra, de acuerdo también con las dos condiciones anteriores, Vitoria pide a los príncipes la limitación voluntaria de su derecho a la guerra, por tener en cuenta que pudiera darse el caso de que en una guerra justa venciera aquél que no tiene razón, o de que al vencer el ofendido pudiera tener la tentación de sobrepasar una estricta reparación de la injusticia, para dar lugar a nuevos desequilibrios en la justa ordenación de las naciones. Las restricciones propuestas por Vitoria fueron dos: que ningún príncipe se lance a la acción bélica sin tener seguridad moral de la victoria, pues en caso contrario los perjuicios ocasionados al pueblo serían mayores que los beneficios, y que, aun siendo más poderoso que la nación agresora y teniendo la razón de su parte, no se lance a una aniquilación del adversario que extralimitaría la función vindicadora, sino que modere sus ímpetus y se autolimite en el ejercicio del derecho, para no salirse del terreno estricto de la justicia.

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Autor

  • CCG.