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LiteraturaBiografía

Virgilio o Vergilio Marón, Publio (70-19 a.C.).

Poeta latino, considerado el príncipe de los poetas latinos, nacido en Andes (hoy Piétola), aldea contigua a Mantua, en octubre del año 70 a.C. y muerto en Brindisi en el 19 a.C.

Sinopsis

Estudió en Mantua y en Cremona hasta la edad de quince años; marchó a Milán y de allí se dirigió a Roma, ciudad que le causó una profunda impresión. Abandonó los estudios de retórica que le impartía Epidio, por no tener aptitudes para la elocuencia; era lento hablando y el público le asustaba. Pensó que lo mejor era contemplar el mundo y participar lo menos posible de él.

En Nápoles estudió en la escuela epicúrea del filósofo Sirón. Se interesó por la astronomía, botánica, zoología, medicina y las matemáticas. Le gustaba mucho Catulo y, bajo su influencia, escribió sus primeras Bucólicas a la edad de 28 años. Filipo, al repartir tierras entre los veteranos que habían participado con él en la guerra, repartió, entre ellas las de Virgilio, que se quedó sin nada hasta que gracias a la intervención de Asinio Polión, gobernador de Cisalpina, y de Alfeno Varo, recuperó sus posesiones. Se fue a vivir al sur, dada su precaria salud, y alternó estancias en Nápoles y Roma. Entre el año 39 al 37 entró en el círculo de Mecenas, al que sus amigos (Cornelio Galo, Horacio, Vario y Tucca) también pertenecían, y en el que Virgilio, tímido y taciturno, además de ser ya famoso por las Bucólicas, se sentía señalado.

Entre el año 37 y el 30 compuso las Geórgicas y, a partir de este momento, se dedicó a la elaboración de la Eneida, poema épico nacional. Primero redactó la Eneida en prosa, y dividió la trama en 12 libros; luego, fue componiéndolos uno a uno. En la corte, en el año 24, leyó tres cantos delante de Augustoy Octavia. Cuando terminó la obra, en la que empleó once años, no se sentía satisfecho. Así, con cincuenta años partió a Grecia, para conocer lugares que describía en la obra. Cayó enfermo y regresó con el emperador Augusto; desembarcó en Brindisi y allí falleció al poco tiempo; fue sepultado en el camino de Pozzuoli. Se dice que pidió que el manuscrito fuera destruido, pero, por suerte, nadie le hizo caso.

Las Bucólicas

Su producción poética comienza con las Bucólicas, escritas desde el año 42 al 39 a.C. El volumen lo forman 10 églogas en hexámetros; unas dialogadas y otras lírico-narrativas. No siguen una sucesión cronológica, sino un orden de intención literaria. Los pastores de Virgilio no son rudos, están idealizados, como si todos se dedicasen al pastoreo como huida de la gran ciudad y buscasen refugio en la naturaleza. En las églogas primera y novena, el sueño de la vida se ve apartado por la brutal presencia de los militares, y en ellas evoca la distribución de la tierra a los veteranos. La cuarta égloga participa de la política y da un mensaje de esperanza: el mundo está pacificado por fin. En la décima y última bucólica, con el largo lamento de Galo, propone el refugio en el campo como lucha contra la desesperanza.

Las Geórgicas

Escribió las Geórgicas en el año 37; la idea le vino de Mecenas, quien le sugirió que escribiera sobre la agricultura con fines totalmente propagandísticos, a pesar de lo cual, gozó de total libertad para llevarla a cabo. Octaviano mostró mucho interés por la obra, que Virgilio tenía ya terminada en el año 30, y le hizo leer todo el carmen. La lectura duró cuatro días y Mecenas le ayudó, cuando se encontraba afónico.

El primer libro trata del cultivo de la tierra; el segundo es el canto de la viña y del dios Baco; el tercer libro trata de la crianza de animales y el cuarto libro canta a las abejas. No fue un experto en agronomía, por lo que estudió el tema, sin profundizar demasiado. La última parte del libro terminaba con las alabanzas al poeta Galo, pero cuando Galo se suicidó hacia el año 26, sustituyó el elogio del amigo por la fábula de Aristeo.

La Eneida

Al igual que en las Geórgicas, también fue externa la sugerencia de escribir la Eneida. Parece ser que Augusto propuso al poeta celebrar a la gens Iulia, pero en lugar de cantar la gesta de Augusto, se refugió en el mito. El tema de la obra es el pasado lejano, la búsqueda por parte del héroe de la Hesperia, obedeciendo el mandato de los dioses. El héroe es Eneas, personaje menor de la Ilíada. La primera parte es novelesca y el tema que más le desagradaba era el de la guerra. La idea que impregna la obra es la fatalidad del nacimiento de Roma. Eneas, con sus responsabilidades y deberes, vive una atmósfera de perplejidad, absorto en un interminable viaje, en el que todo carece de sentido; aparecen dos figuras totalmente humanas: Dido y el salvaje Turno, ambos ofendidos por Eneas. Ante Augusto leyó los libros II, IV y VI, los de mayor dramatismo. Virgilio no ofrece una narración articulada, sino una sucesión de cuadros y de escenas. Toda la obra cambia de tonalidades fónicas.

Proyección

Su fama no ha cesado nunca. La Eneida fue alabada por Propercio, y toda la poesía bucólica y épica lo tuvo por maestro. Ya en el siglo I d.C. Higinio, Remmio Palemón y Valerio Probo comenzaron a comentar su obra. Se conservan los comentarios de Servio, aunque se han perdido los de Donato. Macrobio lo consideró maestro de sapiencia y de vida. Desde el siglo I a.C., y, sobre todo, en la Edad Media, gracias a Dante, Petrarca y Boccaccio, su obra fue muy conocida. Desde los humanistas hasta la Ilustración, Virgilio fue punto de referencia y un estímulo para Tasso y Leopardi. Valèry y Gide sintieron por Virgilio auténtica fascinación.

Biografía

Virgilio es el clásico por antonomasia de la poesía romana, y, junto con Cicerón -el clásico de la prosa-, una de las dos grandes cimas de la antigua literatura latina. Por lo que se refiere a su biografía, las fuentes que hablan de ella son numerosas, pero fiables en grados muy diferentes. Se tienen referencias ocasionales explícitas en su propia obra, en la de sus contemporáneos y en la de autores posteriores; se conservan sobre todo Vitae escritas con propósito compilatorio y de fidelidad a los hechos, y es la de Donato, del siglo IV, la más fidedigna, puesto que es casi seguro que se remonta al perdido De poetis de Suetonio, del siglo II; y además, referencias y síntesis biográficas en comentaristas de su obra, ya más alejados en el tiempo, testimonios que, unas veces, provienen de fuentes antiguas fidedignas, y, otras, derivan de interpretaciones alegóricas de la obra del poeta, forjadas arbitrariamente; pero sin que sea posible discernir con total seguridad entre estos dos tipos de testimonios. De modo que no queda otra opción sino admitir -con esa relativa inseguridad- todo lo que los antiguos nos cuentan de Virgilio, siempre que sea verosímil, y dar más crédito a aquellos elementos más coherentes y mayoritariamente atestiguados. Existen, por último, brotadas en el Medievo, leyendas mitificadoras del personaje, llenas de milagrerías y elementos que chocan con los datos de los biógrafos, y que, como podrá comprenderse, sirven como testimonio de la fama, ya nublada, de Virgilio, pero no, en modo alguno, como fuentes biográficas. Así pues, se puede decir con fundamento que la vida del poeta, a pesar de la abundancia de datos con que se cuenta, es mucho peor conocida que su obra -si bien es esta última, obviamente, la que más interesa-. Virgilio nació en Andes, una aldea cercana a Mantua, el día 15 de octubre (idus de octubre) del año 70 a.C., cuando, en compañía de Craso, Pompeyo era cónsul por vez primera. Su nombre completo (praenomen, nomen y cognomen) es Publio Virgilio Marón, y tanto el nomen como el cognomen denuncian origen etrusco. En esos datos concuerdan los testimonios, que añaden anécdotas milagrosas sobre su nacimiento; dudan, en cambio, nuestras fuentes (así ya la Vida de Donato) por lo que se refiere a las circunstancias familiares, especialmente al oficio de su padre, del que algunos dicen que era alfarero, pero otros sostienen que era trabajador asalariado y que, gracias a su laboriosidad, consiguió aumentar su hacienda y casarse con la hija de su amo. La crítica moderna, sin embargo, desconfía de esta noticia, sospechando que tal humildad de origen parece inventada y tendente a realzar más el camino de Virgilio hacia la gloria, y se inclina más bien a pensar, considerando las circunstancias posteriores de su vida y, sobre todo, sus poderosas e influyentes amistades, que su familia fuera de clase algo más elevada. Cuenta también Donato que tuvo el poeta que sufrir la muerte de sus padres, ya mayores, y de dos hermanos; y que a un tercero, hijo del segundo matrimonio de su madre, le dejó al morir parte de su herencia. En su tierra natal pasó los primeros años, pero, al llegar a la adolescencia, se trasladó a Cremona, posteriormente a Milán y finalmente a Roma, cumpliendo en estas ciudades etapas sucesivas de su educación. Ya en la urbe, a la que llegó en torno al año 50 -cuando contaba veinte de edad- o tal vez antes, trabó amistad y convivió con algunos poetas pertenecientes al grupo de los novi como Helvio Cinna, o escritores de más vastos intereses como Vario Rufo y Asinio Polión, todos los cuales, sin duda, secundaron de buen grado la vocación poética de Virgilio. A estos años y al período de tiempo que va desde entonces hasta el año 42, fecha en que comenzó a escribir las Bucólicas, hay que atribuir, en simultaneidad con el estudio y la lectura, una inicial actividad literaria de la que acaso se tenga alguna muestra en la Appendix Vergiliana, composiciones, en cualquier caso, que estarían en sintonía con los presupuestos artísticos del alejandrinismo neotérico. Pero Virgilio durante todo ese tiempo no permaneció invariablemente en Roma, donde el ambiente turbulento que precedió a la guerra civil de César y Pompeyo se hacía sentir de modo muy especial, sino que acudió a Nápoles, en cuyas proximidades el filósofo epicúreo Sirón enseñaba su doctrina; y Virgilio no sólo asistió a su escuela, sino que, una vez muerto el maestro -según parece desprenderse de nuestros testimonios-, la casa en la que éste había vivido pasó -tal vez por herencia- al discípulo: los poemas quinto y octavo del Catalepton -obra comprendida en la Appendix, sobre cuya autenticidad apenas pone reparos la crítica actual- sirven de apoyo para este momento de su biografía. La guerra civil, entre tanto, ponía un lúgubre y sangriento telón de fondo a la juventud de Virgilio, dedicada al ocio fructífero de la poesía y al aprendizaje filosófico. Muerto César en el año 43 y vencido un año después en Filipos el ejército de los cesaricidas por el de los cesarianos, los repartos de tierras del norte de Italia entre los veteranos de la facción vencedora parece que afectaron o estuvieron a punto de afectar a las propiedades de la familia de Virgilio (los testimonios de las Bucólicas I y IX no permiten ser más precisos; ni tampoco la pieza octava del Catalepton, si es que se considera obra auténtica; y los comentarios de los escoliastas, que redondean y precisan esos ecos dudosos en su poesía, son sospechosos de haberse originado por una interpretación alegórica de la obra virgiliana) y, desde luego, afectaron a la sensibilidad del poeta, que en este caso se pone claramente de parte de los damnificados. A partir del año 42 hasta el 39 consta que fueron escritas las Bucólicas, la primera de sus obras reconocidamente auténticas, en la cual se trasluce no sólo la estrecha amistad que unía al poeta con ciertos hombres relevantes de la política y la literatura del momento, tales como Cornelio Galo y el ya citado Asinio Polión, sino además su clara posición antibelicista y su esperanza en una próxima paz (ello es especialmente visible en la IV). Y precisamente, ya sea porque la marcha de los acontecimientos así permitía suponerlo o por una genial intuición del poeta, la persona de Octaviano parece entreverse, con rasgos heroicos, como agente y caudillo de esa pacificación (así, aunque no de una forma explícita, en la égloga I, y más conjeturalmente en la IV). Por estos años también tendría lugar el acercamiento e ingreso de Virgilio en el círculo de Mecenas; el nombre de este asiduo colaborador de Octaviano, patrón literario por antonomasia, no aparece, sin embargo, todavía en las Bucólicas. Pero las Geórgicas, la segunda de sus obras, fueron escritas ya a instancias de este ilustre protector (así explícitamente en los versos 40-42 del libro III); aquí ya se pliega Virgilio a unas directrices políticas inspiradas por Octaviano, apuntando -aun de manera mediata e indirecta, pues no podría hacerlo de otro modo la poesía- a una restauración de la economía agrícola en Italia y, al mismo tiempo, de la religión romana tradicional. Según los biógrafos, tardó Virgilio en escribir dicha obra siete años, y en cualquier caso Octaviano, a su regreso de Accio, ya victorioso sobre las tropas de Marco Antonio y Cleopatra, pudo oírselas recitar en la ciudad de Atela al propio Virgilio, que era sustituido por Mecenas en la lectura cuando se quedaba sin voz. Corría el verano del año 29, y Virgilio tenía 40 de edad. En los versos finales de la obra se testimonia paladinamente (y ésta es una de las pocas noticias que da el poeta de sí mismo) que fueron escritas en Nápoles. Contemporáneamente a la escritura de las Geórgicas hay que situar los inicios y momentos más entusiastas de su amistad con Horacio, el otro gran poeta de época augústea. Éste da referencias muy sustanciosas de dicha relación: cuenta que fue precisamente Virgilio, junto con Vario, quien lo presentó a Mecenas, lo que posibilitó su entrada en el prestigioso círculo poético (Sátiras I 6, 54-63), entrevista que tuvo lugar en el año 39; e informa también (Sátiras I 5) que, dos años después, ambos poetas acompañaron a Mecenas, como cohorte literaria junto con otros escritores amigos, en un viaje con fines políticos desde Roma a Brindisi, viaje descrito con un gracejo especial; Horacio da en estos versos pormenores sabrosísimos sobre la intimidad de los viajeros, al tiempo que confiesa el extraordinario aprecio que sentía por Virgilio. Y por fin, la última década de su vida -o los últimos once años, como quieren los biógrafos antiguos- la dedicó a la composición de la Eneida, la obra que lo consagró como poeta de la romanidad. Encargada expresamente por Octaviano, responde visiblemente a un compromiso político, y en ella -como dice Donato- se querían contener y aunar los orígenes de la urbe y del propio príncipe, cuya familia pretendía ser descendiente directa de Eneas y, en especial, de su hijo Julo: una etiología conjunta del estado romano y del hombre que lo regía, y de esta simultaneidad de visión era obvio y esperable que el prestigio de Octaviano saliera reforzado. El interés personal del príncipe por el proceso de elaboración de la epopeya se pone de manifiesto en la noticia transmitida por Donato y completada por Macrobio (Saturnales I 24, 11) de que estando en Hispania empeñado en la guerra cántabra (año 26 ó 25 a. C.), escribía cartas a Virgilio pidiéndole que le enviara un resumen o parte de lo que ya tuviera escrito, pero a cuya petición -esto es lo que cuenta Macrobio- el poeta respondió negativamente; sólo con posterioridad al año 23, tal vez en el 22, pudo Virgilio leer a Augusto, que se hacía acompañar en dicha ocasión de su hermana Octavia, tres libros completos: el segundo, el cuarto y el sexto; y es entonces cuando tuvo lugar esa emotiva anécdota de que habla Donato: al oír Octavia hablar de su hijo Marcelo, ya muerto, en unos versos del libro VI, se desmayó, sin duda por sentir renovado su dolor. El resto del tiempo de su vida lo dedicó el poeta a levantar el enorme edificio de su última obra. Hemos de imaginárnoslo escribiendo en su retiro napolitano o siciliano -pues la Vita donatiana notifica que además de residir en Campania, gustaba también de hacerlo en Sicilia- y acercándose alguna que otra vez a Roma -donde el mismo biógrafo nos dice que tenía una casa en el Esquilino, junto a los jardines de Mecenas- para comunicar sus progresos al príncipe, y para encontrarse con sus colegas y amigos escritores. Así hasta que en el año 19, con deseos de conocer personalmente los lugares que habían sido patria y escenario del paso de su héroe Eneas, y con el fin de mejorar materialmente su obra, emprendió un viaje hacia Grecia y Asia, del que no volvió sino gravemente enfermo para morir en Brindisi poco después de desembarcar. Era el 21 de septiembre de ese mismo año, cuando todavía no contaba Virgilio los 51 de edad. En su agonía quiso -por razones que se nos escapan- quemar la Eneida, pero Augusto se opuso a ello; y entonces encargó el poeta a sus amigos Vario y Tuca, nombrados albaceas, que publicaran la obra inconclusa, tal como estaba, sin adiciones, y así lo hicieron. Sus restos fueron trasladados a Nápoles y allí sepultados. Un célebre epitafio ilustraba su tumba, y en él se consignaban no sólo sus tres grandes obras, sino también los tres lugares importantes, hitos de su vida: el de su nacimiento, el de su muerte y el de su sepultura, que había sido al mismo tiempo el de su residencia habitual: "Mantua me engendró, Calabria me quitó la vida, me tiene ahora Parténope (=Nápoles). He cantado los pastizales, los cultivos, los caudillos". En cuanto a su carácter, se cuenta que era más bien retraído, con escasas dotes oratorias, que prefería la vida privada a la pública, pero también consta que estaba especialmente capacitado para la amistad (no son vanos los elogios de Horacio en este sentido); nos refiere también el biógrafo sus tendencias homosexuales, la honradez de su vida y su falta de ambición por las riquezas (pues, ofreciéndole Augusto los bienes de uno que había sido desterrado, no consintió en aceptarlos). Sabemos que no gozó de buena salud, que padecía frecuentemente del estómago, de la garganta y de dolores de cabeza; que comía y bebía poco. En cuanto a su aspecto físico, dice Donato que era de gran estatura, de tez morena y de semblanza rústica; y esa imagen concuerda con un famoso retrato en mosaico que se conserva de él en el Museo del Bardo en Túnez. Su fama y prestigio, nunca en ocaso, y la profunda y extensa irradiación de su obra lo presentan todavía hoy como uno de los hombres más importantes de Occidente.

Las Bucólicas

Las Bucólicas son el primer peldaño de esa triple escalera que constituye la producción virgiliana. El título original de la obra es Bucólicas (en latín: Bucolica, neutro plural), pero se designó también a la obra, ya desde la Antigüedad, como Églogas (en latín: Eclogae), y ambos títulos compiten en frecuencia. La importancia de esta obra radica no sólo en su calidad literaria, sino, sobre todo, en haber sido fundamento de un género de gigantescas proporciones en el ámbito de la literatura occidental. Y sin duda lo primero ha condicionado lo segundo. Son, en efecto, estos diez poemas la obra modélica, si no la pionera -que ese honor corresponde a los Idilios de Teócrito-, de la literatura pastoril, un género que, teniendo ya numerosos cultivadores en la Antigüedad y el Medievo, brotó con renovados bríos en el Renacimiento, y que se caracteriza fundamentalmente por su peculiar temática: se tratan asuntos de pastores y sus personajes -pues a menudo se presenta como una ficción dramática- son pastores. Hay con ello una evidente voluntad de evasión de la realidad cotidiana, urbana, y una búsqueda de la realidad abandonada y remota, el campo salvaje, la silua o 'bosque', escenario modelado al gusto de la fantasía poética, con grandes dosis de idealización. Respecto a la cronología e implicaciones históricas de esta obra, ya se ha dicho lo esencial al hablar de la biografía del poeta. A continuación se expone el contenido de los poemas. La primera pieza presenta a dos personajes en contraste, Títiro y Melibeo, el primero tocando despreocupadamente su flauta y cantando a su amada, mientras que el segundo marcha desterrado con sus cabras; la dicha y la desgracia se encuentran y dialogan, y como paisaje de fondo, apenas explícito, se intuyen las confiscaciones de tierras, su posterior reparto entre los veteranos del ejército victorioso en Filipos y la turbación campesina que ello trajo consigo; Melibeo felicita a Títiro por verse al margen de la desgracia, y Títiro, al ver que atardece, invita a su compañero a cenar y a dormir con él en su cabaña. En la segunda se trata el amor del pastor Coridón por el joven Alexis, un amor sin correspondencia; es un monólogo del amante apasionado, recitado sin testigos en medio del monte y bajo el sol del mediodía, en cuyo final aflora el desengaño y la conciencia del desvarío. Seguramente fue ésta la primera pieza de la colección que escribió Virgilio. En la tercera, así como en la séptima, se tienen los mejores ejemplos del canto alternado o carmen amoeboeum, cuya normativa consiste en usar ambos cantantes el mismo número de versos para su copla, y en referirse el segundo de ellos a un tema contrapuesto al del primero. Comienza el poema con discusión e insultos entre los pastores, que pasan enseguida a la competición para cantar en ella sobre elogios a los dioses, amoríos, opiniones literarias, alusiones al ganado y adivinanzas. La cuarta, la más breve del conjunto, es, sin embargo, importante y excepcional porque se aleja un tanto de la temática y convenciones propias del género, asumiendo un significado político muy determinado, y porque tuvo una gran resonancia en medios cristianos, ya que llegó a interpretarse como anuncio profético del nacimiento de Jesucristo; desde un marco pastoril, caracterizado sobre todo por la invocación a las Musas de Sicilia (es decir, a las que inspiraron a Teócrito de Siracusa, el modelo del género bucólico para Virgilio), se enuncia la profecía de la Sibilade Cumas, que asegura la pronta llegada al mundo de una nueva edad de oro, regida por un misterioso recién nacido; hipótesis múltiples sobre quién sea en realidad ese niño se han aventurado a lo largo de los siglos: Asinio Galo o Asinio Salonino, hijos ambos de Polión -a quien se dedica la pieza-, Marcelo, el propio Octavio, o incluso -en la interpretación mesiánica de los cristianos- Jesucristo. La muerte y apoteosis del héroe Dafnis es el tema de la égloga quinta, compuesta por dos largas canciones de los pastores Mopso y Menalcas; lo fúnebre-elegíaco entra de este modo en el marco de lo pastoril; desde antiguo se vio reflejado a Julio César en el personaje de Dafnis, pero tal identificación alegórica, aunque verosímil, no pasa de ser una posibilidad. La sexta refiere, tras un breve proemio en que el poeta confiesa su vocación por la poesía bucólica, la captura por dos zagales del viejo dios Sileno, quien, a petición de sus capturadores, canta sobre cosmología, sobre metamorfosis y otros temas de la mitología, inmiscuyendo al propio Cornelio Galo como materia de su balada. La séptima es, como la tercera -ya se ha apuntado-, un canto alternado: dos pastores, Coridón y Tirsis, compiten con breves coplas tocando como asunto las rivalidades poéticas, los votos a los dioses, las estaciones del año y el amor; vence Coridón en la disputa, aunque no se dan razones precisas del por qué de su victoria. Tema amoroso, como en la segunda, tiene la octava, pero aquí se trata de dos canciones, las de Damón y Alfesibeo, en contraste y variación complementaria; Damón canta acerca de su amor desgraciado por Nisa, que se casa con otro, y anuncia su propósito de suicidarse, mientras que Alfesibeo reproduce en su intervención el canto y conjuro de una bruja que ha perdido a su amado, Dafnis, e intenta recobrarlo con ritos de magia; al fracaso del amor en la primera canción se opone el triunfo en la segunda; tienen ambas la particularidad de ir jalonadas por un estribillo, como ya en algunos idilios de Teócrito. La novena -que se corresponde temáticamente con la primera- vuelve a sugerir como fondo los problemas relacionados con el reparto de tierras entre soldados; Lícidas y Meris, que van de camino a la ciudad, dialogan sobre la persona de Menalcas, un inspirado pastor-poeta de cuyos versos hacen memoria y elogio, añadiendo la noticia de que había logrado mantener la propiedad de sus fincas, a pesar del peligro en que estuvo de perderlas; naturalmente los comentaristas antiguos tendieron a ver, haciendo uso de la interpretación alegórica, a Virgilio mismo bajo la máscara de Menalcas, del mismo modo que en la primera bucólica lo veían esconderse bajo la de Títiro. La égloga décima está dedicada a Cornelio Galo, amigo de Virgilio, pionero del género elegíaco en Roma, famoso por sus amores con Licóride; enfermo de amor -así es presentado-, visitan a Galo los pastores y dioses del campo, mientras sueña con curar sus males dedicándose a la vida pastoril; pero la amarga realidad corta bruscamente sus ilusiones, se cerciora del poder omnímodo del amor; es esta pieza como una síntesis de todas las otras, se recogen en ella motivos dispersos en el resto de la colección. En la materia sobre la que versa la égloga, en general, pueden distinguirse unos temas tópicos, que ocupan habitualmente posiciones fijas en el poema: éstos son los siguientes: 1) el paisaje silvestre; 2) el canto o música de los pastores; 3) el amor de los pastores; 4) la mitología (leyenda de Dafnis, edad de oro...); y 5) el atardecer. Así, las alusiones paisajísticas y musicales constan, casi invariablemente, al comienzo del poema, sin que ello obste a su presencia en otros lugares.

Las siluae son el telón de fondo habitual de la bucólica; silua es, en efecto, palabra clave y emblemática del género. El más frecuente motivo paisajístico que conforma la obertura de la égloga es el arbore sub quadam: el pastor descansa y practica su música y canto a la sombra de un árbol cualquiera. El poeta bucólico pondera especialmente el impacto que ese canto de los pastores ejerce sobre el entorno animal y vegetal. Al igual que Orfeo, éstos consiguen con sus canciones atraer la atención de los animales y dejarlos suspensos, como se dice en los versos iniciales de la VIII. Y el eco que tales canciones suscitan en el entorno lo presenta el poeta de una manera personificada: es el bosque -dice- el que repite con su voz la voz de los rabadanes, y así lo señala, por ejemplo, Melibeo en la primera pieza de la colección virgiliana. Las lamentaciones amorosas y los mitos ocupan, por lo general, el centro del poema, y son normalmente el contenido de la canción. Predomina el amor como argumento bucólico; la desgracia amorosa es uno de los pocos agentes que rompen la, de otra manera, paradisíaca felicidad de los pastores, quienes se quejan de la esquivez, infidelidad o ausencia de sus amores. La mitología está presente en las Bucólicas no sólo en alusiones ejemplares, y no sólo porque determinados personajes del mito (como Pan, Sileno, las ninfas y los sátiros) convivan con los zagales, sino porque determinadas leyendas como la de Dafnis (héroe pastoril, víctima del amor, al que ya Teócrito cantaba en el primero de sus Idilios, remontándose su leyenda hasta el también siciliano Estesícoro, poeta del siglo VII-VI a.C.) son objeto del canto (así en la V); también el mito de la edad de oro está vinculado de modo especial al género, tanto en la obra virgiliana, como también en la tradición que de ella procede: por una parte, es objeto del canto profético que el poeta transmite en la cuarta égloga; por otra, el ambiente de felicidad campestre propio del siglo de Saturno o edad de oro impregna en general el modo de vida pastoril, de suerte que la Arcadia, escenario frecuente de las églogas virgilianas, quedó en la memoria de la posteridad, y más aún a partir de Sannazaro, como lugar dichoso donde los pastores llevaban una vida feliz, un lugar en que se repetían muchas de las condiciones ventajosas de la antigua edad de oro. Y para terminar la égloga, la pincelada crepuscular aflora en los últimos versos, haciendo coincidir así la cláusula con un tema de semántica clausular, el fin del poema con el fin del día. Ésta es, a grandes rasgos, la temática con que se construyen las Bucólicas, aunque, a pesar de tal comunidad tópica, también se hace notorio en cada una de ellas el afán de variación que anima al poeta. Independientemente también de ciertas variaciones formales en cada pieza, se puede decir que los diez poemas participan de un esquema grosso modo tripartito: un proemio y presentación, puesto en boca del poeta o de alguno de los personajes, donde desempeñan papel relevante el tema del paisaje y del canto pastoril; un diálogo o canción o canciones en voz ajena al poeta, ya sea en estilo directo o indirecto, que suele versar sobre tema erótico o sobre mitología; una breve cláusula, en voz del poeta o de los personajes, que con mucha frecuencia se refiere al tema del crepúsculo. Es evidente en las Bucólicas la búsqueda de una macroestructura (del conjunto y de las piezas individuales) basada en la simetría. En cuanto a la macroestructura o arquitectura del conjunto, se advierte una tendencia a la circularidad. Hay, en efecto, un núcleo central compuesto por tres églogas de tema mítico: la IV, V y VI. Como marco de estas tres églogas míticas centrales, hay cuatro églogas (II, III - VII, VIII) formando dos parejas relacionadas en quiasmo por su tema. Y como colofón de todo el conjunto, la Bucólica X, que contiene elementos responsivos de todas ellas. De modo que el conjunto de las diez Bucólicas constituye como un gran poema en el que unas piezas se responden con otras formando anillos en torno a un centro, coronado todo ello con una égloga, la X, epifonemática y responsiva de la égloga central, la V. Tuvo especial resonancia el esquema arquitectónico que para las Bucólicas propuso hace ya varios decenios P. Maury, y que, en líneas generales, asume lo que anteriormente se ha formulado, pero avanzando mucho más en sus propuestas y haciendo hincapié en unas "responsiones aritmológicos" que él detectaba entre las distintas églogas y distintos grupos de églogas y que obedecerían a influjos pitagóricos. Aun sin olvidar que Maury tuvo que hacer tres importantes enmiendas al texto transmitido para que la total arquitectura simétrica que él proponía cuadrara perfectamente -enmiendas que no son fácilmente aceptables-, aun así, no cabe duda de que su tesis, cuando menos, saca a la luz los esfuerzos del poeta, llevados a límites insospechados, por organizar su materia de una forma armónica y equilibrada. El estilo de las Bucólicas, como el estilo virgiliano en general, se caracteriza sobre todo por su equilibrio y mesura en el empleo de los diferentes recursos, lo cual hay que entenderlo en un doble sentido: se evita en sí misma toda estridencia y desmesura; se evita la imposición o dominio de un elemento sobre los otros. Por otra parte, sin llegar a ser coloquial y llano, sí es -como reconocieron los antiguos comentaristas- un estilo de menos solemnidad que el de la Eneida, que el de la épica: hay, por ejemplo, un uso más discreto de los adjetivos estrictamente poéticos y de ornato. Se observan, por lo general, notorias diferencias dependientes de si se trata de diálogo o de canción pastoril: hay, como puede suponerse, un estilo más elevado en las canciones, y un estilo más humilde y mimético de la conversación en los pasajes dialógicos. En cuanto a las fuentes utilizadas para esta obra, aparte de tener a Teócrito como modelo constante, incluso en églogas como la I y la IV que se creían exclusivamente originales y romanas, y conociendo sin duda todo el corpus Theocriteum, Virgilio se sirvió también de los epigramatistas alejandrinos, especialmente de Meleagro de Gádara, cuyo epigrama A. P. XII 127 es fuente primordial (en alianza y contaminación con el Idilio XI) para la II. Calímaco fue también fuente para los versos iniciales de la VI. Del Epitafio de Adonis de Bión hay ecos en la V. Es visible además la imitación de Catulo, especialmente en los versos finales de la IV, inspirados en la cláusula del poema 64 del poeta de Verona. Y ecos de la cosmogonía epicúrea de Lucrecio pueden señalarse al principio de la canción de Sileno.

La pervivencia de esta obra comienza desde bien pronto en la propia literatura latina. Los poetas contemporáneos de Virgilio son testigos de la fama que habían alcanzado las Églogas, y el hecho de que el texto fuera pronto leído en la escuela contribuyó no poco a su difusión; la epigrafía revela hasta qué punto era conocido; y esa divulgación extraordinaria fue también el motivo de que tuviera envidiosos obtrectatores como un tal Numitorio, autor de unas Antibucólicas. El género fue retomado en época neroniana por Calpurnio Sículo en siete composiciones en las que el modelo teocriteo se contamina con el virgiliano, y el género bucólico con el panegírico político. De la misma época -y de igual tono laudatorio de Nerón- son dos églogas anónimas, los Carmina Einsiedlensia. En el siglo III escribe cuatro más Nemesiano, siempre tras el modelo virgiliano, pero contaminado ahora con el de Calpurnio. La literatura cristiana ofrece una muestra singular de poesía bucólica, ya con el signo de la nueva fe, en el poema de Severo Santo Endelequio (fines del siglo IV y principios del V) titulado De mortibus boum. Saltando de la Antigüedad a la Edad Media Latina, la bucólica pervive, contaminándose con el género del debate o altercatio, en muestras como el Conflictus Veris et Hiemis de Alcuino de York, en pleno renacimiento carolingio; égloga y debate al mismo tiempo es también la Ecloga Theoduli, anónima, tal vez del siglo X; algo posterior a Alcuino era Modoino de Autun (primera mitad del siglo IX), a quien se deben dos églogas laudatorias de Carlomagno; el más puro ejemplo medieval, no obstante, de églogas a la manera virgiliana es el conjunto de cuatro poemas atribuidos a un enigmático Marco Valerio, obra que se fecha en el siglo XII; el espíritu bucólico se entrecruza con la apología religiosa (glorificación de San Quirino) en las diez églogas, paladinamente virgilianas, contenidas en los Quirinalia de Metelo de Tegernsee, que han de ser contemporáneas más o menos de las de Marco Valerio. A fines ya del Medievo compusieron églogas también los eximios precursores del Renacimiento italiano Dante (dos Églogas latinas), Petrarca (Bucolicum carmen: conjunto de doce piezas) y Boccaccio (otro Bucolicum carmen, compuesto por dieciséis églogas). Es, sin embargo, la Arcadia de Sannazaro (publicada en 1504, aunque al parecer estaba escrita desde antes de 1481) la obra que puso de moda en el Renacimiento la temática pastoril, contaminando el género novelesco en prosa con la poesía bucólica de modelo virgiliano.

La poesía bucólica tuvo igualmente su pervivencia en el ámbito del teatro renacentista: dos famosísimos y muy influyentes dramas italianos de fines del XVI, el Amintas de Tasso (de 1573) e Il pastor fido de Guarini (de 1590), pertenecen al género pastoril y contienen múltiples reminiscencias de los hexámetros virgilianos de las Églogas. La influencia de las Bucólicas virgilianas en la literatura española constituye un capítulo importantísimo, en el que habría que referirse a nombres tan ilustres como los de Juan del Enzina y Fray Luis de León, traductores en verso de las mismas y recreadores de muchos de sus temas en su poesía original; y habría que referirse sobre todo al nombre de Garcilaso de la Vega, autor de tres Églogas, en las que la inspiración del latino se conjuga con la de Sannazaro para dar los mejores ejemplos de poesía bucólica en lengua castellana. Garcilaso, a su vez, se constituyó en modelo para los posteriores poetas pastoriles, como Francisco de la Torre, Lope de Vega o Barahona de Soto. Jorge de Montemayor con su Diana (primera edición de 1559), Gaspar Gil Polo con su Diana enamorada (de 1564), Cervantes con su Galatea (1585), el mismo Lope con su Arcadia (de 1598) y Bernardo de Balbuena con El siglo de oro en las selvas de Erifile (1607) son en nuestro país los más señeros representantes de la novela pastoril al ejemplo de Sannazaro, una ramificación más del tronco bucólico virgiliano. El teatro mitológico de Lope y Calderón acogerá asimismo muchos de los tópicos pastoriles. Y toda esta tradición, perpetuada a lo largo del período barroco (por ejemplo: en las reminiscencias virgiliano-bucólicas de las Soledades y el Polifemo de Góngora), llega al XVIII, en poetas como Iglesias de la Casa, e incluso al XIX, en el escolapio Juan Arolas, autor de Églogas en su etapa neoclásica.

Las Geórgicas

Las Geórgicas son cronológicamente la segunda de las tres obras virgilianas tenidas como auténticas. Pertenecen al género de la poesía didáctica y, de esas tres obras, tiende a ser considerada como la más perfecta desde el punto de vista técnico (métrico, estilístico y estructural), juicio éste que ha quedado condensado en una famosa expresión de Dryden: "el mejor poema del mejor poeta". En efecto, siendo las Bucólicas obra de juventud, todavía ofrece, a ojos de los críticos, un estadio no culminante del estilo virgiliano, mientras que, por otra parte, la Eneida quedaría luego huérfana de una última revisión a causa de la muerte precipitada de su autor; sin embargo, las Geórgicas habían sido escritas y corregidas durante siete años, sometidas a una exigente limadura, que era garantía de su feliz acabamiento. Es concretamente a las Geórgicas a la obra que refiere el biógrafo Donato un método de escritura especialmente escrupuloso (aunque cabe hacerlo extensivo a toda la creación poética virgiliana): "Al escribir las Geórgicas se cuenta que, diariamente, tras haber compuesto por la mañana muchos versos, acostumbraba a dictarlos y a estar retocándolos durante todo el día hasta reducirlos a muy pocos, diciendo -y no sin razón- que él hacía nacer su poema y le daba su forma definitiva lamiéndolo, de la misma manera que hacía una osa con sus cachorros". Esta escrupulosidad era, sin duda, inherente al carácter del poeta, pero también, en buena parte, una exigencia que se imponían los poetae noui, heredada de sus modelos alejandrinos, y que Virgilio quería hacer suya también. Ya se ha apuntado que, naturalmente, este poema didáctico no nacía con el propósito de enseñar a los labradores italianos del momento -y ni siquiera a los soldados veteranos recién convertidos en colonos- las prácticas agrícolas y ganaderas. No es ése, por mucho que lo finja, el propósito de la poesía, ni siquiera de la que se llama "didáctica". La intención del poema, escrito ya, como se ha anunciado, bajo la protección y directrices oficiales de Mecenas, no podía ir más allá de una propuesta estimuladora de la economía agropecuaria en Italia, descuidada en los últimos tiempos, en un intento de volver a lo esencial y genuinamente romano. Naturalmente, como impulso generador, hay que contar con la innata afición del poeta por las cosas del campo, con su genuina simpatía por la naturaleza y sus criaturas. De cualquier modo que sea, en esta obra se hace totalmente manifiesto el compromiso de Virgilio con la causa augústea, la vinculación y asentimiento al programa restaurador del princeps, a través de Mecenas (recuérdense los haud mollia iussa de Mecenas, 'órdenes no fáciles' expresas en III 41), que no sólo procuraba ese renacimiento de la antigua economía, sino también de la religión tradicional romana, muy vinculada a la tierra y a la vida agrícola, pues ese componente religioso de viejo cuño es también otro de los elementos marcados de la obra.

El mundo intemporal de los pastores de Arcadia y Sicilia plasmado en las Bucólicas, abierto ya en algún momento a la problemática política contemporánea, pero todavía en su mayor parte inmerso en una atmósfera etérea y marginada de lo real, deja paso al mundo mucho más tangible de los campesinos de la Italia del siglo I a.C. La obra, que estaba organizada en cuatro libros, agrupa su materia del siguiente modo: el primero se ocupa del cultivo de los cereales; el segundo, de la vid y del olivo fundamentalmente; el tercero, de la crianza y cuidados que exige el ganado; y el cuarto, por fin, de la apicultura. A los consejos, preceptos y advertencias que constituyen la didaxis propiamente dicha, se superponen excursos de diverso tipo que aportan una oportuna variedad de expresión y de contenidos. Así, en el libro I, tras la dedicatoria a Mecenas, declaración del argumento total de la obra e invocación a los dioses campestres (incluido el propio príncipe, contemplado como futuro dios), se expone la doctrina agraria propiamente dicha: preparación del terreno, atención al tiempo oportuno para cada labor, abonos, proceso de las estaciones en relación con la labranza, inconvenientes y obstáculos de la misma (con el famoso excurso sobre el fin de la edad de oro y el origen del trabajo: labor omnia vicit, 'El trabajo todo lo vence', sentencia celebérrima de v. 145). El libro II se abre con otra invocación al dios Baco, patrón de las vides, para tratar enseguida de la reproducción de los árboles, de los recursos para su mejora tales como el injerto, de las distintas clases de terreno; aquí se inserta una bien conocida digresión laudatoria de Italia como madre fecunda de hombres y de riquezas naturales; después síguese hablando de la adecuación entre el relieve y los cultivos arbóreos, más en concreto de la viticultura; viene luego un nuevo excurso sobre la primavera como época de renovación de la naturaleza; medidas que hay que tomar para salvaguardar los viñedos, trabajos propios del invierno; la olivicultura; otro excurso más, para concluir, que pondera los beneficios de la vida del labrador (O fortunatos nimium, sua si bona norint/ agricolas!, '¡Oh afortunados en demasía los labradores, si conocieran los bienes que tienen!', bienaventuranza celebérrima de vv. 458-459), que conserva parte de aquella felicidad propia de la antigua edad de oro. Puesto que el libro III trata de ganadería, comienza con una invocación a los dioses pastoriles; confiesa luego el poeta su propósito de introducir en Roma la poesía didáctica con el modelo de Hesíodo, y promete para un futuro (alusión metafórica, sin duda, a su poema épico ya proyectado) construir un templo en cuyo centro se alce la estatua del César; se introduce ya la materia ganadera abordando el tema de la reproducción y sus precauciones, así como la doma de los toros y caballos; de ahí arranca un pasaje digresivo sobre el poder del amor en todo el reino animal (con la sentencia notoria Amor omnibus idem, 'el amor es igual para todos', de v. 244); acabado el cual, se trata de los cuidados que requieren ovejas y cabras, de las medidas que deben tomarse acerca del establo y de la crianza, se exponen otras características de la vida pastoril, las precauciones para la producción de lana, el aprovechamiento de la leche y fabricación del queso, la atención a los perros guardianes, los enemigos naturales de los ganados, las enfermedades de los mismos; termina este libro con la estampa lúgubre de la peste que había afectado hacía poco a la región del Nórico.

El libro IV, que se consagra a las abejas, comienza con otra llamada a Mecenas, anunciándole el tema. Y se habla de la colmena, de su idónea ubicación, lejos de vientos, ganados y depredadores; de la organización social de estos insectos, de las luchas de sus "reyes" (pues Virgilio no habla de reinas en lo que a las abejas se refiere); de cómo es bueno poner plantas perfumadas junto a la colmena. Aquí descubre el poeta su deseo -si no se viera apremiado- de cantar los jardines de Pesto, o aquel otro -y en este punto se inserta un nuevo episodio descriptivo, subordinado al tema central- que cultivaba un viejo de Córico, al lado de Tarento, y que el propio poeta pudo contemplar. Prosigue descubriéndonos la jerarquía en el interior de la colmena, la vida comunal con división de labores y normas bien asentadas, el modo de propagarse la especie, la autoridad ejercida por el rey, la opinión de que las abejas son partícipes de la naturaleza divina, las maneras que tienen de recolectar la miel, las enfermedades que las afectan. Y aquí vuelve a introducirse el excurso más famoso de la obra, desmedidamente largo y de considerable autonomía, que abarcará el resto del libro. Un modo de recuperar el enjambre, si éste desaparece por completo -se informa-, consiste en matar un ternero y, una vez encerrado el cuerpo en un lugar oscuro, esperar que brote de él un nuevo linaje de abejas. Tal fue el procedimiento utilizado por Aristeo, quien, habiendo padecido tal pérdida, acudió a su madre, la ninfa Cirene, pidiendo remedio; ésta lo condujo hasta el viejo y sabio dios Proteo, que, avisando a Aristeo de que fue Orfeo quien le privó de sus colmenas por haber sido culpable de la muerte de Eurídice, le indicó la manera de recuperarlas. En boca de Proteo se pone, como justificación última de los males de Aristeo, la exquisita narración de cómo Orfeo bajó al infierno para recuperar a Eurídice, confiado en el poder de su música y conmoviendo a los dioses subterráneos casi lo consiguió, pero en el último momento, por volver la vista atrás y romper así la condición que se le había impuesto, la perdió para siempre; de cómo el músico lloró desconsoladamente a su esposa y cómo, enfadadas contra él las mujeres de Tracia, lo descuartizaron. De tal excurso la voz del poeta regresa sólo para dejar testimonio sobre el tiempo y lugar en que escribió esta obra: en Nápoles, cuando César guerreaba en la comarca asiática del Éufrates (todo este episodio, al decir de los comentaristas, sustituía en una segunda edición, a un elogio de Cornelio Galo que constaba en la primera y que, una vez caído en desgracia del príncipe, fue suprimido).

La organización de la materia en estos cuatro libros obedece a una arquitectura diseñada con esmero y simetría, del mismo modo que se veía en las Bucólicas. El conjunto cuatripartito se reparte en dos secciones de equilibrada extensión: agricultura (libros I y II) y ganadería (libros III y IV); cada una de estas secciones va precedida de un proemio y avanza según una progresión idéntica que va de lo sombrío (libros impares) a lo luminoso (libros pares); a su vez la arquitectura interna de los libros tiende a ser binaria: así, especialmente visible es en el III, cuya primera mitad (hasta el v. 241) se dedica a animales grandes, y la segunda a los pequeños, marcándose el fin de cada parte con episodios, responsivos entre sí, referentes al amor (fin de la primera parte) y la muerte (fin de la segunda) de los animales; binaria es también la estructura del IV, con una primera parte que toca los aspectos puramente técnicos de la apicultura y una segunda, ilustradora, narrativa y mítica, constituida por el excurso de Aristeo y Orfeo, que se organiza a su vez de forma anular, puesto que lo relativo a Orfeo se enmarca en la anécdota protagonizada por Aristeo. Elemento, además, unificador del todo, y con función, pues, estructurante, es el nombre del César, que aparece explícito al comienzo (principios del libro I, vv. 24 ss.), en el centro (proemio del libro III, v. 16: in medio mihi Caesar erit) y al final (cláusula del IV, vv. 559-562) de la obra.

Rasgos estilísticos propios de las Geórgicas son la constante humanización de los elementos naturales (lo que en términos retóricos se llama prosopopeya o personificación), el uso abundante -como la materia requería- de vocablos técnicos, muchos de los cuales no habían tenido hasta ahora presencia en el lenguaje poético, el uso restringido, en cambio, de arcaísmos y coloquialismos, la abundancia de adjetivos compuestos de prefijos, la riqueza -como en el resto de la obra virgiliana- de recursos fónicos y de orden de palabras, que animan y elevan la exposición didáctica; por otra parte, también por necesidades del género, la sintaxis, que ha de ser reiteradamente impresiva, esto es, formulación de consejos y advertencias, recurre oportunamente a continuas variaciones (imperativos, subjuntivos exhortativos, perifrástica de obligación, etc.) Como modelo principal -anunciado por el propio Virgilio en II 176- hay que contar con la obra de Hesíodo Trabajos y días, primer poema didáctico de la literatura clásica, que es fuente además para el contenido del libro I, y en especial para la ponderación del trabajo, aunque también Virgilio en ese punto da un sesgo personal, considerándolo no tanto un castigo de la divinidad -como Hesíodo-, cuanto un instrumento de superación para el hombre. Para todo lo relativo a las constelaciones y a los pronósticos celestes contaba con el precedente griego -ya recreado por Cicerón- de Arato de Solos (siglos IV-III a.C.), poeta autor de los Fenómenos, obra didáctica de larga fortuna en la literatura latina. Otros autores griegos como Teofrasto, con su Historia de las plantas, Aristóteles, con su Historia de los animales, Eratóstenes, con su Hermes, y Nicandro de Colofón, con sus Teríacas (conservadas), Geórgicas y Melisúrgicas (no conservadas) fueron tenidos en cuenta por el poeta de Mantua para la escritura de su poema agropecuario. Además, como arsenal de saberes técnicos -y aparte de la tradición oral romana en este sentido, bien conocida por Virgilio, como hombre que era de procedencia rústica-, de la propia literatura latina sirvieron a su propósito el tratado De agri cultura de Catón y el, casi contemporáneo a las Geórgicas, de Varrón sobre el mismo tema. Del poema epicúreo de Lucrecio De rerum natura más bien parecen las Geórgicas réplica que otra cosa, sobre todo teniendo en cuenta la atmósfera profundamente religiosa que anima la obra y, más concretamente, la noción de providencia divina que es en ella omnipresente, y cuya ausencia en la ideología epicúrea de Lucrecio es punto fundamental de la doctrina; sí se puede hablar, no obstante, de influencia lucreciana en lo que toca a aspectos formales: en el estilo y la dicción, en los recursos expresivos propios del género didáctico, en la concatenación de episodios, en la métrica. Por lo que a su fortuna posterior se refiere, las Geórgicas, si bien no han gozado de tanta repercusión como las Bucólicas o la Eneida, sí que constituyeron desde su publicación el modelo de poema didáctico, aunque fuera, como el Ars amatoria de Ovidio y las Cinegéticas de Gratio (s. I d.C:) o las de Nemesiano (s. III d.C.), de tema muy diferente; pero también fueron apreciadas como depósito de saberes técnicos por tratadistas agronómicos tales como Columela -que también las imitó poéticamente en su libro X-, Plinio y Paladio. Ya en el siglo IX Walafrido Estrabón escribe su obra De cultu hortorum en seguimiento de la de Virgilio. Pero fue sobre todo a partir del Renacimiento cuando tuvieron más influjo las Geórgicas como modelo de poesía didáctica: así, en latín, el Rusticus de Poliziano, la Siphylis de Fracastoro y el De bombicum cura et usu de Vida (sobre la cría de los gusanos de seda) y, también en Italia pero ya en romance, Le api de Rucellai y Della coltivazione de Alamanni. Todavía en latín, en el siglo XVII el francés Rapin escribió sus Hortorum libri IV. Poemas didácticos de estirpe virgiliana en otras lenguas europeas son, del alemán Fischart (s. XVI), Lob dess Landlustes; del inglés Thomson (s. XVIII), Seasons; en España, el Poema de la Pintura de Pablo de Céspedes (s. XVII) y, sobre todo, el Arte de la caza de Nicolás Fernández de Moratín (s. XVIII). Aparte de este carácter modélico para la didáctica, motivos varios de las Geórgicas tuvieron eco reiterado en la literatura subsiguiente: así, el símil del ruiseñor de fines del libro IV, tópico de la poesía española a partir de Garcilaso; o también, el relato de Orfeo y Eurídice, para el que el testimonio virgiliano y el de Ovidio en las Metamorfosis -deudor, a su vez, de Virgilio- constituyen las fuentes principales.

La Eneida

Cuarenta años contaba Virgilio y una ya sólida y reconocida experiencia como poeta, cuando en el año 29 a.C. comenzó a componer la que sería su última obra. En ella trabajó hasta el día de su muerte, en septiembre del año 19 a.C., dejándola -como se ha anunciado arriba- a falta de una última revisión o lima. En una apreciación unánime de los conocedores de la literatura latina antigua, la Eneida es la cima de dicha literatura, el más inequívoco producto del clasicismo romano, fruto no sólo de la plenitud y colmo de un proceso histórico, sino también, simultáneamente, de la madurez espiritual y creativa de su autor, que la gestó, además, tras un laborioso esfuerzo en el que se dejó la vida. Antes del año 29, sin embargo, ya había acariciado el proyecto de escribir una epopeya de asunto romano; de ese proyecto hablan los escoliastas y, sobre todo, queda testimoniado al comienzo del libro III de las Geórgicas. Pero, según ese testimonio, parece que en un primer momento Virgilio no concibió su epopeya como la gesta de Eneas, sino más bien como la gesta de Octavio, precedida y aderezada, seguramente, con etiologías míticas y legendarios antecedentes. Si se mide la distancia entre este proyecto inicial y la realización final, uno se percata del giro radical que operó Virgilio, guiado por un seguro y eficaz instinto poético: entre esos dos polos, la historia contemporánea y el mito, el poeta ponía inicialmente su énfasis en la primera, pero luego la realidad de su epopeya muestra cómo, en lugar de centrarse en la historia y contemplar el mito retrospectivamente o como ornato preliminar, decidió centrarse en el mito y desde el mito apuntar doblemente a la historia, mediante el simbolismo Eneas-Octavio y por medio de relatos prolépticos, en una consciente proyección. Este propósito panegírico de Octavio no lo perdió la Eneida, a pesar del cambio operado por el poeta en su plan inicial y a pesar de realizarse no de manera directa sino a partir de sus antepasados, y ello es reconocido ya por los comentaristas antiguos. En el contenido de la Eneida interviene el mito -es decir, la leyenda de Eneas propiamente dicha, tradicional y transmitida en numerosas fuentes griegas y romanas- y la ficción, amplificadora del mito -es decir, los elementos no tradicionales, sino añadidos por el mismo Virgilio, imaginados por él, a partir por lo general de los modelos épicos, para llenar vacíos en la leyenda y para dar viveza al relato-. Como ingredientes más secundarios, ocupa su lugar la historia -el reflejo de la realidad ciertamente acaecida- y la filosofía -esto es, la particular cosmovisión del poeta, su reflexión sobre el hombre y las cosas, el reflejo de su espíritu-. Es la legendaria prehistoria de Roma la materia principal con la que el vate de Mantua construye su epopeya, a saber, la saga de Eneas, el troyano hijo de Anquises, que a raíz de la destrucción de su ciudad por los griegos huyó por mar y después de numerosas peripecias llegó a Italia y, tras una guerra con los indígenas, se estableció en el Lacio. A esto responde el título de Aeneis. Tal relato, que era consabido y tradicional en Roma, constaba además, con una gran variedad de versiones y de una forma diseminada, en fuentes literarias griegas y latinas, poéticas y prosaicas, de las que Virgilio se hubo de servir.

El libro I sitúa al lector en un momento avanzado del viaje de Eneas a través del Mediterráneo, cuando son víctimas los troyanos de una tempestad originada por la enemiga Juno y llegan los supervivientes, con Eneas, a Cartago, donde son bien recibidos por la reina Dido; en el banquete que la reina les ofrece, Eneas hace relación de la conquista, saqueo y destrucción de Troya por los griegos, y ahí comienza el libro II. Cuenta Eneas la artimaña griega del caballo de madera preñado de guerreros, la credulidad de los troyanos, la desconfianza y trágica muerte de Laocoonte, los engaños de Sinón, su propio despertar, instigado en sueños por la sombra de Héctor, su lucha inicial contra los griegos y posterior huida, animado por las revelaciones divinas que le confían la misión de fundar una nueva patria. En el libro III prosigue la narración retrospectiva, que atañe a la travesía desde Troya a Cartago con sus varias etapas, cada una de ellas con sucesos y encuentros particulares: Tracia, Delos, Creta, las Estrófades, el Epiro, Sicilia -donde, en Drépano, muere Anquises- y, tratando de navegar desde allí hacia Italia, les sobreviene la tempestad de la que acaban de ser víctimas; y aquí termina Eneas su alocución. En el libro IV se cuenta el amor de Dido por Eneas, la partida de éste -instigado por Mercurio, enviado de Júpiter- y el suicidio de Dido. Frente al patetismo del IV, el libro V presenta una atmósfera de distensión, al menos inicial. Eneas y los suyos llegan a Sicilia, y allí celebran con juegos deportivos el aniversario de la muerte de Anquises; pero las mujeres troyanas, cansadas de navegación e instigadas por Juno, incendian las naves; Júpiter, no obstante, las apaga con su lluvia; deja allí Eneas parte de su tripulación y parte de nuevo hacia Italia con feliz travesía; murió sólo el piloto Palinuro. El libro VI es el libro de la catábasis de Eneas, de su bajada al reino de los muertos acompañado de la Sibila; allí, por medio del fantasma de su padre, recibe revelaciones sobre su futuro que le aseguran en su misión. El libro VII cuenta la llegada al Lacio y el origen de la guerra con los indígenas por culpa de un incidente de caza; Turno, caudillo rútulo, se pone al frente de la facción antitroyana; y el poeta enumera sus aliados. El libro VIII informa del avance de las hostilidades; Eneas encuentra aliados en el pueblo árcade, regido por Evandro, y entre los etruscos; y es obsequiado por su madre Venus con armas y un escudo fabricado por Vulcano, en el que se representan personajes y sucesos futuros referentes a Roma. En el libro IX se cuenta el asedio al campamento troyano por parte de los enemigos, estando ausente Eneas, y en especial la heroica hazaña, aunque trágica en su final, de Niso y Euríalo, dos soldados troyanos, así como las valerosas proezas de los hermanos Pándaro y Bitias. Con una asamblea de dioses empieza el libro X, en la que se debate el desenlace de la guerra; Júpiter, desde la neutralidad, deja que todo transcurra según lo dispone el destino; Eneas vuelve al campamento acompañado de sus nuevos aliados; en la batalla que se entabla Turno mata a Palante, el hijo de Evandro, aliado de Eneas, y éste, en venganza, da muerte a muchos; entre otros, a Mecencio, caudillo etrusco aliado de Turno y los latinos, y a su hijo Lauso. Prosigue la narración bélica en el libro XI: se concede tiempo para las exequias; la asamblea de los latinos, reunida, da ocasión a discursos encontrados de Turno y Drances sobre la oportunidad de la guerra o la paz; mientras, Eneas avanza sobre la capital; Camila, la amazona, y sus escuadrones de caballería salen a combatir; muere Camila y, ante el miedo de los latinos por esta muerte, acude Turno para sostener la situación. El libro XII contiene la solución de la guerra y presenta, tras varias vicisitudes, el duelo concluyente entre los dos héroes, Turno y Eneas. Y así termina la epopeya.

En cuanto a su estructura y estilo, ya se ha visto, a propósito de las Bucólicas y Geórgicas, cómo la ordenación arquitectónica y sopesada de los libros de un conjunto versificado se impone en época de Virgilio como condición artística insoslayable. No menos ocurre en la Eneida. Es obvio que la primaria redacción en prosa de la epopeya -de la que se tiene noticia por los comentaristas- hizo más fácil el camino para una armónica arquitectura. El poema épico virgiliano no es una simple cadena de episodios, sino que su argumento se conforma y ordena según un plan de estructura equilibrada. La primera línea general del andamiaje, la más evidente, es la partición de la obra en dos grandes mitades de la misma extensión: los seis primeros libros, etiquetados muchas veces como "odiseicos", que narran básicamente el viaje marítimo de Eneas desde Troya al Lacio (con eco de los viajes de Ulises), frente a los seis últimos, denominados "iliádicos", que cuentan los combates librados por los troyanos en territorio itálico (semejantes a los combates de la Ilíada homérica); ambos grupos están en una relación complementaria, de alternancia, contrapeso y balance. A esa bipolaridad del argumento, sin duda el signo más claro de homerismo, se alude en la declaración que consta al principio de la obra (Arma virumque canto Troiae qui primus ab oris/ Italiam fato profugus Laviniaque venit/ litora..., 'Canto las armas y al varón que, peregrino por imposición del hado, llegó el primero desde las costas de Troya a Italia y a las playas lavinias', bien que la correspondencia de estas palabras con las dos secciones se haga de forma inversa o cruzada: con arma está adelantándonos el poeta las guerras de la segunda parte, mientras que con la secuencia virum...qui venit previene del viaje narrado en los seis primeros libros. No se trata sólo de una variación, compensación y equilibrio de las dos mitades, sino que también hay lazos de unión entre ambas y temas o escenas de una parte que tienen su proyección en la otra, tales como las siguientes: la furia de Amata (VII 385-405) tiene su antecedente en la de Dido (IV 300-303); la hospitalidad ofrecida por Evandro (en VIII), en medio de una ancestral sencillez, contrasta con la fastuosa hospitalidad con que Dido los recibe (a fines de I); del mismo modo que Eneas a fines del libro II carga con su padre -es decir, su pasado-, así también a fines del libro VIII carga con todo su futuro figurado en el glorioso escudo. Superpuesta a la estructura doble se ha visto una estructura ternaria, con tres bloques de cuatro libros cada uno: I-IV, V-VIII, IX-XII. Dicha división puede concretarse, en relación con el argumento, como un enmarcamiento del bloque constituido por los cuatro libros centrales, más calmos y serenos, con abundantes referencias a la actualidad, por los dos bloques extremos, de cuatro libros cada uno, más violentos y atormentados. Quedan la misión y el destino de Eneas definitivamente claros en la parte central, mientras que las partes extremas contienen el trágico fin de los dos principales personajes, Dido y Turno, que eran obstáculo para su misión. En cuanto al tono de los libros hay una búsqueda de la alternancia, lograda al menos en la primera parte del poema, de modo que la secuencia de libros impares y pares se convierte en una rítmica sucesión de libros distensos (el I, III y V) e intensos y patéticos (el II, IV y VI), o, si se prefiere, de menor y mayor gravedad o, incluso, de menor y mayor peso narrativo respectivamente. Estas tres son las líneas más evidentes, más creíbles, de construcción de la Eneida y las más ponderadas por la crítica.

En cuanto a su técnica narrativa, hay que decir que la poesía épica es narración de acciones y los modelos épicos de los que deriva la Eneida suministraban al poeta todo un caudal de convenciones y fórmulas de variación en el relato. Virgilio se proponía en su poema conjugar varios niveles temáticos, principalmente la leyenda de Eneas y la historia reciente de Roma, dos mundos ampliamente separados en el tiempo. Al mismo tiempo, por una convención inherente al género, la acción tenía que dividirse en dos planos: el humano y el divino, que no raras veces se interferían. Para atender a los acontecimientos de estos dos planos el poeta, obedeciendo a Homero, no tenía que hacer otra cosa sino alternar sucesivamente su enfoque a uno u otro; del mismo modo que, por lo común, se relatan las acciones que, aunque sincrónicas, ocurren en lugares distintos. Por una también convención de origen homérico, que tiene su razón última sin duda en la búsqueda de variación en la perspectiva y de ruptura de la linealidad, el poeta recurre al relato retrospectivo o flash back (el más largo de todos es el de Eneas sobre la toma de Troya, que ocupa los libros II y III, relato que cuenta en la sobremesa del banquete que le ofrece Dido). En cambio, para conjugar los hechos lejanos del mito con los recientes y presentes de la historia, propósito éste que no se hallaba en Homero, el poeta hubo de recurrir al relato prospectivo, que se presenta en la Eneida, en sus dos ejemplos más representativos, en forma de profecía (en el libro VI: revelaciones de Anquises a Eneas sobre su destino y posteridad), o en forma de écfrasis o descripción (en el libro VIII 626-728: descripción del escudo de Eneas, en el que aparece figurada una sinopsis de la historia de Roma). Así pues, anclado en el presente mítico de Eneas, el poeta mira alternativamente hacia arriba, hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante, y cuenta sobre los dioses, sobre los hombres, sobre el pasado y sobre el porvenir, valiéndose de esos medios técnicos, en su mayor parte tradicionales y heredados. Los discursos de los personajes, además, ponen en juego una variante perspectiva, un cambiante "punto de vista". El poeta puede así contemplar la misma realidad desde ángulos diferentes y, consecuentemente, enriquecer la panorámica. Un rasgo más digno de destacar: Heinze, entre otros estudiosos, pone énfasis en el sentimiento que impregna por doquier la narración virgiliana. "Épica lírica" se ha llegado incluso a llamarla. Y, en efecto, aunque el poeta apenas se manifiesta directamente, sí que proyecta su valoración de las acciones y sus propios sentimientos por medio de una constante "simpatía" y "empatía", es decir, mediante intrusiones en forma de apóstrofes o comentarios o manifiestos de adhesión (simpatía) y mediante su tendencia a ilustrar los procesos espirituales de los personajes, asimilándose con ellos (empatía). Esto es, en buena parte, herencia del epilio alejandrino y neotérico, que propiciaba, situándose frente a Homero, las indagaciones psicológicas y la compenetración entre el poeta y sus criaturas; frecuentemente, en efecto, el escritor saltaba la barrera de la objetividad y de la tercera persona y se instalaba en el mismo ámbito y tiempo de los personajes, a los que se dirigía -sólo, por lo general, en determinados momentos de especial dramatismo- en segunda persona. Otras convenciones propias del género, presentes en Homero y demás modelos épicos, como las comparaciones, ordinariamente naturalistas, y las écfrasis, tienen su lugar en el discurso narrativo de la Eneida y contribuyen a variar adecuadamente el relato, trasladando al lector a ámbitos ajenos a lo que se está contando, más pintorescos -en el caso de la comparación-, o deteniendo el tiempo narrativo en una descripción y fijando la mirada en un objeto cualquiera, una obra de arte, un paisaje, una armadura, un animal -en el caso de las écfrasis-. El estilo épico virgiliano es, en suma, como cabía esperar, el resultado de una asimilación de elementos tradicionales. Su lengua está marcada por numerosos ecos de Homero y Ennio. Los recursos propios de la expresión poética de los antiguos, y especialmente de los latinos, tales como repeticiones fónicas o verbales de todo tipo, orden de palabras conformando determinadas simetrías, tropos, etc., forman parte lógicamente de la poesía de Virgilio. No podía ser de otra manera, y es precisamente esta cabal asimilación de la literatura previa, en sus aspectos formales, lo que da al estilo virgiliano el perfil de rotunda madurez artística que lo caracteriza. Y no menos también, según señalaba Jackson Knight, la plena cohesión entre sí de los elementos integradores. Éstos, en efecto, no se imponen unos a otros, sino que colaboran al logro de la total armonía. Por comparación con otros poetas, se ha resaltado en Virgilio un más frecuentado uso de palabras comunes; y hay, efectivamente, en sus versos una aparente llaneza y simplicidad, que seduce, no obstante, por su especial eufonía. Compaginándose con esta -llamémosla así- artística simplicidad, nota indudable de clasicismo, cabe también caracterizar, con cierta frecuencia, su estilo como impresionista, buscador más de la sugerencia que de la precisión. No conviene dejar de lado el asunto de las fuentes y modelos, aunque ya se ha ido aludiendo a ellas de forma esporádica. Pues entre los muchos valores de la Eneida no es el último, desde luego, el hecho de ser depósito de la literatura anterior griega y latina, que en ella está maravillosamente reflejada y subsumida. Pues en la elaboración de la misma puso en juego su autor un amplísimo acervo de lecturas que ha sido bien estudiado por los filólogos. En primer lugar, las dos obras homéricas que le fueron modélicas (Eneas es, en líneas generales, una repetición de Ulises en sus viajes y una repetición de Aquiles en su guerra contra Turno; no, sin embargo, en su hechura heroica, en su carácter, como luego se dirá), pero también la lírica (sobre todo Estesícoro, que ya había tratado el tema de Eneas, y además ecos puntuales de Píndaro y otros) y la historiografía antigua, y no menos la tragedia ateniense, y en particular la de Eurípides, que se transluce en personajes femeninos como la Dido del libro IV o la Andrómaca del III, así como la epopeya de Apolonio Rodio, que es también relato de viajes y amores. Y luego, la literatura latina previrgiliana: Ennio y Nevio, en su calidad de épicos; Catón como historiador, que recoge todo lo relativo a la prehistoria mítica de la urbe, y otros analistas romanos; Varrón como anticuario; Lucrecio como modelador del hexámetro; y Catulo, cuya Ariadna del poema 64 transmite a la Dido virgiliana no pocos de sus rasgos; por no hablar prolijamente de otros nombres y obras de los que la crítica se ha ocupado a menudo, muchos de los cuales se han perdido y sólo viven en cuanto que reflejados -y apenas identificados- en la inmortal epopeya. Frente a tantas fuentes y modelos y, aparte de su forma exquisita ya analizada, lo novedoso en la Eneida es, sobre todo, el nuevo hálito que la anima por relación a las antiguas epopeyas, el ser vehículo de una nueva heroicidad: Eneas retrata mejor que los héroes homéricos la perenne debilidad de la naturaleza humana; su virtud, su grandeza radican no sólo en sus acciones, sino en sus procesos internos; se trata de una heroicidad más asentada en el espíritu. Y no es sólo la Eneida acopio y recepción de lo que antes había, sino fuente y cantera, también, para la ulterior literatura, que ya desde su inmediata publicación y aun antes -cuando se tenían vagas noticias sobre su gestación- se hizo eco de la que iba a ser obra "más grande que la Ilíada" (en palabras de Propercio). Aunque la literatura latina posvirgiliana muestra en su conjunto un amplio impacto virgiliano en temas y formas, es, no obstante, en la épica donde la Eneida se proyecta como modelo de manera más evidente: en las Metamorfosis de Ovidio, en la Farsalia de Lucano, en la Tebaida de Estacio, en las Argonáuticas de Valerio Flaco, en las Púnicas de Silio Itálico, e incluso, andando el tiempo, en los poemas épicos cristianos de Prudencio, Juvenco y Sedulio. La tardía antigüedad vio nacer una literatura exegética virgiliana muy relacionada con la práctica escolar: son las obras de Macrobio, Servio, Donato, ya aludidas a lo largo de la presente exposición, y la de Fulgencio (De continentia Vergiliana, fundamento para la interpretación alegórica de la Eneida, que tendrá éxito en el Medievo). Los cristianos hicieron del todo suyo al poeta, en el que intuían semillas y premoniciones de la nueva fe. Fue la Alta Edad media -y más en concreto los siglos VIII y IX, que coinciden con el Renacimiento carolingio- la que mereció de Traube la etiqueta de Aetas Vergiliana, por dejarse sentir en ese tiempo la presencia de Virgilio y de su epopeya con más intensidad que en siglos posteriores, más amigos de Ovidio. Las tres grandes figuras del Renacimiento, Dante, Petrarca y Boccaccio, dedican a la Eneida una atención preferente: el primero convirtiendo al poeta en guía a lo largo de buena parte de su viaje al otro mundo literaturizado en La Divina Comedia; el segundo tomando la epopeya antigua como modelo para su África; y el tercero recogiendo la información virgiliana sobre los mitos en su Genealogía de los dioses, en cuyo libro final ensalza a Virgilio y lo propone como ejemplo supremo de poeta. Y los épicos en romance como Ariosto y Tasso siguen devotamente su pauta.

En España la Eneida -donde llegó, en el siglo XV, de la mano de Dante, en la traducción de Enrique de Villena- no ha dejado de fecundar nuestras letras, no sólo como modelo de epopeyas (tal la Araucana de Ercilla o el Bernardo de Balbuena, aun siendo ambas de tema totalmente ajeno al peregrinar de Eneas), sino también como fuente para la lírica (frecuentes romances y sonetos sobre Dido y Eneas), para el teatro (obras de Cristóbal de Virués y Guillén de Castro) y modelo argumental para la novela (influjo palmario en episodios del Quijote y del Persiles de Cervantes, por citar sólo obras bien significativas). Y el impacto, una vez superado el anticlasicismo romántico, prosigue aún con relativa fuerza en la literatura contemporánea. Fuera de España y en el siglo XX, la figura del poeta en su agonía y en debate con su epopeya ha sido objeto de una influyente novela: La muerte de Virgilio de Hermann Broch.

La Appendix vergiliana

Tanto las Vitae de Virgilio como los escoliastas hablan de obras -aparte de las tres reconocidas- compuestas por el poeta, y muchos manuscritos conservan algunas a él atribuidas. Escalígero fue quien en 1573 recogió un conjunto de ellas y les dio el título de Appendix Vergiliana, título que tanto éxito ha tenido hasta la actualidad. La autoría de éstas es muy discutida, y en algunos casos es evidente su no autenticidad. Véase Appendix vergiliana.

Bibliografía

  • Como instrumento bibliográfico principal sobre Virgilio hay que referirse a la recientemente publicada Enciclopedia Virgiliana en 5 tomos (Roma: 1984-1990), obra muy valiosa, cuyos artículos concluyen con selecciones bibliográficas. El lector interesado puede acudir además a la bibliografía publicada por W. Suerbaum en Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt II 31.1, Berlín-N. York 1980, pp. 3-358. Como mejores síntesis de conjunto para el público español debe acudirse a las introducciones de las recientes traducciones, en especial a las de J. C. Fernández Corte (Virgilio. Eneida, trad. de A. Espinosa Pólit, Madrid: Cátedra, 1989, pp. 9-115), la de J. L. Vidal (P. Virgilio Marón. Bucólicas. Geórgicas. Apéndice Virgiliano, trad. de T. de la A. Recio García y A. Soler Ruiz, Madrid: Gredos, 1990, pp. 7-146) y la de V. Cristóbal (Virgilio. Eneida, trad. de J. de Echave-Sustaeta, Madrid: Gredos, pp. 11-130).

Vicente Cristóbal (Universidad Complutense de Madrid).

Autor

  • Vicente Cristóbal