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LiteraturaBiografía

Rochefoucauld, François de la. Duque de y Príncipe de Marcillac (1613-1680).

Escritor, aristócrata y moralista francés, nacido en París el 15 de diciembre de 1613 y fallecido en su ciudad natal el 17 de marzo de 1680. Hombre de vivas inquietudes mundanas, intervino activamente en las intrigas políticas de su tiempo, hasta que sus fracasos en este campo le impulsaron a refugiarse en la vida social e intelectual francesas de mediados del siglo XVII, en las que triunfó por su brillante y fecunda participación en los salones literarios y, sobre todo, por la agudeza y penetración de sus máximas y sentencias, consideradas como la más elevada expresión del género aforístico de la época.

Vida

A pesar de su alta alcurnia -era hijo de François, duque de La Rochefoucauld, y ostentó hasta la muerte de su padre el título de príncipe de Marcillac-, recibió una educación bastante irregular, debido en gran medida a la imbición de su progenitor. Éste, deseoso de sacar el máximo provecho de los favores que le otorgaba por aquel entonces el rey -quien le acababa de nombrar duque y par de Francia-, obligó al pequeño François a consagrarse a la vida militar desde su más tierna infancia, con la esperanza de que pronto alcanzara grandes honores al frente de los ejércitos reales. Así las cosas, a los seis años de edad el futuro escritor ya poseía el rango de maestre de campo del Regimiento de Auvernia.

Por fortuna para el mundo de las Letras, la propia torpeza política de su progenitor le apartó bruscamente de ese forzado destino militar. En efecto, el padre del futuro moralista se sumó a las conspiraciones que Gaston de Orleáns (1608-1660) desató contra su propio hermano, el monarca Luis XIII (1601-1643), por lo que la familia La Rochefoucauld se vio forzada a acompañar al intrigante Gaston hasta su destierro de Blois. Allí empezó a interesarse vivamente por la política el joven François, quien pronto cayó en desgracia como le había ocurrido a su padre, debido a sus públicas manifestaciones contrarias al todopoderoso cardenal Richelieu (1582-1642).

Simultáneas al florecimiento de estas inquietudes políticas fueron las primeras manifestaciones de su acusada inclinación hacia la seducción amorosa, otra de las pasiones que habrían de gobernar su vida. En Blois, el todavía príncipe de Marcillac entabló relaciones con Mademoiselle d'Hautefort y Mademoiselle de Chamerault, ambas amigas de la reina. Poco después, contrajo nupcias en dicha ciudad de las orillas del Loira con Mademoiselle de Vivonne, quien, a lo largo de una discreta relación conyugal en la que siempre se mantuvo a la sombra, le hizo padre de ocho criaturas (cinco varones y tres hembras). Pero su azarosa vida sentimental no le permitió constreñirse al estrecho corsé del matrimonio, por lo que en 1637, a los veinticuatro años de edad, ya era amante de la duquesa de Chevreuse, quien permanecía recluida en sus posesiones de Tours, desde donde conspiraba contra la corona francesa con el apoyo del gobierno español.

Alternando, pues, sus escarceos amorosos con sus acciones políticas, el joven príncipe de Marcillac intervenía por aquel entonces en todas las intrigas y revueltas contrarias a Richelieu, su gran enemigo, pero también en otras muchas "conspiraciones" -más o menos secretas- que ocupaban los ocios de la alta aristocracia francesa de la época. Así, se trasladó a París y pronto ocupó un lugar de privilegio al lado de la reina, que se dejó influir por su seductora personalidad, lo que dio alas al rumor -desatado desde que fueron públicas sus relaciones con la duquesa de Chevreuse- que vinculaba peligrosamente al futuro escritor con los servicios secretos del espionaje español -recuérdese que la esposa de Luis XIII, Ana de Austria (1602-1666), era hija del rey español Felipe III (1578-1621), y velaba en Francia por los intereses de su patria-. La reina, siempre en pugna con Richelieu (al que también odiaba el escritor parisino), procuró acallar estas habladurías y se sirvió de La Rochefoucauld para encomendarle delicadas misiones privadas, entre ellas la de raptar a su amiga Mademoiselle d'Hautefort, de la que el rey estaba notoriamente enamorado. Este secuestro amoroso no llegó a producirse porque, al hacerse públicos estos planes, la reina se distanció prudentemente del impulsivo príncipe de Marcillac, quien fue condenado a pasar ocho días en La Bastilla y, sin solución de continuidad, a abandonar la corte y permanecer exiliado en sus dominios de Verteuil; entretanto, habían salido a la luz las confusas intrigas que compartía con la duquesa de Chevreuse, quien tuvo que buscar precipitadamente asilo en España.

Reducido al ostracismo en Verteuil, aceptó permanecer allí durante un largo período sólo por complacer los deseos expresos de Ana de Austria, quien debía de tener la certeza de que la presencia de Marcillac en la corte la comprometía en exceso. Desde este retiro, no dejaba de tomar parte activa en todas las asechanzas tramadas por los enemigos del cardenal Richelieu, como la grave conspiración dirigida por el duque de Cinq-Mars (favorito del rey Luis XIII y cómplice secreto -al mismo tiempo- del ya citado Gaston de Orleáns, por lo que fue hallado culpable del delito de traición y ajusticiado en 1642), así como la organizada poco después por Thou; y, entretanto, se distraía en su destierro provinciano con un modesto comercio de exportación que él mismo había fundado, con el objeto de traer caballos y perros desde Inglaterra a cambio de los ricos caldos que producían los viñedos franceses.

La oportuna muerte de Richelieu en diciembre de 1642 le permitió abandonar su exilio en Verteuil y regresar a la corte, donde a partir de mayo de 1643, a raíz de la muerte de Luis XIII, la reina y antigua protectora suya se había hecho cargo de la regencia, con el cardenal Mazarino (1602-1661) como primer ministro. Indignado porque Ana de Austria no mostraba intención alguna de recompensarle los servicios que le había prestado ni el prolongado período de tiempo que había sacrificado en pro de su buen nombre, se unió a otros nobles descontentos dirigidos por el duque de Beaufort, entre los que figuraba la duquesa de Chevreuse (también muy ofendida por el desdén de la soberana, que parecía haberse olvidado de las numerosas intrigas que había tramado a su favor). Pero este amago de protesta fue prestamente acallado con el arresto de Beaufort, que provocó el veloz alejamiento de la corte de la duquesa de Chevreuse. Muy molesto por este comportamiento de su antigua amante, el príncipe de Marcillac empezó a cortejar en 1646 a la duquesa de Longueville, hermana del poderoso duque de Enghien -más tarde conocido como Luis II de Borbón (1621-1686), o, simplemente, "le Grand Condé"-, al que siguió en sus brillantes campañas militares, que contribuyeron al término de la denominada Guerra de los Treinta Años (1619-1648) -según declaró años después el propio La Rochefoucauld, fue su amigo Miossens, amante a la sazón de la duquesa de Longueville, quien le cedió de buen grado su puesto en el lecho de la dama-. En el transcurso de una de estas acciones bélicas (concretamente, durante le sitio de Mardick), el futuro escritor cayó gravemente herido por arma de fuego, lo que le obligó a pasar un prolongado período de convalecencia en las vastas posesiones que había adquirido en Poitou; mientras se recuperaba de estas heridas, en París se urdía una de las mayores rebeliones desatadas contra el gobierno durante el siglo XVII, que dio pie a las cruentas Guerras de la Fronda (1648-1652).

La muerte de Richelieu fue interpretada por la nobleza como una oportunidad de recuperar parte de ese poder que el desaparecido cardenal le había substraído en beneficio de la centralización monárquica. Sin embargo, Mazarino pronto dio muestras de incrementar dicho centralismo y actuó con suma dureza contra los aristócratas levantiscos, lo que acabó provocando una auténtica guerra civil entre los nobles poseedores de grandes extensiones de tierras en provincias (que alentaban secretas veleidades autonomistas) y el poder monárquico (partidario acérrimo del centralismo absolutista). La Rochefoucauld -todavía conocido como príncipe de Marcillac- corrió a ponerse al lado de la nobleza, que contaba con el apoyo de las clases populares de París, harto descontentas con la política fiscal de Mazarino. El escritor se convirtió en uno de los principales cabecillas de la Primera Fronda (o "Fronda Parlamentaria"), que obligó a Ana de Austria y a su primer ministro a salir apresuradamente de París, protegidos por las tropas del príncipe de Condé, y concluyó con la paz de marzo de 1649, firmada tras el bloqueo con que el susodicho Condé castigo a la población rebelde de la capital. En las siguientes Frondas, Marcillac pudo haber obtenido muchos beneficios derivados del poder que le otorgaba su influencia sobre la duquesa de Longueville; pero las ambiciones de Condé -que aspiraba a sustituir a Mazarino- provocaron que éste y otros dos príncipes (Conti y Longueville) fueran arrestados por orden de Ana de Austria en 1650, lo que a su vez originó la pronta huida de París del príncipe de Marcillac y la duquesa de Longueville, quienes buscaron refugio en Normandía. Fue por aquel tiempo cuando, tras la muerte de su padre (acaecida en febrero de 1650), el escritor heredó el título de duque de La Rochefoucauld, con el que habría de ser conocido a partir de entonces.

Poco después, se unió al duque de Bouillon para tomar parte activa en la toma de Burdeos, que cayó en poder de la nobleza levantisca el 31 de mayo de 1650. La pronta recuperación de esta ciudad por parte de las tropas de Mazarino propició el retorno de La Rochefoucauld a París, en donde continuó implicándose de lleno en numerosas intrigas políticas, destinadas a fomentar desórdenes contra el poder central (entre las que destaca la intentona de asesinato contra el cardenal de Retz, llevada a cabo el 21 de agosto de 1651, en las mismas dependencias del Parlamento), por lo que de nuevo se vio obligado a abandonar la corte -ahora en compañía de Condé-, mientras la duquesa de Longueville rompía las relaciones que venía manteniendo con él desde hacía un lustro, para caer ahora en brazos del duque de Nemours. La Rochefoucauld, que en el fondo se sintió liberado con la ruptura de este compromiso, sufrió la humillación de verse abandonado y, en venganza, contribuyó a la reconciliación del duque de Nemours con su antigua amante, Madame de Châtillon, al tiempo que procuraba fomentar las discrepancias entre el príncipe de Condé y su hermana, la duquesa de Longueville. Entretanto, el levantamiento de la Fronda había dado lugar a una auténtica Guerra Civil, que llegó a su punto culminante el 1 de julio de 1652, cuando el bando monárquico y el de los seguidores de la aristocracia rebelde se encontraron a las afueras de París, en el arrabal conocido como Saint-Antoine. El general Turena (1611-1675), al frente de las tropas de la Corona, infligió una severa derrota al ejército que Condé había formado con ayuda del gobierno español, en el transcurso de una dura batalla en la que La Rochefoucauld fue de nuevo alcanzado por la munición de un arma de fuego, que le provocó gravísimas heridas en el rostro. Mientras se reponía de estas heridas (en una larga convalecencia en la que llegó a estar ciego durante varios días), el nuevo rey Luis XIV (1638-1715) pudo regresar a París, Condé pasó a servir en el ejército español y la revuelta de la Fronda concluyó con la amnistía otorgada a sus cabecillas.

A partir de entonces, la vida del ya repuesto La Rochefoucauld experimentó un brusco giro que le convirtió en un hombre prácticamente nuevo respecto al que había sido hasta aquel momento. Amparado por el Rey Sol, que siempre había mostrado gran afecto hacia su familia, renunció a todas sus ambiciones políticas y su participación activa en las intrigas cortesanas, y se entregó de lleno a la reflexión moral y la especulación filosófica, en medio de una sociedad cortesana que aplaudió con entusiasmo su brillantez y su mordacidad. No reprimió, desde luego, de esa acusada tendencia natural hacia el sexo femenino; pero empezó a buscar amantes menos bulliciosas e intrigantes y más dadas a esa calma y ese sosiego que el propio La Rochefoucauld había empezado a anhelar; y así, entabló relaciones amorosas con Madame de Sablé, que además de una compañera sentimental fue para el escritor parisino una afable y entregada colaboradora literaria, pues leía con gusto sus escritos y le brindaba útiles consejos que él solía aprovechar; pasó luego a los brazos de la marquesa de Sévigné (1626-1696), escritora de mérito que pronto se convirtió en una de las principales difusoras de la obra de La Rochefoucauld; y cayó finalmente enamorado de otra de las grandes autoras de su tiempo, la condesa de La Fayette (1634-1693), a la que permaneció íntimamente ligado hasta el final de sus días.

En la postrera etapa de su vida, el contacto con estas tres mujeres -especialmente, con Madame de La Fayette- dulcificó notablemente el carácter de La Rochefoucauld, cuya acritud anterior había quedado patente en sus primeros escritos, marcados por una concepción pesimista de la condición humana. Transformado en un hombre amable, sensible y de muy grata conversación, sobrellevó con admirable entereza los duros golpes que le tenía reservado el destino ya en su vejez, como la pérdida en 1672 de un hijo suyo, Caballero de la Orden de Malta, en una desafortunada acción del ejército francés a las orillas del Rin, donde también cayó gravemente herido el primogénito del escritor. Madame de Sévigné también dejó anotado el dolor extremo que se apoderó de su amante al conocer la noticia de la muerte del joven duque de Longueville, quien, a pesar de la ruptura entre su madre y La Rochefoucauld, seguía dando al escritor el título de padre.

Obra

El primer escrito que dio a la imprenta La Rochefoucauld, aparecido un año antes de que el autor parisino cumpliera los cincuenta años de edad, comprendía una amena recopilación -más o menos fiable, en lo que atañe a la versión autorizada por la Historia- de los sucesos en los que había tomado parte durante su agitada existencia. Publicada bajo el título de Mémoires (Memorias, 1663), esta visión del pasado reciente pretendía ser precisa y objetiva, lo que no impedía que, en numerosas ocasiones, dejara traslucir la valoración personal de un autor demasiado comprometido con los hechos más significativos que había vivido Francia durante la primera mitad del siglo XVII. Se trata, en cualquier caso, de un documento histórico y literario de impagable valor, en la medida en que representa el punto de vista de una de las inteligencias más privilegiadas del momento, y el testimonio de quien conoce a la perfección -por haberlos vivido in situ, a veces como protagonista- los acontecimientos narrados. A pesar de ello, esta opera prima de La Rochefoucauld suscitó grandes polémicas entre los miembros de la alta sociedad francesa, y enojó gravemente a quienes habían participado en bandos políticos e ideológicos opuestos a los que contaron con el concurso del autor, por lo que, ante el clamor y la indignación de algunos poderosos, el escritor parisino se vio obligado a desautorizar estas memorias, afirmando además que el texto no era de su exclusiva responsabilidad (y parece ser que, en efecto, colaboraron en él otros autores).

Dos años después de la aparición de sus célebres Memorias empezó a circular, por tierras de Holanda, el manuscrito que contenía su obra maestra, la que estaba llamada a convertirle en un escritor de proyección universal. Se trata de Réflexions ou sentences et maximes morales (Reflexiones o sentencias y máximas morales, 1665), obra que La Rochefoucauld se apresuró a dar a la imprenta al año siguiente, debido al éxito y la difusión alcanzados por dicha copia manuscrita. Precedidas de un interesante "Avis au lecteur" ("Advertencia al lector"), bajo este título aparecen varios centenares de aforismos que, por aquel entonces, venían gozando de gran aceptación en la corte francesa, donde esta forma de expresar una meditación se había convertido en un pasatiempo mundano. Gracias a esta espléndida colección de La Rochefoucauld, la máxima o sentencia adquirió carta de naturaleza como género literario y vehículo de expresión filosófica, hasta el extremo que uno de los mayores escritores y pensadores de la centuria siguiente, el genial Voltaire (1694-1778), las alabó por la elegancia formal de su lenguaje, por su afán de síntesis y precisión a la hora de formular con nitidez y rotundidad una idea, y por su capacidad para contribuir a la forja de los gustos literarios y filosóficos de sociedad francesa.

Dado el éxito alcanzado por estas máximas desde que empezaron a circular profusamente en copias manuscritas, La Rochefoucauld llegó a dar a la imprenta, sucesivamente, hasta cinco ediciones, cada una más amplia que la anterior, hasta sumar en la última de ellas (fechada en 1678) un total de quinientos cuatro aforismos (a mediados del siglo XIX se publicaron más de doscientas cincuenta máximas del autor parisino supuestamente "inéditas", que no eran sino variantes de las ya conocidas). En líneas generales, el pensamiento de La Rochefoucauld aparece siempre recorrido por una marcada veta pesimista que, alimentada por la cruda dureza del jansenismo (confesión para la cual el hombre no tenía remedio en su imperfección, y sólo podía redimirse merced a la intervención de la gracia divina), entroniza por encima de todo el amor propio y el utilitarismo; o, dicho de otro modo, el pensador más notable de la corte del Rey Sol considera que el hombre sólo se guía por la satisfacción de su vanidad y por la búsqueda infatigable del provecho propio, fines a los que tiende cualquier acción humana, y que las mal llamadas virtudes no son sino vicios disfrazados. Entretenido en la exploración de esta tesis central de su pensamiento, La Rochefoucauld estudia una notable variedad de motivaciones y conductas, y profundiza en el análisis psicológico de la sociedad de su tiempo, con lo que acaba por ofrecer al lector no sólo un agudo, irónico y mordaz catálogo de reflexiones morales con el que puede aprender a conducirse por la vida (fundamentalmente, por los peldaños más altos de la pirámide social), sino también un espléndido retrato del cortesano típico del reinado de Luis XIV: un hombre culto y orgulloso de su condición de caballero, moderado en la manifestación de sus pasiones, aficionado a frecuentar la compañía femenina y destacado siempre a la hora de mantener una conversación con inteligencia y brillantez. Retrato, en fin, demasiado parecido a su propio perfil, o al menos al perfil que adquirió el escritor en la última etapa de su vida, cuando renunció a sus ambiciones políticas y, gracias a la influencia decisiva de sus postreras amantes, dulcificó ese carácter amargo que había dejado patente en sus primeras y más agrias sentencias.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.