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Manjón y Manjón, Andrés (1846-1923).

Sacerdote, jurista, pedagogo y profesor universitario español, nacido en Sargentes de la Lora (Burgos) en 1846 y fallecido en Granada el 10 de julio de 1923. En la actualidad es recordado por una de las obras educativas más importantes de su tiempo: la fundación, en el Sacro Monte granadino, de las Escuelas del Ave María, dedicadas a proporcionar una instrucción elemental a los niños gitanos y a otros grupos marginales de la ciudad del Darro.

Hijo de Lino y Sebastiana Manjón, fue ésta quien, ayudada por su hermano -a la sazón, párroco de Sargentes de Lora-, se empezó a preocupar por la educación del pequeño Andrés cuando éste tenía seis años de edad. Tras unos primeros conocimientos rudimentarios impartidos por su tío, el futuro sacerdote se incorporó a la modesta escuela del pueblo con siete años cumplidos, donde pronto mostró su rechazo a los saberes y métodos del maestro (don Francisco Campos) y comenzó a contemplar la institución escolar de su época como un medio hostil, en el que se impartían unos conocimientos teóricos bastante trasnochados y de muy escasa utilidad para la vida cotidiana. A pesar de la repulsa que le causaba la escuela, por imposición de su madre no dejo de acudir a la aborrecida aula rural, y, dadas su asombrosas dotes intelectuales, en poco más de tres cursos demostró que sus conocimientos ya corrían parejos a los del maestro Campos, por lo que, atendiendo a los consejos de éste, sus padres lo enviaron a los once años de edad a la escuela de la localidad de Sedano, cabeza del partido judicial al que pertenecía Sargentes de la Lora. El propósito de los progenitores y del tío de Andrés Manjón era, por un lado, apartarlo de las faenas agrícolas y ganaderas a las que parecían destinados todos los muchachos de su pueblo, y, por otra parte, conseguir que su despierta inteligencia natural le permitiera seguir muy pronto la carrera eclesiástica.

Así las cosas, en 1858 se decidió, en consejo familiar, que Andrés empezara a estudiar latín, disciplina de obligado conocimiento para quien un día habría de hacer los votos sacerdotales. Ante la falta de recursos de sus padres, fue don Domingo Manjón quien, con los escasos ahorros que había reunido a lo largo de su vida, sufragó la asistencia de su sobrino a las lecciones particulares del párroco de la cercana población de Panizares, otro maestro de la vieja escuela cuya principal máxima pedagógica era "la letra, con sangre entra". Al ser destinado este singular dómine a Cortes, una barriada de Burgos, el joven Andrés hubo de desplazarse con él hasta su nueva parroquia, pero no logró permanecer a su lado más de cuatro meses. Sin duda algunas, las pésimas experiencias escolares que vivió durante su infancia y adolescencia contribuyeron poderosamente, ya en su edad adulta, a que tomara la decisión de ensayar nuevos modelos pedagógicos ajenos a la repetición memorística y el castigo sistemático.

Por fortuna para los proyectos educativos de la familia de Andrés Manjón, en la vecina localidad de Polientes había otro preceptor de lenguas clásicas que gozaba de la entera confianza de su tío Domingo, por lo que fue enviado a dicha villa e inscrito -siempre con las aportaciones económicas del párroco de Sargentes de Lora- en las aulas del mencionado latinista, quien a su vez tenía el encargo de seleccionar a los alumnos más avanzados y con mayor vocación sacerdotal, para enviarlos al Seminario Mayor de Burgos. Así las cosas, entre 1859 y 1861 Andrés Manjón estuvo bajo la tutela de un nuevo preceptor, don Liborio, que se atenía a las mismas pautas pedagógicas de sus maestros anteriores, por lo que durante toda su estancia en Polientes continuó aborreciendo los métodos de enseñanza tradicionales y añorando su vuelta a Sargentes de Lora para dedicarse a las labores del campo. Sin embargo, su acusado sentido de la disciplina y su no menos firme autodominio le ayudaron a sobrellevar el rigor de don Liborio y a aprovechar, a su lado, todo el saber que éste pudo inculcarle. Por desgracia, el preceptor de Polientes, apegado de forma obsesiva a sus lecciones de latín, no le enseñó absolutamente nada acerca de otras materias como la Aritmética, la Geografía o la Historia, disciplinas a las que tuvo que aplicarse con gran dedicación cuando ingresó, por fin, en el Seminario.

De la mano -cómo no- de su tío Domingo, entró, en efecto, en el Seminario Mayor de Burgos en septiembre de 1861, donde al cabo de un año, y tras haber respondido con brillante suficiencia a cuantas cuestiones sobre Latín, Griego, Historia y Ciencias le formuló un severo tribunal, obtuvo la máxima calificación que se otorgaba entonces en dichos centros ("meritissimus"). Pasó entonces al seminario de San Jerónimo para cursar, durante tres años y en calidad de alumno externo, estudios de Filosofía, período durante el cual sobrevino el fallecimiento de Lino Manjón, circunstancia que sumió a la viuda y a sus cinco hijos en una grave depresión económica. Para corresponder al sacrificio familiar que suponía el coste de su educación, Andrés Manjón fue revalidando año tras año su condición de alumno "meritissimus", hasta que, ya en el tercer y último curso, se enfrentó con el profesor de leyes don Domingo Peña, quien por causas ajenas a las estrictamente académicas, decidió suspender al futuro sacerdote en la asignatura de Derecho Natural. Tras infructuosas reclamaciones ante la dirección del Seminario, Andrés Manjón no consiguió ser examinado por un tribunal imparcial, lo que le empujó a abandonar dicho centro y buscar nuevos horizontes para su vida, pues se sentía incapaz de regresar al lado de los suyos con un suspenso que consideraba una afrenta.

Acompañado por su condiscípulo Manuel Campos, abandonó Burgos y se dio a la aventura durante varios meses hasta que, prácticamente en la indigencia, retornó a la ciudad castellana para encontrarse por sorpresa con su madre, que había dejado su pequeña localidad con la intención de averiguar qué estaba pasando con su hijo, del que no le llegaban noticias. Fruto de este encuentro, y de las conversaciones sostenidas entre madre e hijo, fue el retorno de Andrés Manjón a la disciplina del seminario, para poner fin a una imprudente peripecia juvenil que, años después, le permitiría afirmar por escrito: "A un suspenso le debo lo que soy". Normalizada, pues, su situación en el seminario, renovó sin problemas su estatus de alumno aventajado y llegó a reconciliarse con don Domingo Peña, a quien no le importó reconocer que Andrés Manjón era uno de los mejores estudiantes que había conocido.

Al término de sus estudios de Filosofía y Teología en el seminario de San Jerónimo, Andrés Manjón no se creyó digno de recibir las órdenes sacerdotales y, tentado por la docencia, abrió una escuela de enseñanza secundaria en Valladolid, donde pensó poner en práctica nuevos métodos menor arcaicos que los que él había sufrido durante su andadura estudiantil. Pero la escasa afluencia de alumnos le forzó a cerrar pronto este centro y a solicitar una vacante que había en la cátedra de Derecho Romano de la universidad de Salamanca, en donde estuvo impartiendo clases durante los cinco meses que permaneció sin titular dicha plaza. Fruto de esta interesante experiencia laboral fue una carta de presentación de la universidad salmantina que le permitió, en 1874, acceder en Madrid al cargo de inspector y encargado de disciplina en el colegio de San Isidoro, empleo que le dejaba tiempo libre para estudiar en la academia de Jurisprudencia y Legislación, en la que se había matriculado tan pronto como hubo llegado a la Villa y Corte. Sin embargo, tampoco aprobó los métodos y contenidos pedagógicos que allí se impartían, lo que le llevó a abandonar pronto estos estudios. Curiosamente, la apertura en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza le causó idéntica repulsa, pues en su talante religioso y conservador no cabía la posibilidad de impartir clases al margen de dos nociones que había convertido ya en razones fundamentales de su ideología: Dios y Patria.

Tras opositar en un par de ocasiones a la cátedra de Disciplina Eclesiástica en la universidad de Salamanca, en 1879 obtuvo esta ansiada plaza docente y se despidió del alumnado y el profesorado del madrileño colegio de San Isidoro, aunque tampoco residió durante mucho tiempo en su nuevo destino, pues en 1880 se anunciaron vacantes en la Facultad de Derecho en Granada y, tras concurrir a la pertinente oposición, obtuvo allí una nueva Cátedra de Disciplina Eclesiástica. Desde entonces hasta el término de su días, Andrés Manjón permaneció constantemente ligado a esta capital andaluza, en cuyos círculos académicos y religiosos adquirió un elevado reconocimiento. Y así, el 23 de octubre de 1885 fue requerido por el Cabildo del Sacro Monte para que impartiera en su nombre clases de Derecho Canónico, con la advertencia de que, para ser admitido entre los canónigos, era condición inexcusable haber sido ordenado sacerdote. La recompensa espiritual y profesional que le brindaba este ofrecimiento impulsó a Andrés Manjón a regresar a ese camino que había dejado a un lado tras su paso por el seminario, y el 19 de junio de 1876 era ya ungido sacerdote.

Absorbido, a partir de entonces, por su dedicación docente en la universidad de Granada y por sus labores pastorales y educativas en el Sacro Monte, acometió el ambicioso proyecto por el que habría de pasar a la historia de la pedagogía nacional: la fundación de las Escuelas del Ave María, originadas, por un lado, en su contemplación diaria de los niños gitanos analfabetos que no recibían atención alguna por parte de la enseñanza oficial; y, por otro lado, en el deseo de Andrés Manjón de aplicar las más modernas técnicas pedagógicas que, sin olvidar nunca esos principios básicos -para él- de "Dios y Patria", se alejaban de la pésima educación tradicional que habían recibido, durante siglos, sucesivas generaciones de escolares españoles.

Acuñó, entonces, algunos principios didácticos y doctrinales que habrían de tener obligada aplicación en las aulas de la institución que había fundado, como "contra la ignorancia, la enseñanza", "contra la pobreza, el socorro", "contra la corrupción, la educación moral" y "contra el escándalo público, la influencia social". Además, fijó otras reglas elementales que en la actualidad pasan por ser los principales emblemas de sus postulados pedagógicos, como que la educación ha de ser una y no contradictoria; que ha ser integral; que debe comenzar desde la cuna; que debe ser gradual y continua; progresiva; tradicional e histórica; orgánica y armónica; activa por parte del maestro y del alumno; sensible; moral y religiosa; artística y manual; y que ha de valerse, en fin, del ejemplo para lograr sus fines instructivos, sin olvidar nunca la máxima latina "mens sana in corpore sano". Gran parte de este legado pedagógico quedó impreso en las abundantes obras que escribió, dirigidas tanto a los profesionales de la enseñanza como al lector común. Entre ellas, cabe citar las tituladas El maestro mirando hacia dentro (1915), Hojas Evangélicas y Pedagógicas del Ave-María, El Catequista, Tratado de Educación, El pensamiento del Ave-María, Modos de enseñar, El maestro mirando hacia fuera y Los derechos de los padres de familia en la educación de sus hijos. También escribió obras en las que dejó un sincero testimonio de su fervor espiritual, como Visitas al Santísimo Sacramento (1916); y varios tratados académicos en los que recogió su propio punto de vista sobre algunas de la materias que había impartido en las aulas universitarias, como Derecho eclesiástico (1879-1881), Instituciones de derecho canónico (1895) e Instituciones de Derecho Público Eclesiástico (1899).

El éxito de su particular sistema educacional, pronto conocido como avemariano, le animó a extender la experiencia fuera del Sacro Monte granadino, empezando por su pueblo natal, al que regresaba todos los veranos para visitar a su madre (tras el fallecimiento de ésta, acaecido en 1898, siguió acudiendo puntualmente cada estío a Sargentes de la Lora hasta 1921). Había alcanzado tal celebridad que le llovían honores y distinciones en todos los puntos del país. Así, en 1900 fue nombrado Hijo Predilecto de la ciudad de Granada, donde, cinco años después, puso en marcha una nueva iniciativa que, bajo el nombre de Seminario de Maestros, estaba encaminada a difundir entre el personal docente los métodos avemarianos. En 1909, la Diputación Provincial de Burgos le nombró Hijo Predilecto de su tierra natal, y colgó en la fachada del palacio burgalés que tiene por sede una lápida conmemorativa que se descubrió en el transcurso de un homenaje al que Andrés Manjón, por modestia, se negó a asistir.

Sí asistió, complacido, a la enorme y exitosa difusión de sus Escuelas del Ave María, que en 1918 se extendían ya por treinta y seis provincias españolas. Antes de su fallecimiento, entre los emplazados en territorio peninsular y los abiertos en numerosos países de Hispanoamérica, había registrados oficialmente más de cuatrocientos centros en los que se seguían los métodos avemarianos.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.