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HistoriaPolíticaBiografía

Juan II. Rey de Castilla y León (1405-1454)

Rey de Castilla y León (1406-1454), nacido en Toro (Zamora) el 6 de marzo de 1405, y fallecido en Valladolid el 21 de julio de 1454. Heredó el reino con apenas 21 meses, lo que llevó a una tensa regencia en su minoría de edad. Su gobierno personal, a partir de 1419, no solucionó los graves problemas estructurales de Castilla, pues entregó el poder a un privado, Álvaro de Luna, lo que ocasionó una violenta pugna política en la nobleza del reino por controlar el poder, sobre todo por la presión ejercida por los infantes de Aragón, Juan y Enrique, en la política. El llamado Seguro de Tordesillas (1439), la batalla de Olmedo (1445) y, finalmente, la caída en desgracia de Álvaro de Luna y su posterior ejecución un año antes de la muerte de Juan II, no fueron sino hitos negativos de un reinado lleno de turbulencias rayanas en la guerra civil, que acabaron lastrando también el reinado de su sucesor, Enrique IV. En la balanza positiva, su larga época de gobierno se caracterizó por un auge de las artes y las letras, aunando en su persona la capacidad de mecenazgo y ciertas cualidades literatas y musicales que hicieron posible el despegue del humanismo castellano del Cuatrocientos. Discordia política y apogeo cultural son los dos ejes donde se inserta el largo devenir de Juan II como monarca castellano.

La minoría del rey (1406-1419)

Desde mediados de 1404, cuando la reina Catalina quedó encinta tras algún aborto anterior, se dio en el entorno cortesano de Castilla un gran nerviosismo en todos sus integrantes, especialmente de Enrique III, que llegó incluso a notificar instrucciones muy precisas referentes a la manera en que el feliz natalicio debería serle comunicado. Y es que el Rey Doliente, primer y máximo sufridor de sus enfermedades, fue plenamente consciente de que sus problemas de salud le iban a causar la muerte más tarde o más temprano, de ahí que pusiera tanto énfasis en el juego de alianzas y de atomización del poder para intentar salvaguardar la integridad del reino. El fatal y esperado desenlace ocurrió en Toledo, durante la Navidad de 1406, cuando el nuevo rey no había cumplido aún los dos años de edad. Que el momento era tan esperado como previsto dan buena cuenta los dezires y poemas conservados en el Cancionero de Baena, en que se puede observar todas las esperanzas depositadas en el recién nacido. Inmediatamente, un consejo de regencia se hizo cargo de la gobernación de Castilla, consejo compuesto según el testamento de Enrique III. En él, y como es lógico pensar, tenía un papel capital la reina madre, Catalina de Lancáster, acompañada de varios nobles que habían sido de la confianza del finado monarca, como Diego López de Estúñiga, Juan Fernández de Velasco y Ruy López Dávalos. Pero el principal tutor de Juan II fue el infante Fernando, hermano de Enrique IIl y que durante mucho tiempo había sido su heredero, al faltarle al Rey Doliente descendencia. Algunos nobles castellanos llegaron incluso a pensar que el infante Fernando se debía coronar rey de Castilla y León en detrimento de su sobrino; pero el infante permaneció fiel a los designios testamentarios de su hermano y dirigió la aclamación de Juan II como rey.

El primer problema de la minoridad de Juan II fue el enfrentamiento entre los dos tutores, el infante Fernando y la reina Catalina. El pacto de la gobernación incluyó la división del reino en dos partes, pero ello no palió los continuos desacuerdos. Juan II permaneció ajeno no sólo a estos litigios, sino a los dos principales acontecimientos de su minoría de edad: la conquista de Antequera a los musulmanes (1410), dirigida por su tío el infante Fernando, y la llegada a Castilla del incendiario predicador San Vicente Ferrer (1411). En aquella época, Juan II era apenas un crío, y tampoco debió de conocer el alcance de la siguiente noticia que le afectaba directamente: en 1412, una de esas extrañas y sorprendentes resoluciones del devenir histórico significó que la candidatura del infante Fernando al trono aragonés, vacante desde la muerte sin descendencia legítima de Martín el Humano (1410), fue aceptada por los compromisarios de la Corona reunidos en Caspe, lo que significaba convertir al más poderoso noble castellano, en tierras, rentas y oficios, rey de Aragón, de la tradicional corona peninsular rival de la castellana.

Los herederos de Fernando, los llamados Infantes de Aragón, estaban situados en lo más selecto de la nobleza castellana. El nuevo monarca se había preocupado de ceder a sus descendientes parte del patrimonio que, primero, le había dejado Juan I en su testamento, además de toda la dote aportada por Leonor de Alburquerque. Por ello, aunque Alfonso, el primogénito, enseguida heredó el trono por la temprana muerte de su padre (1416), los otros hijos de Fernando I, Juan y Enrique, mantenían una extraordinaria presencia territorial en Castilla. A raíz del compromiso de Caspe y de la entronización de Fernando como monarca aragonés, Juan II debería enfrentarse a unos parientes del rey poderosos económica y territorialmente, quienes muy pronto disputarían al monarca su lugar de preeminencia en lo tocante a la gobernación del reino. En este contexto, un segundón de origen aragonés, que había encontrado acomodo en la corte de Juan II en 1408, pasó de ser el compañero de juegos del joven monarca a su mano derecha en el gobierno de Castilla: Álvaro de Luna. En junio de 1418 falleció Catalina de Lancáster, que además se había enfrentado en los últimos años de su vida a su antigua privada, Leonor López de Córdoba; la muerte de la reina madre dejó a Juan II, que era entonces apenas un adolescente, en manos de sus preceptores, los prelados del consejo de regencia, Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo, y Juan de Illescas, obispo de Sigüenza. La política filoaragonesista de éstos propició que el 20 de octubre de 1418, en Medina del Campo, Juan II se casase con la infanta María de Aragón, prima del monarca, hija de Fernando I y hermana de los infantes de Aragón, que a su vez estaban enfrentados por tomar en matrimonio a la hermana de Juan II, la bella infanta Catalina. Todas estas luchas soterradas muy pronto estallarían.

El atraco de Tordesillas y las luchas nobiliarias (1419-1430)

En el año 1419 se convocaron Cortes en Madrid con un objetivo claro: proceder a la declaración de mayoría de edad del rey, para que pudiese gobernar en solitario. Era ya Juan II aquel joven príncipe descrito por Pérez de Guzmán:

Fue alto de cuerpo, e de grandes mienbros, pero non de buen talle nin de grant fuerça; de buen gesto, blanco e ruvio, los onbros altos, el rostro grande, la fabla un poco arrebatada; sosegado e manso, muy mesurado e llano en su palabra.
(Pérez de Guzmán, Generaciones y semblanzas, ed. cit., p. 117).

El denominado partido aragonés de Castilla, formado por parte de la nobleza autóctona, como Juan Hurtado de Mendoza, Ruy López Dávalos o Juan Fernández de Velasco, además de alguno de sus más importantes prelados (en especial Sancho de Rojas), comenzó a recelar de los que antaño habían sido sus aliados. En este contexto, Álvaro de Luna supo hacerse un hueco en los temores de uno y otro bando para, con una extraordinaria habilidad política, llegar a ostentar el mayor grado de privanza en el entorno regio que jamás una sola persona haya dispuesto para sí. Pero para ello todavía tenía que resquebrajarse uno de los supuestos sobre los que Fernando I de Aragón había insistido a sus descendientes: su unión ante cualquier imprevisto.

Tras las bodas entre Juan II y María de Aragón, la hegemonía en el gobierno de Castilla del Arzobispo de Toledo, Sancho de Rojas, comenzó a declinar en beneficio de Juan Hurtado de Mendoza. Era el Primado de España el más activo agente de los infantes de Aragón, que se vieron así algo mermados en su poder político. De igual forma, la tensión entre ambos hermanos elevó sus niveles cuando el infante Enrique se sintió agraviado con respecto a su hermano Juan, que había sido prometido en matrimonio con Blanca, heredera del trono navarro. En esta tesitura, los acontecimientos se desencadenaron precipitadamente: el 14 de junio de 1420 tuvo lugar el incidente que la historiografía conoce con el nombre de atraco de Tordesillas. En él, Enrique de Aragón, evidenciando un cada vez mayor distanciamiento con su hermano Juan, decidió secuestrar a su primo, el monarca castellano, pretextando el mal gobierno de Juan Hurtado de Mendoza, en un intento por saltarse la vigilancia que Álvaro de Luna y otros nobles castellanos mantenían sobre el rey:

En esta guisa el infante don Enrrique començó de escandalizar la corte y el regno, e sembrar debates nuevos [...] E vna mañana, domingo catorce días de julio de aquel año, fue al palacio del Rey, e con él el condestable don Ruy López Dávalos, e el adelantado Pero Manrique, e Pedro de Velasco, que después fue Conde de Haro, e Pero Niño; e rompieron las puertas del palacio del Rey, e prendieron ende a Juan Furtado de Mendoza [...] e llegaron a la cámara del Rey, e el Rey aún estaba en la cama, e dormía, ca era grand mañana [...] E como el rebato e alboroto deste fecho saliese por la villa, e se dixese que avían tomado e prendido al Rey e a los que con él eran el infante e aquellos otros, començáronse de armar los unos e los otros.
(Crónica de Don Álvaro de Luna, ed. cit., pp. 36-37).

No se sabe con exactitud cuál fue la reacción de Juan II ante tamaña rebeldía, si bien el adolescente que entonces era comenzaba a dar muestras de esa dejadez con respecto a las acciones de gobierno. En efecto, la ocasión fue aprovechada por Álvaro de Luna, quien, con la ayuda de otros nobles segundones, libertó al Rey de su prisión el 29 de noviembre de 1420, ganándose el título de Conde de Santisteban de Gormaz. A partir de esta época, y con la absoluta anuencia de Juan II, el nuevo noble no dejaría de acaparar para sí títulos, rentas y oficios, gobernando de facto lo que de iure correspondía a Juan II. Así fue cómo, al decir de muchos en Castilla, el rey convirtió a su paje y compañeros de juegos en el más poderoso privado de la Edad Media hispana. Rota de esta forma la pretendida unión de los hermanos Juan y Enrique que tanto había deseado Fernando I de Aragón, Álvaro de Luna comenzó su hegemonía en la política castellana a partir de la caída en desgracia del infante Enrique tras su rebeldía por entregar a la Corona el marquesado de Villena (1421). La prisión de gran parte del partido aragonesista de Castilla en 1422 fue la primera acción directa de Álvaro de Luna contra sus enemigos, de la que salió especialmente malparado el condestable Ruy López Dávalos, el gran sacrificado por los infantes de Aragón para mantener su posición en Castilla. Juan II no tuvo ningún reparo en continuar alentando el ascenso de Álvaro de Luna concediéndole el oficio de condestable, que había ostentado hasta entonces López Dávalos.

La reacción de los infantes de Aragón supuso la amenaza de guerra entre Aragón y Castilla durante 1424 y 1425, lo que forzó a ambas partes, aragonesistas y lunistas, a tomarse una tregua en las diferentes aspiraciones de ambos bandos. En esta ocasión, Juan II intercedió en la paz para que todo el reino pudiese jurar como heredero a su hijo, el príncipe de Asturias Enrique, nacido el 5 de enero de 1425 en Valladolid. En principio, el nacimiento fue tomado con gran algarabía, pues aseguraba la sucesión y, sobre todo, dada la juventud del monarca, una infancia sin relativos avatares, a pesar de que el propio monarca, haciendo gala quizá de valentía, quizá de temeridad, no dudó en participar en las justas caballerescas que se celebraron en Valladolid para honrar el natalicio. Pero poco duró la calma, pues los infantes de Aragón, espoleados por la llegada de su hermano, Alfonso V, jugarían mejor sus cartas para conseguir de Juan II la liberación del infante Enrique (1425) y, especialmente, el primer destierro de Álvaro de Luna, obligado a retirarse a sus posesiones de Ayllón. Otra de las características como gobernante del monarca castellano es precisamente la que se muestra aquí con el destierro de su valido, y sobre todo con su temprano y posterior regreso del obligado exilio: la volubilidad de sus decisiones, que lo llevaron constantemente de un extremo a otro, como muestra de su indiferencia ante los problemas de gobierno.

Como ya se ha mencionado, Álvaro de Luna regresó a su posición en la corte en 1428, año en que los enfrentamientos se trasladaron al universo escénico de los espectáculos caballerescos, como el Paso de la Fuerte Ventura, organizado por el infante Enrique en Valladolid para agasajar a su hermana Leonor, y en las posteriores justas organizadas por su hermano, Juan I de Navarra. Todos los implicados en el juego político se entretuvieron en demostrar sus habilidades deportivas en lo que no era más que un preludio simbólico, lleno de colorido y ostentación, de las luchas que Castilla iba a conocer en el futuro más próximo, que incluyó una guerra más o menos abierta entre Castilla y Aragón (1429-1430). Este conflicto fue presentado por los acólitos del condestable Luna como la liberación del yugo aragonés sobre Castilla; es digno de mención que prácticamente ninguno de los directamente implicados (y nos estamos refiriendo sobre todo a la nobleza) consideró este aspecto como fundamental: todos intuían que, en realidad, lo que había de determinarse era la dirección efectiva, en términos políticos, de la monarquía castellana.

El gobierno del condestable Luna (1430-1441)

Las treguas de Majano (16 de julio de 1430), pero sobre todo las alianzas nobiliarias inherentes, permitieron a Castilla unos años de tranquilidad caracterizados por el omnímodo poder de Álvaro de Luna en cuestiones de tanta importancia como, por ejemplo, la política monetaria y económica. Juan II se sentía cómodo siendo gobernado por su antiguo compañero de juegos, con quien mantenía una relación de amistad extraordinaria. El fruto de estos años de bonanza fue la aparente unión de todas las fuerzas militares para reanudar la lucha contra los musulmanes asentados en Andalucía, como deja entrever la campaña de 1431 y la rotunda victoria castellana en la batalla de La Higueruela. Esta reanudación de las campañas granadinas, visible entre los años 1431 y 1436, fue vista como un verdadero intento por gastar en una empresa razonable, como era la expansión castellana, aquellas mismas fuerzas que se malgastaban en combates y pugnas internas entre la nobleza del reino. Por esta razón, todos acudieron con ilusión e ímpetu a la llamada del rey; mas al querer todos de manera individual apuntarse el mérito de lo conseguido en el campo de batalla, las disensiones comenzaron de nuevo a rodar tras el éxito, dando una efímera efectividad a la pretendida unión de todos los nobles por una causa mejor. De todas aquellas luchas el máximo reforzado fue el condestable Luna, quien, convertido en privado de Juan II, comenzó a situar a sus hombres de confianza en los puestos de privilegio, tanto del Consejo como de otros ámbitos, religioso incluido, de la vida pública del reino. Por ello, el estigma de la guerra civil cada vez se hacía más visible. De forma paralela, la embajada castellana enviada al Concilio de Basilea (1433) intentó aportar para la solución del cisma que afectaba a la Iglesia; pero, como en el resto de cuestiones, Juan II se mostró muy alejado de la preocupación que su abuelo, Juan I, y su padre, Enrique III, habían tenido con las divergencias espirituales de la Europa cristiana. A buen seguro que el rey disfrutó muchísimo más con el famosísimo espectáculo pergeñado por Suero de Quiñones en el río Órbigo: el Paso Honroso (1434).

Ajeno a los movimientos políticos del reino, como la prisión y huida del adelantado Pedro Manrique (1437-1438), las divergencias entre el ideario monárquico defendido por el condestable y las posiciones intervencionistas de los linajes nobiliarios, con el apoyo siempre evidente de Aragón, fueron puestas de manifiesto en las sucesivas rondas de conversaciones acontecidas en 1439 alrededor, principalmente, de Tordesillas. El famoso Seguro de Tordesillas, además de un momento culminante en la pugna entre monarquía y nobleza, también supuso un hito de magnitud considerable en cuanto a su influencia ideológica, significando uno de los mayores instantes de crisis de legitimidad de la institución regia. El condestable Luna volvió a ser desterrado en 1440 por sus enemigos, aunque la consecuencia más importante fue el progresivo cerco del estamento nobiliario, dirigido por los infantes de Aragón, al autoritarismo regio; Juan II, abandonado por casi todos y sin su máximo apoyo operativo, comenzó un peligroso devenir itinerante por diversas ciudades castellanas, algo más parecido a una huida, temiendo algún suceso similar al secuestro de 1420. La autoridad de la monarquía fue puesta en entredicho por la alianza aristocrática a raíz de las capitulaciones firmadas por el rey, entre marzo y septiembre de 1440, pero el programa político de la nobleza se fundamentaría con más consistencia un año más tarde, en la famosa Sentencia de Medina del Campo. Ante la reorganización de las fuerzas del condestable y la más que inminente guerra civil, Juan II decidió pactar con todos los implicados; el acuerdo de Medina, aprobado en junio de 1441, supuso mucho más que un nuevo destierro para Álvaro de Luna, pues, en esencia, el programa político de la nobleza, basado en las tesis contractuales entre el monarca y el estamento superior para los asuntos de gobierno, fue aceptado sin apenas oposición por Juan II, suficientemente debilitado por la ausencia de su privado (y de los hombres de éste), y presionado, por el lado contrario, por los infantes de Aragón, a lo que había que sumar las continuas protestas de los procuradores de Cortes por la sangría económica auspiciada por los enfrentamientos constantes. A su vez, estos acontecimientos marcaron el comienzo de la entrada en la escena política del príncipe de Asturias, Enrique, y de su privado, Juan Pacheco, marqués de Villena. A Juan II ni siquiera pareció importarle demasiado que su propio hijo se comportase en la política del reino como un noble más, socavando esa misma autoridad real que él mismo debería esgrimir en el futuro.

La batalla de Olmedo y sus consecuencias (1442-1450)

La defensa de la monarquía frente a las pretensiones nobiliarias hubo de ser resuelta en el campo de batalla. Hacia 1443 la aristocracia volvía a estar dividida, pero los enemigos del condestable tomaron la iniciativa y, en el llamado golpe de Rámaga (1443), desposeyeron de sus oficios a los partidarios de Álvaro de Luna; ante las tímidas protestas de Juan II, Juan I de Navarra y el resto de miembros del partido aragonesista “respondieron cercando al Rey en su posada para que no escapase. Camino de Madrigal, ya en agosto, Juan II cayó en una profunda tristeza” (Porras Arboledas, op. cit., p. 233). En 1444 el condestable Luna regresó con fuerza a su posición de privilegio y a comandar la postura beligerante de los intereses monárquicos, libertando al rey de su vigilancia indebida; pero el enfrentamiento era tal que ya sólo quedaba decidirlo por la fuerza de las armas. En el plano de la consolidación de la monarquía autoritaria, quizá el acontecimiento más destacado sea el juramento del Título XXV de la II Partida, efectuado, a instancias de Álvaro de Luna, en el Real dispuesto en Olmedo. La validación del autoritarismo de Juan II mediante la ley vigente, así como la derrota de la causa aragonesista en Olmedo (pero, sobre todo, la muerte del propio infante Enrique, a causa de la mala curación de una herida recibida en el campo de batalla), pareció solidificar el triunfo de las tesis de preeminencia monárquica defendidas por el condestable Luna. En Olmedo, en 1445, el camino hacia el autoritarismo Trastámara iniciado en Montiel en 1369 parecía haber culminado, pero más por mano del condestable Luna que por la firmeza mostrada por el monarca. Al menos en esta ocasión Juan II tenía motivos para la tristeza, pues su esposa, la reina María, falleció durante los meses previos a la batalla.

Entre 1446, con la firma de la concordia de Astudillo, y 1450, la posición de privanza y pseudosoberanía del condestable fue absoluta, pero también sería el principio de su caída, motivada, fundamentalmente, por un cambio de actitud acontecida tanto en su máximo valedor, Juan II, como en la nobleza castellana que le había apoyado en Olmedo pero que, tras los resultados, volvió a constituir contra Álvaro de Luna una alianza contraria a él. En primer lugar, la labor de zapa efectuada por el marqués de Villena en el ánimo de Juan II contra Álvaro de Luna hizo su efecto, comenzando el descrédito del condestable que, además, cometió un error de apreciación al imponer a Juan II un segundo matrimonio con Isabel de Avís (1447), una princesa portuguesa, cuando el monarca le había manifestado su predilección por una de las hijas del rey de Francia. En el plano nobiliario, la Liga de Coruña del Conde (1449), una de las más esclarecedoras declaraciones de cuán lejos estaban los intereses nobiliarios de apoyar una monarquía absoluta. Cabe decir que la vieja aspiración autoritaria y absolutista de la monarquía contra el programa nobiliario, basado en la preeminencia de su estamento para compartir la dirección del gobierno y el poder emanado, se convirtió en el caballo de batalla de Juan II, pero siempre a través de Álvaro de Luna, pues el monarca, como se ha dicho en repetidas ocasiones, apenas prestó atención a estos problemas. La paradoja fue mucho mayor si se tiene en cuenta que sería el poderoso condestable quien probaría de su amarga medicina, al ser ejecutado por orden directa del rey, un poder que él mismo se había encargado de alimentar con sus actuaciones políticas.

Últimos años de Juan II (1450-1454)

En 1451 comenzó una guerra abierta entre Navarra y Castilla, pues el condestable Luna, queriéndose aprovechar de los conflictos entre Carlos de Viana y su padre, el rey de Navarra Juan I, invadió el reino pirenaico con un poderoso ejército para obligar al príncipe de Viana a pactar. Pero ya la relación entre monarca y privado estaba muy deteriorada, de tal forma que tras la calma chicha de 1452, en que Juan II obvió las campañas militares de tropas castellanas en las fronteras con Navarra y Aragón, campañas que obedecían al interés del condestable Luna y no al del reino, se comenzó a preparar la caída del condestable. Paradójicamente, este distanciamiento coincidió con la llegada al mundo de la que, andando el tiempo, se convertiría en Isabel la Católica, primera hija de Juan II y de su segunda esposa. En el año 1453, el asesinato del contado Alonso Pérez de Vivero a manos de Álvaro de Luna fue la mecha que encendió la caída del condestable, cuya detención en Valladolid apenas precedió a la orden de ejecución, firmada por el otrora tímido monarca, harto quizá de más de medio siglo de gobiernos ajenos. La ejecución del condestable Luna, al tiempo que Constantinopla caía en manos de los turcos, hizo recorrer por toda Castilla un temor insospechado.

Desde ese momento, la salud quebradiza de Juan II se fue deteriorando poco a poco. Todavía tuvo fuerzas para ver nacer a un segundo hijo, el príncipe Alfonso, el Inocente que sería llamado, nacido en noviembre de 1453. Apenas medio año más tarde, en el transcurso de un viaje a Valladolid, enfermaría de fiebres cuartanas y fallecería en la ciudad del Pisuerga, el 21 de julio de 1454. En su testamento dispuso un enterramiento provisional en el convento vallisoletano de San Pablo, en tanto se acababa de construir el panteón Trastámara de la Cartuja de Miraflores, donde él había querido ser enterrado junto a todos los miembros de su linaje. El legado que dejaba a su sucesor, Enrique IV, no podía ser más sombrío: un reino hastiado durante medio siglo de guerra civil encubierta, con una nobleza belicosa y decidida a participar en los asuntos de gobierno, ante la inoperancia de rey.

Valoración historiográfica

A Juan II se le atribuye una frase que plasma a la perfección quizá no su incapacidad para regir el reino, pero sí al menos lo alejado que estaba de interesarse por los problemas de la gobernación: “Naciera yo hijo de un labrador e fraile del Abrojo, que no rey de Castilla”. El enunciado demuestra lo mucho que cansó al hombre el peso de la púrpura real que recayó sobre sus espaldas, por lo que, con respecto a la oración y como suele decirse en estos casos, se non è vero, è ben trovatto. Juan II, el ansiado heredero, es un monarca habitualmente juzgado negativamente por la historiografía, que lo ha ido elevando a lo largo de los tiempos hacia el estereotipo de pusilánime y descuidado, sin ningún interés en los asuntos de la gobernación, asuntos que prefirió dejar en manos de su privado, Álvaro de Luna, mientras él se dedicaba al ocio elitista del estamento regio, a los juegos cortesanos. El lamento de Pérez de Guzmán muestra la sorpresa de sus contemporáneos ante este inusual rasgo de la personalidad de Juan II:

Nunca una ora sola quiso entender nin trabajar en el regimiento del reino [...] Tanta fue la negligencia e remisión en la governaçión del reyno, dándose a otras obras más plazibles e deleytables que útiles nin onorables, que nunca en ello quiso entender.
(Pérez de Guzmán, Generaciones y semblanzas, ed. cit., pp. 119-120).

En opinión de L. Suárez Fernández, el inicio de diversas tutelas de minoridades, centradas alrededor de un consejo, supone el punto de arranque de la acción de la nobleza sobre el poder de dirección del reino, un inicio que, vía validos, fue una constante en el devenir político e ideológico del siglo XV castellano hasta que los Reyes Católicos acabaron con esta tendencia gubernativa. Si a ello se le suma la dejadez del rey, se obtiene la valoración absolutamente negativa que Juan II ha tenido como rey desde prácticamente los tiempos inmediatamente posteriores a su muerte. Salvo su hija, la Reina Católica, totalmente decidida a preservar la buena fama de su padre tanto como a sepultar la todavía si cabe más nefasta de su hermano Enrique. No fueron buenos monarcas los últimos Trastámara varones que reinaron en Castilla.

Para contraponer el saldo negativo, jamás fue un reino tan pródigo en poetas, literatos y hombres de letras; jamás un rey fue tan amante de juegos, justas, pasos de armas, música y espectáculo palaciegos como él. Francisco Imperial, Juan de Mena, el Marqués de Santillana, Enrique de Villena, Pérez de Guzmán, Rodríguez del Padrón, Diego de Valera, Alonso de Cartagena, todos los poetas representados en el Cancionero de Baena, y todos aquellos maestros y religiosos que, contagiados del espíritu humanista a través del concilio de Basilea, lo trasladaron hacia Castilla, todos ellos conforman la altísima nómina cultural de una época que, en palabras de Menéndez y Pelayo,

Fue brillante y magnífica en el alarde de la vida exterior, y fecunda, activa y risueña en las manifestaciones artísticas. A ella pertenecen los primores del gótico florido, tan lejano de la gravedad primitivo pero tan rico de caprichosas hermosuras; la prolija y minuciosa labor como de encajes con que se muestra la escultura en los sepulcros de Miraflores; la eflorescencia de la arquitectura civil en alcázares y fortalezas, donde se unen dichosamente la robustez y la gallardía; innumerables fábricas mudéjares en que alarifes moros o cristianos conservan la tradición del viejo estilo y llevan a la perfección el único tipo de construcciones peculiarmente español, y, finalmente, nuestra iniciación en la pintura por obra de artistas flamencos o italianos.
(Menéndez y Pelayo, op. cit., p. 18).

En todo ello tuvo mucho que ver el carácter de Juan II, más amante de las letras y de las diversiones palaciegas que del arte de gobernar, como asevera la descripción que de él realizó Pérez de Guzmán con que finaliza esta biografía del monarca castellano:

Era ome que fablaua cuerda e razonablemente e auía conosçimiento de los omes para entender cuál fablaua mejor e más atentado e más graçioso. Plazíale oýr los omes auisados e graçiosos e notaua mucho lo que dellos oýa, sabía fablar e entender latín, leýa muy bien, plazíanle muchos libros e estorias, oýa muy de grado los dizires rimados e conoçía los viçios dellos, auía grant plazer en oýr palabras alegres e bien apuntadas, e aun él mesmo las sabía bien dizir. Usaua mucho la caça e el monte e entendía bien toda la arte dello. Sabía del l’arte de la música, cantaua e tañía bien, e aun en el justar e juegos de cañas se auía bien.
(Pérez de Guzmán, Generaciones y semblanzas, ed. cit., p. 118).

Bibliografía

Fuentes

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Estudios

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Autor

  • Óscar Perea Rodríguez