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HistoriaPolíticaBiografía

Isabel I, la Católica. Reina de Castilla (1451-1504)

Reina de Castilla (1474-1504), nacida en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) el 22 de abril de 1451, y muerta en Medina del Campo (Valladolid) el 26 de noviembre de 1504. Conocida como Isabel la Católica, se trata probablemente de la reina más importante de la Historia de España.

Vida

En esta biografía se tratará realizar una aproximación a la Reina Católica en su devenir puramente vital, evitando en lo posible la relación de los acontecimientos políticos de su reinado. Es evidente que en la época en que vivió Isabel I, la otoñal Edad Media que dejaba paso al incipiente Renacimiento, resultaba de todo punto imposible separar, en cuanto a una reina, los ámbitos público y privado, así que en ocasiones se remitirá a estos mismos acontecimientos que, no obstante, se pretenden evitar. El énfasis de este recorrido biográfico, también dentro de las máximas posibilidades que las fuentes dispongan, pretende ser la rica, compleja y desbordante personalidad de Isabel como mujer y como reina, tan loada como vilipendiada, tan defendida como presa de furibundos ataques, tan estudiada como desconocida, intentando estar lo más cerca que se pueda del arquetipo virtuoso del término medio aristótelico para analizar a una de las figuras capitales de nuestra Historia.

Isabel la Católica. Bermejo. Palacio Real de Madrid.

Infancia y primeros años (1451-1461)

Isabel fue hija del rey de Castilla, Juan II, y de la segunda mujer de éste, la princesa portuguesa Isabel de Avís. En este matrimonio también engendraría Juan II al infante Alfonso, llamado el Inocente. Pero en lo que respecta a la sucesión al trono, ambos hermanos, Isabel y Alfonso, tenían por delante al primogénito de Juan II, habido en el primer matrimonio del monarca con María de Aragón: el futuro Enrique IV de Castilla, que entonces ostentaba el título de Príncipe de Asturias como sucesor de Juan II. Por esta razón, el primer rasgo a destacar en la biografía de Isabel la Católica es que no estaba destinada a reinar por no ser primogénita, sino que su futuro se encaminaba más bien a ser entregada a un matrimonio ventajoso con algún miembro de alta alcurnia, tal como solía ser costumbre entre las familias de la realeza medieval. Por ello, si Isabel consiguió reinar fue, en primer lugar, por un cúmulo de diversas circunstancias, aunque también, qué duda cabe, por su decidida actuación en pos de gobernar cuando ese abanico de sucesos le puso en bandeja la posibilidad de ser reina de Castilla y León.

El lugar de su nacimiento, la villa abulense de Madrigal, se convertiría rápidamente en el lugar donde la infanta Isabel pasó su más tierna infancia. En este sentido, los primeros lugares ligados su devenir debieron de ser el Palacio de Madrigal, construido por su padre, Juan II, así como la pequeña iglesia de San Nicolás de Bari, donde la infanta fue bautizada. Sin embargo, cuando Isabel apenas contaba con tres años de edad, falleció su padre (1454), quedando ella y su hermano Alfonso al cuidado de su madre, Isabel de Avís, quien había sido investida como tutora de los pequeños infantes a través del testamento del fallecido monarca. También en estas disposiciones paternas quedaban nominados los tres personajes que se encargarían de la educación de los pequeños: dos clérigos, fray Lope de Barrientos y el prior Gonzalo de Illescas; y un laico, el camarero Juan de Padilla. A todos ellos se le unió Gonzalo Chacón, antiguo criado del Condestable Álvaro de Luna como administrador de esta recién nacida corte de la reina viuda, que, al contrario de la habitual itinerancia de las cortes medievales, contó con una sede fija en otra villa abulense: Arévalo. Allí fue donde Isabel tomó contacto con el que sería su preceptor: fray Martín de Córdoba, que escribió después de 1468 el Jardín de nobles doncellas, un tratado que, como el mismo autor explica, estaba dirigido a la "generación e condición, compusición de las nobles dueñas; en especial, de aquellas que son o esperan ser reinas" (ed. cit., p. 68). Resulta complejo saber hasta qué punto influyeron las ideas de fray Martín en la princesa Isabel, pero, desde luego, muchos de los puntos aconsejados en el Jardín fueron luego puestos en práctica por la reina, en especial los relativos a la piedad y a la caridad, como se verá más adelante.

El investigador que más se ha aproximado a la educación de Isabel, el profesor N. Salvador Miguel, sostiene con razonables argumentos que, por influencia materna, la futura Reina Católica debió de aprender a hablar portugués, destacando este bilingüismo por encima de las escasas noticias de que disponemos durante los años de formación de la reina. Así pues, hasta el traslado de Isabel y Alfonso a la corte de Enrique IV en 1461, por orden de su hermano el rey (y parece que por influencia de la esposa de Enrique IV, la reina Juana), en Arévalo fue donde Isabel aprendió los rudimentos educativos, es decir, lectura, escritura y cálculo; quizá esta enseñanza se viese acompañada de algunas otras materias bien consideradas para la educación femenina medieval, como eran la música y la danza. Y, en cualquier caso, el conocimiento de la doctrina cristiana formó parte esencial de esta primera etapa en la vida de la futura reina.

Las turbulencias en la corte de Enrique IV (1461-1465)

Como ya se ha comentado en el apartado anterior, en el año 1461 los dos pequeños infantes, Isabel (con 10 años de edad) y Alfonso (7 años), pasaron a residir en la corte itinerante de su hermano, el Rey Enrique IV de Castilla y León. Acostumbrada a la tranquilidad y reposo de Arévalo, los primeros contactos de Isabel con el entorno cortesano regio que más adelante presidiría no debieron de ser demasiado positivos. 1461 fue el año en que comenzó la andadura política de un personaje clave en la época: Beltrán de la Cueva, Mayordomo mayor de la casa regia. En ese mismo año la reina Juana, segunda esposa de Enrique IV, anunció que se encontraba encinta; no tardaron en precipitarse todo tipo de habladurías palaciegas y cortesanas acerca de que era el Mayordomo don Beltrán, el supuesto amante de la reina Juana, el verdadero padre de aquella criatura. Isabel seguramente conoció estos rumores en los corrillos de la corte, aunque no se puede saber a ciencia cierta qué podía pensar entonces la infante de su sobrina Juana, más conocida con el apelativo de La Beltraneja, a la que pocos años más tarde la propia Isabel acabaría apartando del trono castellano en su propio beneficio.

Juana fue reconocida como hija legítima de Enrique IV y jurada como heredera del trono en 1462. Las tensiones políticas y cortesanas se elevaron al establecerse una facción contraria a los intereses de Juana, encabezada por el antiguo privado del rey, el intrigante Juan Pacheco, Marqués de Villena, ayudado por su hermano, el Maestre de Calatrava Pedro Girón. Tras dos años de constantes tiras y aflojas, en 1464 varias entrevistas nobiliarias acaecidas en Cigales y Cabezón acabaron por delimitar dos bandos políticos en Castilla: uno, a favor de Enrique IV, encabezado por don Beltrán y por el poderoso linaje Mendoza; otro, en contra de Enrique IV, que dirigían precisamente los citados hermanos, Pacheco y Girón, ayudados por su tío, Alonso Carrillo, el todopoderoso Arzobispo de Toledo. Resulta complejo averiguar el impacto que todos estos sucesos políticos tuvieron en la infanta Isabel, y en especial qué tipo de tratos, qué tipo de conversaciones pudiera Isabel haber tenido con estos personajes citados, que se convertirían en claves, a favor o en contra, de su posterior candidatura al trono de Castilla.

De la Farsa de Ávila (1465) al Pacto de los Toros de Guisando (1468)

El 5 de junio de 1465 tuvo lugar el incidente que la historiografía conoce con el nombre de Farsa de Ávila: ciertos miembros de la nobleza castellana, principalmente los tres mencionados arriba como directores del bando contrario al monarca legítimo, llevaron a cabo en un cadalso de la capital abulense una escenificación figurada de un monigote vestido con los atributos regios (corona, cetro y estoque), deponiéndole como rey de Castilla y alzando en su lugar al infante Alfonso, que quedó convertido en Alfonso XII, Rey de Castilla, a quien enseguida muchas ciudades reconocieron como legítimo monarca respondiendo afirmativamente a la rebelión. Se inauguraron así tres años de guerra civil promovidos por la bicefalia en la monarquía, puesto que otros nobles y bastantes ciudades permanecieron leales a Enrique IV. La segunda batalla de Olmedo (1467), librada entre ambos bandos, no solucionó el conflicto desde el punto de vista militar, sino que todo se trataba de solucionar a base de pactos, acuerdos y negociaciones entre los principales implicados, sobre todo el intrigante Marqués de Villena, que jugó siempre a dos bandas. Durante este conflicto, Isabel permaneció al lado de su joven hermano, pero en teoría ajena a los derroteros políticos y a las conspiraciones efectuadas. Pero, desde luego, cuando su nombre saltó al primer plano de la controversia fue tras el 5 de julio de 1468, después de que falleciese su hermano Alfonso en Cardeñosa (Ávila), víctima de la peste (aunque fueron muy grandes las sospechas por envenenamiento).

En 1468 la infanta Isabel tenía 17 años; había quedado huérfana de padre a los 3 años y había sufrido con paciencia y comprensión, durante su vida en Arévalo, las crisis de su madre, afectada de problemas de salud mental. Asimismo, conoció durante este tiempo los vaivenes de la corte de Enrique IV, las luchas políticas y la tensión cortesana, siendo una segunda madre para su hermano, el tristemente fallecido Alfonso. Por ello, cuando tras el verano de 1468 todas las miradas del bando contrario a Enrique IV se dirigieron hacia la infanta Isabel, la joven princesa dio muestras de una madurez encomiable en todas las decisiones tomadas, además de poner sobre la mesa de las negociaciones sus virtudes personales. Así, ante la escandalosa vida de la reina Juana (que, en aquellos momentos, como ejemplo de su licencioso devenir, se acababa de fugar de su residencia-prisión de Alaejos con su último amante, Pedro de Castilla), Isabel representaba el recato y la sencillez de una doncella con profundas convicciones morales y espirituales. Ante los diferentes rumores que afectaban a la paternidad de la infanta Juana, Isabel mostraba siempre su devoción (y la demostraría durante toda su vida) hacia sus progenitores, Isabel de Avís y Juan II. Y, por supuesto, ante las continuas dudas, vacilaciones y vaivenes de Enrique IV con respecto a la sucesión, Isabel, aun con toda su prudencia, mantuvo una firme voluntad de gobernar, presentándose como garantía de la paz social ante aquellos miembros de la nobleza castellana enemigos de Enrique IV, especialmente el Arzobispo Carrillo y el Marqués de Villena. Tras algunas reuniones de tanteo entre ambas partes, finalmente la princesa Isabel se trasladó desde Cebreros hasta Toros de Guisando: ante los milenarios astados ibéricos, Enrique IV declaró a su hermana Isabel como su legítima sucesora en los reinos de Castilla y León (véase: Pacto de los Toros de Guisando).

La boda con Fernando del Católico (1469)

Aunque todo parecía favorecer la sucesión de Isabel en el trono, la Contratación (como la denominó el profesor J. Torres Fontes) de Toros de Guisando, los reveses sufridos por Enrique IV en las Cortes de Ocaña (1469), y quizá también sus propios arrepentimientos personales, devolvieron la inseguridad a la medida, sobre todo por la carta que quiso jugar Enrique IV: el matrimonio de Isabel, que no podía casarse sin el consentimiento de su hermano. No era cuestión novedosa: ya en 1466, en plena confrontación entre alfonsinos y enriqueños, Enrique IV había pactado con el Marqués de Villena, Juan Pacheco, el matrimonio entre sus propios hermanos, es decir, la infanta Isabel y Pedro Girón, Maestre de Calatrava. En esta ocasión, conforme a las noticias proporcionadas por las crónicas castellanas, Isabel aceptó su destino a regañadientes, pasando

un día y una noche sin comer y en contemplación, pidiendo a Dios que o el Maestre o ella muriesen, antes que se verificase el casamiento.
(Palencia, Crónica de Enrique IV, I, pp. 203-204, nota)

Las plegarias de la princesa fueron favorables para su destino, toda vez que el Maestre Girón falleció de una inesperada postema y liberó a Isabel de un compromiso que no deseaba. Por estos motivos, se adivina un cambio de actitud en ella a partir de esos momentos, puesto que tomó personalmente la decisión de su matrimonio, entendiendo que el Pacto de los Toros de Guisando únicamente le obligaba a consultar con su hermano Enrique IV quién sería el elegido, pero reservándose ella la decisión final. No es de extrañar, pues, que Isabel rechazase los matrimonios propuestos por su hermano, tanto con Carlos Berry, Duque de Guyena y hermano del rey de Francia, como con Alfonso V, Rey de Portugal, que fue el que más empeño puso en realizar Enrique IV. Por ello, el monarca montó en cólera cuando tuvo constancia de que dos embajadores del Arzobispo Carrillo, Gutierre de Cárdenas (criado de la infanta Isabel) y Alonso de Palencia (el famoso cronista, enemigo encarnizado de Enrique IV), habían viajado hacia Aragón para negociar con el rey Juan II el matrimonio entre la princesa de Castilla y su hijo, Fernando. En enero de 1469, Juan II firmó con los embajadores castellanos el Acuerdo de Cervera por el cual quedaba comprometido el matrimonio en ventajosas condiciones para ambos cónyuges, reservándose a Isabel la sucesión legítima en los reinos de Castilla y León. Fernando de Aragón tuvo que viajar casi de incógnito a Castilla y, tras sortear algunas dificultades, llegaría a Valladolid, donde por fin ambos futuros esposos se conocieron. El 19 de octubre de 1469, en el palacio que la familia Vivero poseía en la villa vallisoletana, se celebró un enlace casi en secreto, con escasos asistentes y con muy poco apoyo de las familias de la nobleza del reino. La importancia de este acontecimiento en el devenir de la historia peninsular se demostró a posteriori, puesto que en su época el suceso pasó a las crónicas sin demasiada incidencia, como se puede apreciar en la parca información que suministra del regio enlace el cronista Alonso de Palencia:

Retiróse aquella noche D. Fernando a las casas del Arzobispo, y al día siguiente, 19 de octubre, volvió a las de Juan de Vivero, morada de la Princesa, donde antes de celebrar el sacrificio se leyeron nuevamente las capitulaciones de los esponsales y la protestación ya hecha; pasóse el día en danzas y públicos regocijos, y al fin se dispersó la multitud para dejar que los Príncipes se recogiesen a su cámara. Siete días duraron las fiestas y fuegos, acudiendo juntos los Príncipes a la colegial de Santa María, para recibir las bendiciones, según costumbre católica.
(Palencia, Crónica de Enrique IV, I, p. 297).

El reinado de los Reyes Católicos.

Isabel y Fernando se casaron casi en secreto, pues Enrique IV, hermano de la princesa, no habría autorizado la boda, por lo que el novio llegó a Castilla oculto y escoltado por Gómez Manrique, uno de los caballeros leales a la causa isabelina. Pero además, es obligado referirse a la dispensa pontificia necesaria para el enlace, puesto que el Papado tenía que autorizar el matrimonio de Isabel y Fernando al ser los contrayentes primos en segundo grado; para ganar tiempo y que la boda pudiera realizarse, el Arzobispo Carrillo, el verdadero artífice de esta boda por su decidido enfrentamiento con Enrique IV, no tuvo el menor inconveniente en manipular una bula falsa que fue la que dio validez legal al matrimonio. La auténtica bula de dispensa pontificia llegaría algún tiempo más tarde, quizás para dejar sin argumentos a quienes pensasen acusar al matrimonio de ilegítimo. Todos los implicados en las alianzas políticas que conllevaba la boda estuvieron de acuerdo en que la rapidez en su celebración era clave, en especial el Arzobispo Carrillo. Isabel, por el contrario, debió de permanecer ajena a este tipo de disposiciones legales y, en especial, a la falsificación de la bula.

El camino hacia la coronación (1470-1474)

En una reunión celebrada con sus notables en Valdelozoya durante 1470, Enrique IV volvió a declarar como su legítima heredera a su hija Juana, a quien planeó casar con varios de los candidatos rechazados por Isabel. Pero la lógica reacción del rey en contra de la boda celebrada por su rebelde y díscola hermana no sorprendió al bando isabelino, que contratacó de la manera más favorable a sus intereses, esto es, volviendo a la representación de Isabel como una virtuosa dama, en contra de la ilegitimidad de Juana la Beltraneja, la vida licenciosa de la reina Juana y, por supuesto, la impotencia de Enrique IV para engendrar hijos. En este sentido, la princesa Isabel continuaba ofreciendo a sus partidarios, con generosidad nada calculada, los mimbres necesarios para aquilatar esta imagen de doncella devota y virtuosa: en Dueñas (Palencia), el 1 de octubre de 1470, la futura Reina Católica fue madre por vez primera, de una niña a la que llamó también Isabel. Entre las sombras que teñían de oscuridad las decisiones políticas y la vida familiar de Enrique IV, Isabel apareció como una luz a ojos de las familias de la nobleza castellana, que poco a poco fueron prestando su apoyo a la princesa. Igual sucedió con los diversos reinos europeos cuyos legados fueron visitando al Arzobispo Carrillo entre 1471 y 1472, como Borgoña, Francia e Inglaterra. Pero tal vez el acontecimiento cumbre fue la llegada de Rodrigo de Borja (futuro Papa Alejandro VI) como legado pontificio en el año 1473; a su llegada a Valencia fue recibido por el propio Fernando el Católico, mientras que en Alcalá de Henares tanto la princesa Isabel como el Arzobispo Carrillo se desvivieron por alcanzar lo que finalmente lograron: el apoyo del Papado a los planes de Isabel para reinar. Lo más digno de destacar es que la pretensión de la infanta no se hizo de forma belicosa y bajo la ambición sin medida de la nobleza, como en otras ocasiones, sino que Isabel hizo oídos sordos a las propuestas de sedición violenta para preferir una prudencia realmente asombrosa, que fue, a la postre, lo que provocó que su causa ganase las voluntades nobiliaria y popular al tiempo. Andrés de Cabrera, futuro Marqués de Moya y entonces alcaide del Alcázar de Segovia a favor de Enrique IV, describía a la perfección esta prudencia, tan innata como calculada, de Isabel:

La virtud y modestia de la Infanta nos obligan a esperar que os será muy obediente y que no tendrá más voluntad que la vuestra, ni alentará la ambición de los Grandes, pues a no tener este deseo no hubiera rehusado el título de Reina, que la ofrecían, conociendo que fuera sin razón quitaros lo que os toca, contentándose con el de Princesa, que a su entender la pertenece.
(Paz y Melia, El cronista Alonso de Palencia..., p. 322).

El 11 de diciembre de 1474 Enrique IV, que ya había pasado el último año muy enfermo, falleció en la villa de Madrid. Isabel se hallaba en Segovia, ciudad enriqueña por antonomasia y en cuyo alcázar descansaba la cámara del Tesoro Real, y no tuvo reparos en representar una maniobra parateatral con respecto a su coronación, que ya llevaba algún tiempo preparando pues Isabel era consciente en grado sumo que el golpe de efecto sobre el reino se incrementaría en proporción directa a la rapidez con que la coronación se llevase a cabo. El 13 de diciembre, debajo de los ropajes de luto por las exequias de su hermano, Isabel llevaba los vestidos de gala, con los que poco después comenzó la ceremonia como recoge el acta notarial del acontecimiento, registrada por Pedro García de la Torre:

Estando en la plaza Mayor d’esta dicha ciudad la dicha señora Reina, en un cadalso de madera que estaba hecho en el portal de la dicha iglesia contra la dicha plaza, y sentada en su silla real, que ende estaba puesta [...] declaró ciertas razones, por donde decía pertenecer a la dicha señora Reina la sucesión y herencia y derecho de reinar en estos dichos reinos de Castilla y de León; y la propiedad d’ellos como a legítima hermana y universal heredera del dicho señor Rey don Enrique, por haber pasado de esta presente vida sin dejar hijo ni hija que pueda heredar estos dichos reinos, como dicho es. Y el dicho señor Rey, reconociendo aquesto, la hubo intitulado y jurado por Princesa y su legítima heredera de estos dichos Reinos, para después de sus días, en un día del mes de setiembre del año que pasó del Señor de mil quatrocientos sesenta y ocho [...] Y echada la confesión del dicho juramento, respondió Su Alteza: "Sí, juro". Amén.
(Proclamación de la Reina Isabel..., f. 2r).

Por parte de Isabel, la cuestión estaba clara: Juana no era hija legítima del rey Enrique, y como tal éste lo había reconocido en Guisando, nombrándola a ella legítima heredera. Por ello, no tuvo reparos en coronarse con rapidez, exigiendo a todas las ciudades de Castilla que mandasen procuradores a Cortes y que la reconociesen como legítima reina. Andrés de Cabrera, el alcaide de Segovia, le abrió el alcázar para que Isabel dispusiese del tesoro regio. La maniobra había surtido efecto y poco a poco comenzó a escucharse por el reino el clamor habitual en este tipo de situaciones: "¡Castilla, Castilla por la reina Isabel!"

Pacificación del reino (1474-1480)

La rapidez de la coronación hizo brotar tensiones en el reino, pues algunas ciudades negaron su obediencia a Isabel hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Además, estas tensiones llegaron hasta el propio matrimonio, ya que Fernando de Aragón, enterado de la coronación de su mujer, cabalgó velozmente hacia Segovia, donde entró el 2 de enero de 1475 con el objeto de negociar contractualmente la situación. El acuerdo entre ambos esposos y sus asesores es conocido con el nombre de Sentencia Arbitral de Segovia, en la que básicamente todos salieron contentos: los castellanos, porque se aseguraban que Fernando de Aragón (que para ellos era un rey extranjero, no se debe olvidar) no ejercería el poder en solitario, sino siempre de acuerdo con Isabel. El rey, por su parte, se aseguró también que su esposa no pretendía apartarlo de la gobernación, sino que siempre la dirección de los asuntos políticos sería compartida. Isabel, por su parte, aceptó figurar detrás de su esposo en la intitulación oficial, pero a cambio de que el reino de Castilla antecediera al de Aragón. Además, poco después se abogó por la fórmula conjunta "el rey e la reyna", utilizada con profusión en la vida castellana para hacer alusión a la fortaleza e indivisibilidad de la monarquía. De hecho, como recoge Suárez Fernández (Fundamentos de la monarquía, p. 17), a Hernando del Pulgar se le atribuye una chistosa anécdota, pues fue severamente reprendido por no utilizar la frase "el rey e la reyna", de modo que el cronista se vengó de la regañina redactando años más tarde "en este día, el rey e la reyna parieron una hija".

Bromas aparte, y aun cuando los acontecimientos de Segovia (coronación y Sentencia Arbitral) habían supuesto un aldabonazo de confianza en la reina Isabel para comenzar su tarea de gobierno, los problemas muy pronto iban a trasladarse al campo de batalla. Alfonso V de Portugal (quien, como se ha visto, fue rechazado por Isabel como marido), decidió casarse con Juana la Beltraneja y esgrimir así sus derechos al trono castellano en contra de la Reina Católica. El monarca luso, además, contó con el apoyo de la nobleza contraria a Isabel, como los Pacheco y los Estúñiga, pero sobre todo con los nobles segundones, que aspiraban a un nuevo (y beneficioso para sí) reparto de mercedes tras una hipotética victoria del invasor. Con todo, lo que sin duda más debió de doler a Isabel fue que quien hasta entonces había sido su máximo valedor, su mejor consejero y su mentor en el campo político, el Arzobispo Carrillo, pasase a defender los intereses de Juana y Alfonso, en un inexplicable cambio de actitud que ni siquiera los ruegos de la Reina Católica pudieron variar. Pedro González de Mendoza, entonces Obispo de Sigüenza, sustituyó a Carrillo como cabeza rectora del partido isabelino, y no tardaría mucho tiempo más en alcanzar el mismo arzobispado toledano, a la muerte de su rival, el belicoso Carrillo. Durante aproximadamente cinco años, entre 1475 y 1480, bajo la apariencia de una guerra luso-castellana, en realidad Castilla vivió una guerra civil encubierta, una continuación de los problemas habidos durante el reinado de Enrique IV. La pericia militar del Rey Fernando, así como el progresivo abandono de la nobleza que apoyaba a Alfonso y a Juana, fueron los causantes de las progresivas victorias castellanas en las batallas de Toro (1476) y de La Albuera (1479). Finalmente, el Tratado de Alcaçovas-Toledo (1479) ponía fin al conflicto mediante la paz entre Portugal y Castilla.

Los Reyes Católicos con su hija Juana.

Desde la perspectiva personal de la reina Isabel, los años de conflicto se caracterizaron por una frenética actividad viajera por todo su reino, queriendo estar al corriente de todo cuanto ocurría en primera línea de fuego; asimismo, cabe recordar que durante esta época Isabel fue madre por dos veces más: en Sevilla, el 30 de junio de 1478, nació el príncipe Juan, heredero de las Coronas de Aragón y de Castilla por ser hijo varón, mientras que en Toledo, el 6 de noviembre de 1479, nació doña Juana. El parto del príncipe Juan fue muy dificultoso y se temió incluso que la reina pudiese abortar, debido con toda seguridad a la fatiga acumulada por los viajes. Recuérdese que en Castilla y León, según norma adoptada por el rey Pedro I, era necesario que varios testigos estuviesen presentes en los partos de la reina; Isabel, que siempre se caracterizó por su pudor exquisito, acordó entonces una novedosa costumbre que relata el cronista Hernando del Pulgar:

Guardava tanto la continençia del rostro que aun en los tiempos de sus partos encubría su sentimiento, e esforçávase a no dezir ni mostrar la pena que en aquella hora sienten e muestran las mugeres.
(Pulgar, Crónica..., I, p. 76)

El velo con que Isabel la Católica cubría su rostro en los partos fue una muestra de su fama de pureza, que sería recordada en la posteridad, así como su facilidad para los partos y la relativa ausencia de dolor con que los llevaba a cabo (cf. Junceda Avello, I, pp. 35-45). Isabel, cuando aún no había llegado a cumplir treinta años, tuvo que compartir las tareas propias de madre y de reina, y desde luego, con el paso de los años, da la impresión de que dispuso de energía suficiente como para desarrollar ambas funciones con éxito.

La reorganización interior (1480-1491)

La configuración de la nueva monarquía.

Seis años más tarde de su coronación en Segovia, las Cortes celebradas en Toledo durante 1480 suponen un hito histórico, al llevar a cabo todo un ejercicio de exaltación autoritaria de la monarquía isabelina. Además de visitar las obra de la Iglesia de San Juan de los Reyes, verdadero panegírico en piedra de la propaganda política isabelina, la reina realizó dos maniobras impecables: la primera, la jura solemne del príncipe Juan como heredero de los reinos de Castilla y León. Al legitimar la sucesión, el reino también estaba aceptando la legalidad de la Reina Católica como monarca. La segunda maniobra realizada por Isabel I en Toledo fue la de reorganizar la deuda pública y recortar los privilegios económicos que la nobleza tenía de la monarquía desde los tiempos de sus hermanos, Enrique IV y Alfonso XII. No fue la única acción tomada por Isabel para regular la proverbial belicosidad de la nobleza castellana: después de la guerra, ofreció el perdón a los nobles rebeldes, lo que muchos aceptaron; pero si no aceptaban, eran juzgados con todas las consecuencias. Por este motivo, Isabel acabó consiguiendo la obediencia de linajes como los Pacheco y los Estúñiga, y no tuvo reparos en desplazarse hacia Andalucía durante la década de los 80 para poner orden y finalizar las luchas de bandos entre los nobles de la región. Ora con cariñosas recomendaciones, ora con firme autoridad, Isabel acabó con las resistencias nobiliarias y con las luchas que mantenían el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Cádiz. La política de Isabel no fue ni mucho menos antinobiliaria, pues enriqueció a muchos de ellos continuando con las mercedes donadas por sus antecesores, los otros monarcas de la dinastía Trastámara, pero siempre trató de mantenerlos al margen de la línea de gobierno, marcada por el fuerte autoritarismo de la monarquía. Este fortalecimiento de la autoridad monárquica en contra de la intervención de los nobles en el gobierno partía de una concienzuda convicción personal de Isabel, que creía totalmente en que ésa era la única solución a los problemas endémicos del reino de Castilla. Como ejemplo ilustrativo, se suele otorgar veracidad a la anécdota según la cual la Reina Católica, en otra cámara de la Corte, escuchaba impávida cómo un miembro de la nobleza trataba a Fernando el Católico con excesiva familiaridad. Sus servidores, para intentar tranquilizarla, le dijeron que se trataba del Almirante Fadrique Enríquez, primo del rey, y de ahí el trato cordial, a lo que Isabel respondió: "El rey no tiene primos, sino vasallos" (Hechos y dichos..., p. 47).

El otro aspecto destacado de esta reconducción de la belicosidad de la nobleza fue que redundó en la presentación de la imagen de Isabel I como una reina amante de la justicia, convirtiéndose en el principal motivo de su popularidad entre el pueblo llano, que, hastiado de los desmanes cometidos por los nobles en reinados anteriores con la anuencia de los reyes, veía cómo su nueva reina, Isabel, recortaba las cesiones económicas a los nobles, ajusticiaba a los rebeldes (como el mariscal Pardo de Cela, principal culpable de las Guerras Irmandiñas en Galicia) y creaba instituciones para proteger a los más desfavorecidos de las conocidas malfetrías feudales, como la Audiencia y la Chancillería, además de extender el nombramiento de corregidores en todas las ciudades. Desde 1476, en plena guerra contra Portugal y en el mismo año de levantamiento popular de Fuenteovejuna (inmortalizado teatralmente por Lope de Vega años más tarde), Isabel I reagrupó todas las Hermandades viejas en la Santa Hermandad, especie de policía de vigilancia rural, que no sólo cumplió con creces su principal cometido, sino que se mostró también como un apoyo popular de gran calado en la política de seguridad de Isabel la Católica. La reina fue muy inteligente acogiéndose al tan querido y medieval tópico del rex iudex, personificando como pocos gobernantes lo han sido en la historia de España a la justicia en su territorio, aquella persona a quien cualquiera podía recurrir para solventar una injusticia. En 1484 se imprimieron las Ordenanzas de Castilla, puestas al día y revisadas por el prestigioso jurista Alonso Díaz de Montalvo. Aunque es indudable que la preocupación de Isabel era real, como se deriva de ésta publicación y de otras medidas ya comentadas, desde luego que la reina supo recoger los frutos propagandísticos de la máxima establecida por Nicolás Maquiavelo: "Gobernar es hacer creer". Por ejemplo, durante su visita a Sevilla en estos años, tenían lugar actos como el siguiente:

Los viernes la reina se sentaba, bajo un dosel, a la puerta de los reales alcázares para que cualquier súbdito pudiera acudir a presentar sus quejas. Puro teatro, porque las sentencias eran preparadas por los jueces experimentados del Consejo, pero teatro popular al fin, como el de las procesiones cívicas con ocasión de la entrada del rey o del bautismo del heredero en la catedral. Para la Monarquía es el ceremonial revestimiento indispensable.
(Suárez Fernández, Claves históricas..., pp. 60-61).

En 1481, continuando con la frenética actividad viajera de la reina, llegó el turno de su primera estancia en Aragón, reino del que era titular su esposo Fernando desde dos años antes (1479), cuando falleció Juan II. En 1481 Isabel fue nombrada corregente de Aragón, ya que, al contrario que Fernando (que sí fue, con pleno derecho, rey de Castilla), a Isabel no le quedó homónimo rango de derecho en Aragón, aunque sí lo obtuvo de hecho. La relación entre Isabel la Católica y el reino aragonés no fue fácil: el tradicional pactismo de la Corona aragonesa, donde las Cortes acostumbraban a demorar las decisiones reales hasta que no se llegaba a un acuerdo conjunto de todos los estamentos del reino, no congeniaba bien con el autoritarismo de la reina castellana, que veía en las Cortes un elemento de consulta, jamás un organismo que frenase la autoridad del rey. Por ejemplo, se otorga cierta veracidad a esta anécdota: en 1498, cuando las Cortes reunidas en Zaragoza eran reticentes a la jura de la princesa Isabel, Reina de Portugal, como heredera del trono aragonés, la Reina Católica mostró su malestar diciendo: "Si Aragón no es nuestro, tendremos que conquistarlo". (Recogido por Llanos y Torriglia, op. cit., p. 242).

En 1482 Isabel y Fernando ya estaban de regreso en Andalucía, alertados por la pérdida de Zahara; este acontecimiento, aparentemente sin más importancia, encendió la chispa para que se reanudase la guerra de Granada. El día 29 de junio del mismo año, durante una estancia en Córdoba, Isabel rompió aguas y tuvo que ser asistida por sus médicos. Aunque la reina estaba embarazada de gemelos, finalmente sólo el primer vástago pudo vivir, pues el segundo nació muerto. Se trataba de la princesa María, nacida en plena efervescencia reconquistadora, cuando la idea de recuperar Granada comenzó a acompañar el devenir de su madre. También es el caso de la hija menor de los Reyes Católicos, Catalina, nacida en Alcalá de Henares el 15 de diciembre de 1485. La reina Isabel, que contaba entonces con 34 años, puso fin a su andadura maternal con la pequeña Catalina. Pero lo más evidente de todas esta época fue que los preparativos para la guerra de Granada constituían el fin más ansiado de la reina, como se deriva de esta poesía de tintes mesiánicos que dedicó Pedro de Cartagena a la Reina Católica:

Por que se concluya y cierre
vuestra empresa començada
Dios querrá, sin que se yerre,
que rematés vos la R
en el nombre de Granada,
viendo ser causa por quien
llevan fin los hechos tales,
no’starés contenta bien,
hasta qu’en Jerusalem
pinten las armas reales.
(Cancionero general, 1511, f. 88r).

El año pletórico: 1492

La conquista de Granada

Objetivos y logros de la actuación real.

En 1482 la reina Isabel tuvo que hacer frente a la fracasada toma de Loja, en la que las tropas dirigidas por su esposo el Rey Católico fueron rechazadas por los musulmanes. Pero a partir de ahí, la reconquista comenzó a ser favorable a los cristianos: en 1483 hicieron prisionero a Boabdil el Chico en la batalla de Lucena, mientras que en 1484 fueron conquistadas Álora y Setenil, y en 1486 por fin Loja cayó en manos cristianas. A partir de este momento, las sucesivas conquistas de Málaga (1487), Baza y Almería (1489) dejaron el antiguo reino de Granada reducido a la urbe del Darro y a su área más cercana. En 1491 se construyó el campamento de Santa Fe, a escasas leguas de Granada, desde donde Isabel y Fernando dirigían la maquinaria bélica en contra de los musulmanes. Es evidente que, en esencia, la dirección militar del asunto corrió a cargo del Rey Católico; pero Isabel no se limitó a esperar acontecimientos en Santa Fe, sino que quiso ser de utilidad (tal como ya hiciese en el asedio de Toro, en 1476) y se preocupó no sólo de dar cobertura espiritual a los guerreros mediante rezos con sus damas, sino que tuvo especial insistencia en crear, proveer y ordenar los hospitales de campaña, para que se atendieran a enfermos y heridos de guerra, como resalta este texto, un anónimo Sermón en alabanza por la conquista de Granada (1492):

¿Quién nunca vido reyes usar de tanta piadad y misericordia con los pobres aflitos que toviesen continuo en sus reales hospital proveído de todas las cosas nesçesarias para remedio de los pobres enfermos y feridos? ¿Quién nunca vido reina que diese las mulas de su real persona y de sus damas para que truxesen a los pobrezicos enfermos y feridos que estavan postrados en el canpo sin ningund remedio? ¿Quién nunca vido reina tan cristianíssima que toviese monesterio de mugeres fijas de algo en su casa, so tanta clausura y observançia donde, durante todo el tienpo de esta santa guerra, se ofresçieron a Dios continuas plegarias y oraciones, con muchos ayunos y abstinençias, como en el más estrecho monesterio del reino?
(Delgado Scholl y Perea Rodríguez, ed. cit., p. 25).

Finalmente, tras la firma de unas capitulaciones pactadas con Boabdil, el 2 de enero de 1492 los Reyes Católicos entraban en Granada. En principio, las capitulaciones fueron benignas para con los musulmanes granadinos, que contaron además con el apoyo de fray Hernando de Talavera, hombre tolerante y abierto, antiguo confesor de Isabel, nombrado por ella primer Arzobispo de Granada. El gobierno quedó en manos de otro gran colaborador de Isabel: Íñigo López de Mendoza, Conde de Tendilla, que había destacado asimismo en la guerra de Granada. De común acuerdo entre Isabel y Fernando, Granada fue incorporado a la corona de Castilla, completándose así la secular empresa de Reconquista. A ojos populares, esas Españas que había habían permanecido separadas desde hace siglos volvían a unirse, primero con la boda de Isabel y Fernando uniendo Castilla y Aragón, y luego conquistando Granada. Cronistas en sus crónicas, poetas en sus versos, predicadores en sus sermones y artistas en sus obras no se cansaron entonces de presentar a Isabel la Católica como la enviada mesiánica a cumplir tal misión: el bachiller Palma, en su más conocida obra, llegó a utilizar el término Divina Retribución para explicar esta brillante exégesis de la unidad de España, perdida por los pecados de Rodrigo, el último rey godo, y recuperada por su descendiente virtuosa, la reina Isabel.

El descubrimiento de América

El antecedente más próximo de la expansión marítima castellana hay que encontrarlo en el apoyo que la Reina Católica había prestado a un viejo proyecto iniciado en tiempos de su abuelo, Enrique III, y continuado con algunos altibajos en épocas de su padre Juan II y de su hermano Enrique IV: la conquista de Canarias. En 1484 Pedro de Vera finalizó la conquista de Gran Canaria, mientras que en 1492 Alonso Fernández de Lugo hizo lo propio con La Palma. Esta noticias fueron recibidas por la Reina Isabel con inmensa alegría, ya que siempre consideró que entre las misiones de un monarca de las cristiandad europea, además de extender sus dominios, estaba la de evangelizar a todos aquellos pueblos que todavía no conocían la religión de Roma. Es importante destacar este rasgo de la personalidad de Isabel I, harto visible en su concepción de cómo se debía llevar a cabo el gobierno de las recientemente incorporadas Islas Afortunadas, para comprender cómo el proyecto de Cristóbal Colón, que había sido rechazado por otros reyes europeos, encontró acomodo en el seno de Isabel la Católica hasta el punto de financiar el plan colombino: buscar una ruta hacia las Indias alternativa a la mediterránea, inviable tras la toma de Constantinopla por los turcos (1453), cuyos bajeles (o de piratas) no cesaban de hostigar los convoyes comerciales cristianos. Una familia de mercaderes conversos valencianos, los Santángel, y el linaje de la Cerda, Duques de Medinaceli, pusieron su apoyo económico, al tiempo que una comisión de expertos, capitaneada por fray Hernando de Talavera, dio el visto bueno, aun con serias dudas y reticencias, a los planes de Colón. Aún así, fue el entusiasmo del propio marino lo que a la postre convenció a los monarcas, si se da crédito al autorizado testimonio de Bernáldez:

Así que Cristóval Colón se vino a la corte del Rey don Fernando e de la reina doña Isabel, e les fizo relación de su imaginación; al cual tampoco no davan mucho crédito, e él les platicó muy de cierto lo que les dezía, e les mostró el mapa mundi [...], de manera que les puso en deseo de saber de aquellas tierras.
(Bernáldez, Memorias..., p. 270).

Los ecos del descubrimiento de un nuevo continente clamaron por toda España durante los tiempos posteriores a la conquista de Granada, hasta que el propio Colón presentó los frutos de la expedición en Barcelona. Durante los sucesivos viajes colombinos se llevó a cabo la organización administrativa de América, incorporada a la Corona de Castilla y gestionada por un Consejo especial. Aunque Cristóbal Colón mantuvo durante años el poder plenipotenciario, Isabel I siempre puso especial empeño en la cristianización de aquellas gentes buenas descritas por el almirante, por lo que comisionó a fray Bartolomé de las Casas para hacerse cargo de la evangelización. La encendida defensa que el padre las Casas hizo de la no esclavización de los indios americanos halló siempre acomodo en la voluntad de la Reina, movida por la piedad cristiana de que continuamente hizo gala en su vida, de forma que hacía el final de su vida redactó las normas por las cuales los habitantes de América no viviesen bajo servidumbre, sino en libertad; obviamente, la legislación no fue cumplida, pero al menos se trató de mitigar el impacto de los colonizadores en la vida de los indígenas, y desde la perspectiva de Isabel su voluntad cristiana quedaba fuera de toda duda. La América del oro y de la plata, de los descubrimientos y del comercio, de tremenda importancia para el devenir de la historia de España (y aun de Europa), quedaba así configurada plenamente (véase: Descubrimiento de América).

La expulsión de los judíos

Conforme a lo estipulado por el papa Sixto IV en la bula Exigit sinceras devotionis affectus, en el año 1478 Isabel I dio todo su apoyo al establecimiento del Tribunal de la Inquisición, convirtiendo a Castilla en el primer reino europeo en contar con una congregación destinada a preservar la corrección de la espiritualidad de sus súbditos. Tanta rapidez no se entiende sin el profundo convencimiento de reforma de la religión como el exhibido por la Reina Católica durante toda su vida. La restauración del clero secular y regular comenzó asimismo en 1478, en la Congregación general de Sevilla, intentando que los clérigos respetasen escrupulosamente las normas eclesiásticas. La reforma fue encargada al Cardenal Cisneros, que dispuso de toda la energía de Isabel para adecentar la moral del clero. La propia reina, asesorada por Beatriz de Silva, fundadora de las concepcionistas, protegió a estas nuevas monjas, de hondo corte mariano. Pero aunque Isabel reconocía la superioridad del Papa en asuntos espirituales, no estaba tan dispuesta a aceptar los nombramientos episcopales, donde intervino siempre para designar a los naturales de su reino, evitando el absentismo y la fuga de rentas. El ejemplo más claro de esta intervención fue en la subrogación de la provisión de Maestrazgos de las Órdenes Militares de Santiago, Alcántara y Calatrava, que Isabel l logró dejar como potestad de la Corona. Como en otros aspectos de su vida, no debe dudarse de la raíz realmente espiritual y católica de la reina, pero tampoco cabe minusvalorar que si de estas acciones espirituales se extraía un beneficio político de su lado, Isabel jamás dudó en aprovecharse de él. De ahí que reforma de las costumbres religiosas, independencia política con respecto al Papado y apoyo a la Inquisición estén estrechamente unidas, al menos en lo que concierne al pensamiento de Isabel I.

El profundo apoyo de la Reina Católica a la Inquisición constituye uno de los puntos de máximo desacuerdo entre los historiadores a la hora de evaluar su figura, sobre todo si a ese apoyo se le suma el decreto de expulsión de los judíos, expedido el 31 de marzo de 1492. Lógicamente, las críticas han sido muchas, aunque, siguiendo la opinión de Alvar Ezquerra (op. cit., p. 95), carece de cualquier fundamento acusar a Isabel de racista o antisemita por estos motivos. Cabe recordar que las medidas en contra de la estancia de judíos en los reinos europeos fueron constantes en toda la Edad Media, y que Castilla (y Aragón) fueron de los reinos que más tardíamente tomaron tal decisión: en Inglaterra y en Francia se les expulsó en el siglo XV, Portugal lo haría en 1494 y los principados alemanes emitirían similares condenas en los primeros lustros del siglo XVI. Además, la corona perdía una fuente de ingresos excepcional, puesto que los judíos estaban considerados súbditos del rey y pagaban un impuesto anual muy elevado. Si Isabel la Católica tomó la decisión de expulsar a los judíos, desde luego que debió de tener muy presente de que la unidad era preferible a la diversidad en cuestiones de gobierno, pues la decisión le costó cara en el plano económico. Sin embargo, al estar el reino sin reyertas nobiliarias, sin luchas de bandos en las ciudades y (después de la expulsión), sin los violentos pogromos antisemitas, se garantizaba que el reino quedaba en esa paz social que tanto ansiaba la reina y que, sin duda, fue también clave para decretar la expulsión de los judíos, quizá tanto como los elementos religiosos. A este deseo de homogeneización religiosa del reino se le unió el sentido providencialista de Isabel, que siempre pensó que extendiendo el cristianismo estaba haciendo a judíos, conversos o paganos (por ejemplo, los nativos de América) el más espléndido regalo que un ser humano podría hacer, pues la verdadera fe llevaba aparejada la Vida Eterna. Isabel sí creía firmemente en estas ideas, y como buena cristiana procuró hacer todo el proselitismo posible, pero sin caer en ninguna violenta tiranía.

La plenitud del reinado (1493-1496)

Después del fin de ese año admirable de 1492 (como lo ha calificado el hispanista Bernard Vincent), el primer acontecimiento a destacar es el tremendo susto sufrido por la reina Isabel con ocasión del atentado que su esposo Fernando sufrió en Barcelona a finales de 1492, cuando un insensato, llamado Juan de Cañamares, saltó de entre la multitud y asestó un tajo al Rey Católico que estuvo a punto de costarle la vida. La tensión fue altísima en la corte y la reina Isabel sufrió tanto como se vislumbra en esta carta que, días más tarde y algún tanto recuperada del susto, envió a su confesor, fray Hernando de Talavera, en que le notificaba que

fue la herida tan grande, según dice el doctor de Guadalupe (que yo no tuve corazón para verla), tan grande y tan honda, que de honda entraba cuatro dedos [...], cosa que me tiembla el corazón en decirlo, que en quienquiera espantara su grandeza, cuánto más en quien era [i.e., el Rey]
(Recogido por Sesma Muñoz, op. cit., p. 230).

Aunque la herida fue realmente grave, finalmente el Rey Católico no sufrió menoscabo alguno en su salud; la ciudad de Barcelona quiso homenajear a sus monarcas realizando unas enormes fiestas durante 1493, en las que hubo justas, bailes y todo tipo de espectáculos, también para celebrar que el Rosellón y la Cerdaña volvían a manos aragonesas. Al año siguiente, 1494, portugueses y castellanos firmaban el Tratado de Tordesillas, por el cual se trazaba una línea divisoria entre los intereses coloniales y mercantiles de ambos países: las rutas asiáticas y africanas quedaban para Portugal, mientras que toda América (salvo una pequeña parte de Brasil) caía en manos castellanas. El 19 de diciembre de 1496, como colofón de estos sucesos, Alejandro VI concedía a Isabel y a Fernando el título de "Católicos", con el tanto ellos como todos sus descendientes se intitularían de esta forma, por todos los bienes que habían ofrecido a la cristiandad. Ni que decir tiene que tal intitulación causó una profunda alegría en un ánimo tan espiritual y cristiano como el de la reina Isabel, ahora sí, de pleno derecho, la Reina Católica.

Los años de plenitud del reinado de Isabel I estuvieron marcados por la celebración de diversos enlaces matrimoniales, bodas que, en aquella época, eran frecuentemente utilizadas como sellos de alianzas políticas. Los hijos de la reina no fueron menos y se comprometieron con diversos príncipes, partiendo de la base de aislar en el contexto internacional a Francia, tradicional rival de la monarquía aragonesa. La primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, ya había sido prometida con Alfonso de Portugal (1490), aunque enviudó al año siguiente por mor de un desafortunado accidente del príncipe luso. El pacto matrimonial cerrado en estos años fue el doble enlace hispano-imperial: el príncipe Juan casaría con la Archiduquesa Margarita, hija del emperador Maximiliano I, mientras que la princesa Juana casaría con el Archiduque Felipe el Hermoso. La flota que llevó a Flandes a Juana fue la encargada de traer a la Archiduquesa a España, donde toda la península se engalanó para asistir a la boda del príncipe Juan, enlace que aseguraba el futuro del reino. La reina Isabel holgó tremendamente con estos acontecimientos, atreviéndose incluso, sin duda fruto de la inmensa alegría, a romper sus costumbres espirituales para hacer algo que habitualmente jamás hizo, como era el de asistir a espectáculos taurinos o incluso danzar en las veladas cortesanas. El espíritu festivo acompañó el devenir de la corte de Isabel I en estos años de bondades, como nos relata la autorizada pluma del polígrafo madrileño:

El año de 1493, y uno o dos después (y aún el de 1497 años) fue quando la corte de los Reyes Cathólicos don Fernando et doña Ysabel, de gloriosa memoria, más alegres tiempos y más regozijos vieron en su corte, e más encumbrada anduvo la gala e las fiestas e serviçios de galanes e damas; porque en casa de aquellos prínçipes estavan las hijas de los prinçipales señores e cavalleros por damas de la reyna e de las infantas sus hijas, e en la corte andavan todos los mayoradgos e hijos de grandes, e los más eredados de sus reynos.
(Fernández de Oviedo, Batallas..., ed. Pérez de Tudela, II, p. 151).

Sólo un punto negro maculó en la Reina Católica la brillantez de estos años, plagados de fiestas, bodas, celebraciones y alegrías: la muerte de su madre, Isabel de Avís, en su residencia de Arévalo, el 15 de agosto de 1496. Aunque razonable por motivos de edad, la reina de Castilla sintió mucho este fallecimiento, pues solía visitarla con toda la frecuencia posible, al menos una vez al año. Todavía lo sintió más Isabel I al no poder acompañar a su madre en sus últimas horas, puesto que la reina se encontraba con la corte en Laredo, despidiendo a la flota castellana que iba a llevar a la infanta Juana hacia Flandes para contraer matrimonio con el Archiduque Felipe el Hermoso. Sin duda, la muerte de la Reina Madre fue un inquietante presagio de las desgracias que acontecerían en el futuro.

Los "tres cuchillos de dolor" de Isabel I (1497-1503)

Aún duraban en el reino los fulgores del enlace entre Juan y Margarita cuando los planes de futuro de Isabel la Católica comenzaron a ser deshechos por la muerte, que golpeó con dureza al linaje Trastámara durante los años finales del siglo XV. El cronista Bernáldez acuñó en sus Memorias la expresión «los tres cuchillos de dolor» para describir, de forma realmente certera, no sólo el sufrimiento que la Reina Católica soportó ante esas muertes, sino también el daño irreparable que causaron en su desde entonces muy maltrecha salud:

El primero cuchillo de dolor que traspasó el ánima de la reina doña Isabel fue la muerte del príncipe. El segundo fue la muerte de doña Isabel, su primera hija, reina de Portugal. El tercero cuchillo de dolor fue la muerte de don Miguel, su nieto, que ya con él se consolavan. E desde estos tienpos bivió sin plazer la dicha reina doña Isabel, muy nescesaria en Castilla, e se acortó su vida e salut.
(Bernáldez, Memorias..., p. 380)

La cadena de acontecimientos fue realmente desgraciada: el príncipe Juan falleció en Salamanca el 6 de octubre de 1497; se da la curiosa circunstancia de que, al igual que sucediese cuando falleció su madre, Isabel estaba ausente, pues se encontraba en Valencia de Alcántara entregando a su hija primogénita en matrimonio al Rey de Portugal, Manuel I. La llegada a Salamanca fue tremenda y desconsolada, descrita por el humanista Mártir de Anglería en una de sus epístolas:

Los reyes se esfuerzan en disimular su profunda tristeza, pero nosotros adivinamos en su interior derrumbado el espíritu. Cuando están sentados en público, no dejan de fijar continuamente los ojos el uno en el rostro del otro, por donde se pone al descubierto lo que dentro se esconde.
(Mártir de Anglería, Epistolario..., I, p. 347)

El príncipe Juan había dejado a su esposa, la Archiduquesa Margarita, en avanzado estado de gestación, pero llegado el momento, el niño nació muerto. Rota de esta forma la sucesión del último varón regio de la Casa de Trastámara, la herencia de los reinos pasaba a la princesa Isabel, primogénita de los Reyes Católicos, que en aquellos momentos era reina de Portugal por haberse casado con Manuel I justo cuando fallecía su hermano. Pero en 1498, cuando Fernando el Católico intentaba que las Cortes de Aragón la jurasen como heredera de la Corona, Isabel falleció el 23 de agosto de 1498, por complicaciones en el parto de su hijo, el príncipe Miguel. Por si fuera poco perder a dos hijos, Isabel la Católica también vio cómo su nieto, heredero de las Coronas de Castilla, Aragón y Portugal, el príncipe Miguel, falleció en Granada cuando apenas contaba dos años de edad, en julio de 1500. A las desgracias personales se le unió la preocupación por el futuro del reino, que, a raíz de estas muertes, quedaba en manos de la infanta Juana y de su marido, el archiduque Felipe el Hermoso, lo que, en principio y aunque no fuese el camino deseado, parecía una buena opción, toda vez que Juana, apenas pasados cuatro años de su matrimonio, ya había asegurado su descendencia y tenía nada menos que tres hijos, uno de ellos varón (Carlos, el futuro emperador, nacido en Gante el mismo año que fallecía el príncipe Miguel). Pero cuando Juana y Felipe llegaron a Castilla para ser jurados herederos, al comenzar el año 1502, Isabel comprobó in situ que todos aquellos rumores que le llegaban desde Flandes eran ciertos. Y estos rumores no eran tanto la pretendida locura de Juana, sino el hecho de que la estabilidad matrimonial no era la idónea, pues el afán desmedido por las mujeres del archiduque Felipe, príncipe caprichoso y disoluto, encendían constantemente los celos de Juana, convirtiendo la corte en un escenario de nervios y de pérdida de papeles por parte de ambos cónyuges. Lo peor de este panorama fue que la Reina Católica, que ya había comenzado a dar síntomas de estar enferma y herida en el ánimo por los cuchillos de dolor, vivió sus últimos dos años con la inquietud de ver cómo toda su obra, la espectacular Castilla forjada con tamaño sufrimiento, parecía desmoronarse a sus pies. En una mujer profundamente religiosa como Isabel, el sentimiento de culpa tuvo que ser enorme.

La muerte de la Reina Católica (1504)

El 26 de noviembre de 1504 Isabel falleció en Medina del Campo, después de que su salud fuese deteriorándose cada vez más. Todavía en la actualidad existen dudas acerca de cuál fue la dolencia que afectó a la Reina. Un mes antes de su muerte, el humanista Pedro Mártir de Anglería escribía Íñigo López de Mendoza, Conde de Tendilla, y efectuaba una descripción de la enfermedad:

El humor se ha extendido por las venas y poco a poco se va declarando la hidropesía. No le abandona la fiebre, ya adentrada hasta la médula. Día y noche la domina una sed insaciable, mientras que la comida le da náuseas. El mortífero tumor va corriéndose entre la piel y la carne.
(Mártir de Anglería, Epistolario..., II, pp. 85-86)

En principio, la fiebre y el peligro de deshidratación (hidropesía) pudiera ser indicativo de diabetes, pero también de estar afectada por la peste, pues la villa de Medina del Campo y sus alrededores sufrieron durante aquel año un rebrote de la terrible pandemia medieval. Pero la referencia a la existencia de un tumor despeja todas las incógnitas, pues posteriormente se supo que la Reina Católica sufría una "fístula en la partes vergoñosas e cáncer que se le engendró en su natura" (Junceda Avello, op. cit., I, p. 44). A juzgar por estas informaciones, parece concluyente que Isabel I sufría un cáncer de útero o de recto, al que por su conocido y ya mencionado sentido del pudor, se negó a poner todo el remedio posible. Los médicos que la atendieron eran los más notables del reino, como Juan de Guadalupe, Nicolás de Soto y Mateo de la Parra, y si no pudieron hacer nada por salvar su vida, o por aliviar sus últimos momentos, desde luego no fue porque escatimasen medios. Desde la perspectiva espiritual, la última voluntad de Isabel I fue la de que su cadáver no fuese embalsamado, sino que se le amortajase en el hábito más humilde de todos, el de San Francisco, para que descansase siempre en paz junto al de su marido, el Rey Católico. Y, desde luego, estos sentimientos se vieron correspondidos por parte de éste, que escribió en su testamento el que quizá sea el mejor epitafio para Isabel la Católica, recordando de forma emocionada a su fallecida esposa:

Item considerando que entre las otras muchas y grandes mercedes, bienes y gracias que en Nuestro Señor, por su infinita bondad y no por nuestros merecimientos, avemos rescibido, una e muy señalada ha sido en avernos dado por mujer e compañía la Serenísima Reyna Doña Ysabel, el fallescimiento de la cual sabe Nuestro Señor quánto lastimó nuestro corazón y el sentimiento entrañable que d’ello ovimos, como es justo, que allende de ser tal persona y tan connjunta a Nos, merescía tanto por sí en ser doctada de tantas e tan singulares excelencias, que ha sido en su vida exemplar en todos abtos de virtud e del temor de Dios, y amaba y celaba tanto nuestra vida, salud e honra que nos obligaba a querer e amarla sobre todas las cosas de este mundo.
(Testamento de Rey Católico, año 1516, f. 22r).

Sepulcro de los Reyes Católicos. Fancelli. Capilla Real. Granada.

Isabel y Fernando descansan en paz en la Capilla Real de Granada, que ellos mismos mandaron construir para tal efecto, uniendo en su última voluntad los cetros que ostentaron con los sentimientos que se tuvieron.

Los legados de la Reina Católica

Los cimientos de la España Imperial

El más poderoso monarca de la Edad Moderna, Felipe II, cuando paseaba por el interior de las cámaras de su palacio de El Escorial, solía detenerse con reverencia ante un retrato en que aparecían sus dos bisabuelos, Isabel y Fernando, los Reyes Católicos; cada vez que realizaba esa parada, sus palabras eran siempre las mismas: "Todo se lo debemos a ellos". Y en la frase del rey en cuyo imperio no se ponía el sol no es un simple gorgorito retórico de alabanza al pasado, sino que nadie mejor que él, paradigma del rey burócrata, sabía bien cuánto había vigente aún del modelo puesto en marcha por sus bisabuelos. Por ejemplo, muchos de los asuntos relativos a la política imperial todavía seguían siendo juzgados por ese sistema polisinodial impulsado por los Reyes Católicos. La Reina Isabel fomentó la reforma del Consejo Real y creó nuevos Consejos, como el de Órdenes Militares, Indias (para los asuntos de América) e Inquisición. Uno consejo de marcada impronta territorial, como el de Aragón, se destinó específicamente a los asuntos de esta corona, con lo cual los Austrias sucesores en el trono de Isabel imitaron e incrementaron el sistema polisinodial creando un consejo para cada territorio que gobernaban. De esta forma, la esencia administrativa del Imperio español hunde sus cimientos en la reorganización efectuada por Isabel a finales del siglo XV. La Reina Católica no innovó demasiadas cosas en esta organización, sino que prefirió reformar muchas de las estructuras tradicionales ya existentes; el sello personal que la reina introdujo fue el que años más tarde ensalzaría Pulgar: que a toda esta estructura, Isabel I siempre situó a "omes generosos o grandes letrados, e de vida honesta, lo que no se lee que con tanta diligençia oviese guardado ningún rey de los pasados". (Pulgar, Crónica..., I, p. 77).

La paz y la prosperidad fomentaron una época de tremendo crecimiento económico, fundamentalmente en el reino de Castilla, más poblado y con más recursos financieros que Aragón. Tres eslabones engarzaron la economía en tiempos de la Reina Católica: la poderosa Mesta, sistema encargado de regir la ganadería trashumante, fomentó el crecimiento de la cabaña que generaba la lana de Castilla, apreciada en todos los mercados europeos. A través de la lana se produjeron los excedentes de mercado para originar un rico comercio de rango nacional e internacional, que tuvo como mejor exponente a las ferias de Medina del Campo. Una anécdota del principio del reinado atestigua lo mucho que la Reina Católica apreciaba estas ferias, cuando ella pedía a Dios que le diese tres hijos: uno para ser Rey, su sucesor; otro para ser Arzobispo de Toledo, y un tercero para ser escribano en Medina del Campo, dando a entender lo inmensamente ricos que eran los amanuenses de la villa ferial vallisoletana, por la gran cantidad de negocios que allí se hacían y que requerían sus servicios. La importancia de las ferias de Medina del Campo en la economía del reinado de Isabel la Católica ha sido recientemente objeto de una profusa monografía (Comercio, mercado y economía en tiempos de la Reina Isabel, 2004), en la que varios de los más reputados especialistas analizan desde diversas perspectivas uno de los pilares fundamentales que propiciaron el despegue castellano durante los años finales del siglo XV.

Isabel la Católica, mecenas de artistas y escritores

A los tres hitos que se acostumbran a señalar en el año 1492, conquista, descubrimiento y expulsión de los judíos, se debería unir un cuarto de no menor importancia para el futuro: la publicación de la Gramática castellana por parte de Elio Antonio de Nebrija, obra que el humanista andaluz quiso dedicar precisamente a la misma Reina Católica. Si los logros políticos, económicos y sociales del reinado de Isabel I alcanzaron un amplísimo grado de madurez y desarrollo, lo mismo, o incluso más, cabe decirse del impulso que hallaron bajo su mecenazgo y patrocinio las artes y los libros. En efecto, fue la Reina Católica amante de la lectura, como se deriva de la gran biblioteca real que fue reuniendo, donde figuraron los más variopintos libros y tratados. Pero Isabel además se preocupó por extender el prurito intelectual por toda su corte, hecho éste puesto de relieve por el protonotario Juan de Lucena en su Epístola exhortatoria a las Letras (hacia 1490), cuando resume perfectamente este impulso cultural mediante la conocida sentencia: "Jugaba el rey, éramos todos tahures: studia la reina, somos agora estudiantes". El simple repaso de los literatos, novelistas, poetas y obras dedicadas a la reina alargaría en exceso estas líneas, por lo que se remite a los estudios que sobre este teman han realizado varios especialistas: Sánchez Cantón (1950) inventarió los objetos que la Reina Católica había reunido en su afán de coleccionismo, libros, pinturas y cualquier elemento de tipo artístico; Gómez Moreno (1999) encuadró cronológicamente toda la literatura producida al albur del mecenazgo de Isabel; y, por último, Yarza Luaces (1993) ha efectuado la depuración de todas las obras de arte que se construyeron en la época, bajo la admonición de la reina Isabel, que se puede considerar la iniciadora del mecenazgo real en España.

Isabel I como esposa

Todos los biógrafos de Isabel I, desde los coetáneos a los más actuales, se han planteado una pregunta que parece imposible de responder con algún grado de certeza: ¿se casó la Reina Católica por amor? En realidad, la cuestión no debería de ser preocupante en exceso, toda vez que los matrimonios en la Edad Media no se basaban en los mismos parámetros afectivos en que lo hacen en la actualidad, sino que las casas reales utilizaban los matrimonios para asentar alianzas con otras de distintos reinos. Pero aun así, cuáles fueron los sentimientos de Isabel y Fernando ante su enlace es un tema que siempre ha preocupado a los estudiosos de la época. Desde luego, era Fernando de Aragón más próximo a su futura esposa en edad que los otros candidatos, que eran mucho más mayores que Isabel, de ahí que se pueda entender bien que los deseos de una joven doncella de 18 años estuvieran más próximos a tener como pareja a un joven príncipe, ya titulado Rey de Sicilia, que contaba con un año menos que ella y del que ya comenzaban a escucharse los más encendidos elogios por su virilidad y carácter. También hay que valorar el hecho de que no era lo mismo el matrimonio de una infanta, destinado a sellar alianzas políticas (es decir, el que parecía ser el destino de Isabel), que el matrimonio de una futura reina, que fue precisamente el papel que representaba entonces la infanta castellana. Lo más probable es que la confluencia de ambos factores, político y personal, más los consejos de sus afines, hicieran decantar la balanza hacia el Rey de Sicilia. Es interesante destacar que el anónimo franciscano traductor del Carro de las donas de Francesc Eiximenis, en la semblanza que efectúa de la Reina Católica, escribe que Isabel "según que ella dixo a sus confessores y a religiosos devotos, nunca miró en este casamiento sino el bien y utilidad d’estos reynos de Castilla y de León" (recogido por Martín, Isabel la Católica..., p. 87). Desde luego, sí se tiene absoluta seguridad de que ambos no se conocían: a la llegada de Fernando de Aragón a Valladolid, fue el criado y confidente de doña Isabel, Gutierre de Cárdenas, quien, ante la mirada inquisidora de la princesa, señaló a Fernando y dijo "Ese es", de ahí las dos eses que aparecen en el escudo heráldico del linaje Cárdenas y que hacen referencia a este acontecimiento. A partir de ahí, el joven matrimonio comenzaría su andadura.

Pero que Isabel y Fernando no se conociesen antes de casarse no significa que no llegasen a amarse con el tiempo. A juzgar por los documentos, ambos esposos se guardaron un tremendo cariño y su relación puede calificarse de amorosa, sobre todo por parte de Isabel hacia Fernando, que, como relata el cronista Pulgar "amava mucho al Rey su marido, e celávalo fuera de toda medida" (Crónica..., I, p. 76), esto es, sentía tremendos celos de cualquier mujer que estuviese cerca de Fernando el Católico. Quizá por ello se entienda la costumbre de Isabel de mantener a damas ancianas en su corte, evitando así a las damas jóvenes y bellas que pudiesen convertirse en amantes de su esposo. Téngase en cuenta, además, que los celos estaban bastante justificados, puesto que, como también relata Pulgar, el Rey Católico, aunque "amava mucho a la Reyna su muger, pero dávase a otras mugeres" (Crónica..., I, p. 75). En efecto, ya antes de contraer matrimonio con Isabel, Fernando había tenido un hijo de sus relaciones con una dama de la aristocracia catalana, a lo que habría que sumar otros vástagos habidos cuando estaba casado con Isabel. En este sentido, y aunque la Reina Católica, debido a ese hieratismo que le caracterizaba, siempre intentó mantener la compostura, fueron los celos el principal problema de su relación matrimonial, demostrando con ello un carácter poco habitual en una época en que los matrimonios por compromiso fomentaban (por ambas partes) la aparición de amantes no sólo de los reyes, sino también de las reinas (como se ha visto en el caso de Juana, esposa de Enrique IV). Pero Isabel amaba profundamente a Fernando y no alcanzaba a comprender por qué su esposo prefería a otras mujeres despreciándola a ella, máxime cuando, según las descripciones que han llegado de la Reina Católica, sin duda debió de ser ciertamente bella y atractiva. Pulgar la describía como una dama de hermosas proporciones, de piel blanca, de cabellos largos y rubios, de ojos verdes; sin embargo, es en la Crónica incompleta (atribuida a Juan de Flores) donde se encuentra la descripción más cualificada de la reina Isabel:

La prinçesa tenía los ojos garços, las pestañas largas, muy alegres, sobre gran honestad y mesura; las cejas altas, enarcadas, acompañando mucho a la beldad de los ojos para lo que fueron compuestas; la nariz de aquel tamaño y façión que mejor para hazerle el rostro bello se pornía; la boca y los labios pequeños y colorados, los dientes menudos y blancos; risa, de la qual era muy templada; [...] la cara tenía muy blanca y las mexillas coloradas, y todo el rostro muy pintado y de presençia real; la cabelladura tenía muy larga y ruvia, de la más dorada color que para los cabellos mejor pareçer se demanda, de los quales ella más vezes se tocava que de tocados altos y preçiosos, y así, siempre con maestrada mano los ponía en orden al rostro como a las figuras de su cara con ellos mejor luziesen; la garganta tenía muy alta, llena y redonda, como las damas para mejor pareçer lo demandan; las manos tenía muy estremadamente gentiles; todo el su cuerpo y persona el más ayroso y bien dispuesto que muger humana tener pudo, y de alta y bien compasada estatura, así que persona y rostro ninguna en su tiempo lo tovo en la perfeçión y gentileza más apurado...
(Crónica incompleta..., pp. 88-89).

Lógicamente, el cronista se dejó llevar un poco por la adulación en la alabanza de la bella Isabel, pero lo cierto es que los retratos pictóricos que han llegado hasta nuestros días confirman las descripciones físicas de Isabel. Durante los últimos años de su vida el deterioro de su salud también tuvo que verse correspondido en el plano físico; pero la devoción y amor que Isabel tuvo a Fernando continuó siendo tremenda, convirtiéndose en piedra angular de la vida de la reina. De este sentimiento amoroso hacia Fernando no hay mejor prueba que la disposición que la Reina Católica dejó en su testamento: por encima de ordenar la austeridad en su sepulcro y lápida, por encima de su deseo de que no se hicieran exequias exageradas, por encima de su voluntad de ser sepultada en la Capilla Real de Granada, se eleva el anhelo de vivir eternamente con su marido:

Si el Rey, mi señor, eligiere sepultura en otra qualquier iglesia o monesterio de qualquier otra parte o lugar d’estos mis reynos, que mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado junto con el cuerpo de Su Señoría, por que el ayuntamiento que tovimos biviendo, e que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios ternán en el Cielo, lo tengan e representen nuestros cuerpos en el suelo.
(Testamentaría..., p. 448).

Isabel I como madre

Como en anteriores casos, resulta complejo separar los espectros público y privado de la relación entre la reina y sus hijos, sobre todo en el ámbito de la educación. Tal como correspondía a la época, Isabel I se preocupó profundamente de que todos sus hijos tuviesen como maestro a un erudito de gran calado; así, Isabel tuvo como preceptor a fray Pascual de Ampudia; el príncipe Juan a Diego de Deza; la infanta María a Andrés de Miranda; la infanta Catalina a fray Hernando de Talavera; la infanta Juana a Alejandro Geraldino. La enseñanza fue individualizada para Isabel, por ser bastante mayor que sus hermanos, y para el príncipe Juan, por tratarse de un hombre y además heredero al trono, pero las infantas Juana, Catalina y María se educaron prácticamente a la par e intercambiaron muchas veces maestros y preceptores. Además de los citados, la Reina Católica se preocupó de que otros destacados maestros y humanistas dieran clases a sus hijos, como Beatriz Galindo, La Latina, Pedro Mártir de Anglería o Lucio Marineo Sículo. Siendo como fue para Isabel I la educación de todos sus súbditos uno de sus principales ámbitos de acción, dictando normas y medidas para su extensión, con respecto a la educación de sus propios hijos no escatimó nada, contratando a los mejores maestros según el canon de enseñanza humanista de la época.

La Reina Católica debió de mantener una relación ciertamente cordial con la primogénita, Isabel, muy parecida a ella en carácter y gustos, y con quien incluso compartía algunas confidencias de gobernación, siempre en la intimidad de palacio y sin ninguna otra intención que la del consuelo entre madre e hija. Además, en un detalle de humor, Isabel llamaba a su hija homónima "mi suegra", puesto que había heredado la fisonomía de Juana Enríquez, su abuela paterna y suegra de la Reina Católica. Esta empatía entre madre e hija homónimas debió de derivar hacia una vertiente religiosa y pietista, debido a las desgracias que se cebaron con la Princesa y Reina de Portugal. Además, dicho queda que la Reina Católica sintió sobremanera la muerte de su primogénita en 1498, uno de los cuchillos de dolor que acortaron su vida. De la infanta María, que se casó dos años más tarde con el viudo de su hermana Isabel, es de la que menos se sabe en lo que respecta a la relación con su madre, salvo que se crió con su hermana pequeña, Catalina, en pleno fragor de la guerra de Granada; tal vez por ello la reina Isabel no prestó tanta atención como debiera a sus hijas pequeñas, aunque a Catalina siempre le profesó una especial veneración, quizá la que todas las madres dispensan a sus hijos menores. Pero la verdad es que no se sabe demasiado de cómo fueron sus relaciones, teniendo en cuenta además que no fueron muy longevas, puesto que desde 1500, en que María (18 años) contrajo matrimonio con Manuel I de Portugal, y desde 1501, cuando Catalina (16 años), viajó hacia Inglaterra para contraer matrimonio con Arturo de Gales, la Reina Católica no volvió a ver sus hijas antes de fallecer.

La relación más especial la mantuvo con su hijo, el malogrado príncipe Juan, el tan ansiadamente buscado heredero de las Coronas de Castilla y de Aragón. Y no se trata de un eufemismo, sino que la Reina Católica trató por todos los medios de concebir a un hijo varón, de tal modo que recurrió a los "servicios" del beato Juan de Ortega, tenido por santo en la época y a quien Isabel tenía en gran estima, para que le ayudase con sus rezos y disposiciones a engendrar un varón. De hecho, los muchos años que separan los nacimientos de Isabel (1470) y de Juan (1478) han dado pábulo a diversos investigadores para preguntarse si la reina pudo sufrir algún aborto en esta búsqueda de heredero varón, pese a que no se han encontrado testimonios que lo confirmen. A esta sospecha también ayuda el hecho de que el médico de Fernando el Católico, Lorenzo Badoç, fuese encargado de dirigir el embarazo, logrando finalmente el nacimiento en un parto muy dificultoso. Puede entenderse que desde entonces Isabel I se desviviese por su hijo, a quien llamaba, en público y en privado, "mi ángel", y a quien siempre vigilaba con mucha presteza, muy preocupada por su salud enfermiza y por su escasa y complicada alimentación. La alegría de las bodas 1496 se tiñó de llanto un año más tarde, dejando a la reina sumida en la más profunda de las depresiones, que creció además con la cadena de truculentas muertes subsiguiente.

Sin embargo, la más compleja y tortuosa relación con todos sus hijos la tuvo con Juana, la archiduquesa de Austria que, a la postre, se convertiría en la heredera del trono de Castilla y León. Y esta relación complicada no sólo se basa en la cualidad de heredera de Juana, sino también en que ésta parece haber sido la hija más parecida a la madre, tanto físicamente (como atestiguan los retratos pictóricos de ambas efectuados por Juan de Flandes) como en el carácter. En efecto, de todos es conocido que Juana heredó de su madre el terrible estigma de los celos, y si Isabel I había sido celosa de Fernando el Católico, Juana lo fue de Felipe el Hermoso muchísimo más. Asimismo, si bajo los tres cuchillos de Bernáldez hoy día se puede adivinar la depresión psicológica en que cayó la Reina Católica, también Juana se vio envuelta en similares problemas de salud mental, que tristemente le han valido el apodo por el que es conocida. Isabel I veía cómo se derrumbaba todo el cimiento que había construido, veía que la relación entre Felipe y Juana no iba por buen camino, y veía cómo su hija se desmoronaba una y otra vez ante las infidelidades de su marido. Seguramente la comprendía muy bien, pero por la misma razón debió de pedir a su hija que se comportase tal como lo que era, una futura reina, y que los celos no le excediesen. Tal es el origen de la amarga discusión que madre e hija mantuvieron en 1503, un año antes de que la Reina Católica falleciese, y su relación se deterioró ampliamente, razón por la cual Isabel incluyó la polémica disposición en su testamento por la que Fernando el Católico se convertía en regente de Castilla en caso de que Juana

no estoviere en estos dichos mis reynos o después que a ellos veniere en algund tiempo aya de yr e estar fuera d'ellos, o estando en ellos no quisiere o no pudiere entender en la governaçión d'ellos...
(Testamentaría..., p. 462).

Históricamente, esta cláusula se ha interpretado como una falta total de confianza de la madre en su hija, pero lo cierto es que no debe ser leída en tan estricto sentido. La Reina Católica, como es lógico, tomó las máximas precauciones para asegurar la estabilidad del futuro, aunque seguramente entendía las pasiones de su hija mucho más de lo que comúnmente se piensa, pues ella las había sufrido en su seno durante toda su vida. Pero por eso mismo, por conocerlas bien y saber lo dañinas que podrían ser, dispuso la regencia para Fernando: el bien del reino por encima del bien personal, máxima que ella aplicó a sí misma durante su vida y que extendió a sus hijos.

¿Santa Isabel la Católica?: el proceso de beatificación

El halo de santidad acompañó a Isabel I durante todo su devenir, especialmente en su época de máximo esplendor. Ya antes de 1480, el poeta cordobés Antón de Montoro, de origen converso, no tuvo otra forma de alabar a la reina que cometiendo un tremendo (y censurado en su época) sacrilegio, al equiparar a Isabel I nada menos que con la mismísima Virgen María:

Alta reina soberana:
si fuérades antes vos
que la hija de Santa Ana,
de vos el Hijo de Dios
recibiera carne humana.
(Cancionero general, 1511, f. 75v).

Su carácter piadoso, su empeño por mantener las costumbres de la corte bien sanas, muy alejadas de la relajación en época de Enrique VI, su caridad, su benevolencia, sus limosnas, su apoyo a las reformas eclesiásticas y su preocupación por la moral del clero han sido elementos frecuentemente manejados alrededor de la Reina Católica para explicar esta supuesta santidad. Educada en la piedad, la misericordia y la religiosidad pura, son muchas las muestras de que se disponen para calibrar esta espiritualidad profunda, incluso en sucesos y temas en los que era complicado congeniar las virtudes morales cristianas con los propios intereses personales. Por ejemplo, cuando el traidor Juan de Cañamares, autor del frustrado atentado contra el Rey Católico, fue juzgado y condenado a muerte, muchos quisieron ejecutarle sin dejarle confesar, para que el odiado criminal ni siquiera tuviese salvación espiritual. Isabel I, pese al disgusto sufrido por el atentado, no permitió esta atrocidad e insistió en que le asistiese un confesor. Asimismo, en su corte regia no sólo se criaron algunos de los hijos bastardos del Rey Católico, sino los bastardos de otros destacados personajes, como, por ejemplo, los del Cardenal Pedro González de Mendoza, a quien se les llama bellos pecados por una anécdota atribuida a la reina. Fray Hernando de Talavera, que se atrevió un día a expresarle a la reina su disgusto ante el hecho de ver criarse en la corte a lo que él consideraba frutos del pecado, recibió esta respuesta de la reina: "¿Verdad que son bellos los pecados de mi cardenal?", mientras acariciaba a los pequeños. Isabel tenía un elevado concepto de la moral y de la religión, pero a su vez también sabía ser discreta y permisiva con quienes habían caído en los pecados que ella pretendía evitar.

Por éstas y otras razones, en 1957 se inició en Valladolid el proceso de beatificación de Isabel la Católica, presentando como principal argumento estos altos valores morales, alejándose del modelo establecido para estos procesos, que suele estar basado en las experiencias místicas o en la realización de milagros por parte del procesado. V. Rodríguez Valencia, religioso e historiador, dirigió desde entonces y hasta su muerte (1982) el grupo de investigación dedicado a la búsqueda de documentación y testimonios escritos sobre la supuesta santidad de la reina. En 1990, bajo la dirección de Anastasio Gutiérrez y José María Gil, se aprobó el llamado Proceso de Valladolid, cuyos 27 volúmenes fueron enviados a Roma para que se estudiasen. El resumen del Proceso, la llamada Positio, fue publicado en 1990 (Congregatio...), lo que constituye un documento de alto valor historiográfico, si bien siempre encaminado a un fin muy concreto, como es el de demostrar la santidad de Isabel la Católica. En los primeros años del siglo XXI, coincidiendo con los preparativos del Quinto Centenario de la muerte de la reina (2004), se asistió a la reapertura del proceso, en un intento de homenajear esta efeméride con la definitiva beatificación de Isabel.

Sin entrar en la polémica acerca de las supuestas beatitud y santidad de la Reina Católica (que deberá ser juzgado por quien corresponda, es decir, por una comisión eclesiástica), lo cierto es que, sin negar ni un ápice de todas las virtudes morales que se han enumerado y que, por supuesto, Isabel poseía, tampoco se puede negar que la reina usó otro tipo de cualidades que habitualmente no son tenidas por dignas de santidad, sino todo lo contrario: la astucia, la ambición, el individualismo, la ira, el autoritarismo, la capacidad de negociación interesada, la imposición de propaganda ideológica afín a su causa... Desde los propios inicios de su andadura como infante, Isabel no tuvo ningún reparo en hacer todo lo posible por apartar a Juana la Beltraneja, su sobrina, de la sucesión del trono; y aun cuando ya estaba apartada, no dejó de mantener una estrecha vigilancia sobre ella en su residencia-prisión portuguesa. Todos sus panegiristas destacan que mantenía en su corte a muchas damas nobles, y que siempre se preocupó porque se casaran bien y viviesen de forma decente; pero muchas de ellas fueron utilizadas sin escrúpulos, como lo fueron sus hijos, para ser entregadas en matrimonios cuyos beneficios políticos fueron para la Reina Católica, que, a raíz de lo visto, también era astuta, taimada, hábil en las negociaciones, características que, sin embargo, han sido más reconocidas en su esposo, Fernando de Aragón, que en ella misma. Pero los testimonios coetáneos no dejan lugar a dudas acerca de estas cualidades de Isabel: Pulgar, que siempre la ensalzó, tampoco tuvo recato en señalar que ella, aunque "muger de gran coraçón, encubría la yra e disimulávala, e por esto que d’ella se conoçía, así los grandes señores del reyno como todos los otros en general la temían mucho e guardavan de caer en su indignación" (Pulgar, Crónica..., I, p. 77). Así, Isabel castigó duramente cualquier intento de crítica hacia su labor de gobierno, incluso las más inocentes, como ocurrió con los autores de ciertas coplillas satíricas en su contra (véase Ladero Quesada, 1968). Su preocupación para que los cronistas y escritores le hiciesen pasar a la posteridad como una mujer justa y ecuánime le valió algunos enfrentamientos por el nombramiento de cronistas, o incluso por el control de lo que se escribía de ella: Alonso de Palencia calificó a la reina como "maestra de engaños" con ocasión de uno de estos roces. Incluso en 1506, poco tiempo después de fallecida, se abrió en Medina del Campo un expediente al corregidor García Sarmiento por decir que la Reina Católica "estaba en el infierno, por tener opresos a los hombres". (Recogido por Alvar Ezquerra, op. cit., p. 266).

Estos otros factores, más la amplificación interesada de algunos puntos candentes de su reinado, sobre todo la expulsión de los judíos y el ostracismo al que sometió a Juana la Beltraneja, han aquilatado una especie de leyenda negra sobre la Reina Católica, que supone el extremo absolutamente opuesto al proceso de beatificación y a los intentos por demostrar la santidad de su vida y de sus costumbres. Desde la objetividad historiográfica, puede decirse que ambos polos opuestos adolecen de cierto maniqueísmo nada aconsejable en estos casos; Isabel I, no ya como cualquier reina, sino como cualquier persona, poseía cualidades de uno y de otro espectro, razón por la que es preferible acercarse a su figura sin complejos y sin juicios apriorísticos, para poder observar toda esa rica gama de matices de comportamiento que pueden recorrerse entre la santa y la pecadora, entre la mujer y la reina.

Una reina vista por muchas historiografías

Tradicionalmente, la primera biografía de la Reina Católica considerada en términos historiográficos es la del Padre Enrique Flórez, publicada en Madrid en 1790. En ella abundan los panegíricos favorables a la espiritualidad de Isabel, incluido el famoso Ipsa laudabitur (‘Por sí misma será ella alabada’) que ha acompañado desde entonces el devenir de la reina castellana. En la misma línea panegírica de alabanza desmedida a Isabel cabe situar los estudios de Juan de Ferreras o de Rafael Floranes, todos ellos dentro del mismo siglo XVIII. Pero el interés crítico por analizar a la Reina Católica comenzó con el siglo XIX, cuando la historiografía peninsular comenzó a recoger los primeros influjos del racionalismo dieciochesco, de ese Siglo de las Luces que hizo prevalecer la razón sobre todas las cosas. Aún sin dedicar ninguna obra específica a la Reina Isabel, fue el erudito baenense José Amador de los Ríos tal vez el primero en desmontar que la expulsión de los judíos de 1492 se debiese a la ira o a la soberbia, sino a un calculado espíritu político de unidad del reino (Historia política, social y religiosa de los judíos en España, 1875-76). No obstante, todavía en el XIX prevalecen las loas desmedidas hacia la reina, como las de Modesto Lafuente en su Historia general de España (1850-1867), el primer propulsor de la beatificación de Isabel. En la misma línea laudatoria, pero no exento de un excelente trabajo de documentación a todos los niveles, se halla el primer hito culminante de entre sus biografías: el Elogio de la Reina Católica Doña Isabel. Su autor, Diego Clemencín, secretario de la Real Academia de la Historia, fundió en una misma obra el sentido laudatorio y el sentido crítico en términos historiográficos, de tal forma que su estudio constituyó la primera piedra en la mirada objetiva hacia la Reina Isabel. Buena prueba de la validez y de la monumentalidad del estudio es que aún hoy día, cuando ha pasado más de siglo y medio de su publicación, el estudio de Clemencín todavía es citado y utilizado por todo aquel estudioso de la Reina Católica. Nuevos estudios sobre su vida vieron la luz a finales de siglo, como el de Mariano Juderías (Isabel la Católica, 1859), el de Eusebio Martínez de Velasco (Isabel la Católica. 1451-1504, 1883), y el de Víctor Balaguer (Los Reyes Católicos, 1894); así como los primeros estudios biográficos efectuados por eruditos extranjeros: el del francés Barón de Nervo (Isabelle la Catholique, Reine d’Espagne. Sa vie, son temps, son regne, 1874), el del también francés Gabriell Verdier de Campredón (Isabelle la Catholique et l’unité spagnole, 1868), y el del norteamericano William Prescott (Historia del reinado de los Reyes Católicos, D. Fernando y Doña Isabel, 1855).

Recién iniciado el siglo XX, la figura de la reina Isabel volvió a suscitar el interés sobre todo de las instituciones, puesto que se realizaron diversos actos en conmemoración del IV Centenario de su muerte. En la Real Academia de la Historia, el elegido para el discurso fue el Conde de Cedillo, quien llevó a cabo no sólo el consabido repaso por el reinado de Isabel, sino una valoración ciertamente notable de todos los estudios realizados sobre la reina hasta esa época. Asimismo, el catedrático Fernando Brieva y Salvatierra, de la entonces Universidad Central de Madrid (actual Complutense), dedicó a la Reina Católica su discurso inaugural del año académico 1904-05; por otra parte, el erudito Ildefonso Rodríguez Fernández, autor de la Historia de Medina del Campo (1904), realizó importantísimos descubrimientos de la villa donde nació Isabel ligados al devenir de la reina.

El hispanista norteamericano William Thomas Walsh inició la década de los 30 con la publicación de su estudio Isabella of Spain (traducida al español por Alberto Mestas en 1943, Isabel la Cruzada), que supuso un soplo de aire fresco venido del Atlántico en el monocromo panorama biográfico de la Reina Católica y fue muy citado por los eruditos posteriores. La historiografía hispana de la postguerra, comprendida cronológicamente entre las décadas de los 40 y 50 del siglo XX, convirtió a Isabel la Católica en una figura cuasi sobrenatural, y a la época de los Reyes Católicos en un antecedente exegético del franquismo. Conceptos y términos hasta entonces usados por los historiadores para describir el reinado de Isabel I, como, entre otros ejemplos, "unidad nacional" o "cruzada", pasaron a convertirse en vocablos cargados de connotaciones políticas, derivadas de la soberbiosa fuerza de los vencedores en el conflicto, quienes no tuvieron apenas recato en adueñarse para su propio provecho de los logros conseguidos por la Reina Católica, como puede observarse en las intervenciones que eruditos de la época (Angulo Íñiguez, Pemán o el Conde de Altea, entre otros) realizaron con ocasión de celebrar el V Centenario del nacimiento de doña Isabel (1951). Pero en el plano de la divulgación, en esta época merece la pena destacar algunas pequeñas obrecillas en tanto que fomentaron durante muchos años el conocimiento que los españoles tuvieron de su pasado; es el caso, por ejemplo, de la obra de Fernando Laína, La reina Isabel (anecdotario de la Reina Católica), impreso en el mismo año del V Centenario del nacimiento de la reina dentro de la famosa colección Libros para la juventud de la madrileña editorial Hernando, con las inolvidables ilustraciones de Rivas. En la misma línea cabe inscribir el estudio del diplomático ecuatoriano J. Salvador de Lara (Semblanza apasionada de Isabel la Católica, 1957), cuya obra se centra en destacar el papel de la reina en tanto conquistadora de América y, por consiguiente, creadora del espacio común iberoamericano. De entre toda esta historiografía, aun con sus defectos de politicalización, es destacada la obra de Juan de Contreras, Marqués de Lozoya, Los orígenes del Imperio español. La España de Fernando e Isabel, salida de las prensas en el mismo año en que España finalizaba su fratricida conflicto. Aun con las consabidas consignas de exégesis entre el pasado de los Reyes Católicos y el presente franquista, también fueron notables las biografías de Llanos y Torriglia (1941) y Silió Cortés (1943).

A finales de los años 60 en la historiografía hispana todavía podían encontrarse algunos restos de interesadas y parcialísimas interferencias políticas en el análisis de la reina Isabel, como, por ejemplo, algunos discursos del propio general Franco, reproducidos por Blas Piñar (uno de los ideólogos del franquismo radical) en la revista que entonces dirigía, Cultura Hispánica (1967). Pero en la misma época también vieron la luz dos de los más grandes estudios sobre la Reina Católica, caracterizados por la rigurosidad científica y el amplio cotejo de fuentes documentales: el de Antonio Rumeu de Armas (Política indigenista de Isabel la Católica, 1969) y, en especial, la biografía isabelina del Padre Tarsicio de Azcona, que ha conocido numerosas reimpresiones a lo largo de todo el siglo XX dentro de su primigenia editorial, la Biblioteca de Autores Cristianos. La obra del Padre Azcona es fundamental para el conocimiento de Isabel I, y representa en el siglo XX el avance que en el XIX produjo el estudio de Clemencín, teniendo además un mérito mayor, pues se aparta del análisis exclusivamente religioso y espiritual que otros clérigos, como el Padre Cereceda (Semblanza espiritual de Isabel la Católica, 1946) o el Arzobispo García y García de Castro (Virtudes de la Reina Católica, 1961) habían realizado anteriormente. Es la obra del Padre Azcona una completa biografía, rigurosa y concienzuda en el plano historiográfico, de obligada consulta para cualquier interesado en el conocimiento de la Reina Católica.

Los años 70 del siglo XX, en pleno auge de corrientes historiográficas más preocupadas por el la Historia de lo colectivo que de lo individual, vieron recoger varios frutos de enorme importancia, sobre todo los emanados del vallisoletano Instituto «Isabel la Católica» de Historia Eclesiástica, dirigido por Antonio de la Torre y del Cerro, autor asimismo de una ingente cantidad de trabajos sobre documentación de la época isabelina entre los años 50 y 60. Al abrigo de esta institución y de tal director crecieron los más reputados especialistas hispanos en la época de la Reina Católica, como L. Suárez Fernández, V. Rodríguez Valencia, M. A. Ladero Quesada y Mª I. del Val, autora en 1974 de una biografía de Isabel en su época de princesa de Castilla. Sin embargo, durante los años 70 y 80 primaron los trabajos acerca de aspectos del reinado, sociales, económicos y políticos, así como a la publicación de documentos, dándose prioridad a estas investigaciones y dejando bastante al margen los aspectos biográficos, quizá poniendo un poco de espacio temporal en la abusiva tendencia al ensalzamiento de Isabel I en las décadas anteriores.

Pero los lustros final e inicial de los siglos XX y XXI han vivido lo que puede denominase como un auge de los estudios biográficos sobre Isabel la Católica. Inició el camino Ríos Mazcarelle (1996), continuando con sus estudios sobre la realeza española, y lo siguieron San Miguel Pérez y Peggy Liss (1998) y González Sánchez (1999). Alvar Ezquerra (2002) se preocupó más por los aspectos personales de la reina, mientras que en el 2003 David A. Boruchoff editó una serie de ensayos críticos sobre Isabel, destinados preferentemente a la comunidad académica norteamericana. Enfocado hacia este mismo ámbito, y en línea con el auge de este tipo de estudios en el panorama estadounidense, se halla el ensayo de Bárbara F. Weissberger, que aplican teorías feministas-materialistas al análisis de la imagen que la Reina Católica. De vuelta al entorno académico peninsular, y dentro del año 2003, se sitúa la biografía isabelina del académico Manuel Fernández Álvarez, tan amena, pulcra y documentada como todas las obras de este gran historiador; más erudita y compacta es la del también académico Luis Suárez Fernández, uno de los mayores expertos en el reinado de los Reyes Católicos en conjunto. Ya en el 2004, estimulados por el Quinto Centenario de la muerte de la reina, y además de toda una serie de trabajos colectivos, vieron la luz las biografías de Javierre (basada preferentemente en aspectos espirituales) y de Mª I. del Val, una puesta al día altamente recomendable de todas las tendencias biográficas con respecto a una figura estudiadísima, pero que todavía continúa (y continuará en el futuro) suscitando la atención de estudiosos e investigadores, por la tremenda importancia de su personalidad en el devenir de la Historia.

Bibliografía

Fuentes

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Enlaces en Internet

http://www.delsolmedina.com/VCentenario1.htm (página conmemorativa de los actos del V Centenario en la villa de Medina del Campo).

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez