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Hearst, William Randolph (1863-1951).

Empresario, político y periodista norteamericano, nacido en San Francisco (California) el 29 de abril de 1863 y fallecido en Beverly Hills (California) el 14 de agosto de 1951. Fue uno de los primeros grandes magnates de la prensa gracias a su oportunismo y a la introducción de numerosas novedades en la dirección de un periódico. Su biografía, compleja, polémica y hasta recalcitrante, sirvió al cineasta Orson Welles de inspiración para su obra maestra, la película Ciudadano Kane. Está considerado como el inventor del conocido como periodismo amarillo.

Los inicios

William Randolph fue el hijo primogénito del matrimonio formado por George Hearst y Phoebe Apperson. Su padre era un ranchero californiano multimillonario, que poseía industrias mineras en Dakota del Sur y en Montana. En 1883, William fue admitido en la prestigiosa universidad de Harvard para cursar administración de empresas y ayudar a su padre a llevar los negocios familiares, pero no duró demasiado: su carácter cínico, burlón y crítico le granjeó las antipatías de todo el campus, principalmente de los profesores, a quienes solía caricaturizar socarronamente para alborozo de sus compañeros. La carrera universitaria de William finalizó en 1887, cuando fue expulsado de Harvard; a pesar del disgusto materno (su madre era profesora de instituto), con la expulsión le llegó la oportunidad de su vida de una forma un tanto rocambolesca: su padre había recibido la propiedad de un periódico, el San Francisco Examiner, como parte del pago de una deuda de juego. George Hearst, que nada sabía del mundo de la prensa y que acababa de comenzar su carrera política como senador, colocó a su díscolo hijo al frente de la dirección del diario, con lo que dio comienzo la meteórica carrera de William en el mundo de la prensa.

En los años finales del siglo XIX, un periódico necesitaba muchísimo trabajo para ser rentabilizado, pues la prensa no se leía de forma habitual. Ante ello, Hearst introdujo diversas novedades orientadas a buscar un mayor número de ventas. La primera de ellas fue la adopción de titulares llamativos, de modo sensacionalista y basado en ideas populistas, para captar la atención de los lectores; otra de las novedades fue, cómo no, la inclusión de viñetas satíricas, de las que tanto gustaba Hearst en sus años de Harvard. El resultado fue lo que, en el espectro de la comunicación escrita, se conoce como prensa amarilla, precisamente debido a una de las tiras cómicas incluidas por el empresario en su periódico, llamada The Yellow Kid, una corrosiva y cínica visión de la actualidad del país.

De esta forma, el sensacionalismo, la especulación, la agresividad y, la mayoría de las veces, la información parcial e interesada, fueron los puntales en los que Hearst fundó su imperio. Todo ello se vio aderezado con unos editoriales mordaces, hipercríticos, rayanos en el insulto sobre todo contra los políticos, que calaron hondo en los lectores, poco acostumbrados a estas digresiones periodísticas. Naturalmente, los editoriales eran obra del propio Hearst, con lo que a la vez comenzó su fama de hombre duro, agresivo y políticamente ultraconservador, características todas muy del gusto del ciudadano norteamericano de clase media, que fue a la postre el estamento social que comulgó con las ideas de Hearst y que posibilitó su ascenso.

La apuesta le salió bien: las ventas del San Francisco Examiner subieron progresivamente y ganó muchísimo dinero, tanto que en 1895 compró otro periódico, el New York Morning Journal, y al año siguiente lanzó un novedoso diario, el Evening Journal, a mitad de camino entre un periódico convencional y una revista. La tirada objetiva de todo el emporio de Hearst superaba el millón y medio de ejemplares, algo insólito para la época. Durante estos mismos años, Hearst comenzó la rivalidad con quien sería su competidor, el reputado periodista Joseph Pulitzer, cuya filosofía del periodismo se encontraba en las antípodas de los postulados del irascible californiano. No obstante, la relación personal entre ambos fue aparentemente relajada y en no pocas ocasiones defendieron la misma opinión, si bien es cierto que desde una óptica opuesta.

El poder político de los medios de comunicación

Precisamente los diarios de Pulitzer y de Hearst fueron un elemento de primer orden para calibrar la irrupción del poder mediático promovido por los periódicos. En 1898, la tensión entre Estados Unidos y España por la posesión de Cuba fue azuzada violentamente por los editoriales de Hearst (y también por los de su rival), en los que acusaba a los soldados españoles destinados en la isla caribeña de ser auténticos animales, por su violencia y por su falta de escrúpulos. La realidad era que las tropas hispanas, diezmadas por las enfermedades y en condiciones precarias, eran presentados como criminales que aterrorizaban a los habitantes de la isla. Día tras día, los norteamericanos desayunaban con los mordaces comentarios de Hearst sobre la situación de Cuba, sobre todo atacando al militar español destinado a la isla, Valeriano Weyler, al que apodaba el Carnicero. La guinda fue una historieta inventada al alimón por Hearst y por Pulitzer, el famoso incidente de la señorita Clemencia Arango, una supuesta dama de nacionalidad norteamericana que fue ultrajada y violada por soldados españoles, como supuesta espía de Estados Unidos. Este tipo de informaciones, además de otros epítetos de claro tinte racista e imperialista, eran todas ellas tergiversadas cuando no inventadas. Es rotundamente esclarecedora de la intención de Hearst la frase que, según la leyenda oral, le dijo a su corresponsal en La Habana, Richard Harding Davis, cuando éste le solicitó regresar a Estados Unidos ya que la situación permanecía tranquila: "Tú preocúpate de las viñetas; yo te llevaré la guerra". Efectivamente, el estado de ansiedad creado por Hearst hizo insostenible las negociaciones, lo que provocó la declaración de guerra entre Estados Unidos y España gracias a una mentira más publicada por Hearst: la archifamosa voladura del Maine por tropas españolas, cuando en realidad fueron los propios norteamericanos quienes jubilaron al crucero como excusa para iniciar la guerra.

Véase Guerra de Cuba.

En cuanto a política exterior, la bandera imperialista, populista y pseudopatriota de Hearst, muy en la línea de la doctrina Monroe ("América para los americanos"), tenía su reflejo conservador, racista y violento en política interior. De sus desavenencias con los españoles derivó un odio profundo por la minoría hispana habitante en Estados Unidos, sobre todo los mexicanos, a quienes solía defenestrar públicamente cada vez que tenía ocasión de derramar epítetos andrajosos por su pluma. Este odio hacia los mexicanos se hizo mucho mayor, por ejemplo, en 1915, cuando la revolución acaudillada por Pancho Villa y Emiliano Zapata parecía llevar el camino del triunfo. Los editoriales de Hearst fueron auténticamente insultantes, tildando a ambos personajes de zafios, rastreros, pordioseros y auténticos animales. Detrás de este odio, cómo no, se hallaba la frustración del magnate, que había perdido la propiedad de una fabulosa finca de 800.000 acres en México merced a la reforma agraria propugnada por Villa. Como fue costumbre en su vida, Hearst jamás supo distinguir lo personal de lo profesional.

La prosperidad del emporio mediático de Hearst continuó creciendo en los primeros años del siglo XX: compró periódicos en Boston (el American) y en Chicago (el Examiner), además de lanzar magazines de actualidad como Motor, Harper's Bazaar y Cosmopolitan, tal vez la cabecera más famosa de su imperio. Personalmente, sus ganancias incrementaron mucho más al comenzar a invertir en prósperos negocios, sobre todo radicados en África y en la América hispana, cuestión en la que, al parecer, no tenía en cuenta los prejuicios raciales que ofrecía a sus lectores desde sus diarios.

Con semejante bagaje, no fue extraño el intento de Hearst por entrar en el mundo político norteamericano, a pesar de que la simpatía de su figura bajó algunos enteros después de un polémico artículo contra el presidente William McKinley, el mismo al que su acoso mediático había forzado en 1898 a declarar la guerra a España. En esas líneas, y con la procacidad que le caracterizaba, Hearst llegó a propugnar la muerte política de quien él consideraba un patético personaje. Meses después, en 1901, McKinley caía asesinado, lo que dio lugar a todo tipo de suspicacias entre los también ya muchos detractores de sus encendidas prédicas editorialistas. No obstante, en 1903 Hearst se presentó como candidato al Congreso de los Estados Unidos y obtuvo un éxito rotundo, logrando ser elegido. Aupado por el estatuto de congresista, Hearst intentó incluso el salto hacia la Casa Blanca, presentándose como candidato independiente a las elecciones presidenciales de 1904. En ellas sufrió su primer revés, ya que sólo obtuvo un discreto resultado en las rondas primarias, motivado sobre todo por el acoso y derribo que las oficinas del presidente, Theodore Roosevelt, mantuvieron sobre él, en especial recordándole el famoso artículo de la "muerte" de McKinley. Pese a ello, no se rindió y en 1907 se presentó a las elecciones de la alcaldía de Nueva York. La ciudad de los rascacielos, en la que no gustaban sus toscos modales californianos, también le dio la espalda, inclinándose por el candidato MacLellan. Asimismo, en 1909 también se presentó a las elecciones para gobernador de Nueva York, saliendo derrotado en las urnas por el candidato republicano, Leonard Hugues.

La precipitación de Hearst fue notable: en el plano político, la opinión pública le dio la espalda, ya que el empresario se ofuscó en adquirir precisamente aquellos puestos que tanto fustigaba desde su estrado periodístico, lo que no gustó demasiado a sus lectores, defensores y supuestos votantes. Sus reveses en la política le hicieron agudizar aun más su talento para la industria de la información: fue pionero en percibir las inmensas posibilidades que ofrecía el cine para las noticias. De esta forma, Hearst compró en 1911 una productora cinematográfica que se especializó en crear espacios con información para llenar los muchos huecos de las proyecciones de películas en los cines. A partir de ese momento, el sensacionalismo de Hearst pudo ser leído no sólo en papel, sino también a través de las pantallas cinematográficas. De igual modo, se hizo con varias emisoras de radio, convencido también del poder mediático de este novedoso canal de comunicación. Desde luego, Hearst fue un auténtico lince en los negocios de los mass media, anticipándose con éxito a todos sus rivales.

La fastuosidad de su vida privada

Multimillonario y famoso, su patrimonio territorial corrió paralelo al crecimiento de su cuenta bancaria, además de contagiarse de todo el glamour de la industria del cine, situada en Hollywood, a escasa distancia de Beverly Hills, donde fijó su residencia. También en la primera década del siglo XX conoció Hearst a la que se convertiría en su amante oficial, Marion Davies, una voluptuosa aspirante a actriz que prefirió las excelencias de un concubinato millonario a los escenarios cinematográficos. La cuestión fue bastante polémica, dado que Hearst había contraído matrimonio en 1903 con Millicent Wilson, pero nada paró el empuje del magnate por adaptar una situación que, por otra parte, solía ser frecuentísima aunque poco admitida en la pacata sociedad norteamericana de la época.

Marion Davies y William Randolph Hearst convirtieron Beverly Hills en el centro neurálgico de la vida social de Hollywood, sufragando costosas fiestas y, en especial, bailes de disfraces, a los que Marion era muy adepta. Por los partys de la pareja fueron desfilando no sólo personajes célebres (como el aviador Charles Lindbergh), políticos destacados (alcaldes, gobernadores, senadores) o gentes del gremio de prensa (como la columnista Louella Parsons, la versión femenina de Hearst con la pluma), sino también la flor y nata de la industria del cine, entre ellos Mary Pickford, Carole Lombard, la estrella mexicana Dolores del Río (cuya extraordinaria belleza pareció eludir las fobias racistas de Hearst) y, cómo no, el inefable Charles Chaplin.

Precisamente fue Charles Chaplin el protagonista indirecto del más truculento suceso de la biografía de Hearst. En noviembre de 1924, el magnate y su amante habían organizado una fiesta en su yate privado, anclado en las playas de California, para celebrar el cumpleaños de Thomas Ince, un conocido productor cinematográfico amigo de la pareja. Al día siguiente, la noticia de su muerte durante la fiesta conmocionó a la sociedad norteamericana. Los médicos se negaron a hacer público el resultado de la autopsia, lo que, de camino, sirvió para que Hearst probase su propia medicina, ya que las especulaciones informativas no cesaron en torno a su culpabilidad. El rumor más fundado apuntaba a que el millonario había sorprendido a su amante, Marion Davies, besando a Charles Chaplin, cuya fama de donjuán fue proverbial. Según el rumor, Hearst, enloquecido de celos, había disparado un revólver contra Chaplin e Ince, que intentó evitar la tragedia, fue alcanzado por la bala. Rápidamente, los periódicos controlados por el emporio Hearst suministraron la versión del asunto: Ince había fallecido como consecuencia de una indigestión. El resto de medios, mientras tanto, se preguntaba cuánto habría pagado el magnate a Louella Parsons, la experta en chismorreos de la época, para acallar la verdad.

Después del incidente, las fiestas en Beverly Hills plegaron velas y fueron apagándose un tanto, también debido a la enfermedad contraída por Marion Davies, una poliomielitis. Para olvidarse del incidente, Hearst continuó con su firme andadura empresarial, creando nuevas revistas de información, como Town and Country o Good Housekeeping; no obstante, su principal logro fue el de comprar, en 1927, una agencia de prensa, la International News Service, de la que se nutrían muchas centenas de periódicos de todo el mundo. Durante la década de los años 20, la perspectiva de información propugnada por Hearst fue hegemónica en Estados Unidos, dado que la agencia suministraba las noticias del modo usual en los medios de su emporio: haciendo del sensacionalismo la norma a seguir. Las ganancias económicas del empresario norteamericano fueron tales que, hacia 1922, contrató un equipo de arquitectos de primer orden para construir el llamado Castillo de Hearst, una residencia en San Simeón (California) que, en la época, constituyó el verdadero Taj Mahal de los Estados Unidos.

La crisis económica de 1929, que provocó la Gran Depresión de la economía norteamericana, golpeó con fuerza al sector periodístico, por lo que Hearst se vio abocado a realizar una drástica reducción de su imperio de información. A pesar de ello, sus inversiones en otros países le salvaron de la ruina, ya que continuó con su voluptuosa vida privada y se permitió el lujo de remodelar el primer proyecto de San Simeón hasta hacerlo llegar a 103 habitaciones. Así pues, la crisis del 29 le dejó tocado, pero no hundido; materialmente, su posición de privilegio en los medios de comunicación continuó siendo mayor si cabe, ya que sus rivales en la información, menos poderosos que él, sufrieron mucho más la depresión económica.

Ciudadano Kane: el comienzo de la caída

Tal vez parezca una paradoja, pero nada mejor que el estreno de Ciudadano Kane (1941) para corroborar el hundimiento de su figura. En la época de su estreno fue más que evidente que el personaje central del filme de Welles, el periodista y millonario sin escrúpulos Charles Foster Kane, era el vivo retrato de Hearst. Su residencia de San Simeón fue convertida por Welles en Xanadú, los incidentes políticos vividos por Kane eran idénticos a los que soportó Hearst... Para colmo, la escena cumbre del filme, el inicio del mismo, contenía un guiño irónico que a buen seguro encendió las iras del periodista real: el nombre de Rosebud (literalmente, 'capullo de rosa') con que el personaje cinematográfico, Kane, designa a ese trineo objeto de su deseo, era el mismo nombre con el que, de forma socarrona y procaz, el magnate norteamericano llamaba a la vagina de su amante, Marion Davies, cuyo furor uterino también fue muy conocido en la época. Este detalle, sabido sólo por todo el elenco de acólitos a las fiestas privadas de Hearst, ridiculizó al poderoso empresario delante precisamente de aquellos ante quienes solía alardear de los prodigios de Rosebud. Como puede observarse, había motivos más que suficientes para que el periodista comenzase una auténtica persecución contra la película desde todos sus medios de comunicación, incluyendo el intento de secuestrarla y paralizar su exhibición. Sin embargo, la industria del cine protegió a Welles, el nuevo prodigio de Hollywood y todos los periódicos pronunciaron alabanzas exacerbadas a Ciudadano Kane. Los críticos cinematográficos calificaron a la película como "la mejor producción de la historia del cine", epíteto que se ha mantenido con el paso del tiempo durante todo el siglo XX; sin negar la indudable calidad y exquisitez de Ciudadano Kane, como toda la producción de Welles, resultaría difícil calibrar si las loas que recibió en su estreno, en 1941, no estuvieron relacionadas con el ataque que el director realizó hacia Hearst, un personaje antipático, grosero y odiado del que media Norteamérica hubiera celebrado con champán francés su caída.

Después de un año de dura tensión dialéctica entre Welles y Hearst, tensión que elevó las ventas de periódicos y revistas ampliamente, al final el magnate aceptó que Ciudadano Kane continuase proyectándose. Algunos pensaron que Hearst, al escuchar las críticas rotundamente favorables a la película, vio satisfecha su inmensa egolatría, ya que, al fin y al cabo, él era el protagonista de la misma. La realidad fue muy otra: en 1941, la fórmula del sensacionalismo, de las críticas feroces a los personajes públicos y del aislacionismo político norteamericano se había agotado. Los lectores eran muy distintos a los de la época de apogeo de la prensa amarilla y Hearst perdió su posición de privilegio por un enorme error, aunque tal vez el más humano de todos: no saber adaptarse a los nuevos tiempos.

Valoración de su figura

El entorno mundial de los años 30 del siglo XX se preparaba para la inminente Segunda Guerra Mundial. Ante este hecho, Hearst mantuvo su propuesta patriotera, basada en la Doctrina Monroe, o lo que es lo mismo, que a los Estados Unidos nada les iba en una guerra europea. De igual modo, la amenaza del comunismo de la URSS le parecía muchísimo más grave que la multiplicación de regímenes de corte dictatorial en Europa, sobre todo en Alemania, Italia y España. Por esta razón, en sus editoriales y en sus noticias, un buen conservador como Hearst llegó a veces a alabar las dictaduras, prefiriéndolas a la amenaza comunista y, sobre todo, intentando demostrar a sus conciudadanos que el país debería ausentarse de una guerra inútil para sus intereses. El bombardeo de Pearl Harbor, en 1941, abrió los ojos a los norteamericanos de que la entrada en la guerra era inevitable, y, de camino, dejó por los suelos el prestigio de Hearst. Definitivamente, los tiempos habían cambiado. Diez años más tarde, cuando ya había delegado el control de su emporio a sus descendientes (quienes, grosso modo, lo continuaron ejerciendo durante todo el siglo XX), Hearst falleció en un hospital de Beverly Hills. Detrás quedaba una figura antipática, detestada por muchos y a quien todos los periodistas se referían como si fuese un demonio, sobre todo por la utilización de la demagogia informativa del sensacionalismo.

Pese a todo, en su descargo hay que decir que no sólo fue un pionero en actitudes informativas de carácter negativo. También fomentó el auge de la prensa y la revalorización de los periodistas, ya que, debido a su tremenda competencia con Pulitzer, Hearst fue el primero en arrebatarle a éste columnistas y trabajadores pagándoles más sueldo, lo que incitó la competencia entre medios. En este mismo sentido, cabe decir que en las páginas de Hearst encontraron acomodo los más selectos periodistas norteamericanos de la época, como el genial Ambrose Bierce, el citado Richard Harding Davis, así como los afamados novelistas Mark Twain y Stephen Crane. Asimismo, Hearst fue pionero de la utilización del cómic con fines informativos, abriendo la posibilidad de las viñetas humorísticas y satíricas, algo tan usado en el periodismo durante todos los tiempos. También aquí contó Hearst con la maestría de estupendos ilustradores, como fue el caso de Frederic Remington. De igual forma, durante mucho tiempo Hearst controló la distribución del cómic en Estados Unidos y fue fundador de empresas que difundieron el uso de esta novedosa técnica hasta convertirla en el referente cultural que ha sido el cómic durante el siglo XX. Por ello, a pesar de que en líneas generales la figura de William Randolph Hearst suele despertar más desprecio que otro sentimiento, lo cierto es que muchas de sus ideas fueron beneficiosas para el mundo de la comunicación.

Bibliografía

  • NASAW, D. The Chief. The life of William Randolph Hearst. (Houghton, Mifflin, 2000).

  • PANETH, D. The Encyclopedia of American Journalism. (Nueva York, Facts on File Publications, 1983).

  • SWANBERG, W. A. Citizen Hearst. (Nueva York, 1961).

Enlaces en Internet

http://www.hearstfdn.org/; Página web oficial de la Fundación William Randolph Hearst (en inglés).
http://www.hearstcorp.com/ah8d.html; Página web de la Corporación Hearst, emporio del mundo de la comunicación fundado por William Randolph Hearst, con una biografía del magnate (en inglés).

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez