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Güemes y Horcasitas, Juan Francisco (1682-1768).

Administrador colonial español, nacido en Reinosa el 16 de mayo de 1682 y fallecido en Madrid el 27 de noviembre de 1768, fue el primer conde de Revillagigedo y cuadragésimo primer virrey de Nueva España (1746-1755).

Bautizado en la iglesia parroquial de San Sebastián de su ciudad natal, era hijo de Francisco de Güemes Cordón y de Francisca de Horcasitas Sáenz de Villa de Mollinedo. Tras la temprana muerte de su padre, la familia continuó viviendo en Reinosa. Cuando tenía 19 años se alistó en los tercios españoles como soldado “entretenido” (cadete), para ser formado en las artes y ordenanzas de la milicia. Casi al mismo tiempo estalló la Guerra de Sucesión, en la que, a favor de la casa de Borbón, tomó parte activa desde el primer momento.

Encuadrado en el tercio de Miguel Gascó, participó en la expedición a Nápoles que partió de Cádiz a primeros de marzo de 1702 para desarrollar una campaña rápida y feliz, que llevó a Felipe V a entrar triunfalmente en Nápoles el día 20 de mayo. Tras permanecer dos años en esta ciudad, Güemes regresó a España para incorporarse al nuevo ejército que se estaba preparando para defender los intereses de la nueva monarquía, frente a la coalición defensora de los derechos del pretendiente Carlos. Destacado en Galicia, en septiembre de 1705 obtuvo el grado de capitán de Infantería y tomó parte en las acciones que se libraron en la frontera con Portugal, en tierras de Extremadura.

Su primer encuentro con el rey se produjo el 20 de junio de 1706 en Jadraque (Guadalajara), adonde se trasladó para entregarle información militar. Después participó en las tomas de Alcántara y Ciudad Rodrigo y en 1710, con el cargo de sargento mayor del regimiento de Segovia, en el ataque a Jerez de los Caballeros y otras plazas del oeste peninsular. Algunas de sus acciones mas brillantes son el asalto y toma de Brihuega, a finales de 1710 y el de Villaviciosa, a comienzos de 1711. El mes de julio de este año se le ascendió por méritos de guerra a teniente coronel del regimiento de Burgos. En la época de los acuerdos de paz, entre 1713 y 1714, permaneció acantonado en Cataluña.

Unos años después intervino en la expedición que, dirigida por José Patiño, desembarcó en Cerdeña en 1717 y expulsó a los imperiales de la isla. Además de conocer personalmente al ministro, a finales de año fue ascendido a coronel del regimiento de Granada, con el que participó en las acciones de Sicilia y Ceuta. A su regreso y desde Granada, ciudad en la que residió hasta 1731 con su regimiento, tomó parte en el sitio de Gibraltar. Posteriormente, nombrado inspector de infantería española de Aragón, Navarra y Guipúzcoa, intervino en la campaña para la toma de Orán, durante el verano de 1732, en la que participaba el comisario real marqués de la Ensenada, con el que le unió a partir de entonces una especial amistad.

En recompensa de sus méritos y su fidelidad al monarca, siendo ministro de Estado José Patiño se le nombró gobernador y capitán general de la isla de Cuba el 21 de febrero de 1733. El 3 de diciembre ascendió Güemes a mariscal de campo y tres semanas más tarde contrajo matrimonio en Antequera (Málaga) con Antonia Ceferina Paula Padilla Aguayo, miembro de la destacada oligarquía local de los Padilla y Narváez. Salió desde Cádiz para La Habana el 8 de enero de 1734.

Tras una larga travesía de dos meses, tomó posesión de su cargo el 18 de marzo, y, de inmediato, comenzó a enfrentarse a todos los problemas que planteaba la gobernación de uno de los bastiones estratégicos del Imperio, lugar de paso y encuentro de todas las flotas que enlazaban la metrópoli con las tierras de América. Tenía que atender a la defensa de la isla, ordenar y desarrollar sus fortificaciones, responsabilizarse del Ejército y las milicias pero también de las fuerzas navales, en especial la Armada de Barlovento. El marco de su actividad incluía los temas económicos y de subsistencia, el desarrollo del comercio, el saneamiento de la hacienda, así como las relaciones del gobernador con la Administración municipal, el Patronato eclesiástico y la supervisión de la gobernación de Santiago de Cuba.

Se ocupó de fortificar y completar las obras del puerto, especialmente las murallas, terminadas y en buen estado por la parte del mar, pero que adolecían de amplias carencias en la zona del interior, más fácil de atacar. En sus informes anuales, el gobernador daba cuenta del progreso de los trabajos y en 1737 aseguraba que “en menos de dos años se podrá cerrar la muralla marítima por la parte del puerto”. En cambio, la construcción de una muralla interior no contó con la aprobación de la corte.

Amplió su interés en otras regiones, fortificaciones y castillos como el de San Severino de Matanzas, a la vez que se ocupaba de la reforma del Ejército y el impulso de la organización de las milicias, tanto en la capitanía de La Habana, como en Santiago de Cuba, gobernada por Cajigal de la Vega. Fomentó el acopio de artillería y municiones, la construcción y la reparación de las naves comerciales y de guerra, en el desarrollo de esta labor demostró su eficacia en los conflictos armados, que se prolongaron varios años.

Sus años de gobierno en Cuba, bajo la dependencia directa de José Patiño y el marqués de la Ensenada, permiten descubrir una personalidad muy acusada, forjada en la práctica de la milicia y la Administración, cuya reforma inició Patiño y acentuó Ensenada. El primer conde de Revillagigedo tenía un carácter autoritario, exigía sumisión y fidelidad y tuvo frecuentes enfrentamientos por razones de disciplina y jurisdicción, tanto con sus pares como con sus subordinados. Su biógrafo Valle Menéndez recoge numerosos testimonios que demuestran la energía y firmeza de su manera de comportarse.

La atención que prestaba a la armada de Barlovento, creada para mantener las costas del Golfo y las islas de las Antillas a salvo de piratas y corsarios, no siempre se había cumplido con eficacia, lo que obligó a su disolución a partir de 1748. Pero en los años de Güemes la armada cumplió con su cometido, apoyó los transportes y las conducciones de todo tipo y protegió la remisión de los caudales públicos a La Habana y a los puertos de la Península. El marqués de la Ensenada, tan exigente respecto de los envíos de fondos, tuvo que expresarle su reconocimiento por esta labor.

Una de las actividades a la que prestó mayor atención fue el fomento de la economía, con el apoyo a la creación y el funcionamiento de la Real Compañía de la Habana a partir de 1741; participó en ella como accionista, favoreció su expansión y en pocos años empezó a recoger sustanciosos beneficios. La Compañía había mostrado su utilidad en la venta de ropa importada de Cádiz, pero también en los ramos del tabaco y de la construcción naval, sin olvidar el comercio de esclavos. A pesar de ello, cuando entró en crisis la construcción naval, se solicitó la rescisión de los compromisos adquiridos con la corona.

En 1739 estalló la guerra abierta entre Inglaterra y España, la llamada Guerra de la Oreja de Jenkins, con sus inmediatas repercusiones en los mares de América, pero los ingleses, muy atentos a las obras del gobernador, prefirieron dirigir sus ataques a otras plazas, como Portobelo y Cartagena o el desembarco en Guantánamo, cerca de Santiago de Cuba, en vez de atacar La Habana.

Este conflicto militar venía precedido por un enfrentamiento larvado de muchos años, a base de actuaciones de corso y contrabando, desembarcos y ocupaciones de hecho en zonas de controversia permanente. Se discutió en las cortes respectivas sobre el comercio ilícito y se delimitaron zonas de influencia y dominio, sin embargo en la práctica aumentaba sin cesar la presión de los británicos sobre las fronteras y las costas del Imperio español.

Tras una larga batalla diplomática, en la que España defendió su derecho a detener y visitar los navíos sospechosos de contrabando, se presentó en Londres el caso del capitán Robert Jenkins, quien apresado por un guardacostas español en 1731, recibió como castigo la amputación de una oreja. Los comerciantes ingleses, en exigencia de represalias, mantuvieron una larga campaña de exigencias, que desembocó en la declaración de guerra, a mediados de 1739. Para Londres, había llegado el momento de asestar un golpe definitivo al dominio español en América.

Aunque una formidable armada a las órdenes del almirante Vernon se situó frente a La Habana, las acciones más importantes fueron la toma de Portobelo, el ataque a Cartagena y La Guaira, así como la amenaza de desembarco en Santiago de Cuba y la ocupación de la bahía de Guantánamo. El conde de Revillagigedo, en contacto permanente con el gobernador Cajigal de la Vega, superó esta situación de peligro, resuelta meses después con la retirada de la flota británica. Se le ascendió a teniente general, mientras a Cajigal se le ofrecía el gobierno de Caracas, que declinó. El enfrentamiento armado se mantuvo varios años más, registrándose acciones de guerra en La Florida y las costas de Honduras.

Al celebrarse el juicio de residencia por sus años de gobierno en Cuba, se demostró que “su activa labor de gobierno” se había extendido a numerosos ámbitos, lo que se reflejó en numerosos bandos en asuntos tan variados como la represión del contrabando, la limpieza de calles y parajes públicos, el traslado del matadero, las medidas para mejorar la ganadería y el comercio, las instrucciones para el abasto de los pueblos y la severidad con que hizo cumplir las penas y pagar las multas, “que permitieron abrir camino a una mejora material de la isla”.

Residió en el castillo de La Fuerza, imponente y majestuoso sobre la bahía, y allí tuvo una descendencia de ocho hijos, entre ellos Juan Vicente, segundo conde de Revillagigedo y virrey de Nueva España (1789-1794). En mayo de 1745 sufrió un ataque de apoplejía que lo mantuvo retirado del Gobierno durante dos meses. Poco después, como muestra de tenacidad y ambición, escribió al secretario de Estado para solicitar su promoción, pero Ensenada, aunque consideraba que debía quedarse en La Habana hasta el final de la guerra, le propuso ocupar la Capitanía General de Nueva Granada y, ante su resistencia, el 23 de noviembre de 1745 decidió destinarlo a Nueva España; le sucedió en La Habana Francisco Cajigal de la Vega, gobernador de Santiago de Cuba.

El 9 de julio de 1746 hizo su entrada en la Ciudad de México, sin que en Nueva España se supiera, hasta varias semanas después, que ese mismo día había fallecido Felipe V en Madrid. Las fiestas de proclamación, aclamación y juramento de fidelidad a Fernando VI se celebraron el 11 de febrero de 1747 e incluyeron una función teatral, lanzamiento de monedas y medallas y otros festejos, en un ambiente de sobriedad y contención de gastos.

La continuación de la guerra obligó al virrey al envío de nuevas recaudaciones a la corte de Madrid, lo que suponía mejorar el sistema de cobros y por lo tanto un aumento considerable de las rentas reales, las alcabalas, el pulque, el asiento de cordobanes, el alumbre, los novenos de la Iglesia, el papel sellado, etc. Aunque pretendió la prohibición de los juegos de azar, los naipes y las peleas de gallos, la protesta generalizada de los grandes intereses implicados lo impidió, con lo que obtuvo nuevos ingresos extras. Por otra parte, la guerra demostró que la capacidad de resistencia española en América era muy superior a lo que los ingleses esperaban, lo que les llevó a retirarse, sin que lograran hacer grave mella en el Imperio.

En 1747 se supo que desde el año anterior una escuadra inglesa, aprestada en Portsmouth, se disponía a navegar hacia las costas de América, por lo que el virrey tuvo que disponer lo necesario para la defensa de los puertos y regiones del sureste, tradicional asiento de colonos y comerciantes ingleses. Al mismo tiempo prohibió levantar planos y mapas de las fortificaciones y defensas, dado el peligro de que acabaran en manos enemigas. Tan rigurosos resultaron estos bandos que dieron ocasión a ciertas exageraciones, como el arresto de pacíficos marinos holandeses en Jalisco, enviados a la capital y finalmente liberados en España.

Firmada la Paz de Aquisgrán, en 1748, la corte le comunicó que el rey “mandaba a todos sus súbditos y vasallos que de aquí adelante guarden, cumplan y observen la expresada paz inviolablemente…”. Se celebró con luminarios y Te Deum, pero el virrey tuvo que apoyar las gestiones de los gobernadores de Yucatán y Campeche, que pretendían limpiar las costas de los últimos vestigios de los invasores. Todavía en 1754 desde la corte se insistía ante el virrey que cesara en la expulsión violenta de los ingleses, porque se quería resolver el asunto “de forma amistosa con la nación inglesa”.

En el ramo de la minería, la situación se agravó como consecuencia de persistentes heladas y lluvias, la desatención y los conflictos de intereses y la emigración generalizada, lo que hizo caer la producción y disminuir el consumo de mercancías, además de provocar la paralización de obrajes y fábricas y la ruina de numerosas haciendas. Fue determinante la falta de azogue, que se había traído siempre desde el exterior, ya que su alto precio incidía en los costes de extracción. Esta crisis puso en evidencia, sin embargo, la importancia de la minería en la economía virreinal. El descubrimiento de nuevas vetas de plata en Bolaños, en las fronteras del norte, consiguió reanimar esta situación. También quiso restringir la fabricación de aguardiente, con el apoyo del arzobispado, para proteger su importación desde la Península, pero la medida resultó de imposible aplicación y se convirtió en uno más de los impuestos exigibles a fabricantes y transportistas.

En las fronteras del norte continuaba la presión francesa en su intento de expansión por el oeste del Mississippi, pero a Revillagigedo cabe el honor de haber desarrollado con toda energía una política de defensa y expansión territorial: en 1748 consiguió expulsar de Texas a un francés llamado Cuartier, dedicado a la pesca y que había construido fábricas y almacenes; siguiendo instrucciones de Ensenada, en 1751 negoció con el gobernador de Nueva Orleans la retirada de los franceses, que habían atravesado el Mississippi por Nadchitoches.

En 1748 el capitán José de Berroterán, compañero de Rivera y José de Escandón en acciones anteriores, había redactado un informe “sobre los sucesos ocurridos en la Nueva Vizcaya y noticias de las campañas que ejecutó”. Se trataba de recortar los gastos, suprimir obras y destinos, a la vez que una reorganización del dispositivo fronterizo. El encargado de su ejecución sería el coronel Escandón, que salió de Querétaro en diciembre de 1748. Fundó Nuevo Santander, actual Tamaulipas, donde se establecieron nuevos pueblos, entre ellos los de Güemes, Revilla y Horcasitas, en honor del virrey. Escandón volvió a Nuevo Santander en varias ocasiones, manteniendo su actividad colonizadora hasta 1755, año que regresó a la capital para rendir cuentas al virrey.

En esta fecha, el auditor marqués de Altamira aprobó un nuevo informe, redactado por José Escandón y dirigido al virrey, en el que culpaba a los misioneros de los problemas existentes y planteaba una reforma a fondo del sistema de presidios, a cambio de establecer poblaciones de colonos españoles. Se retirarían las compañías de soldados, que serían sustituidas por milicias locales, más eficaces y menos costosas en la defensa del territorio. Aprobado el proyecto del marqués, a partir de 1755 se intentaron aplicar estas reformas, mediante un amplio plan de nombramientos y destinos. La realidad posterior demostró la distancia que existía entre el proyecto y su ejecución. La oposición del arzobispo y los demás responsables de la Iglesia mexicana, impidieron y retrasaron su implementación.

En la provincia de Sonora continuaba el enfrentamiento entre misioneros y colonos, sucediéndose los gobernantes que intentaban aplicar soluciones de compromiso, mientras arreciaban las incursiones de seris y pimas, nunca reducidos. En 1752, la rebelión de la Pimería Alta obligó al virrey a destinar recursos y hombres para sofocarla. Por California, pacificadas las tribus del sur, se sucedieron expediciones y descubrimientos en las tierras del norte, a cargo del austríaco padre Fernando Consaj, que viajó a la desembocadura del río Colorado, y más tarde las del alemán Sedelmayer, por los cursos del Colorado y el Gila; la escasez de víveres y las epidemias impidieron alcanzar el éxito que se esperaba de estas misiones.

En Yucatán, que mantenía una ficción de autonomía regional, Juan José Clou, marqués de Iscar, nombrado gobernador en 1750, se empeñó en hostilizar a los ingleses, por lo que organizó una escuadra que hizo el corso en las costas del río Valis (Belize). En un año se apoderó de más de cuarenta embarcaciones cargadas de palo, hizo centenares de prisioneros y se apoderó de cargamentos de esclavos negros. En 1752, el nuevo gobernador, mariscal Melchor de Navarrete, con el apoyo del virrey y del gobernador de La Habana, emprendió otra campaña en la que se apresaron numerosas embarcaciones, se incendiaron rancherías y sembrados, y se destruyó gran cantidad de palo de tinte.

Para Riva Palacio, el conde de Revillagigedo “dejó memoria de gobernante acertado, laborioso y enérgico, pero también fama de haberse enriquecido aprovechándose de su puesto. A pesar de todo, el respeto y el cariño de sus gobernados prueban que atendió al bien de los pueblos y que éstos perdonan los grandes defectos cuando van acompañados de grandes virtudes”. Aunque había solicitado su relevo en 1751, por encontrarse indispuesto y alegando su avanzada edad, exceso de trabajo y “quebranto de salud”, la noticia de su destitución no llegó hasta mediados de 1755, cuando supo que ocuparía su puesto el marqués de las Amarillas. Redactó con cuidado y dedicación una amplia memoria destinada al marqués, se encontró con él en Otumba, para entregarle el bastón de mando y aprovechó la salida de La América para regresar a España, vía La Habana, donde permaneció unos meses; llegó a Cádiz a comienzos de agosto de 1756.

Nombrado por Fernando VI conde de Revillagigedo, permaneció en el servicio activo durante diez años, con el cargo de comandante militar de Madrid, capitán general de los Ejércitos y decano del Supremo Consejo de Guerra, tanto con Fernando VI, que murió en agosto de 1759, como con su sucesor Carlos III, que le confirmó en todos sus destinos. En política, se mantuvo fiel a su amigo Ensenada, a pesar de su destitución y se acercó al bando del conde Aranda, nueva figura emergente en esos años, junto a Floridablanca y Campomanes, con quienes también se relacionó.

Falleció en el palacio de los Mostenses, su residencia de Madrid, el 27 de noviembre de 1766.

Bibliografía

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  • RIVA PALACIO, V. El Virreinato. Tomo II de México a través de los siglos, México, Compañía General de Ediciones, 1961.

  • DE LA TORRE VILLAR, E. Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos. México, Editorial Porrúa, 1991.

  • DEL VALLE MENÉNDEZ, A. Juan Francisco de Güemes y Horcasitas. La historia de un soldado. Santander, Librería Estudio.

Manuel Ortuño

Autor

  • 0110 M. Ortuño