A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z
LiteraturaBiografía

Ferrán, Augusto (1835-1880).

Poeta y traductor español, nacido en Madrid el 27 de julio de 1835 y fallecido en su ciudad natal el 2 de abril de 1880. Amigo personal del gran poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer, dejó un breve pero interesante legado poético que contribuyó decisivamente a esa gran renovación de la lírica española que tuvo lugar a mediados del siglo XIX. A pesar de ello, la historia de la Literatura Española le ha considerado siempre como un poeta menor, máxime cuando se compara su obra con la del propio Bécquer y la de otras grandes figuras del romanticismo tardío.

Vida

No abundan los datos fiables acerca de la breve existencia de Augusto Ferrán, que falleció en penosas condiciones a los cuarenta y cinco años de edad, cuando había transcurrido un decenio desde la publicación del segundo de los dos poemarios que conformaron su magra bibliografía. Había venido al mundo en Madrid a mediados de la cuarta década del siglo XIX, en el seno de una familia de artesanos formada por el barcelonés Adriano Ferrán y la zaragozana Rosa Forniés. El matrimonio se instaló en la capital del Reino, donde el padre del poeta abrió un taller de molduras doradas en el que dio trabajo a otros miembros de la familia (entre ellos, Tomasa Forniés, hermana de su esposa), y allí nacieron sus dos únicos hijos: Adriana (que habría de casar, andando el tiempo, con el escritor y periodista Florencio Janer) y Augusto.

En busca de una mayor expansión para su modesto negocio, Adriano Ferrán se embarcó rumbo a La Habana (donde, al parecer, ya se habían instalado algunos familiares suyos) y fundó allí un nuevo taller de molduras, al frente del cual puso a su cuñada Tomasa Forniés, pues él había decidido consagrarse a su vocación artística y dedicarse de lleno a la pintura de retratos. A la muerte del marido de Tomasa -un capitán mercante que perdió la vida en un naufragio-, ésta cerró el taller cubano y regresó a Madrid al lado de su hermana, que había seguido regentando entretanto el taller original y había conseguido prosperar notablemente. Distinta suerte debió de correr su bohemio y aventurero esposo, quien no sólo había decidido mudar de ocupación y de forma de vida en La Habana, sino también de familia, por lo que no regresó a España cuando lo hizo su cuñada ni mostró gran interés por volver a tener noticias de los suyos.

Fruto de la prosperidad alcanzada por el buen hacer de Rosa Forniés al frente del taller madrileño fue la buena educación que pudo proporcionar a su hijo, quien desde muy pequeño había dado muestras de poseer una viva inteligencia y una especial inclinación hacia el estudio de las disciplinas humanísticas. Recibió, pues, sus primeras letras el pequeño Augusto en un colegio madrileño y, en vista de las buenas dotes intelectuales que exhibía, pronto pasó a cursar estudios secundarios en el célebre Instituto del Noviciado, del que salió ansioso por conocer los principales foros y cenáculos culturales de las grandes capitales europeas, donde a la sazón se gestaban las grandes corrientes literarias y artísticas que luego llegaban a España y a otros lugares apartados.

Siempre con el apoyo de su madre -que no reparó en gastos a la hora de proporcionar al joven Augusto nuevas oportunidades que ampliasen sus conocimientos y sus horizontes vitales-, emprendió un viaje a Alemania con escala previa en París, donde quedó fascinado por la cultura francesa. Pero, una vez instalado en Múnich, fueron la música y la poesía alemanas las manifestaciones creativas que cautivaron definitivamente su sensibilidad: siguiendo los compases de Schubert, Mendelssohn y Schumann, aprendió de memoria los lieder de los románticos alemanes y se empapó en la riqueza formal y los contenidos temáticos de la poesía de Heinrich Heine, de quien aspiró a convertirse en su mejor discípulo en lengua castellana.

Fueron aquéllos los años más felices en la vida del poeta madrileño, quien adquirió un perfecto dominio de la lengua alemana y alcanzó un amplio conocimiento de las obras de sus mejores creadores, lo que al cabo de un tiempo habría de permitirle ganarse la vida como traductor. Pero en 1859, la noticia de una grave enfermedad que había afectado a su madre truncó en seco aquel feliz período de aprendizaje humanístico: alarmado por las preocupantes nuevas que le llegaban hasta Alemania, retornó apresuradamente a España con la esperanza de encontrar aún viva a la moribunda, pero cuando el poeta llegó a Madrid doña Rosa Forniés ya había fallecido. El sufrimiento y la amargura que le causó esta pérdida tuvo un amplio reflejo en su producción poética: "Al ver en tu sepultura / las siemprevivas tan frescas, / me acuerdo, madre del alma, / que estás para siempre muerta".

Este precipitado regreso fue definitivo, pues Augusto -desesperado por el dolor que le causaba el no haberse podido despedir de su madre- determinó quedarse ya en Madrid y dedicarse a difundir en España esa excelente literatura alemana que había conocido in situ, avalado por su dominio de la lengua germánica y sus contactos personales con algunos de sus mejores artífices de la época. Fundó, con este propósito divulgativo, la revista El Sábado, cuya entusiasta andadura no alcanzó a ver en la calle demasiados números, lo que no fue obstáculo para que el loable objetivo de Augusto Ferrán llegara a oídos de algunos destacados personajes del panorama cultural madrileño, lo que a su vez dio pie a una progresiva integración del poeta en los círculos literarios de la capital.

Así, en los mismos talleres de impresión donde se estamparon los escasos ejemplares de El Sábado conoció a un destacado personaje de la cultura y la prensa madrileña, Julio Nombela, a quien apoyó en una nueva aventura editorial, plasmada en el rotativo Las Artes y las Letras (que, con Nombela como director y Ferrán al frente de la redacción, no tuvo una vida mucho más prolongada que la de la mayor parte de los periódicos de la época). Julio Nombela, amigo de Gustavo Adolfo Bécquer y autor -ya por aquel entonces- de algunos folletines de notable éxito que acabarían por convertirle en una de las figuras cimeras de la novela por entregas -como Desde el cielo (1857), Una mujer muerta en vida (1861), Historia de un minuto (1862) y El amor propio (1889)-, dejó escrita también una valiosa obra histórica de obligada consulta para cualquier estudioso de la política española decimonónica -Los Ministros en España desde 1800 hasta 1869 (Madrid, 1869)- y, además, unas espléndidas memorias que, publicadas en cuatro volúmenes bajo el título de Impresiones y recuerdos (Madrid, 1909-1912), constituyen en la actualidad la mejor fuente de información a la hora de encontrar datos biográficos sobre su amigo Augusto Ferrán.

Allí, en efecto, se pueden conocer de primera mano los pormenores del viaje que condujo a ambos amigos hasta París el día 5 de junio de 1860, tres meses después de que saliera a la calle el último número de Las Artes y las Letras (4 de marzo de 1860). A invitación del propio Nombela, Ferrán lo acompañó hasta la capital gala y allí se encontró con su "desaparecido" progenitor, que estaba ahora instalado en París en compañía de un ama de llaves y una hija de aquella cuñada que le había seguido hasta La Habana, joven que acabaría convirtiéndose en la esposa de Nombela. Éste tenía la firme intención de buscar trabajo en la capital francesa, propósito que no albergaba en cambio Augusto Ferrán, quien se limitó a solucionar algunos asuntos económicos que tenía pendientes con su padre (entre ellos, el reparto de la herencia de Rosa Forniés) y a integrarse en los círculos literarios parisinos, frecuentando los cafés, salones y quintas campestres en donde se celebraban algunas de las reuniones y tertulias más prestigiosas de aquellos años (fue, v. gr., asiduo concurrente en la Closerie des Liles). Pero, ante las grandes dificultades derivadas de este empeño en vivir sin trabajar, Augusto Ferrán se vio forzado a regresar a Madrid, no sin antes rogar a Julio Nombela que le redactase una carta de presentación con la que pudiera comparecer, nada más llegar a la capital española, ante Gustavo Adolfo Bécquer, a quien el propio Nombela había hablado con entusiasmo y admiración de Ferrán y su obra, y había recitado incluso numerosas composiciones del poeta madrileño que, en calidad de íntimo amigo suyo, se sabía de memoria.

Fue así como quedó sólidamente establecida, en 1860, la fructífera amistad que unió a Bécquer y Ferrán, en un período de feliz recuerdo para la historia de la lírica española, pues ambos poetas se hallaban, a la sazón, en los primeros compases de unas carreras literarias que habrían de imprimir un giro radical a los postulados estéticos vigentes hasta entonces en la poesía española. Comenzaron a circular, en efecto, por aquellas fechas las primeras rimas del gran poeta sevillano, al tiempo que Ferrán preparaba la edición de su primer poemario, publicado bajo el título de La Soledad y recibido con una elogiosa reseña crítica firmada por Bécquer en El Contemporáneo, publicación en la que venía exponiendo, a través de sus regulares colaboraciones en calidad de redactor, esos nuevos criterios estéticos que ambos compartían. En agradecimiento de los juicios entusiastas de su amigo, Ferrán hizo imprimir esta crítica encomiástica como prólogo de la segunda edición de La soledad.

Puede afirmarse que ambos poetas eran ya amigos íntimos en la primavera de 1861, cuando Bécquer contrajo matrimonio (el día 19 de mayo de dicho año) y convocó como invitado de honor a Augusto Ferrán, quien poco tiempo después emprendió un fecundo recorrido por la zona aragonesa del Moncayo y los alrededores del Monasterio de Veruela, parajes frecuentados por Bécquer y, sin lugar a dudas, recomendados por éste a su amigo como lugares idóneos para el retiro espiritual y el apartamiento del tráfago vertiginoso de la Corte. La compenetración entre ambos autores era tan intensa por aquellas fechas, que Ferrán llegó a escribir una leyenda de factura muy similar a las que luego inmortalizaron a Bécquer, titulada El puñal, ambientada en aquella región aragonesa y publicada dos años después de su primera estancia en Vera de Moncayo (1863).

Al tiempo que trabajaba en la composición de sus poemas y en la redacción de estas prosas de innegable cuño becqueriano, Augusto Ferrán se enfrascó en sus magníficas Traducciones e imitaciones del poeta alemán Enrique Heine, que vieron la luz también en 1861, entre las páginas de la célebre publicación literaria El Museo Universal (concretamente, en su nº 46, aparecido el 17 de noviembre de 1861). La intensa sencillez de estas composiciones produjo una auténtica convulsión en los foros poéticos madrileños, y contribuyó poderosamente a consolidar esa nueva estética que habría de caracterizar a los autores del Segundo Romanticismo español.

Alentado por la buena acogida deparada a estas traducciones de Heine y, sobre todo, a sus poemas originales inspirados en el estilo del teutón, Augusto Ferrán continuó sentando plaza de gran conocedor de la lírica alemana contemporánea (a la sazón, tal vez la más prestigiosa de toda Europa) entre las páginas de El Semanario Popular, publicación que dirigía en Madrid su cuñado Florencio Janer. Entre 1862 y 1863, esta revista se convirtió, merced al empeño de Ferrán, en uno de los mejores órganos difusores en España de las obras de los principales románticos europeos, empezando por el citado Heine e incluyendo también a otros autores alemanes, sin olvidar por ello la valía de algunos poetas ingleses de la talla de Lord Byron. Pero en 1863, Florencio Janer abandonó la dirección de El Semanario Popular y Augusto Ferrán dejó de figurar entre sus colaboradores, circunstancia que no sólo perjudicó al poeta madrileño, sino que fue también en franco menoscabo de la modernidad de la revista.

A partir de entonces, las noticias sobre Augusto Ferrán comienzan a dibujar un trazado guadianesco sobre el tapiz difuso de ese Madrid bohemio al que el poeta se aficionó con tanto descuido como su amigo Bécquer (al que, según apunta Julio Nombela en sus Impresiones y recuerdos, debió de acompañar en alguna ocasión hasta el retiro zaragozano de Veruela). Tras un largo período de silencio, su nombre reaparece en Madrid el 27 de marzo de 1865, cuando firma en El Eco del País una nueva traducción de Heine, y aquel mismo año debió de trasladarse hasta la localidad alicantina de Alcoy, donde -siempre según el fidedigno testimonio de Nombela- se le ofreció el cargo de redactor de un periódico fundado por el librero Martí. Debió de permanecer allí por espacio de tres años (en 1866 apareció en El Museo de las Familias una "leyenda alcoyana" de Ferrán, titulada La fuente de Montal), pero alternando su estancia en la población alicantina con frecuentes viajes a Madrid, en donde se encontraba ya nuevamente afincado en 1868, fecha en la que su presencia vuelve a ser constante en casa de su amigo Gustavo Adolfo (los críticos especializados en el estudio de ambos autores conjeturan que Bécquer, director por aquel entonces de La Ilustración de Madrid, llamó a la capital a su entrañable camarada para que colaborase en dicha publicación; pero lo cierto es que el nombre de Ferrán no subscribe ninguna de las colaboraciones estampadas allí, aunque sí hay varios escritos firmados con sus iniciales).

Sea como fuere, lo cierto es que Ferrán vivía de nuevo en Madrid a finales de la década de los años sesenta, donde acompañó asiduamente a Gustavo Adolfo Bécquer en los últimos compases de su vida. En 1870, tras la muerte del pintor Valeriano Bécquer, hermano del poeta, Ferrán alojó en su propio domicilio a éste y a sus hijos, y permaneció constantemente al lado de Gustavo Adolfo hasta que, a los pocos meses, se produjo también el fallecimiento del escritor sevillano; durante este último período, Ferrán y Bécquer compartieron fecundas confidencias literarias que luego fueron de gran utilidad para un amigo común, Ramón Rodríguez Correa, autor de la primera Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer (1871) y prologuista del volumen publicado por los amigos del difunto bajo el título de Obras (1871), donde dejó estampado el siguiente testimonio de gratitud hacia el poeta madrileño: "No menos alabanzas merece el señor don Augusto Ferrán, inseparable amigo del malogrado Bécquer, que no se ha dado un punto de reposo en el asiduo trabajo de allegar materiales dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de estos difíciles y dolorosos casos [...]".

A tenor de estas palabras de Rodríguez Correa, Augusto Ferrán debió de estar inmerso en una frenética actividad durante aquellos años de 1870 y 1871, ya que no sólo contribuyó con su intenso trabajo a la edición de las citadas Obras (1871), sino que dio a la imprenta también por aquellas fechas su segundo poemario original, publicado bajo el título de La pereza (1871). Plenamente integrado otra vez en los cenáculos literarios madrileños, su reaparición se hizo notar también en la prensa cultural, con colaboraciones estampadas en Revista Española -"Una inspiración alemana", publicada en dos entregas (13 y 28 de marzo de 1872)- y en la Ilustración Española y Americana -"Canciones (Recuerdos de Heine)" (24 de enero de 1873)-. Pero un nuevo episodio viajero en su biografía vino a marcar otras de sus frecuentes "desapariciones".

Ocurrió, en efecto -sin que los estudiosos de su vida y de su obra sepan los motivos que guiaban al poeta en esta extraña decisión-, que, hacia aquel año de 1873, Augusto Ferrán abandonó de nuevo no sólo Madrid, sino también España e incluso el continente europeo, para embarcarse rumbo a Chile y permanecer en el país andino por espacio de cuatro años, donde parece ser que contrajo matrimonio -según apunta el citado Julio Nombela- y entabló amistad con el poeta y político Guillermo Matta. Éste, que había vivido en Madrid entre 1859 y 1862 (después de haber sido desterrado de Chile por su participación en la Revolución de 1859), supo por boca del propio Ferrán muchas noticias acerca de Bécquer, y al dejar testimonio impreso de ellas informó también de la presencia del poeta madrileño en tierras de Ultramar.

En 1877, Augusto Ferrán se hallaba de nuevo en Madrid, sin la compañía de su reciente esposa pero enfrascado en los trámites que habrían de propiciar su desembarco en España. No descuidaba, entretanto, sus quehaceres literarios, siempre orientados hacia el mismo referente que había guiado sus pasos desde su juventud, como queda patente en la publicación de una traducción de Don Quijote, de Heine, que, aparecida en Revista Contemporánea el 30 de septiembre de 1877, se convirtió a la postre en su última publicación. No pudo, en efecto, continuar su depurada obra poética ni sus brillantes labores de traducción, como tampoco alcanzó a ver a su lado, en Madrid, a su esposa chilena, ya que el agravamiento de las serias crisis depresivas que venía padeciendo desde hacía algún tiempo aconsejó, en 1878, su internamiento en un centro sanitario para enfermos mentales, en el que permaneció -cada vez más enajenado- hasta que la muerte le libró de tan penoso estado en la primavera de 1880. Pocos de los amigos comunes que habían acudido velozmente a las exequias de Bécquer y al rescate de su obra dispersa se hallaron presentes en el trance postrero de Ferrán, tal vez para rendir así un involuntario tributo de clarividencia poética a quien había dejado impresos, diez años atrás, estos premonitorios versos: "¡Yo tenía amigos: / todos se murieron...; / ¡ay!, ¡cuánta falta me hacen ahora / que me estoy muriendo!".

Obra

Como ya ha quedado indicado en la anterior semblanza biográfica, la producción poética de Augusto Ferrán impresa en formato de libro consta únicamente de dos colecciones de versos, La soledad (1861) y La pereza (1871), en la segunda de las cuales aparece recogida -con notables supresiones y variantes- la primera de ellas. Antes de que concluyera el siglo XIX, vio la luz en la ciudad natal del poeta un volumen titulado Obras completas (Madrid: La España Moderna, 1893), donde, además del contenido íntegro de La pereza, aparecen impresos algunos escritos de Ferrán que habían visto la luz en diferentes publicaciones periódicas; entre estos textos, figuran las prosas de "Una inspiración alemana" y "El puñal", así como los versos de "Epitafio a una joven" y "Traducciones e imitaciones del poeta alemán Enrique Heine".

Además de estas obras, Augusto Ferrán publicó, en verso, una considerable serie de cantares, estampados en el Almanaque del Museo Universal en 1863; otras "Traducciones de Enrique Heine" (publicadas en 1865 en El Eco del País, y distintas a las que, bajo un epígrafe muy parecido, vieron la luz en 1861 en El Museo Universal, y más tarde entre las páginas de las citadas Obras completas de 1893); y unas Canciones (Recuerdos de Enrique Heine) que aparecieron en 1873 entre las páginas de La Ilustración Española y Americana. Y, en prosa, la también mencionada "leyenda alcoyana" La fuente de Montal, impresa en El Museo de las Familias en 1866.

Respecto a su interesante producción poética, cabe empezar por insistir, una vez más, en su importancia como precursora de esa "renovación poética que tenía lugar en España durante esos años [comienzos de la segunda mitad del siglo XIX] y que significaba la incorporación de una doble vertiente: la de una sensibilidad educada en la experiencia de la poesía alemana y la de una más afinada elaboración de la poesía que, rechazando el empaque oratorio, se orienta según el tono de lo popular" (vid. infra, DÍAZ, José Pedro, en "Bibliografía"). Atendiendo a esta doble vertiente señalada por la crítica especializada, puede afirmarse que Augusto Ferrán fue, sin lugar a dudas, uno de los poetas más representativos de las inquietudes estéticas de su tiempo, ya que no sólo su quehacer poético discurrió siempre por estos derroteros, sino que se contó, incluso, entre los introductores en España del culto a la lírica germánica y del cultivo de un modelo estrófico tan apegado al acervo popular como el cantar, que sirve de molde formal a la práctica totalidad de sus composiciones poéticas.

Para hallar elocuentes ejemplos de su asimilación consciente y voluntaria de la poesía romántica alemana y, en particular, del estilo de Heine, no es necesario recurrir a las traducciones directas que ofreció de sus obras; basta con admirar esta influencia, dentro de su propio acento original, en algunas "imitaciones" como ésta: "Tu rostro con mi rostro se ha juntado, / tu espanto se ha reunido con mi espanto, / y juntos hemos llorado... / ¡Me amabas tanto! // Tu mano con mi mano se ha estrechado, / tu canto se ha mezclado con mi canto... / ¡Qué alegre que de mí te has separado / sin amor santo!". Y, yendo a la otra vertiente, he aquí algunas muestras de la maestría de Ferrán a la hora de captar ese innegable sabor de la lírica popular: "En la casita de enfrente / y en la casita de al lado, / viven mi novia y mi madre, / mi perdición y mi amparo"; "Los cinco sentidos tengo / en ti puestos a la vez: / ¡ay!, quién tuviera otros cinco / para ponerlos también"; o -sin ir más lejos- la rotunda concisión de esta soleá: "Yo no quiero que madrugues / sino que al rayar el alba / abras tus ojos azules".

Lo más notable, empero, en la producción lírica de Augusto Ferrán es que, en su poética particular, esta extraordinaria capacidad para captar el punto exacto de "madurez popular" de esos cantares de tipo tradicional procede, en buena medida, de su perfecta asimilación de aquella corriente de la lírica alemana que tanto admiraba, formada por algunas canciones que, como las de Heine, "tienen algunas semejanzas -según explicó el propio Ferrán- con los cantares españoles". En su curioso caso personal, pues, la veta popular deriva también de la predilección de los románticos alemanes por la balada tradicional, aunque pronto encuentra en el cantar español un molde estrófico de lo más adecuado, con lo que pone los modelos formales y temáticos propios de la poesía popular al alcance de otros creadores de su tiempo, que los asimilan ya sin necesidad de pasar por un previo aprendizaje de las propuestas alemanas. Por desgracia, en su condición de precursor Ferrán no alcanza el grado de hondura y depuración que pronto habría de lograr otro poeta al que este aprendizaje le viene ya mucho más rodado: "lo alemán por un lado, y lo popular por otro, se van integrando hasta constituir algo nuevo y diferente, que significa justamente el hallazgo característico de la lírica de esta época en España, y cuyo sobresaliente paradigma son las Rimas" (DÍAZ, José Pedro, op. cit.).

Resulta, en efecto, evidente que la poesía de Ferrán no se remonta nunca a las cotas de pureza y sensibilidad coronadas por la lírica de Bécquer; pero también se hace patente, a los ojos de cualquier lector atento, que, tras haberse ajustado plenamente al corsé del cantar, el aliento creativo de Ferrán gana en frescura, sencillez y espontaneidad, características que lo definen por encima de cualquier otro rasgo. Por lo demás, su variedad temática dista mucho de perseguir una originalidad que tampoco era buscada por los poetas de la época, y se limita a surtirse en el venero de la poesía universal (el amor, la muerte), en los registros que dan título a sus obras principales (la soledad, la pereza), y en otros motivos tan caros a los románticos como el sueño, la melancolía, la tristeza, la premonición de la muerte y la añoranza de los seres desaparecidos.

Bibliografía

  • CUBERO SANZ, M.: Vida y obra de Augusto Ferrán, Madrid: CSIC, 1965.

  • DÍAZ, José Pedro: "Prólogo" a su ed. de las Obras completas de Augusto FERRÁN (Madrid: Espasa Calpe [Col. "Clásicos Castellanos"], 1969).

  • PAGEARD, Robert: "Le germanisme de Bécquer", en Bulletin Hispanique (Burdeos), t. LVI, núms. 1-2 (1954), p. 93.

  • RIBBANS, G. W.: "Augusto Ferrán, el mejor amigo de Bécquer", en Ínsula (Madrid), t. X, nº 112 (15 de abril de 1955).

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.