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HistoriaPolíticaBiografía

Fernando I, Rey de Aragón (1380-1416).

Fernando I, rey de Aragón.

Rey de Aragón (1412-1416), nacido en Medina del Campo (Valladolid), el 30 de noviembre de 1380 (otras fuentes indican el día 27), y fallecido en Igualada (Barcelona) el 2 de abril de 1416. Hijo segundogénito de Juan I de Castilla, y de su primera esposa, Leonor de Aragón (hija, a su vez, de Pedro el Ceremonioso). Durante la mayor parte de su vida fue uno de los más destacados caballeros castellanos, hasta convertirse en el paradigma militar de la Baja Edad Media después de la conquista de Antequera (1410), cuestión por la que suele ser también conocido con el apodo de Fernando de Antequera. En el plano político, su posición de hombre fuerte en la Castilla del tránsito entre los siglos XIV y XV le hizo albergar algunas esperanzas en heredar el trono (siempre contando con la legalidad); pero, a la postre, y debido a una de las múltiples casualidades de la Historia, acabó por convertirse en rey de Aragón, abriendo una nueva perspectiva en la historia peninsular.

Fernando, infante castellano

Como en tantas ocasiones, no se conocen demasiados datos de su infancia, una infancia que posiblemente estuviese marcada por la educación militar, inherente a la realeza de la época, pero también en la educación religiosa, dada la preocupación espiritual de su padre, Juan I. Otro de los importantes hitos debió ser la relación con su hermano mayor, y heredero, por tanto, del trono, el infante Enrique, que desde su más tierna niñez ya adoleció de las diversas enfermedades que le han valido el apodo con que ha pasado a la posteridad: el Doliente. En este sentido, y aunque, en virtud de su devenir histórico no pueda hablarse de una ambición sin escrúpulos, sí es posible que Fernando albergase ciertas esperanzas de hacerse con el trono castellano, pues a ello dedicó ostensibles gestos. El primero de ellos fue el de contraer matrimonio (1393) con Leonor de Alburquerque, la cual, al ser hija del conde Sancho, hermano de Enrique II de Trastámara, era su tía. De esta forma, en el caso de fallecer su hermano mayor, Enrique, su subida al trono sería inapelable, por tener también los derechos de la rama colateral paterna, pues con la boda, y tras la muerte de su padre (1390), Fernando era, con todo derecho, heredero del reino de Castilla.

Además de la posición de privilegio en el acceso al trono, el rey Juan I intentó dotar a su hijo menor de un patrimonio territorial y rentista de primer orden, en parte para equilibrar la posición entre hermanos y evitar una hipotética confrontación, pero también para frenar los ímpetus y deseos de la nobleza. De esta forma, en las Cortes de Guadalajara (1390), el infante Fernando recibió, por donación paterna, las villas de Lara (y su alfoz), Cuéllar, San Esteban de Gormaz y Castrojeriz, además de ser nombrado duque de Peñafiel y conde de Mayorga. Con independencia de las rentas obtenidas por estos dominios, también le fueron concedidos 400.000 maravedíes de renta anual, descargada sobre el tesoro real. Si a ello se une que su esposa, Leonor de Alburquerque, era conocida por el apodo de la Ricahembra, merced a sus riquezas económicas y patrimoniales, el resultado fue que, de facto, el infante Fernando se convirtió en el más poderoso noble castellano, situación que, con el tiempo, heredarían sus hijos. Quizá sea ésta la razón por la cual el máximo consejero de Juan I, el belicoso prelado toledano Pedro Tenorio, intentó oponerse al enlace entre Fernando y Leonor, aunque todo lo más que consiguió fue retrasarlo algunos años.

No fue el de Enrique III un reinado fácil, marcado por las subterráneas pugnas entre la nobleza por hacerse hueco en el Consejo Real, y con ello influir conforme a sus intereses en las decisiones de gobierno. Es bastante posible que, durante esta época tensa (agravada por las enfermedades del monarca), Fernando comenzase a ser objeto de las primeras ofertas procedentes del estamento nobiliario para hacerse con el poder. No obstante, el heredero cedió su ventajosa posición legal en 1405, cuando nació el que habría de ser Juan II de Castilla. A pesar de ello, tampoco debe pensarse en una pugna entre los dos hermanos, pues Fernando acompañó a Enrique en las campañas militares granadinas de 1406, en el asedio de Baeza, y siempre figuró como un firme defensor de la legalidad. Uno de los testimonios coetáneos más específicos sobre la valía de Fernando es el efectuado por Fernán Pérez de Guzmán en sus Generaciones y semblanzas (ed. cit., pp. 21-22):

Fue el infante don Fernando [...] prínçipe muy fermoso de gesto, sosegado e benigno, casto e onesto, muy católico e devoto christiano, la fabla vagarosa e floxa, e aun en todos los actos era tardío e vagaroso; tanto paçiente e sofrido, que pareçía que non avía en él tribulaçión de saña ni ira, pero fue prínçipe de grant discriçión e que sienpre fizo sus fechos con bueno e maduro consejo. A los que le sirvieron fue asaz franco, pero, entre todas las virtudes, las que más fueron en él de loar fueron la gran humildat e obidiençia e amor que sienpre guardó al rey, su hermano, e la lealtad e amor que ovo al rey don Johan, su fijo [i.e., hijo de Enrique III]...

La regencia en época de Juan II (1406-1410)

Después de la campaña contra Granada de 1406, Fernando y su regio hermano regresaron a Castilla, concretamente a Toledo, donde se convocaron cortes con el propósito de armar un nuevo ejército y recuperar el terreno perdido, sobre todo la villa de Ayamonte. La petición regia contó con el favor de los estamentos, que firmaron los subsidios necesarios. Cuando el propio Enrique III iba a encabezar las tropas, una nueva recaída en sus achaques le provocó la muerte, el día de Navidad de 1406, momento en que la figura de Fernando comenzó a actuar con personalidad propia en la historia castellana medieval.

La situación era tremendamente débil. Aún estaba muy reciente la propia minoridad de Enrique III, en especial los intentos nobiliarios de establecer un consejo de regencia que acabaron precipitando violentas reacciones (como el pogrom de 1391). Antecediendo a esta situación, Enrique III, intentando que su hijo y heredero no sufriera las mismas consecuencias que él había tenido en su minoría, dispuso en su testamento que la regencia efectiva del reino se llevaría a cabo por dos tutores: la reina madre, Catalina de Lancáster, y el infante Fernando. A su lado, un consejo formado por algunos de los más selectos miembros del estamento nobiliario: Juan Fernández de Velasco, Diego López de Estúñiga, Diego Hurtado de Mendoza y un prelado, Gómez Carrillo de Cuenca. A pesar de estas precauciones, no se pudo evitar que parte de la nobleza volviera a realizar intentos de atraer a Fernando hacia la ilegalidad, como ya sucediera durante la crisis de 1401; pero el infante, sin duda alertado por la violencia urbana contra los judíos hostigada por la nobleza descontenta (1406, y que parecía ser una repetición de la minoridad de Juan I), mostró siempre un escrupuloso respeto con los deseos de su fallecido hermano.

Para llevar al efecto las cláusulas testamentarias, fueron convocados los estamentos del reino en las cortes de Madrid (1406), en las que surgieron las primeras fricciones: Catalina, sin duda llevada por su condición de madre, se negó a entregar la custodia de su hijo a quienes habían sido designados como preceptores, Velasco y Estúñiga, por lo que resolvió dirigirse a Segovia y hacerse fuerte allí. A su vez, el infante Fernando vio en esta negación la posibilidad de modificar el resto de cláusulas, por lo que llegó a un acuerdo con la reina Catalina: en las cortes de Segovia (1407), ser resolvió que se pagaría una cantidad económica como salvaguarda del menor a los preceptores; pero el verdadero golpe de Fernando fue el de asegurarse, con el beneplácito del reino, el control de los subsidios para las campañas granadinas. De la misma forma, se aprobó la división del reino en dos zonas, norte y sur, que serían controladas, respectivamente, por Catalina y Fernando durante la minoría de edad de Juan II. Al control presupuestario del reino unía Fernando los ricos dominios del sur, dominados por los maestrazgos de Santiago, Alcántara y Calatrava, además del marquesado de Villena. Había comenzado su hegemonía en el reino.

La toma de Antequera (1410)

Desde este momento, la nobleza castellana se escindió en dos grupos: los que apoyaron la causa de Fernando (gobernar sin reinar) y los que, dolidos por su negativa a abandonar la legalidad, fomentaron las discordias entre los dos tutores, intentando pescar ganancia en río revuelto. Por fortuna, los principales consejeros, como Juan Fernández de Velasco y Diego López de Estúñiga, así como el almirante de Castilla, Alfonso Enríquez, estuvieron al lado de Fernando, y se mostraron totalmente complacidos con la continuación de las campañas militares en Granada. Fernando puso todo el empeño posible en reanudar la empresa basándose en dos premisas: alejando a la belicosa nobleza de los centros neurálgicos del reino, el rey Juan II podía crecer libre de sobresaltos; en segundo lugar, y totalmente dentro de su ambición personal, su precaria situación como árbitro del reino se vería extraordinariamente reforzada si lograba una victoria de renombre contra el enemigo musulmán. En cualquier caso, los inicios fueron descorazonadores, pues, pese a la victoria naval en la costa de las tropas dirigidas por Alfonso Enríquez, una enfermedad hizo que Fernando regresase a Castilla, donde hubo de enfrentarse, en Segovia, a una especie de sublevación del consejo de regencia, encabezada por la reina Catalina y auspiciada por sus antaño colaboradores, Velasco y Estúñiga.

Fernando no perdonó la infidelidad y redactó un nuevo consejo de regencia, en que, para contentar a Catalina, estaba incluida Leonor López de Córdoba, representando los intereses de la reina. En 1408 retomó las campañas del sur, esta vez con mayor fortuna: tomó la fortaleza de Zahara y la villa de Ayamonte, para asolar la región y entrar de nuevo en Castilla tras liberal Setenil del cerco que sufría por parte de los granadinos. Convocó nuevas cortes en Guadalajara para sufragar nuevos gastos militares, pero le sorprendió una embajada del rey nazarí, Yusuf III, en la que se pedía una tregua de dos años. Los estamentos castellanos, a pesar de las reticencias de Fernando, firmaron el pacto, con lo que el regente veía desbaratados gran parte de sus planes. Durante el período de tregua, las luchas sordas entre diferentes facciones nobiliarias por hacerse con el poder del Consejo a buen seguro que tentaron al infante para solucionar, de una vez por todas, la dramática situación, pero el respeto a su regio sobrino, así como el carácter paciente que albergó toda su vida, pesaron más.

Nada más cumplirse el período pactado, tropas nazaríes volvieron a someter a la región sur a sus acostumbradas y destructivas cabalgadas, lo que fue aprovechado por Fernando para volver a sus planes. El objetivo se estableció, a pesar de las discrepancias internas, en la fortaleza de Antequera, considerada en la época poco menos que inexpugnable. Decidido a hacer realidad sus planes, Fernando comenzó el asedio en abril de 1410, empresa que se dilató hasta el 28 de septiembre de ese mismo año. Tal como planeaba el infante, la consecución del objetivo militar supuso el aldabonazo definitivo de su posición de poder; los castellanos pasaron del recelo a la admiración, la nobleza frunció el ceño ante su triunfo, y los enemigos nazaríes pasaron a respetarle como un poderoso guerrero. Buena prueba de la extraordinaria resonancia que el suceso tuvo en la vida cotidiana de la península es su paso a la lírica tradicional, a través del conocido Romance de la pérdida de Antequera (Menéndez Pidal, ed. cit., p. 220), donde se ilustra a la perfección la apenada conciencia musulmana por la pérdida de tan importante plaza:

...Dando voces vino un moro,
sangrienta toda la cara:
-¡Con tu licencia, buen rey,
diréte una nueva mala:
el infante don Fernando
tiene a Antequera ganada;
muchos moros deja muertos,
yo soy quien mejor librara,
y siete lanzadas traigo,
la menor me llega al alma;
los que conmigo escaparon
en Archidona quedaban!

Por si ello fuese poco, un acontecimiento había sorprendido al infante en el cerco de Antequera: el fallecimiento sin descendencia, el 31 de mayo, del rey aragonés, Martín el Humano. Ante la inminente reunión de los estamentos aragoneses para elegir un nuevo monarca mediante una solución compromisaria, Fernando decidió presentar su candidatura al vacante trono, esgrimiendo, en primer lugar, su descendencia aragonesa por línea materna pero, sobre todo, su enorme capacidad militar y su posición de preeminencia en la escena política peninsular de la época.

El compromiso de Caspe: Fernando, rey de Aragón (1410-1412)

Aunque el infante no abandonó el asedio andaluz, estuvo representado en el parlamento aragonés por medio de un procurador, mediante el que presentó su candidatura a principios de septiembre. La situación aragonesa, tan tensa como jurídicamente compleja, provocó que Fernando buscase el asesoramiento de un consejo de juristas castellanos que dieron el visto bueno, a pesar de las nuevas reticencias de la nobleza ante la decisión del regente de Castilla de optar a un trono extranjero. Quizá el momento más difícil para el infante sobrevino en la convocatoria de Cortes de Valladolid (1411), cuando pidió a los estamentos del reino que votasen la concesión de unos subsidios en previsión de que Yusuf III, el monarca nazarí, una vez vencido el plazo de la tregua por la conquista de Antequera, efectuase nuevos ataques. Evidentemente, los procuradores reunidos pronto cayeron en la cuenta de que, en realidad, el dinero castellano iba a servir para financiar las tropas que escoltarían al infante hacia Aragón, amén de para pagar los estipendios y sobornos necesarios para su elección. Finalmente, el infante Fernando recibió un apoyo fundamental: el del papa Benedicto XIII, cuyas maniobras siempre fueron favorables a que ciñese la corona aragonesa y que, a la postre, fue el culpable de que los castellanos se prestasen al juego del infante, acordando el pago de las cantidades solicitadas por éste.

Los acontecimientos se precipitaron en pocos meses, y de manera violenta, para que naciese en Aragón un partido fernandino: el asesinato del arzobispo de Zaragoza, partidario de la candidatura del duque de Calabria, a manos de la nobleza afín al conde Jaume de Urgell, el candidato de la aristocracia catalana, y la amenaza de una guerra civil en el reino, comenzaron a inclinar la balanza de la elección hacia Fernando, quien era, a la sazón, la única opción que garantizaba la paz, aunque fuese por medio de su poderío militar. Después del asesinato, el candidato castellano contaba con las simpatías aragonesas, valencianas (sobre todo el linaje Centelles), e incluso de aquellos linajes catalanes (como los Alemany o los Cervelló) contrarios al conde de Urgell.

La intervención papal, que contó con la también inestimable ayuda de San Vicente Ferrer, instó, mediante bula emitida el 23 de enero de 1412, a que los reinos eligieran sus representantes y el modo de elección, a pesar de la rebeldía del conde Jaume, que fue derrotado en Murviedro por las tropas valencianas de los Centelles. Después de las deliberaciones de los nueve compromisarios, Fernando fue el elegido rotundamente: seis de los nueve votos alegaron su mayor preeminencia legal, mientras que otros dos votos, aun observando mayores derechos legales en el conde de Urgell o en el duque de Gandía, prefirieron decantarse por el castellano para frenar la amenaza de guerra civil. Únicamente un representante del reino de Valencia se abstuvo en la votación, que fue hecha pública el 28 de junio de 1412 y mediante la cual Fernando de Antequera, el hombre que había estado más cerca de reinar en Castilla, quedaba convertido en rey de Aragón.

Véase Compromiso de Caspe.

Consolidación de su corona (1412-1413)

A pesar de todo, a Fernando todavía le quedaba un largo trecho por recorrer, pues en su elección habían pesado tanto su fama y poder como su riqueza (y los sobornos pagados con dinero castellano), así como, sobre todo en el caso papal, la esperanza de ayuda en la lucha que mantenía Benedicto XIII contra sus detractores cismáticos. De esta forma, su posición aún debía consolidarse, y para ello era necesario, en idénticas condiciones, el apoyo militar de Castilla y, cómo no, que el rey mostrase un abierto y tolerante carácter político, especialmente para vencer las todavía muchas reticencias que, por parte de los urgelistas, tenía el nuevo monarca, sobre todo en Cataluña. A los dos meses de su entronización, el 5 de agosto de 1412, Fernando entró en Zaragoza, con una puesta en escena verdaderamente espectacular cuyo objetivo era impresionar a sus nuevos súbditos, pero en especial demostrar a los nobles urgelistas el poderío de sus tropas. En el palacio de la Aljafería fue jurado como rey de Aragón, y su primogénito Alfonso como heredero, no sin que antes el monarca hubiese jurado los fueros del reino. También tuvo importancia, en la ceremonia, que dos de sus antiguos rivales al trono, Fadrique de Luna y el duque de Gandía, le reconociesen como legítimo y renunciasen a sus pretensiones sobre la corona. Al mes siguiente, en un alarde de ostentación conforme a la época, las tropas castellanas acompañaron al rey hacia Lérida, donde le esperaban unos procuradores del conde de Urgell que, en principio, le rindieron vasallaje, aunque no desaprovecharon la ocasión para protestar por la presencia de soldados extranjeros en territorio catalán.

El itinerario de consolidación diseñado por el rey Fernando tuvo como siguiente escala la ciudad de Tortosa, residencia a la sazón del papa Benedicto XIII, cuyos agentes habían sido de máxima utilidad para la entronización del castellano. La visita fue tensa, pero Benedicto XIII le invistió como soberano de Sicilia, Córcega y Cerdeña (21 de noviembre de 1412), a cambio de que el rey declarase su legitimidad pontificia y pusiera tanto a las tropas de Castilla como de su nuevo territorio, Aragón, siempre dispuestas a defender al papa Benedicto. Precisamente esta entrevista despertó las iras de algunos juristas catalanes, por entender que Fernando, al aceptar la investidura pontifica de la soberanía insular mediterránea, había renunciado a los derechos que, sobre esos mismos territorios, asistían a los monarcas aragoneses del Casal de Barcelona, con independencia de la mediación religiosa. Este acontecimiento fue la base, en la Edad Media y hasta tiempos actuales, de la leyenda negra que ha hecho de Fernando un rey extranjero, sin ningún vínculo con el territorio gobernado.

(Véase Cisma de Avignon en la voz papado).

Naturalmente, fue el principado de Cataluña el que con más hostilidad recibió a su nuevo monarca. El 28 de noviembre de 1412, vía Tortosa, Fernando efectuó otra de sus magníficas entradas en la capital condal y juró los privilegios en la catedral. El rey permaneció en Barcelona hasta el mes siguiente, y volvió a jurar los privilegios en el palacio mayor el 15 de diciembre, en la ceremonia en que, finalmente, los catalanes le juraron fidelidad y reconocieron a su hijo Alfonso como heredero del principado. Una vez asentado en el trono, el monarca trató de ganarse la simpatía de los oligarcas burgueses catalanes mediante los intereses comerciales. En sus escasos cuatro años de gobierno, Fernando intentó relanzar el comercio catalán, para lo cual firmó pactos de colaboración con las repúblicas italianas y abrió nuevos mercados, como el de Cerdeña, urbe en la que volvió a restaurar el orden gracias a una campaña dirigida por Berenguer de Carròs, conde de Quirra, pero, en especial, levantó la veda a los comerciantes de la corona de Aragón en las ricas ferias castellanas, sobre todo en las de Medina del Campo, uno de los motores de la economía medieval de Castilla.

Aún hubo de salvar Fernando un último escollo: la rebeldía del conde Jaume de Urgell, quien, apoyado por otros detractores del Trastámara, como Antonio de Luna, se levantaron en armas contra el rey legítimo a principios de 1413. La acción se centró en las cercanías de Barcelona, con el territorio ilerdense como principal bastión, pero la pronta defección de su aliado lunista, influido por la desaprobación mayoritaria de tal revuelta por las fuerzas vivas del reino, acabaron con la causa del conde Jaume. Tras los frustrados intentos de apoderarse de Huesca y Lérida, el 27 de junio de 1413, las largas Cortes de la Corona, reunidas en Barcelona desde enero, optaron por apoyar el castigo al rebelde, que se refugió en Balaguer esperando tiempos mejores. Fernando no le concedió la tregua cronológica, para lo cual sitió la fortaleza que, finalmente, se rindió el 31 de octubre de 1413, y el conde fue hecho prisionero.

La fastuosa coronación y la cuestión del Cisma (1414)

Salvada la oposición interior, el rey volvió a dar un nuevo golpe de efecto con ocasión de su coronación, en el palacio de la Aljafería de Zaragoza, en enero de 1414. A pesar de que la tradición aragonesa en ceremonias de coronación era ya muy rica desde Jaime I, el despliegue de medios, riquezas, figuras y, en definitiva, el poder de la representación como arma ideológica de imposición de un objetivo político tuvo en la ceremonia zaragozana uno de sus puntos de inflexión más acusados, tal como han estudiado, entre otros, A. Gómez Moreno, R. Salicrú y F. Massip, en los trabajos citados más abajo. La ceremonia, con toda la pompa inherente, se caracterizó por representar un triunfo militar en presencia de tres figuras alegóricas (la Paz, la Justicia y la Verdad), que escoltaron al monarca hasta el trono, aquilatando de esta forma, al menos ideológicamente, el proyecto político del Trastámara. La imitatio del mundo clásico presente en esta ceremonia revelaba, a su vez, no el desapego a los usos aragoneses habituales, pero sí una introducción de formas italianas renacentistas, de tal modo que, en cierto sentido, la coronación de Fernando de Antequera resultó el antecedente más acusado del resto de ceremonias similares acontecidas posteriormente, entre ellas la de su propio hijo Alfonso, coronado como monarca napolitano en 1441. Por último, el acto también ha llamado la atención de los estudiosos del teatro medieval, puesto que uno de los autores literarios castellanos más importantes de la época, Enrique de Villena, compuso unos entremeses para que se representaran durante la ceremonia, obritas que, a pesar de no haber llegado a nuestros días, se tiene constancia de que existieron por testimonios cronísticos coetáneos.

Véase Teatro.

Después de asentada la situación interior, el último escollo para la estabilidad, esta vez a nivel internacional, era la solución del cisma que dividía a la Iglesia católica entre la obediencia a tres pontífices. El poderío de Fernando o, más bien, la resonancia de sus actividades en la península, le permitió participar de lleno en las conversaciones mantenidas con el resto de monarquías europeas, sobre todo con el monarca francés, Carlos VI, y con el emperador alemán, Segismundo. En principio, los lazos existentes con Benedicto XIII eran de concordia, pero la relación se enfrío debido a que, ante la convocatoria de concilio en Constanza, el rey Fernando había asumido, en principio, apoyar la propuesta conciliar, esto es, deponer a los tres papas para acabar con el cisma, y la posterior elección canónica de uno de ellos. Aunque la intención del Trastámara era que, una vez depuesto Benedicto XIII, luchar con todas sus fuerzas para su elección legal, el papa no lo entendió así, y, privado de su máximo apoyo, se obstinó en mantener su condición pontificia. Como quiera que los otros implicados, Juan XXIII y Gregorio XII, sí accedieron a la deposición, el concilio decidió excomulgar a Benedicto XIII. Ante la continua negativa de éste, no sólo Fernando de Antequera abandonó su obediencia, sino que hasta San Vicente Ferrer, en pos de la unidad de la Iglesia, se vio obligado a denostar a la fuerza legal que, con su innegable capacidad de presión, había decidido la entronización aragonesa de Fernando. La política se había impuesto al pacto entre el monarca y el papa, con lo que, a pesar de resolverse en sentido contrario, Fernando I había hecho buenas las previsiones proféticas que acompañaron su coronación (recogidas por Vicens Vives, op. cit., p. 89):

Dios te salve, rey magnífico, con corazón fuerte,
la Trenidad sancta e verdadera
a ti me envía, como a flor d'España [...]
La Iglesia de Dios a ti se encomienda
creyendo ciertamente que quitarás el cisma,
llevando al Santo Padre allá
dentro, en Roma, sin toda fallencia,
obedecerle han con gran reverencia,
e cesarán los cismas de aquí adelante

Disposiciones políticas (1414-1416)

En sus escasos dos años de gobierno real, Fernando I intentó aportar sus propias soluciones a la desasosegante situación social y económica de Aragón. Como ya se ha citado anteriormente, la reorganización del comercio le llevó a pactar con todos los estados mediterráneos, cuestión en la que se apoyó en su hijo Juan, virrey de Mallorca y Cerdeña. Embajadores suyos ofrecieron paz a regiones como Egipto, Bizancio o Berbería, a cambio de revitalizar la maltrecha economía catalana. En el plano interior, la pugna se centró en acomodar el tradicional pactismo de la monarquía aragonesa con el carácter autoritario tradicional de la monarquía castellana, ambiente familiar del nuevo rey. Aunque la brevedad de su reinado no permite establecer baremos fiables, si se compara diacrónicamente el posterior desarrollo de la monarquía aragonesa, fue Fernando el Trastámara que más respeto mostró por el funcionamiento de las instituciones aragonesas. Especialmente importantes fueron las disposiciones aprobadas por las Cortes Generales de 1413, celebradas en Barcelona, donde la Diputació del General de Catalunya quedó convertida, de facto, en el órgano intermedio entre la monarquía y las Cortes. A pesar de ello, la veta autoritaria de Fernando se dejó notar especialmente en la mayor atribución de competencias en manos de los Justicias, en detrimento de las instituciones territoriales; pero, en cualquier caso, el respeto fue la clave de su breve reinado.

Véase Generalitat.

Con todo, quizá la mayor influencia de sus decisiones políticas, por la importancia en el desarrollo histórico de Castilla y Aragón durante el siglo XV, tuvo como protagonistas a sus propios hijos. La extensa prole habida en el matrimonio entre Fernando y Leonor se asentó, a su vez, como los nobles más poderosos... de Castilla, que no de Aragón. Así, salvo el primogénito, Alfonso, que heredaría el trono como Alfonso V el Magnánimo, el segundo, Juan, heredó el ducado de Peñafiel cuando su padre fue coronado monarca aragonés. Otros dos hijos, Sancho y Fernando, fueron elegidos maestres de las órdenes militares de Alcántara y Santiago, respectivamente, gracias a la presión paterna sobre las elecciones efectuadas por los freires. Además, su hija María fue reina de Castilla, como primera esposa de Juan II, y la benjamina, Leonor, se casó con Duarte de Portugal. El hecho de que, tras la muerte de Fernando, y con la excepción de Alfonso (más preocupado de los asuntos italianos), los nobles más poderosos de Castilla fueran herederos del reino de Aragón, incrementó la tensión entre ambos poderes, que estalló en las famosas pugnas entre los infantes de Aragón (Juan y Enrique, sobre todo) y el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, luchas que centrarían el devenir de ambos reinos durante la primera mitad del siglo XV. Como curiosidad, también se debe a Fernando de Antequera la entrada del ambicioso noble en la escena política peninsular, pues don Álvaro era sobrino-nieto de Benedicto XIII y, entre las resoluciones pactadas entre papa y monarca aragonés, se incluyó que el futuro condestable, apenas un niño de diez años entonces, entrara en servicio de Juan II de Castilla como paje.

Valoración historiográfica de su figura

Rodeado de todos los suyos, Fernando I de Aragón falleció en Igualada, el 2 de abril de 1416, después de cuatro años de reinado que, en realidad, fueron únicamente los dos postreros. A la hora de enjuiciar su actuación, las divergencias han sido notables en el campo de la historiografía. Por lo que respecta a la opinión de sus coetáneos, en líneas generales, los testimonios, como el ejemplo expuesto anteriormente de Pérez de Guzmán, exaltan las virtudes éticas y morales del rey Fernando, principalmente la lealtad a las disposiciones testamentarias de su hermano Enrique el Doliente, algo no demasiado habitual en los tiempos medievales. Sus dotes de mando y su habilidad política resultaron fundamentales para que la transición entre Enrique III y Juan II se llevase a cabo pacíficamente, sin conflictos bélicos internos, lo que le ha valido un justo reconocimiento por parte de la historiografía castellana actual. Sin embargo, hay un factor que, por su escasa relevancia en las fuentes oficiales, no ha sido calibrado con referencia a Fernando, y es la profunda desilusión que, en Castilla, causó su candidatura a la corona de Aragón. El infante era el héroe de Antequera, el pueblo le adoraba y, sin embargo, prefirió ser rey del reino extranjero rival. En épocas posteriores, gran parte de la nobleza utilizó convenientemente este sentimiento para alentar la oposición a sus hijos, los citados infantes de Aragón, con relativo éxito, puesto que la afrenta, a nivel popular, jamás fue olvidada del todo.

Por contra, la historiografía catalana, sin entrar en la complejidad jurídica del Compromiso de Caspe, ha visto a Fernando como un castellano extranjero, sin ninguna vinculación con el reino que había conseguido, y el primer factor de ruptura del pactismo aragonés, destruido a lo largo del siglo XV por la llegada al poder de un linaje castellano. Como cualquier otra circunstancia, se trata de un aforismo que no responde por completo a la realidad, sino que sólo muestra parte de ella. Fernando, desde sus tiempos de hombre fuerte en Castilla, siempre mantuvo apego a su ascendente aragonés, como lo demuestra el hecho de que su escudo de armas, el del ducado de Peñafiel, estuviera compuesto por una mezcla de elementos heráldicos castellano-leoneses (el castillo y el león), a la derecha, pero también, a la izquierda, figuraban las cuatro barras catalanas, como recuerdo a su linaje materno. Tampoco en el plano cultural puede hablarse de castellanismo, sino que una de las máximas de su perfil biográfico, el respeto, también centró sus actividades en este aspecto. Es lógico que su corte y cancillería se llenase de funcionarios castellano-parlantes (el propio Íñígo López de Mendoza, marqués de Santillana, estuvo en el séquito aragonés de Fernando, con el cargo de copero mayor). Pero, en la inmensa mayoría, se trataba de originarios del reino de Aragón, e incluso un catalán, Bernat de Gualbes, compromisario en Caspe, fue su canciller principal.

En este mismo terreno cultural, también hay que destacar que las primeras traducciones del latín al catalán efectuadas sobre los Usatges se deben a su breve reinado. Sobre la polémica acerca del pactismo, es evidente que el carácter castellano no cuadró demasiado, a pesar de los esfuerzos de Fernando, con la voluntad institucional aragonesa; pero la crisis de Cataluña, además de ser estructural y deslizar sus raíces en la coyuntura negativa de la centuria anterior, no fue la de toda la Corona, ya que Valencia, Aragón y otros territorios de la misma sí vivieron una lenta recuperación. Además, en el haber de Fernando siempre quedará ser quien inició la recuperación de la hegemonía aragonesa en el Mediterráneo, que se vería culminada en el reinado posterior. No obstante, dentro de todo el cúmulo de parabienes, sí existen algunos episodios sospechosos, principalmente el acaparamiento de cargos en Castilla para sus hijos, el abandono a su suerte de Benedicto XIII, o las múltiples quejas de sus nuevos súbditos contra el excesivo poder personal del monarca; como colofón a todos ellos, y también a la propia vida de Fernando I, bien valen las sabias palabras de Fernán Pérez de Guzmán, dentro de la semblanza dedicada al primer rey aragonés de la Casa de Trastámara (ed. cit., p. 28):

Algunos quisieron a este infante notarle de cobdicia [...]; pero a estos tales está bien presta la respuesta: ca, segunt la espiriençia lo ha mostrado, cada uno de los grandes que alcançan poder e privança, toma para sí cuanto puede de dignidades y ofiçios e vasallos.

Bibliografía

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Autor

  • Óscar Perea Rodríguez