Enrique IV de Castilla (1425–1474): El monarca entre intrigas y desconfianza

Infancia, linaje y primeras experiencias de poder

Contexto histórico: la Castilla del siglo XV

El reinado de Enrique IV de Castilla transcurrió en una de las etapas más conflictivas de la historia medieval de la Península Ibérica. Durante su juventud, el reino se encontraba en un delicado equilibrio entre la nobleza, la monarquía y las crecientes tensiones con los reinos vecinos. La Castilla del siglo XV estaba marcada por una nobleza poderosísima, cuyos intereses y ambiciones a menudo ponían en jaque la estabilidad de la corona. En este entorno, Enrique IV, que llegó a reinar en 1454, heredó no solo un trono que ya estaba marcado por las disputas internas, sino también una serie de expectativas que pesaban sobre su figura como un nuevo monarca capaz de restaurar el orden tras el largo y agotador reinado de su padre, Juan II.

A lo largo del siglo XV, la nobleza castellana no solo buscaba afianzar su poder local, sino también influir sobre las decisiones reales mediante alianzas matrimoniales, manipulaciones políticas y guerras internas. Estos factores, sumados a las luchas por el control de territorios y títulos, crearon un clima propenso a las intrigas, donde los intereses de la corona y de la aristocracia se entrelazaban y, a menudo, se enfrentaban.

Nacimiento y linaje real: entre Aragón y Castilla

Enrique IV nació el 25 de enero de 1425 en Valladolid, siendo hijo de Juan II de Castilla y María de Aragón, hija a su vez de Juan II de Aragón. Su doble vínculo dinástico a las casas reales de Castilla y Aragón le otorgó un prestigio inherente, pero también un conjunto de complicaciones que se manifestaron de forma temprana. El joven Enrique fue presentado como el heredero legítimo del trono castellano, y la corte esperó con ansias su madurez, con la esperanza de que sus decisiones pudieran mitigar las luchas internas que dividían a los poderosos nobles del reino.

A pesar de su linaje, Enrique IV no parecía ser un líder que inspirara total confianza desde el principio. El ambiente político en el que creció estuvo marcado por la concentración de poder en los grandes nobles, quienes, bajo el reinado de su padre, Juan II, ya mostraban una clara tendencia a desafiar la autoridad central. El joven Enrique se crio en este marco de intrigas, donde las tensiones entre la familia real y la nobleza eran cada vez más evidentes.

Educación y entorno en la corte de Juan II

El entorno educativo de Enrique IV no estuvo exento de tensiones. Juan II, su padre, había sido un monarca caracterizado por su debilidad frente a la poderosa nobleza, en especial hacia figuras como Álvaro de Luna, quien gobernó en la práctica como un valido en la corte. Enrique, aún siendo infante y no oficialmente monarca, vivió una infancia marcada por las conspiraciones palaciegas y el constante juego de poder entre la familia real y la alta nobleza.

Durante sus primeros años de vida, el rey Juan II de Castilla mantuvo un gobierno que dependía profundamente de la influencia de personajes como Álvaro de Luna, un valido que logró someter a los grandes nobles, como los marqueses de Villena. Esta situación creó un clima de rivalidades y desconfianza que, más tarde, influiría de forma determinante en el reinado de Enrique IV. La infancia de Enrique fue también una época de aprendizajes políticos, donde las figuras del clero y la nobleza se mostraron dispuestas a manipular la voluntad del monarca para asegurar sus propios intereses.

El papel del príncipe de Asturias en la política temprana

Desde su juventud, Enrique IV comenzó a tener un papel activo en la política del reino. Si bien el poder real estaba en manos de su padre y de sus validos, Enrique IV no fue un príncipe que se quedara a la sombra de los poderosos. En su rol como príncipe de Asturias, trabajó en alianzas estratégicas y participó en la resolución de las tensiones políticas del reino, siempre con la ayuda de su fiel amigo y aliado, Juan Pacheco, marqués de Villena. La relación entre Enrique y Pacheco sería clave en el futuro del reino, pues el marqués de Villena se convirtió en uno de los personajes más influyentes en la corte de Enrique IV.

Pese a la gran influencia que su favorito ejerció sobre él, Enrique IV también tuvo que enfrentarse a un entorno lleno de envidias y desafíos. En especial, se destacó en esta época la oposición al poder de Álvaro de Luna, quien representaba la autarquía monárquica y que logró mantener a raya las ambiciones de los grandes nobles. Durante esta etapa, Enrique IV participó activamente en la política, promoviendo alianzas y manejando las luchas dinásticas que se desarrollaban en el seno de la familia real.

Relación con Álvaro de Luna y Juan Pacheco

Uno de los momentos más trascendentales en la formación del carácter político de Enrique IV fue su relación con dos figuras clave de la corte: Álvaro de Luna y Juan Pacheco. Álvaro de Luna, valido de su padre, Juan II, desempeñó un papel central en la gestión del reino. No obstante, su relación con la nobleza, que veía en él una amenaza a sus privilegios, fue turbulenta. Enrique IV, entonces joven príncipe, simpatizó con los intereses de la nobleza frente a la influencia de Álvaro de Luna, lo que le llevó a inclinarse hacia la facción de Juan Pacheco, un noble que en principio pudo representar una alternativa a la autarquía de Luna.

La combinación de la debilidad de Juan II, las luchas internas y las crecientes tensiones con figuras como Álvaro de Luna fueron factores decisivos que determinaron que Enrique IV tomara parte activa en las luchas palaciegas antes de asumir el trono. Pacheco se convirtió en su gran aliado, lo que le permitió consolidar su poder a medida que se acercaba la muerte de su padre, que dejaría a Enrique IV como rey.

Ascenso al trono y expectativas del nuevo monarca

El 25 de julio de 1454, Enrique IV ascendió al trono tras la muerte de su padre, Juan II, y las expectativas sobre su reinado eran altas. Con solo 29 años, Enrique parecía tener todo lo necesario para reconstruir un reino desgarrado por años de luchas internas. De hecho, su llegada al poder fue vista por muchos como una oportunidad para sanar las heridas de un reino exhausto por las guerras y las divisiones internas.

En este contexto, Enrique IV adoptó un enfoque moderado para consolidarse como monarca. La clase noble esperaba un gobernante fuerte que pudiera restaurar el orden y proteger sus propios intereses, mientras que el pueblo anhelaba paz y prosperidad. Sin embargo, los primeros años de su reinado estuvieron marcados por decisiones difíciles y por el creciente poder de su valido, Juan Pacheco, cuya ambición no pasó desapercibida en la corte.

Un reinado con promesas truncadas: reformas, guerras y alianzas

Los cinco pilares del proyecto político inicial

Tras la muerte de su padre en 1454, Enrique IV de Castilla heredó un reino fracturado, que necesitaba urgentemente reformas económicas y políticas para restablecer la paz y la estabilidad. A su llegada al trono, el nuevo monarca puso en marcha una serie de medidas que se centraban en cinco puntos fundamentales: consolidación económica, reconciliación con la nobleza, control de las Cortes, paz con los reinos cristianos vecinos, y, finalmente, el ambicioso objetivo de continuar la lucha contra el reino nazarí de Granada.

En cuanto a la economía, Enrique IV se centró en reformar el sistema fiscal, buscando aumentar los ingresos de la corona mediante un control más eficiente de las rentas del reino. Su intención era no solo garantizar el bienestar de su administración, sino también aumentar los recursos disponibles para financiar las futuras campañas militares. Sin embargo, el gasto elevado de las guerras y las necesidades del reino le obligaron a recurrir con frecuencia a las cortes para obtener nuevas fuentes de ingresos, lo que generó un ambiente de creciente descontento en las clases altas y en los grandes señores.

El segundo pilar de su política fue la reconciliación con la nobleza, una tarea ardua dado el distanciamiento que existía entre el trono y las casas más poderosas del reino debido a las políticas de su padre, Juan II, y su valido Álvaro de Luna. Enrique sabía que sin el apoyo de los nobles, su gobierno no podría ser estable, por lo que intentó suavizar las tensiones ofreciendo privilegios y títulos a aquellos que le prestaran su apoyo. Sin embargo, esta reconciliación no fue duradera, ya que muchos nobles se sintieron insatisfechos con las reformas del monarca, y comenzaron a conspirar contra él.

En tercer lugar, Enrique IV trató de asegurar y aumentar el control de la monarquía sobre las Cortes y las ciudades del reino. Sabía que el reino no solo dependía de la nobleza para gobernar, sino también de los ciudadanos y comerciantes que conformaban el tejido económico y social de las ciudades. Por ello, la centralización del poder en la corona fue uno de sus objetivos. Aunque su intento de reducir el poder de los nobles fue bien recibido por algunas clases medias, la nobleza más poderosa no veía con buenos ojos estos intentos de limitar su influencia.

El cuarto pilar de su política fue el restablecimiento de relaciones pacíficas con los reinos vecinos, particularmente con Portugal y Francia. En un contexto europeo convulso, donde los intereses dinásticos y territoriales de los reinos cristianos estaban en constante conflicto, Enrique IV se dio cuenta de la necesidad de fortalecer los lazos con sus vecinos. En particular, los vínculos con Portugal fueron esenciales para contrarrestar la excesiva influencia de Aragón en la política castellana.

Finalmente, Enrique IV emprendió un proyecto militar que sería clave en su reinado: la guerra contra Granada. El monarca castellano deseaba continuar la reconquista y, al mismo tiempo, reafirmar su poder ante la nobleza. Sin embargo, la ambiciosa campaña no fue bien recibida por todos, ya que los recursos necesarios para la guerra contra los musulmanes en el sur del país eran enormes, y las primeras incursiones no fueron tan exitosas como se esperaba.

Primeras reformas económicas y sociales

Uno de los primeros pasos que dio Enrique IV para consolidar su poder fue reformar la estructura económica del reino. A través de nuevas leyes fiscales y un control más riguroso de las rentas, el rey intentó aumentar las arcas de la corona y reducir la dependencia de los grandes señores. Aunque en un principio estas reformas parecían positivas, la implementación fue lenta y no estuvo exenta de oposición.

La nobleza se mostró especialmente reacia a las reformas fiscales, ya que muchas de sus tierras y propiedades quedaban sometidas a nuevos impuestos. Además, las ciudades comenzaron a mostrar signos de descontento por el creciente control real sobre las Cortes y las decisiones políticas. Las reformas sociales tampoco fueron una prioridad para Enrique IV en sus primeros años de reinado, lo que generó un aumento de la desigualdad entre las clases sociales, a pesar de los esfuerzos del rey por mitigar las tensiones.

Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, las reformas económicas no lograron el impacto esperado. Los nobles no dejaban de acumular poder, y la economía del reino continuaba siendo vulnerable a las fluctuaciones del mercado y a las constantes gastos militares. Por otro lado, los grandes problemas sociales y económicos del reino quedaron en segundo plano, pues el rey se centró más en sus alianzas políticas y en las guerras que en el bienestar general de la población.

La guerra contra Granada y su desgaste

Uno de los proyectos más ambiciosos de Enrique IV fue la guerra contra Granada, un conflicto que ya se había iniciado bajo el reinado de su padre, Juan II. Enrique deseaba continuar la reconquista del último reino musulmán de la Península Ibérica, pero las primeras incursiones no fueron exitosas. En 1455, Enrique IV organizó dos campañas militares contra Granada, las cuales fueron más desgastantes que fructíferas, pues, aunque las victorias se anunciaron como importantes, en realidad los costos de estas expediciones fueron tan elevados que los recursos del reino se vieron seriamente comprometidos.

La nobleza y el alto clero empezaron a criticar estas campañas, acusando al monarca de malversación y de utilizar fondos de manera innecesaria. Las quejas de los nobles no tardaron en multiplicarse, y comenzaron a verse los primeros signos de oposición abierta al gobierno de Enrique IV. Aunque el rey intentó convencer a su corte de la necesidad de estas guerras, el descontento de los sectores más poderosos del reino fue en aumento.

El marqués de Villena: un nuevo valido con poder creciente

A medida que se desarrollaba el reinado de Enrique IV, Juan Pacheco, marqués de Villena, comenzó a tomar una influencia decisiva en la corte real. Pacheco se erigió como el nuevo valido del rey, asumiendo un control importante en las decisiones políticas y militares. A pesar de que Enrique IV necesitaba el apoyo de Pacheco para consolidarse en el trono, esta relación no estuvo exenta de tensiones.

Pacheco, al igual que su antecesor Álvaro de Luna, acumuló poder a través de la manipulación de las facciones dentro de la nobleza. Su creciente influencia desató una serie de conflictos internos en la corte. Los miembros de la alta nobleza, especialmente los grandes prelados de la iglesia, se sintieron amenazados por el poder de Pacheco y comenzaron a formar una oposición unificada. La corte de Enrique IV se vio inmersa en un juego de alianzas y traiciones, que no solo debilitó al monarca, sino que también contribuyó al desgaste de su autoridad.

El papel del papado y de las alianzas exteriores

Ante las crecientes tensiones internas, Enrique IV también trató de fortalecer su posición internacional, buscando el apoyo de aliados exteriores. En este sentido, la relación con el papado fue fundamental. Los papas Calixto III y Pío II le ofrecieron su respaldo, lo que le permitió obtener financiación para sus campañas militares y mantener una cierta legitimidad política. No obstante, el apoyo papal no logró evitar que los problemas dentro del reino se agudizaran, especialmente en lo que respecta a las relaciones con la nobleza y el alto clero.

Desgobierno, traiciones y guerra civil

Caída de Villena y ascenso de los Mendoza

El deterioro de la autoridad de Enrique IV se hizo evidente a partir del año 1463, cuando la tensión acumulada entre el rey y su valido, el marqués de Villena, alcanzó un punto de ruptura. El monarca, cada vez más consciente de las maniobras políticas de su antiguo aliado, decidió distanciarse de Pacheco, retirándole progresivamente su confianza y otorgando poder a otras casas nobles, entre ellas, los Mendoza. Esta decisión marcó un giro en la política cortesana, pero no significó una restauración del orden: más bien, reavivó el fuego de la guerra civil en Castilla.

El cambio de alianzas evidenció la fragilidad del poder real. Beltrán de la Cueva, uno de los nuevos hombres de confianza del rey, y Pedro González de Mendoza, eclesiástico y político de gran inteligencia, se incorporaron al Consejo Real en sustitución de los antiguos aliados del marqués de Villena. Pero lejos de pacificar el reino, esta reestructuración política provocó la furia de la nobleza desplazada, que no tardó en organizarse en una nueva coalición contra la corona.

La paradoja del reinado de Enrique IV es que, a medida que perdía aliados en la alta nobleza, encontraba apoyo en aquellos que anteriormente habían sido sus enemigos. Los Mendoza y los Alba, que al principio formaron parte de la oposición al monarca, se convirtieron en sus principales respaldos. Este vaivén de alianzas reflejaba una monarquía sin un proyecto firme, dependiente de las circunstancias y de las luchas internas por el poder.

La crisis sucesoria y el nacimiento de Juana “la Beltraneja

Uno de los acontecimientos más determinantes del reinado fue el nacimiento en 1462 de Juana, hija de Enrique IV y Juana de Portugal. Aunque oficialmente fue reconocida como infanta y heredera al trono, su paternidad fue puesta en duda casi desde el primer momento. Los rumores afirmaban que no era hija del rey, sino del valido Beltrán de la Cueva, lo que le valió el apodo de «la Beltraneja».

Este cuestionamiento de su legitimidad desató una crisis sucesoria sin precedentes, que no solo afectó la figura del monarca, sino que puso en jaque la estabilidad del reino entero. La nobleza opositora aprovechó la ocasión para atacar al rey, acusándolo no solo de impotencia, sino también de falsedad y corrupción moral. La situación era grave: el heredero legítimo no era reconocido por un amplio sector del reino, y la figura de Isabel, hermanastra del rey, comenzó a ganar apoyo como alternativa.

Intentando controlar el daño, Enrique IV propuso un matrimonio entre Juana y su hermanastro Alfonso, lo que habría permitido consolidar la línea dinástica. Sin embargo, la liga nobiliaria, liderada por figuras como Pedro Girón, el marqués de Villena y el arzobispo Alfonso de Carrillo, rechazó la propuesta, temiendo que fuera una artimaña para reforzar la posición de Juana y de sus partidarios.

La Farsa de Ávila y el falso destronamiento

El momento más simbólico del colapso de la autoridad real tuvo lugar el 5 de junio de 1465, cuando la liga nobiliaria escenificó la llamada «Farsa de Ávila». En una ceremonia cargada de simbolismo y teatralidad, los nobles destronaron simbólicamente a Enrique IV, representado por un muñeco vestido con insignias reales, y proclamaron rey de Castilla al infante Alfonso, hermanastro del monarca.

La escena, realizada en las afueras de Ávila, buscaba justificar la legitimidad de Alfonso como nuevo monarca ante el pueblo y la historia. Participaron en ella los grandes linajes del reino: los Zúñiga, los Pimentel, los Carrillo, los Girón, y muchos otros. La farsa no solo tuvo un impacto político, sino también propagandístico, minando aún más la imagen pública de Enrique IV, cuya autoridad quedaba completamente deslegitimada ante sus súbditos.

A pesar de la humillación, Enrique IV no renunció al trono. Recurrió al apoyo de sus aliados más leales, especialmente los Mendoza y la Hermandad General, y consiguió organizar un ejército realista capaz de resistir los embates de los rebeldes. La guerra civil era ya un hecho irreversible.

Luchas entre los bandos de Alfonso e Isabel

Durante los tres años siguientes, la guerra civil desgarró Castilla, enfrentando al bando de Enrique IV con el de su hermanastro Alfonso. Ambos grupos contaban con nobles poderosos, ejércitos y apoyos eclesiásticos, lo que convirtió el conflicto en una verdadera lucha por el alma del reino. La disputa no era solamente dinástica, sino también ideológica y social, con la nobleza buscando mantener sus privilegios frente a un poder real que, aunque debilitado, aún intentaba centralizar el control del Estado.

Sin embargo, el curso de los acontecimientos cambió radicalmente con la muerte repentina del infante Alfonso en julio de 1468, en circunstancias nunca del todo aclaradas. La desaparición del joven pretendiente dejó a la liga nobiliaria sin un candidato claro, lo que llevó a sus líderes a mirar hacia otra figura de sangre real: Isabel, hermanastra del rey y futura Isabel la Católica.

Consciente de que no podía sostener el conflicto indefinidamente, Enrique IV firmó el Pacto de los Toros de Guisando en septiembre de 1468. Mediante este acuerdo, el rey reconocía a Isabel como su heredera, a cambio de que se comprometiera a no casarse sin su consentimiento. El pacto parecía zanjar la cuestión sucesoria, pero no fue más que un paréntesis en el conflicto, ya que, al año siguiente, Isabel desobedeció el acuerdo y se casó en secreto con el príncipe Fernando de Aragón.

Intervención de Aragón y Portugal

La intervención de reinos extranjeros en la política interna castellana fue otro elemento clave en el declive del reinado de Enrique IV. El rey Juan II de Aragón, inicialmente aliado de Enrique, acabó respaldando a los nobles rebeldes cuando ya no necesitó su apoyo para sus propios fines. Su hijo, Fernando, se convirtió en pieza fundamental de la nueva alianza que se estaba formando en torno a Isabel.

Por otro lado, Enrique IV intentó contrarrestar esta alianza con Aragón recurriendo a Portugal. En un movimiento estratégico, comenzó negociaciones matrimoniales entre su hija Juana y Alfonso V de Portugal, con el objetivo de consolidar su legitimidad mediante un matrimonio que uniera los intereses de ambos reinos. Esta maniobra no solo tenía implicaciones políticas internas, sino también internacionales, pues Portugal veía con buenos ojos la posibilidad de influir en el trono castellano mediante esta alianza.

El declive de la autoridad real y la violencia institucional

El final del reinado de Enrique IV estuvo marcado por una institucionalidad resquebrajada. Las ciudades, muchas de ellas empobrecidas por los impuestos y las levas militares, comenzaron a mostrar signos de agotamiento. La justicia, lenta y manipulada, dejó de ser vista como un instrumento de equidad, y el Consejo Real se convirtió en un campo de batalla entre facciones enfrentadas.

A nivel simbólico, Enrique IV ya no representaba el centro de la autoridad, sino una figura debilitada y cuestionada, que oscilaba entre pactos forzados y traiciones constantes. Su incapacidad para controlar a la nobleza, para pacificar el reino y para resolver definitivamente la sucesión lo colocó en una posición insostenible.

La última década, la lucha por la sucesión y el inicio del cambio

El Pacto de los Toros de Guisando

En septiembre de 1468, después de años de conflicto armado y una creciente presión por parte de la nobleza castellana, Enrique IV firmó con su hermanastra Isabel el conocido Pacto de los Toros de Guisando. En él, el monarca reconocía a Isabel como su heredera legítima, en un intento por restaurar la estabilidad dinástica del reino tras la muerte del infante Alfonso, proclamado rey por la nobleza rebelde en la Farsa de Ávila. A cambio, Isabel se comprometía a no casarse sin el consentimiento del rey, una cláusula que Enrique consideraba fundamental para asegurar su influencia sobre el futuro de la monarquía.

Este pacto, sin embargo, tuvo una vida breve. Aunque parecía significar una tregua entre las facciones enfrentadas, en realidad fue solo un paréntesis en una guerra dinástica que continuaba latente. Muchos de los nobles moderados que habían participado en la rebelión se mostraron satisfechos con el acuerdo, pues veían en Isabel una figura más sólida y fiable para el futuro de Castilla, frente a la cuestionada legitimidad de Juana “la Beltraneja”, hija de Enrique IV.

Pero la decisión de Enrique de ceder ante las presiones no fue bien recibida por sus aliados más cercanos, especialmente por aquellos comprometidos con la causa de su hija Juana. Estos sectores consideraban el pacto como una renuncia injusta y un signo de debilidad política, lo que contribuyó aún más a la fragmentación del poder real.

Matrimonio de Isabel y Fernando: ruptura final

En octubre de 1469, Isabel rompió el compromiso adquirido en Guisando al casarse en secreto con Fernando de Aragón, hijo de Juan II de Aragón y heredero de la corona aragonesa. Este matrimonio, celebrado en Valladolid, fue considerado una traición directa al acuerdo firmado con Enrique IV y marcó un punto de no retorno en la disputa sucesoria.

La unión entre Isabel y Fernando no solo fue un acto político arriesgado, sino también un movimiento estratégico que consolidaba la alianza entre Castilla y Aragón, dejando a Enrique IV aislado. A pesar de la oposición del monarca, muchos sectores de la nobleza, tanto castellana como aragonesa, apoyaron el enlace por el potencial de estabilidad política y militar que representaba.

La respuesta de Enrique IV fue inmediata: anuló el pacto de Guisando y proclamó de nuevo a Juana como heredera legítima al trono. Además, hizo que tanto él como Juana de Portugal, madre de la niña, juraran públicamente la legitimidad de su hija. El rey esperaba que este gesto restaurara su credibilidad, pero ya era demasiado tarde: el daño político estaba hecho, y la división del reino en torno a las dos candidatas era irreversible.

Reivindicación de Juana como heredera

La reafirmación de Juana como heredera tuvo consecuencias decisivas. En un contexto en el que la moralidad del rey era ampliamente cuestionada, los rumores sobre su impotencia y la supuesta paternidad de Beltrán de la Cueva sobre Juana no hacían más que alimentar la propaganda en su contra. Los enemigos del rey utilizaron hábilmente estos elementos para minar su autoridad y legitimar la causa isabelina.

La facción partidaria de Juana, conocida como los «enriqueños», trató de promover su causa mediante un plan de matrimonio con Alfonso V de Portugal, primo carnal de Juana, reforzando así los lazos entre Castilla y el país vecino. Esta unión pretendía equilibrar la influencia de Aragón, pero también fue vista por muchos como una forma desesperada de Enrique IV por salvar su legado político. Las negociaciones diplomáticas con Portugal se intensificaron entre 1471 y 1473, a medida que el rey sentía que su muerte se acercaba y que la guerra civil por la sucesión era inminente.

Preparativos para la guerra sucesoria

Entre 1471 y 1474, los bandos de Juana e Isabel se prepararon para un conflicto definitivo. Enrique IV, debilitado física y políticamente, trató de afianzar su poder mediante concesiones, nombramientos y nuevas alianzas, pero la corona estaba cada vez más debilitada. Aunque todavía contaba con el apoyo de sectores importantes como los Mendoza, el alto clero y parte de la burguesía urbana, el apoyo social y político se desmoronaba.

Los isabelinos, por su parte, contaban con el apoyo decisivo de Aragón, además de la simpatía de muchos castellanos que veían en Isabel una opción más firme, coherente y menos contaminada por las intrigas cortesanas. La propaganda isabelina se centró en el orden, la unidad y la religiosidad, mientras que la imagen de Juana seguía siendo vulnerable por su origen controvertido y por estar estrechamente asociada a una figura cada vez más desprestigiada como Enrique IV.

La tensión se acumulaba en todo el reino. Se sabía que la muerte del monarca desencadenaría un conflicto armado, por lo que los preparativos bélicos no cesaron. Ambas partes comenzaron a reclutar tropas, asegurar territorios estratégicos y forjar alianzas externas. El ambiente en Castilla era el de una guerra inevitable, y la salud de Enrique IV no hacía sino acelerar los planes de ambos bandos.

Muerte de Enrique IV y consecuencias inmediatas

El 11 de diciembre de 1474, Enrique IV murió en la villa de Madrid, cerrando un reinado marcado por la inestabilidad, la traición y el conflicto permanente. Con su muerte, estalló de inmediato la guerra de sucesión castellana, que enfrentó a los partidarios de Isabel y Fernando contra los de Juana la Beltraneja y Alfonso V de Portugal.

El conflicto, que se prolongaría hasta 1479, determinó el futuro de la corona de Castilla y, en última instancia, de toda la península. Isabel, gracias a su alianza con Aragón y su capacidad de movilizar recursos y apoyos, logró imponerse como reina legítima. Juana, aunque fue proclamada reina en algunos territorios y se casó con Alfonso V, fue finalmente derrotada y obligada a retirarse de la escena política.

Con la victoria de Isabel se inició una nueva era en la historia de España, caracterizada por la unificación de los reinos y el ascenso de la monarquía autoritaria, cuyos primeros pasos se dieron precisamente en reacción a la debilidad del reinado de Enrique IV.

Interpretaciones históricas y el mito del “rey impotente”

La figura de Enrique IV ha sido objeto de una profunda controversia historiográfica. Durante siglos, fue retratado como un rey débil, manipulable y decadente, víctima de su propia incapacidad y de una corte corrupta. Su apodo, “el Impotente”, ha sido utilizado tanto en el sentido literal como en el simbólico, proyectando una imagen de falta de virilidad política y autoridad real.

Sin embargo, estudios más recientes han matizado esta visión. Autores como Gregorio Marañón analizaron su personalidad desde una perspectiva médica y psicológica, proponiendo que Enrique IV pudo sufrir una condición hormonal que explicaría su comportamiento y sus dificultades. Otros historiadores, como José Calvo Poyato, han subrayado el contexto estructural de su reinado, en el que la fragmentación del poder feudal hacía casi imposible cualquier intento de centralización eficaz.

Más allá de sus fallos personales, Enrique IV reinó en un momento crítico para Castilla: una transición entre la Edad Media y la modernidad, donde las instituciones tradicionales estaban en crisis y las nuevas formas de poder aún no se habían consolidado. Su fracaso no fue solo el de un hombre, sino el de un sistema que ya no respondía a las necesidades del reino.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Enrique IV de Castilla (1425–1474): El monarca entre intrigas y desconfianza". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/enrique-iv-rey-de-castilla-y-leon [consulta: 5 de octubre de 2025].