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PolíticaDerechoBiografía

Cuesta del Muro, Carmen (1890-1968).

Abogada y política española, nacida en Palencia el 3 de agosto de 1890 y fallecida en Madrid el 28 de julio de 1968. Desde sus firmes convicciones católicas -a las que representó con singular brillantez dentro del panorama político español de su tiempo-, intervino de forma activa en la vida pública de la nación hasta convertirse en una de las gestoras políticas más destacadas del período dictatorial sujeto al dominio del general Primo de Rivera. Posiciones ideológicas al margen, puede considerársela como una de las pioneras en España de la incorporación de la mujer a los cargos de elevada responsabilidad política y social, y -sin duda alguna-, una de las precursoras de esas altas dignatarias que, poco tiempo después, habrían de alcanzar un notable protagonismo en las cámaras legislativas (e incluso en los distintos gobiernos) de la II República.

Nacida en el seno de una familia acomodada en la que se respiraba un cierto ambiente intelectual -su padre era un reputado médico salmantino que, años después del nacimiento de Carmen, continuó su exitosa carrera profesional en la capital del país-, tuvo acceso desde niña a una esmerada educación que, por desgracia, no era frecuente entre la población femenina de su tiempo. El doctor Cuesta, en efecto, se complugo en alentar y financiar los estudios secundarios y universitarios de cuatro de sus seis hijos (otra auténtica "rareza" en la época), entre los que figuraba la inquieta e inteligente Carmen, que en 1924 ya ostentaba el título de licenciada en Leyes y, poco después, culminó su brillante historial académico con un doctorado en dicha materia. Pero ya desde mucho tiempo atrás había comenzado a destacar por sus actividades intelectuales dentro de las asociaciones católicas a las que se había aproximado por afinidad espiritual, como el Centro Obrero de Damas Catequistas de Madrid, donde en 1914 pronunció un denso ciclo de conferencias que, al cabo de cuatro años, aparecieron recopiladas en formato de libro bajo el título de La vida y el obrero (1918).

Ya, en efecto, a mediados de la segunda década del siglo XX se hallaba establecida en Madrid la joven Carmen Cuesta del Muro, llevada hasta allí por sus inquietudes humanísticas y su acusada tendencia a incorporarse a la vida pública de la nación. Tras esas primeras disertaciones en el Centro Obrero de Damas Catequistas, se sumó al ambicioso proyecto religioso y social de la Institución Teresiana (fundada en 1917 por el padre Pedro Poveda y la seglar María Josefa Segovia, a la sazón íntima amiga de Carmen), en cuyo Consejo Superior pronto quedó integrada. Tras haber detectado una evidente inclinación al laicismo y a la secularización en la sociedad española de comienzos del siglo XX, esta obra pía se había impuesto como tarea primordial la recuperación del espíritu religioso en España, recurriendo a dos poderosos instrumentos que todavía quedaban sometidos al control de facto de la Iglesia Católica: la educación y el proselitismo de las mujeres (entre las que estaba mucho más arraigado el sentimiento religioso que en la población masculina).

El trabajo desarrollado en la Institución Teresiana y en otras organizaciones parejas catapultó definitivamente a Carmen Cuesta en los foros políticos conservadores, donde, merced a su extraordinaria preparación académica, pronto optó a cargos de gran responsabilidad. Así las cosas, después de haber impartido clases en la Escuela Superior de Magisterio de Teruel, fue llamada de nuevo a la Villa y Corte para que se hiciera cargo de la dirección del Instituto Católico de Segunda Enseñanza, de donde pasó a ejercer la docencia a la también madrileña Escuela Social de Acción Católica de la Mujer, en la que ocupó una plaza de profesora de Derecho Positivo. Cada vez más consolidada como una de las cabezas visibles del conservadurismo católico español, en 1926 fue enviada a Santiago de Chile por la Institución Teresiana, para que ostentase la representación de la obra pía del padre Poveda en el IV Congreso de Juventudes celebrado aquel año en la capital del país andino.

Pero la definitiva incorporación de Carmen Cuesta del Muro a las altas esferas de la política nacional tuvo lugar al año siguiente, cuando el dictador Primo de Rivera instituyó, el día 13 de septiembre de 1927, la denominada Asamblea Nacional Consultiva, un pseudoparlamento de naturaleza corporativa (y, como su propio nombre dejaba bien claro, meramente consultivo) que, en teoría, tenía por objeto alcanzar el consenso entre todos los sectores de la sociedad española para acabar redactando una nueva Carta Magna. Sin embargo, al final no fue más que una concesión demagógica a la supuesta apertura del Directorio Civil por parte del dictador, quien alentó la eternización de las discusiones con el fin de que la cámara no alcanzase ninguna conclusión decisiva. Favoreciendo esa estructura social corporativa que, por aquel tiempo, tanto agradaba a Primo de Rivera, los miembros de la cámara no fueron elegidos por sufragio, sino designados directa o indirectamente por el gobierno entre conspicuos militantes de la Unión Patriótica -diseñada por el propio dictador- o entre representantes -siempre afines a la política gubernamental- de ese difuso tejido corporativo en el que entraban colectivos tan heterogéneos como pueden serlo entre sí los municipios, las diputaciones, las asociaciones de funcionarios, los representantes de empresarios y obreros, etc.

Dentro de su absoluta y descarada falta de respeto hacia las mismas instituciones democráticas que simulaban instaurar, tal vez la única virtud de los promotores de esa Asamblea Nacional Consultiva fue la incorporación, por vez primera en la historia del parlamentarismo español, de la mujer a los órganos del poder legislativo. Carmen Cuesta del Muro fue, en efecto, una de las once mujeres que se integraron en la nueva cámara como representantes de las denominadas "Actividades de la Vida Nacional", al lado de otras dos damas (la condesa viuda de Aguilar de Inestrillas y la duquesa viuda de Parcent) que, en la peculiar designación gubernamental, quedaron incluidas en dicha Asamblea Nacional como representantes "del Estado" (aunque tal vez hubiera sido más acertado que ostentaran oficialmente, en medio de ese maremágnum de corporaciones de la más variada naturaleza, la representación "de la Corte", pues ambas estaban plenamente integradas en ella). Fueron, en cualquier caso, trece las mujeres que pasaron a formar parte de la nueva cámara parlamentaria española, siete de las cuales podían justificar su condición de representantes de las "actividades de la vida nacional" merced a su trabajo desplegado dentro del sistema educativo (a saber, además de Carmen Cuesta: María Natividad Domínguez Atalaya, María de Maeztu, Blanca de los Ríos, Josefina Olóriz -concejal del Ayuntamiento de San Sebastián- y María de Echarri y Micaela Díaz y Rabaneda -ambas ediles en el consistorio madrileño-). Esta presencia mayoritaria de pedagogas, docentes o, simplemente, mujeres implicadas en la política educativa y en la elaboración de planes de enseñanza, bien puede ilustrar, una vez más, cómo el ejercicio del magisterio no supuso tan sólo una vía de ingreso para la mujer en la vida laboral y cultural del país, sino también su principal puerta de acceso a las arenas políticas (de hecho, repárese en que Carmen Cuesta del Muro no fue llamada a la Asamblea Nacional Consultiva en su condición de doctora en Derecho, sino por su experiencia como profesora y directora de instituciones docentes).

Adscrita, en efecto, a la sección de Educación e Instrucción de la nueva cámara parlamentaria, la abogada y política palentina se distinguió por su activa participación en los debates que, a finales de 1928, establecieron los presupuestos del Ministerio de Instrucción Pública, así como por su constante reclamación de una inmediata mejora salarial para los empobrecidos maestros de las escuelas públicas de enseñanza primaria. Pero, más allá de los asuntos económicos, se significó también -a pesar de su conservadurismo extremo- por su animosa defensa del derecho de la mujer a la educación, basada en una explícita demanda de nuevos institutos femeninos de enseñanza secundaria e, incluso, de una facultad de medicina sólo para mujeres. Al hilo de esta reivindicaciones que podrían tildarse de "proto-feministas" (pues, aunque en la actualidad parezca claramente discriminatoria una facultad pensada sólo para la población femenina, en la época hubiera resultado un avance respecto a la situación que se daba de hecho en la universidad española, donde la mujer era mal recibida por compañeros y profesores en determinadas facultades), Carmen Cuesta del Muro también hizo oír su voz en los debates sobre la reforma del Código Civil, en los que llegó a colocar una firme y valiente interpelación al Ministerio de Gracia y Justicia, por vía de la cual exigía que los derechos civiles de las mujeres quedasen ampliamente contemplados en las reformas por las que la cámara parecía estar trabajando. En su vehemente soflama -según quedó recogido en el Diario de Sesiones de la Asamblea Nacional del día 23 de mayo de 1928-, llegó a levantar la voz para afirmar sin tapujos que el Código Civil actual despreciaba a la mujer, no le reconocía su inteligencia, le negaba el derecho a la cultura y le privaba de su libertad (aunque bien es verdad que la sujeción de la asambleísta palentina a los dogmas de la iglesia católica la llevó también a demandar este derecho a la libertad sólo para solteras y viudas, ya que "en la familia reconozco la autoridad del marido, y que la tiene no porque se la reconozca yo, sino porque se la otorgó Jesucristo").

Hija, pues, de una época y una clase social determinadas, y víctima y beneficiaria -a la vez- de los bruscos vaivenes ideológicos de su tiempo, Carmen Cuesta del Muro no llegó a erigirse nunca en una figura cimera del movimiento feminista, pues el propio lastre católico y reaccionario en el que había sido educada le impedía alcanzar tales cotas de progreso, independencia y libertad. Sin embargo, su lucha en pro de los derechos de la mujer dentro de los sectores más conservadores de la sociedad española contribuyó, junto al quehacer parejo de otras muchas mujeres de su tiempo, a atenuar el cerrilismo secular de quienes seguían vetando la presencia femenina en la vida pública. Y, en no pocas ocasiones, el hecho de que la rebeldía -por mínima que fuese- se produjera en el mismo seno de estos sectores reaccionarios (como las instituciones religiosas o las secciones de acción social de los propios partidos políticos conservadores, tan dadas a funcionar a base del empuje femenino) supuso un mayor avance en la lucha por la igualdad que cualquier otra iniciativa más ruidosa o contundente realizada en las filas del progresismo. Dicho de otro modo: Carmen Cuesta del Muro y otras mujeres católicas con inquietudes socio-políticas contribuyeron poderosamente a minar, desde dentro, los cimientos misóginos del conservadurismo.

Lógicamente, la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el fin de la Monarquía y la subsiguiente implantación de la República redujo a una anécdota insignificante el papel de estas mujeres que, desde su orientación ideológica derechista, quedaron enseguida desfasadas ante un discurso feminista -y, en general, igualitario- mucho más claro, directo y radical. Puede afirmarse, por ello, que desde comienzos de la década de los años treinta Carmen Cuesta del Muro perdió todo el protagonismo que había adquirido en la política española del lustro anterior, por lo que se vio forzada a recluirse en su devoción religiosa y concentrar en la Institución Teresiana todo el vigor y la inteligencia que había dedicado poco antes a la política. Precisamente los últimos desvelos socio-políticos que se conocen de ella vieron la luz entre las páginas del órgano oficial de difusión de dicho colectivo, el Boletín de la Institución Teresiana, donde entre 1932 y 1933 aparecieron nueve artículos de la humanista palentina dedicados a reclamar nuevas reformas que mejorasen la situación de la mujer en materias tan complejas como la patria potestad o las capitulaciones matrimoniales. Pero ya apenas se prestaba oídos a quien no sólo no ostentaba dignidad alguna dentro de los organismos políticos, sino que ni siquiera figuraba inscrita, por aquel entonces, en ningún partido de los ubicados en su espectro ideológico; así que Carmen Cuesta asumió su desfase y, a finales de 1933, se embarcó rumbo a Hispanoamérica, en donde pasó buena parte del resto de su vida entregada a la difusión por diferentes países del Nuevo Continente (como Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Bolivia y México) la Institución Teresiana.

Bibliografía.

  • La Asamblea Nacional. Biografías y retratos de los señores asambleístas y numerosos datos del mayor interés (Madrid: Publicaciones Patrióticas, 1927), 2 vols.

  • GARCÍA NIETO, Juan. El sindicalismo católico en España (Bilbao: Universidad de Deusto, 1960).

  • GONZÁLEZ CASTILLEJO, María José de. "Los conceptos de mujer, ciudadanía y patria en la Dictadura de Primo de Rivera. Imágenes, símbolos y estereotipos", en Actas del II Coloquio Internacional de la Asociación Española de Investigación Histórica de las Mujeres (AEIHM) [Santiago de Compostela, 1994].

  • MARTÍNEZ PÉREZ, Carlos. "Carmen Cuesta del Muro. Una revolución en el pensamiento feminista durante la II República española", en FLECHA, Consuelo y TORRES, Isabel de [eds.]: La mujer, nueva realidad, respuestas nuevas. Simposio en el centenario del nacimiento de Josefina Segovia [Sevilla, 1991] (Madrid: Fundación Castroverde/Ed. Narcea, 1933), págs. 199-207.

  • ROMERO MARÍN, Juan José. "Cuesta del Muro, Carmen", en MARTÍNEZ, Cándida; PASTOR, Reyna; PASCUA, Mª José de la; y TAVERA, Susanna [directoras]: Mujeres en la Historia de España (Madrid: Planeta, 2000), págs. 486-488.

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.