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Cicerón, Marco Tulio (106 a. C.-43 a.C.).

Escritor, orador, filósofo y político romano nacido en Arpino el 3 de enero del 106 a. C. y fallecido en Gaeta el 7 de diciembre de 43 a. C. Estuvo casado con Terencia hasta su divorcio en 47, en que se casó con una joven llamada Publilia, aunque este matrimonio acabó pronto en un sonado fracaso; con Terencia tuvo una hija, de nombre Tulia, que falleció dos años antes que Cicerón, lo que le supuso el más profundo de los dolores. El círculo cultural de Cicerón incluía a sus esclavos, entre los cuales sobresale el nombre Tirón, el célebre amanuense que diseñó un peculiar sistema de abreviaturas, a quien su amo dedicó 21 de sus Epistulae familiares y a quien acabó por libertar en 53 por considerarlo más un amigo que un esclavo. A lo largo de su vida, Cicerón viajó por varios países y vivió en Campania, Arpino, Formia, Túsculo y Roma, donde adquirió una soberbia mansión en el Palatino.

La obra de Cicerón en el curso de su vida

La familia en la que nació Cicerón era la de un eques acomodado, que tuvo, además, otro hijo, llamado Quinto, que tuvo idéntica formación a la de su hermano y siguió sus mismos pasos profesionales, aunque no logró gozar de su mismo éxito. Uno y otro fueron educados en Roma y, más tarde, en Grecia junto a sus primos; más tarde, cumplió con sus obligaciones militares junto al padre de Pompeyo, llamado Cneo Pompeyo Estrabón. Poco después comenzó su carrera como abogado, que le granjeo enseguida una extraordinaria reputación. Como el célebre Catón, Cicerón era un homo novus, vale decir sin antepasados gloriosos a quienes invocar para cimentar su éxito. Desde su juventud, Cicerón siempre ambicionó destacar como un perfecto hombre de estado y puso su talento al servicio de esa causa; desde esta perspectiva hay que entender su contribución al estudio de la Retórica y la Filosofía y su deseo de ofrecer a sus conciudadanos un modelo educacional en el que primasen el amor a la patria y una moral cercana al estoicismo con su valoración de las virtudes ciudadanas.

En un período marcado por las revueltas y la agitación políticas no es de extrañar que el cultivo de la Retórica alcanzase una enorme importancia. Ésta se había ido convirtiendo cada vez más claramente en un arma indispensable en manos de una cierta aristocracia para poder ejercer el poder. Ese apogeo de la Retórica llegó a su punto culminante con Cicerón, quien no sólo destacó como orador sino también como teórico de la materia. Durante sus primeros años, Cicerón había sido discípulo de los juristas más importantes de su tiempo y, entre ellos, Mucio Escévola, gracias al cual entró en contacto con las ideas del círculo de los Escipiones. En aquellos primeros años de formación, Cicerón aprendió a amar la cultura griega y a tener en gran estima el estudio de la Filosofía, algo que dejaría una profunda huella en su espíritu; de hecho, la figura y el pensamiento de Cicerón no se entienden si no se toma en consideración su devoción por la humanitas.

El término que acabamos de dejar caer tiene para Cicerón un doble valor: por un lado, está la idea del hombre como un ser especial, diferente de los demás seres vivos gracias a su capacidad para pensar y para expresar esos pensamientos; de ese modo, cualquier hombre, que se precie de serlo, debe profundizar en esa senda y convertirse en un individuo capaz de degustar las bellas artes y de mejorar su formación intelectual. Para ello, es preciso ahondar en el conocimiento de la filosofía y, dentro de ésta, en la ética; por otro lado, esa humanitas debe ir en beneficio de los demás y no sólo de uno mismo; en este sentido el ideal de humanitas sería un concepto cercano a la filantropía. El hombre ideal es aquel que también se preocupa por los demás; por ello, Cicerón desarrolló una incansable actividad en favor de sus conciudadanos bien como político y abogado bien como escritor-filósofo para así poder comunicar a los otros hombres sus descubrimientos y logros intelectuales.

Como se ha señalado, su debut en el foro se produjo en tiempos de Sila, con su discurso pro Quinctio (81) y, un poco después, su pro Sexto Roscio Amerino, en el que puso en evidencia algunos de los males de la tiranía silana; por ello y seguramente aconsejado por sus amigos, Cicerón decidió abandonar durante un tiempo Roma y dirigió sus pasos hacia Atenas y Rodas para completar allí su formación entre los años 79 y 77. En el curso de ese viaje, Cicerón adquirió una más amplia formación filosófica y retórica, pues en Rodas estuvo junto a al rétor Molón; allí hubo de operarse un cambio en su estilo, vehemente y apasionado hasta entonces, para plegarse a las normas de la llamada Escuela rodia, abanderada del buen gusto, la contención y representante de una actitud intermedia entre asianistas y aticistas.

En Grecia pudo seguir las clases del filósofo Posidonio y, en Esmirna, conoció a Publio Rutilio Rufo. Pertrechado con esos nuevos conocimientos, regresó a Roma, donde, tras la muerte de Sila, pudo proseguir su carrera política. Un momento importante fue su cuestura en Sicilia (el nombramiento lo tuvo desde el 75 al 76), llevada con tanta honradez que se ganó el afecto de los sicilianos, quienes años más tarde le buscaron para que acusase al procónsul Verres; en el año 66, fue nombrado pretor. En 70, Cicerón aceptó llevar a cabo la acusación frente al defensor de Verres, el célebre Hortensio (uno de los oradores más afamados del momento). El éxito de Cicerón fue enorme y, de hecho, no tuvo que pronunciar los cinco discursos que había preparado, pues sólo fue necesario el primero de ellos; con todo, decidió publicarlos y con ello su fama se engrandeció aún más.

El punto clave de su carrera política lo marca su consulado en el año 63 a.C., durante el cual abortó la famosa conspiración de Catilina. Desde ese momento, Cicerón fue aclamado como salvador de la patria y también mostró su postura contraria a los intereses de los populares, quienes más tarde le pasarían factura de la mano del tribuno Clodio, agente de César en la sombra, quien consiguió que Cicerón fuese castigado con el exilio precisamente por su actuación en el proceso contra Catilina. Sólo estuvo fuera de Roma un año y a su regreso reinició con fuerza su actividad oratoria para dar las gracias al Senado o para atacar a aquellos que habían actuado en su contra (In Pisonem). De todos modos, la situación política en Roma, llena de tensiones, no le permitió recuperar el papel preponderante que había desempeñado antes, como se vio en su defensa de Milón (Pro Milone), acusado del asesinato del su otrora enemigo Clodio a comienzos del 52. Finalmente, Cicerón se marchó como gobernador a Cilicia (51-50) y la crisis política se agravó con la decisión de César de cruzar el Rubicón, con lo que se inició una nueva guerra civil.

Fueron momentos difíciles para nuestro orador y político, quien en su correspondencia muestra sus incertidumbres y sus dudas acerca de cuál de los dos contendientes, César o Pompeyo, merecía más su apoyo. Finalmente se inclinó por el bando pompeyano, el más conservador de los dos, en la idea de que era él quien representaba mejor los ideales de la vieja República (véase Roma: Época republicana); sin embargo, cuando las cosas comenzaron a ir mal para Pompeyo, Cicerón dio un vuelco a su política y comenzó a solicitar el perdón de César, quien aceptó encantado el apoyo que podía brindarle un personaje de la talla y el prestigio de Cicerón. En agradecimiento y para ganarse su confianza, Cicerón volvió a hacer uso de su elocuencia ante el nuevo dictador de Roma y salieron así de su pluma sus tres discursos cesarianos (Pro Marco Marcelo, Pro Quinto Ligario y Pro rege Deiotaro).

Tras el asesinato de César (44), Cicerón creyó ver una nueva oportunidad para recuperar su anterior peso político y arremetió con fuerza contra el joven Marco Antonio en sus 14 discursos titulados Filípicas (el primer discurso es del 2 de septiembre de 44, mientras el último es del 21 de abril de 43); con esta gran obra no consiguió sino ganarse la enemistad de Marco Antonio, quien finalmente pudo vengarse al conseguir que Cicerón fuera condenado a muerte. Éste encontró la muerte en el año 43 a manos de los soldados enviados por Marco Antonio, quien reclamó como trofeo la cabeza y la mano del orador para poder exponerlas en el foro.

Cicerón, retórico, político y filósofo

Tratados retóricos

La oratoria tan ligada a la acción política le permitió a Cicerón reflexionar acerca de la calidad y el alcance de su elocuencia, con lo que inició su faceta como teórico del arte retórica. Así, en su juventud había compuesto un breve manual en dos libros, el De inventione, obra en la que hace una aproximación muy técnica a la materia y que tal vez es sólo el esbozo de un tratado más amplio; más tarde su pensamiento maduró y quiso reflexionar sobre el papel de la retórica y del orador dentro de la ciudad. El orador, partiendo desde su propia experiencia, adquiere para él un papel preponderante y se define también como un hombre amante del bien y de la virtud, con lo que adquiere una importante dimensión moral.

El orador es, pues, un individuo que ha de estar versado en las más variadas disciplinas; debe ser un entendido en literatura, arte, filosofía, derecho e historia, porque todos estos son conocimientos indispensables a los que tendrá que recurrir en numerosas ocasiones; además, ha de ser también un artista de la palabra para poder convencer y, antes de nada, un verdadero filósofo, capaz de encontrar los argumentos verdaderos y útiles. Cicerón arremete contra el estilo excesivamente ornado (aunque recomienda el uso inteligente de la prosa rítmica), como hacen los Attici o Asiatici; al mismo tiempo, a él se debe la plasmación de la teoría de los tres estilos (alto, medio y bajo, que el orador alternará con tino en su discurso), que en todo momento deben flectere, probare y delectare.

Todas estas ideas afloran y se van perfilando en sus tratados de madurez: en los tres libros del De oratore (55) y en el complementario Orator; a los que debe añadirse también su diálogo Brutus o De claris oratoribus, en que traza una historia de la oratoria romana hasta sus días; en el mismo ámbito caen el De optimo genere oratorum, que es prólogo a una traducción de los discursos en lengua griega De Corona; los Topica, obra escrita para Trebacio en la que pasa revista a los loci communes; y las Partitiones oratoriae, compuesto a modo de respuestas a las preguntas de su hijo sobre el oficio del orador.

De la teoría a la práctica retórica

El estilo oratorio de Cicerón se impuso y fue admirado por las generaciones siguientes como un estilo clásico, aquel que servía para marcar los moldes; sin embargo no hemos de perder de vista que también Cicerón tuvo sus detractores, sobre todo entre el grupo de los llamados aticistas, quienes pretendían tomar como modelo el estilo ático de Lisias, sencillo y alejado de los excesos y los adornos. Cicerón arremetió contra esta tendencia y opuso a Lisias el modelo de Demóstenes, verdadera cumbre de la oratoria ática, según su propia opinión. Cicerón creó así un estilo marcado por los períodos redondeados, por un excesivo cuidado formal y que, en ocasiones, no rechazaba echar mano de los efectos más patéticos y alambicados cuando quería conseguir impresionar y conmover al público; al mismo tiempo, en virtud de ese deseo de lograr esos objetivos, su estilo podía ser extremadamente sencillo, tanto en realidad como el que proponían sus oponentes aticistas.

En definitiva, Cicerón defendía una línea intermedia entre esos aticistas y los comúnmente conocidos por asianistas, representantes de una retórica surgida durante el helenismo en Asia Menor y caracterizada por el uso (y, en ocasiones, abuso) de los recursos lingüísticos y estilísticos, lo que daba, en opinión de sus detractores, en discursos sumamente artificiosos, ampulosos y carentes de buen gusto en su búsqueda del exceso. En cuanto a su uso del lenguaje, Cicerón experimentó a lo largo de su vida una evolución que le llevó a marcar las pautas para lo que él consideraba el verdadero sermo urbanus, el "estilo ciudadano", alejado por completo del sermo rusticus del campesinado. Así, se operó un deseo de eliminar los arcaísmos y los términos que se consideraban vulgares para lograr un lenguaje refinado y culto, con un cuidado ritmo en las frases, que se alejaban de algunos artificios tan propiamente latinos como las anáforas o repeticiones tendentes a crear una sensación rítmica. Cicerón defendió este ideario en sus escritos teóricos, pero lo plasmó a las claras en sus propias orationes.

En conjunto, conocemos hoy 58 discursos compuestos por Cicerón, algunos de ellos fragmentarios; por otra parte, la crítica calcula que la cifra de orationes perdidas llega a las 48. Las que nos han llegado son las siguientes (el año de composición se indica entre paréntesis): Pro Quinctio (81), Pro Sex. Roscio Amerino (80), Pro Roscio Comoedo (¿77?), In Caecilium Divinatio (70), In Verrem Act. I-II (70), Pro Tullio (69), Pro Fonteio (69), Pro Caecina (69), Pro Lege Manilia (66), Pro Cluentio (66), Contra Rullum I-III (63), Pro C. Rabirio perduellionis reo (63), In Catilinam I-IV (63), Pro Murena (63), Pro Sulla (62), Pro Archia (62), Pro Flacco (59), Post reditum ad Quirites (56), Post reditum in Senatu (57), De Domo sua (57), De Haruspicum responso (56), Pro Sestio (56), In Vatinium (56), Pro Caelio (56), De Prov. Cons. (56), Pro Balbo (56), In Pisonem (55), Pro Plancio (54), Pro Rabinio Postumo (54), Pro Milone (52), Pro Marcello (46), Pro Ligario (46), Pro Rege Deiotaro (45) y Philippicae I-XIV (44-43).

Obra filosófica

Además de esta faceta como teórico y político, Cicerón dedicó parte de su tiempo a la noble afición de la Filosofía, justamente en aquellos momentos en los que la situación política no le permitía ejercer su actividad preferida, Cicerón encontró que también podía ser útil si dedicaba su ocio (otium) a la noble tarea de filosofar. De ese modo, no sólo se dedicó a traducir al latín algunos diálogos platónicos, con lo que contribuyó a forjar una lengua latina filosófica inexistente hasta ese momento; en otras ocasiones también abordó, desde una perspectiva particular (bastante ecléctica por cierto), algunos de los temas de debate propios de los filósofos platónicos, peripatéticos, estoicos y epicúreos. La crítica suele dividir esta sección de su obra en dos épocas, antes y después de su nombramiento como gobernador en Cilicia (distrito situado en la zona meridional de Asia Menor); tras este hecho, su obra de materia ética, teológica y epistemológica la compuso en el breve margen que media entre febrero de 45 y noviembre de 44.

La decisión de escribir sobre Filosofía hubo de afirmarse tras el deceso de su hija Tulia en 45, que animó la composición de dos obras hoy perdidas: la Consolatio y el Hortensius, texto en que recomienda el estudio de la Filosofía que conmovió profundamente a San Agustín cinco siglos más tarde; aparte, sabemos de la pérdida de casi todo el material de Academica, apología del estoicismo que escribió inmediatamente después. Todo apunta a que la fase inicial de su labor como filósofo corresponde a las Paradoxa Stoicorum (46), a las que siguió la revisión del principio del summum bonum et malum en De finibus bonorum et malorum; después redactó varias conferencias sobre los principales problemas humanos desde la perspectiva del estoicismo y lo dispuso en sus Tusculanae disputationes.

En el grupo de obras filosóficas hay que inscribir varios tratados sobre materia religiosa: el De divinatione, escrito en dos libros que versan sobre el destino y los vaticinios y que tienen como marco la casa de Cicerón en Túsculo; en conjunto, parte de fuentes griegas. En segundo lugar, viene el De natura deorum, que dedicó a Bruto y compuso en tres libros, que se enfocan desde una perspectiva distinta: la de los estoicos, los epicúreos y los académicos; en ellos, se discute acerca de la naturaleza de los dioses. Por fin, a este grupo de escritos pertenece el De Fato, obra que se conserva fragmentaria (le falta el principio y el final) y que fue escrita poco después de la muerte de César; aquí, en la casa que Cicerón tenía en Puzol como marco, se aborda el seminal principio de la relación existente entre libre albedrío y destino o predeterminismo, entre otros asuntos similares.

Importantísimos por su madurez y difusión posterior son los tres tratados titulados De officiis, De amicitia (también llamado Laelius de amicitia) y De senectute (también conocido como Cato Maior de senectute). En el De officiis, la forma adoptada es la de la carta y el diseño es el de un tratado en tres libros, dedicado a su hijo Marco, donde se revisa la relación y las diferencias existentes entre lo útil y lo ético; aquí, como en el resto, son fundamentales las fuentes griegas. El De amicitia es un diálogo dedicado a Tito Pomponio Ático y tiene como contertulios a Lelio y sus yernos, C. Fanio y Q. Mucio Escévola; aquí, se explica en qué consiste la amistad y se exalta su valor, cimentando el conjunto de las intervenciones sobre distintos autores griegos. El diálogo De senectute va dedicado también a Tito Pomponio Ático y tiene como personajes a Marco Catón, Escipión Emiliano y Gayo Lelio; en él, Cicerón, por boca de Catón, refuta a cuantos postulan que la vejez es odiosa por tres razones: retirarnos de la vida activa, privarnos de los placeres y acercarnos a la muerte. El diálogo está empapado también de autoridades helenas, a las que se cita continuamente a lo largo del texto.

Dentro de esta actividad como filósofo, Cicerón también tuvo un hueco para teorizar sobre política en sus tratados De re publica (51) y De legibus, donde una vez más se nos presenta como un nuevo Platón romano. En toda esta obra, queda clara constancia del pensamiento estoico de Cicerón. El De re publica lo proyectó a modo de diálogo en nueve jornadas entre Escipión Emiliano, Lelio, Filón, Manilio, Q. Tuberón, P. Rutilio, Fannio y Escévola; con todo, Cicerón sólo llegó a escribir dos de los nueve libros que tenía en mente, incluido el Somnium Scipionis, que tuvo vida exenta gracias a Macrobio. Su pragmatismo le llevó a dar un paso más allá que el célebre filósofo ateniense y, frente al mundo utópico de la República platónica, Cicerón considera que Roma puede erigirse como modelo de estado perfecto, al darse en ella la mezcla perfecta entre los diferentes tipos de gobierno: la monarquía, la oligarquía y la democracia. El segundo de ambos tratados, De legibus, sólo se conserva fragmentario y refleja una interesante discusión sobre la relación entre la religión y la ley.

El corpus epistolar

Esta inmensa producción se completa además con sus epístolas, un conjunto formado por los 35 libros de cartas dirigidas a su hermano Quinto, a su amigo Atico, a Bruto y a otros conocidos y familiares; con ellas, Cicerón se convirtió también sin saberlo en el verdadero creador de un nuevo género literario que tendría gran éxito en la generación siguiente. Siglos después, ya en pleno Trecento, la recuperación del conjunto de las cartas ciceronianas (las Epistulae familiares, las Epistulae ad Atticum, además de las dirigidas ad Quintum fratrem y ad Brutum) depararía importantísimas transformaciones en la literatura occidental, desde los años de Petrarca en adelante.

De las Familiares, fue Tirón mismo quien publicó 16 libros; otros 16 libros constituyen el cuerpo de las dirigidas a Ático; a su hermano Quinto le dedicó un total de 27 misivas conocidas; por fin, de la correspondencia con Bruto hay otras 25 cartas. En conjunto, la crítica ha contado 99 destinatarios diferentes y ha fijado un abanico cronológico que abarca desde el 68 hasta el 43. En el corpus sobresalen unas cuantas piezas extraordinariamente cuidadas, mientras otras son de un notable descuido y seguramente nunca habrían sido difundidas de haber mediado la voluntad de quien las escribió. En cualquier caso, el deseo de Cicerón por agavillar una pequeña selección de sus epístolas para dárselas a los lectores interesados supone una decisión de una extraordinaria modernidad, según se refleja en una de las epístolas a Ático (16, 5. 5).

La poesía ciceroniana

Por último no hemos de olvidar, aunque sólo sea de pasada, el amor de Cicerón por la poesía, que le llevó a componer un buen número de poemas y a defender en uno de sus discursos, el Pro Archia, la enorme importancia de los poetas dentro del Estado (esta encendida defensa de la poesía calaría hondo en los humanistas europeos desde Petrarca en adelante). Al principio se mostró particularmente afín a los nuevos presupuestos estilísticos de su época con su traducción en hexámetros de la obra de Arato, un poeta alejandrino del siglo III a. C.; concretamente, tradujo los Phaenomena, con dos partes: el Aratus y los Prognostica. En otros momentos, se dio a traducir a distintos poetas griegos, de Homero en adelante, para engalanar sus discursos. Después de enfrentarse a los versos de Arato, y en consonancia con su tendencia hacia posturas más conservadoras, Cicerón se lanzó a la composición de poemas al estilo tradicional de Enio.

Se sirvió del hexámetro para cantar sus propias hazañas en el De consulatu suo (de este poema, se ha conservado un pequeño fragmento con 72 versos) y en el De temporibus suis; incluso llegó a pensar en componer un poema conmemorativo de las hazañas de César en Britania; Plutarco se refire a un texto épico de juventud, el Glaucus Pontius, del que nada se sabe; a estos textos se pueden añadir los títulos (y nada más que eso) citados por Julio Capitolino. En comparación con todo lo anterior, la redacción de su poema épico Marius debe considerarse una obra de madurez. Como quiera que sea, es muy poco lo que nos queda de toda esta actividad literaria y, a pesar de la fama que tuvo entre sus contemporáneos y del testimonio de Plutarco sobre su facilidad como versificador, sus versos resultan poco brillantes comparados con los de los jóvenes poetae novi, por quienes el propio Cicerón no demostró demasiado aprecio (un sentimiento recíproco, cabe decir). Ese juicio negativo es el común en la crítica actual, que sólo se ocupa de la poesía de este gran prosista porque muestra el estado de evolución del hexámetro entre Enio y Virgilio.

Cicerón y la posteridad de su obra

Este gran prosista nunca fue un desconocido para Occidente, que tuvo en el conjunto de su obra una de sus más sólidas bases culturales; no obstante, hubo una larga fase de pérdidas y olvidos y otra de recuperación paulatina de sus obras. El inicio de esa reivindicación de Cicerón se inició a comienzos del siglo IV, que muchos estudiosos consideran una auténtica aetas ciceroniana; desde ahí, el conjunto de su obra pasó el filtro del cristianismo y fue integrándose en al currículo escolar. La recuperación de varios de los discursos de Cicerón se constituyó en una empresa fundamental para el desarrollo de la literatura europea, como ocurrió en el caso del Pro Archia, que movió a Petrarca a componer su propia defensa del oficio del poeta y de la poesía en general en sus Invective contra Medicum.

De los libros de Retórica, la Edad Media conoció en profundidad el De inventione (Rhetorica vetus), incorporado por San Isidoro de Sevilla a sus Etimologías, traducido y vertido al francés por Brunetto Latini en su Trésor y romanceado al castellano por Alfonso de Cartagena en la primera mitad del siglo XV; aparte, se le atribuyó durante todo ese periodo la Rhetorica ad Herennium (Rhetorica nova). Estas dos obras constituyeron la base primordial de la enseñanza de la Retórica en el Medievo de acuerdo con el patrón de las Siete Artes Liberales; sólo los avances filológicos de los humanistas trajeron, ya al cierre de la Edad Media, el Orator, el De oratore y el Brutus, que acompañaron a las obras citadas y los muy difundidos Topica.

Del mismo modo, Occidente continuó apreciando el valor filosófico De senectute, De amicitia y De officiis, aunque sólo Petrarca fue capaz de recuperar otros valores adicionales de esta tríada, que puso en estrecha relación con el corpus epistolar, con los tratados retóricos y con los discursos; de todos modos, fue todavía su mensaje moral, que respondía a las circunstancias del momento (por esos años, la Filosofía Moral se incorporó al currículo escolar), el que animó a devorar el De senectute con verdadera pasión, leído como un manual de buenas costumbres; a ello, cabía unir su forma dialogada, gratísima para el lector renacentista desde los años de Petrarca en adelante. De igual manera, el De officiis venía a abundar en ese mismo mensaje al poner énfasis en los ideales de la honestas y la virtus.

La figura de quien escribió este amplio corpus sólo se conoció desde mediados del siglo XIV, gracias a la biografía de Plutarco, autor recién recuperado para Occidente; hasta ese momento, no obstante, todo lo que se sabía sobre Tulio (nombre con el que era comúnmente conocido durante el Medievo) derivaba de su propia obra. Por supuesto, la principal fuente de información la tenían en sus epístolas, recuperadas en fecha tardía (las dirigidas a Ático y Quinto comenzó a difundirlas el círculo de prehumanistas paduanas desde comienzos del siglo XIV, mientras el conocimiento de las Epistulae ad familiares se debía casi por completo al descubrimiento de Coluccio Salutati y la posterior labor filológica llevada a cabo en 1392), donde Cicerón refleja sus pensamientos más nobles al tiempo que muestra algunos de sus pensamientos más claramente marcados por la mezquindad y el egoísmo; de esa lectura derivó la sorpresa inicial y posterior desilusión de Petrarca respecto de su autor más querido junto a San Agustín.

La lectura y estudio de Cicerón han constituido una obligación para cualquier persona culta desde aquellos años hasta nuestros días; no obstante, hubo una segunda Edad de Oro para nuestro autor en los años del Humanismo y Renacimiento plenos, en que cuajó en Europa el ideal del ciceronianismo o imitación a ultranza de Cicerón. Por supuesto, a esa tendencia, animada por Lorenzo Valla o, posteriormente, por Erasmo de Rotterdam (autor en 1528 del Ciceronianus), le siguió un inevitable anticiceronianismo que atraparía a otros tantos intelectuales de talla, como Angelo Poliziano. Entrado el siglo XVI, volvió la calma y Cicerón quedó como aún sigue en el panorama cultural de Occidente: como una cima de la literatura latina clásica, con páginas apasionantes y una prosa de gran belleza.

Bibliografía

  • BAÑOS, J.M. Ciceron, Madrid, 2000.

  • CICERON, M.T. Discursos. Madrid, Gredos, 1990. Prólogo de Miguel Rodríguez-Pantoja Márquez. Traducción de José María Requejo Prieto.

Autor

  • agm