Isabel de Castilla (1470–1498): Heredera Trágica entre Tres Coronas

Infancia, educación y primeras alianzas dinásticas

Contexto dinástico y nacimiento en Dueñas

El 1 de octubre de 1470 nació en Dueñas (Palencia) Isabel de Castilla, primogénita de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, conocidos como los Reyes Católicos. Su nacimiento, en plena guerra civil castellana entre Isabel y Juana la Beltraneja, tenía un alto valor simbólico: consolidaba la legitimidad de una dinastía emergente que aspiraba a unificar los reinos peninsulares. Como hija mayor del matrimonio real, Isabel encarnó desde su nacimiento una promesa de continuidad y una poderosa herramienta diplomática.

Aunque su infancia transcurrió en un entorno itinerante, típico de la monarquía medieval, Isabel fue criada en la corte bajo la estricta supervisión de su madre, la reina, que le transmitió una profunda religiosidad y un ideal de virtud femenina cristiana. Al igual que sus hermanos, recibió una educación esmerada, orientada tanto al refinamiento cortesano como a la devoción religiosa, con el propósito de preparar a una futura consorte digna de las grandes alianzas europeas.

Educación cortesana y formación religiosa

Desde muy joven, Isabel se destacó por su inteligencia y piedad, cualidades alabadas por los cronistas de la época. Su formación estuvo en manos de figuras de gran prestigio intelectual y moral, como el dominico Pascual de Ampudia, que le inculcó el estudio del latín, los textos litúrgicos y la Biblia, pilares fundamentales de su instrucción. A través de estas enseñanzas, Isabel se convirtió en un modelo de mujer cristiana renacentista: culta, obediente, austera y profundamente religiosa.

Una fuente clave para entender cómo fue percibida en su época es la traducción castellana del «Llibre de les dones» de Francesc Eiximenis, titulada «Carro de las donas», impresa en 1542. En este texto se describe a Isabel como una joven “dotada en dones de gracia”, cuya sabiduría y sentido del deber la hacían partícipe de los consejos de Estado en la corte paterna. Esta afirmación sugiere no solo una formación excepcional, sino también un papel activo en los círculos políticos familiares.

Valor político de su figura como infanta primogénita

Desde temprana edad, Isabel fue considerada una pieza clave en la política internacional de los Reyes Católicos. Su belleza, heredada de su abuela paterna Juana Enríquez, era legendaria, y su condición de primogénita real la hacía muy codiciada por los grandes monarcas europeos. Diversas casas reales intentaron asegurar su mano, incluyendo las de Francia y Nápoles, pero los Reyes Católicos eligieron finalmente una opción estratégica que garantizaba la paz con un vecino conflictivo: Portugal.

La elección del heredero portugués como esposo para Isabel respondía a una lógica política de pacificación y estabilización del entorno ibérico. Desde hacía décadas, Castilla y Portugal habían protagonizado tensiones fronterizas, choques navales y guerras de sucesión. El matrimonio de Isabel con Alfonso de Portugal, hijo de Juan II, sería la clave para consolidar una alianza duradera entre ambos reinos. Así lo reflejaba el Tratado de Moura, firmado el 6 de marzo de 1480, en el que se estipulaba que las nupcias se realizarían cuando Alfonso alcanzara los catorce años de edad.

Primer compromiso con el príncipe Alfonso de Portugal

El tratado de Moura no solo sellaba un compromiso matrimonial, sino también una transacción política de gran calado. Portugal, a cambio del enlace, debía abonar una dote cuantiosa a Isabel, estimada en cuarenta contos de reis, la cual incluía una compensación por los costes de guerra. Además, el tratado implicaba el uso de tercerías: es decir, que tanto Isabel como Alfonso serían entregados a cortes extranjeras como garantes del acuerdo.

La infanta fue enviada a la corte portuguesa bajo la tutela de su tía-abuela, Beatriz, duquesa de Viseo, donde recibió cuidados nobles y una educación complementaria. El 11 de mayo de 1481, Isabel fue entregada oficialmente a la nobleza portuguesa en Évora, en una ceremonia que subrayó el carácter internacional de su destino. Sin embargo, al poco tiempo, surgieron complicaciones: el embajador portugués Rui de Pina, quien más tarde sería cronista real, sugirió sustituir a Isabel por su hermana Juana, más cercana en edad a Alfonso.

Este giro diplomático se resolvió con astucia por parte de los Reyes Católicos. Acordaron que Isabel seguiría siendo la prometida si no contraía otro matrimonio antes de la fecha fijada, lo que de facto aseguraba que ella sería la elegida. Así se mantuvo el compromiso con Portugal sin renunciar a los planes dinásticos castellanos.

Tratado renegociado y regreso a Castilla

A pesar de los vaivenes diplomáticos, el enlace entre Isabel y Alfonso volvió a tomar impulso en 1483, cuando el fraile Hernando de Talavera, confesor de la reina, fue enviado a negociar los términos definitivos con la corte de Avís, donde residía el rey Juan II de Portugal. Talavera logró disolver las condiciones de rehenaje mutuo, permitiendo así que Isabel regresara a Castilla ese mismo año para prepararse para su futura boda.

De vuelta a la corte itinerante de sus padres, entonces establecida en Andalucía por causa de la guerra de Granada, Isabel se convirtió nuevamente en figura central del ceremonial regio. En 1488, el embajador portugués Rui de Sande trajo desde Évora la confirmación definitiva de la boda por parte del monarca luso y su consejo, lo que desencadenó los preparativos para la ceremonia nupcial. Esta culminaría en uno de los eventos más espectaculares de la Europa tardomedieval: las bodas reales de Isabel y Alfonso en 1490, precedidas por un desfile de delegaciones, regalos suntuosos y alianzas selladas con solemnidad.

Matrimonio con Alfonso y primera viudez

Celebración del enlace y fiestas de Évora

Las bodas de Isabel de Castilla y Alfonso de Portugal representaron mucho más que una simple unión entre casas reales: fueron la manifestación simbólica de una paz anhelada entre dos potencias ibéricas históricamente enfrentadas. El compromiso fue ratificado por las Cortes portuguesas reunidas en Évora en marzo de 1490, y poco después una delegación encabezada por destacadas figuras del reino luso viajó a Sevilla para tomar la mano de la princesa en nombre del príncipe Alfonso.

El 18 de abril de 1490, en la catedral de Sevilla, Fernán de Silveira, actuando por poderes, celebró el matrimonio por procuración. El acto estuvo presidido por el poderoso cardenal Pedro González de Mendoza, y dio inicio a un ciclo de fiestas, justas y celebraciones que ocuparían las crónicas cortesanas por su fastuosidad. Esta boda simbolizaba la culminación de años de diplomacia y el inicio de una nueva etapa en las relaciones hispano-lusas.

Una vez celebrados los primeros festejos, Isabel fue escoltada hacia la frontera portuguesa por un séquito de alto linaje, encabezado por el conde de Feria, Gómez Suárez de Figueroa, y otros nobles castellanos. La entrega oficial a la comitiva portuguesa tuvo lugar el 22 de noviembre de 1490 en Badajoz, donde fue recibida por el duque don Manuel, tío del príncipe Alfonso y futuro rey de Portugal. El encuentro entre Isabel y Manuel, aunque casual en apariencia, cobraría relevancia años después.

El trayecto hacia Portugal concluyó en Évora, donde los novios se encontraron por primera vez el 23 de noviembre. Solo cuatro días después, el 27 de noviembre de 1490, contrajeron matrimonio en una solemne ceremonia celebrada en la catedral de Évora, presidida por el arzobispo de Braga y con la intervención del humanista Cataldo, figura eclesiástica de gran prestigio. Las celebraciones nupciales, descritas con lujo de detalles por el cronista García de Resende, se convirtieron en un hito cultural de la época: torneos, banquetes, representaciones teatrales y fiestas se sucedieron durante semanas, convirtiendo a Évora en epicentro de la vida cortesana europea.

Vida en Portugal como princesa consorte

Tras el matrimonio, Isabel y Alfonso se establecieron en el monasterio de Espiñeiro, y comenzaron una gira ceremonial por diferentes regiones del reino. Su paso por ciudades como Viana, Santarem o Almeirim fue acompañado de recepciones públicas y muestras de afecto popular. El rey Juan II de Portugal, complacido con la unión, otorgó a su nuera rentas, títulos y villas en calidad de señorío, incluyendo Alvayazere, Torres Novas y Torres Vedras, consolidando así su posición como figura prominente en la corte portuguesa.

Durante esta etapa, Isabel vivió un periodo de relativa felicidad. Aunque el matrimonio había sido arreglado por razones de Estado, su relación con Alfonso parece haber sido cercana y afectuosa. Ambos compartían juventud, formación religiosa y un entorno cortesano culturalmente activo. Los vínculos entre Castilla y Portugal se reforzaban con su presencia, y por un breve tiempo pareció posible un futuro ibérico pacificado bajo dos coronas amigas.

Muerte de Alfonso y regreso a Castilla

Pero el destino truncaría esta esperanza. El 14 de julio de 1491, durante una jornada ecuestre en Almeirim, el príncipe Alfonso sufrió una caída fatal de su caballo. A pesar de los esfuerzos médicos, murió tras una breve agonía. La noticia conmocionó a toda la península, y en especial a Isabel, que quedó devastada por la pérdida de su joven esposo. El luto fue inmediato y profundo. El poeta García de Resende dejó testimonio de la tragedia en su obra Miscelânea, donde comparó la radiante entrada de Isabel en Portugal con su triste y silencioso regreso a Castilla.

Las exequias se celebraron en agosto de ese mismo año, y al finalizar, la princesa viuda emprendió el viaje de retorno a Castilla, acompañada por representantes portugueses. El contraste entre su llegada triunfal y su salida envuelta en duelo reflejaba la fragilidad de los proyectos políticos cimentados en alianzas matrimoniales. Isabel volvió a la corte de sus padres a finales de 1491, sin haber cumplido aún los 22 años, y llevando sobre sus hombros la doble carga de viudez y decepción dinástica.

Repercusiones personales y políticas de la viudez

El regreso de Isabel a Castilla coincidió con momentos de gran relevancia histórica. En enero de 1492, los Reyes Católicos culminaron la Reconquista con la toma de Granada, hito que marcó el fin del dominio musulmán en la península. Isabel, aunque aún en luto, participó en los acontecimientos cortesanos, replegada en una vida austera pero activa. Mantuvo su rol ceremonial, y acompañó a sus padres en sus desplazamientos, al tiempo que observaba cómo sus hermanos sellaban nuevas alianzas dinásticas: el príncipe Juan con Margarita de Austria (1496), y la infanta Juana con Felipe el Hermoso.

Mientras tanto, en Portugal, la situación se transformaba de forma inesperada. El rey Juan II, viudo y sin herederos, falleció en 1495. La corona portuguesa pasó a manos de Manuel, duque de Viseo, el mismo noble que años antes había recibido a Isabel. Ahora como rey Manuel I de Portugal, y aún soltero, no tardó en solicitar la mano de la princesa viuda. Las razones no eran meramente políticas: algunos cronistas apuntan a una atracción personal que se remontaba a su primer encuentro. En cualquier caso, la nueva propuesta dinástica ofrecía una oportunidad renovada para afianzar la alianza luso-castellana.

Participación en la vida cortesana castellana

Durante el periodo entre la muerte de Alfonso y su nuevo compromiso con Manuel, Isabel vivió en la corte castellana envuelta en recogimiento, pero no alejada de los asuntos de Estado. Como infanta mayor, conservaba su lugar protocolario y participaba en las celebraciones familiares y religiosas. Su carácter serio y piadoso le valió el respeto de su entorno, y muchos observadores la veían como la heredera moral y espiritual de la reina Isabel la Católica.

El nuevo compromiso con Manuel I de Portugal fue negociado cuidadosamente por los Reyes Católicos, conscientes del valor simbólico y político de unir de nuevo a sus casas reales. El 30 de noviembre de 1496, en Burgos, se firmaron los capítulos matrimoniales, con la condición expresa de que Manuel expulsara a los judíos de su reino, siguiendo el precedente del edicto de expulsión castellano de 1492. El acuerdo fue celebrado con entusiasmo, aunque en el fondo se percibía la sombra de la tragedia reciente.

Segundo matrimonio con Manuel I y papel como heredera

Situación sucesoria tras la muerte del príncipe Juan

La inesperada muerte del príncipe Juan en 1497, único hijo varón de los Reyes Católicos, modificó radicalmente el panorama sucesorio de los reinos peninsulares. El fallecimiento del joven heredero, casado apenas unos meses antes con Margarita de Austria, dejó un vacío que transformó a Isabel de Castilla, ya viuda y próxima a contraer nuevas nupcias con Manuel I de Portugal, en la principal aspirante al trono. Su condición de primogénita la convertía, de facto, en Princesa de Asturias, mientras que su enlace con el monarca portugués abría la posibilidad, por primera vez, de una unión dinástica entre Castilla, Aragón y Portugal.

Este giro político colocó a Isabel en una posición tan privilegiada como delicada. Por un lado, encarnaba la continuidad dinástica de los Reyes Católicos; por otro, el hecho de estar casada con un rey extranjero generaba reticencias en ciertos círculos cortesanos, temerosos de una fusión plena de las coronas ibéricas bajo hegemonía portuguesa. A pesar de ello, Isabel fue jurada como heredera en Castilla, mientras se intentaba lograr el mismo reconocimiento en Aragón.

Matrimonio con Manuel I de Portugal

El matrimonio entre Isabel y Manuel I se celebró con gran solemnidad en Alcántara en septiembre de 1497, pocos días antes de la muerte de su hermano Juan. Este nuevo enlace tenía profundas implicaciones políticas. A diferencia del anterior, Isabel ya no era solo una infanta castellana, sino la heredera directa de los Reyes Católicos, y Manuel, al desposarla, no solo consolidaba su vínculo con Castilla sino que entraba, potencialmente, en la línea de sucesión.

La boda se celebró en un ambiente ambiguo: fiesta y luto se entrelazaban en la corte. El cronista Andrés Bernáldez dejó constancia de la conmoción vivida: “Así que fueron las alegrías del matrimonio plantos, lloros e lutos por el príncipe, todo en una semana”. La combinación de boda regia y muerte del príncipe heredero subrayaba una vez más el destino trágico que acompañaría a Isabel hasta sus últimos días.

Pese a este contexto doloroso, el matrimonio con Manuel pareció afianzar el objetivo estratégico de unir las principales coronas ibéricas bajo una descendencia común. Isabel se trasladó a Portugal para comenzar su vida como reina consorte, aunque mantuvo una conexión estrecha con la corte de sus padres. El papel que iba a desempeñar en adelante era complejo: reina de Portugal, heredera de Castilla y Aragón, y madre del futuro de la península.

Jura como Princesa de Asturias en Toledo

A principios de 1498, los Reyes Católicos iniciaron los procedimientos formales para que Isabel fuera reconocida oficialmente como Princesa de Asturias. La proclamación se celebró en Toledo en abril de ese año, ante los estamentos del reino, que la juraron como heredera de la corona de Castilla. El acto tuvo un profundo valor simbólico: Isabel, ahora reina de Portugal, era también la legítima continuadora de la obra unificadora de sus padres.

Este reconocimiento no estuvo exento de inquietudes. El hecho de que Isabel viviera en Portugal y estuviera casada con un monarca extranjero generaba tensiones en sectores de la nobleza castellana, que temían una posible subordinación a Lisboa. No obstante, la confianza que los Reyes Católicos depositaban en su hija, y la figura equilibrada y culta de Manuel I, mitigaron esas reservas. La esperanza se centraba en un futuro heredero que consolidara la unión entre las tres coronas.

Intento de reconocimiento en las cortes aragonesas

Más complejo fue el intento de que las cortes del Reino de Aragón reconocieran a Isabel como heredera. En junio de 1498, Fernando el Católico convocó a los estamentos en Zaragoza para presentar a su hija ante ellos. El contexto elegido fue significativo: la festividad del Corpus Christi, una de las más solemnes del calendario cristiano, con procesiones engalanadas, presencia de la nobleza castellana y portuguesa, y un séquito regio cuidadosamente preparado para impresionar.

Sin embargo, la propuesta se enfrentó con una fuerte resistencia institucional. Las cortes aragonesas se oponían por principio a aceptar herederas femeninas, alegando la escasez de precedentes históricos. Solo el caso de Petronila de Aragón (siglo XI), casada con el conde Ramón Berenguer IV, se esgrimía como antecedente válido, aunque considerado una excepción. La posibilidad de una mujer como heredera, y peor aún, una mujer casada con un rey extranjero, chocaba frontalmente con el orgullo foral aragonés.

A pesar de los esfuerzos diplomáticos de Fernando, la oposición fue insalvable. Las discusiones se prolongaban, y las tensiones aumentaban, mientras la situación personal de Isabel se tornaba cada vez más delicada.

Embarazo y expectativa de la triple unión peninsular

Isabel, en ese momento embarazada de siete meses, se encontraba en una situación crítica. La esperanza de la triple unión dinástica se cifraba en el hijo que llevaba en su vientre. En una jugada política sin precedentes, los Reyes Católicos y Manuel I esperaban que ese niño heredara Castilla, Aragón y Portugal, convirtiéndose en el soberano de una península unificada bajo una sola corona.

El 23 de agosto de 1498, en el palacio arzobispal de Zaragoza, Isabel dio a luz a un varón: Miguel de la Paz, inmediatamente proclamado heredero de las tres principales coronas ibéricas. El acontecimiento fue recibido con júbilo y solemnidad. Por unas horas, el sueño político de generaciones de monarcas cristianos parecía al alcance de la mano: la unidad peninsular, construida no por conquista, sino por matrimonio y herencia.

Sin embargo, la alegría duró poco. Aquel mismo día, horas después del parto, Isabel murió a consecuencia de complicaciones obstétricas, probablemente una hemorragia de sobreparto, agotada por la sucesión de embarazos, viajes, y tragedias personales. Su testamento reflejaba su carácter austero y piadoso: pidió ser enterrada sin pompa en la Cartuja de Miraflores, y dejó instrucciones para que parte de su herencia se destinara a obras religiosas y a la custodia de su sepulcro.

Muerte, memoria y legado cultural

Nacimiento de Miguel y muerte de Isabel de sobreparto

La muerte de Isabel de Castilla el mismo día en que dio a luz a su hijo Miguel de la Paz marcó el clímax trágico de una vida predestinada a ser puente entre las grandes coronas ibéricas. El niño, nacido en Zaragoza el 23 de agosto de 1498, fue declarado heredero de Castilla, Aragón y Portugal, concentrando sobre su figura todas las esperanzas de una unidad peninsular pacífica. Nunca antes la posibilidad de una monarquía ibérica bajo un solo cetro había sido tan cercana.

Sin embargo, el fallecimiento de Isabel alteró profundamente el equilibrio emocional y político de sus padres. La reina Isabel la Católica, en particular, cayó en una profunda depresión, golpeada por la pérdida casi simultánea de sus tres hijos mayores: Juan (1497), Isabel (1498) y, poco después, Miguel (1500). El proyecto de sucesión lineal, cuidadosamente tejido durante décadas, se deshacía en menos de tres años.

El cadáver de Isabel fue trasladado con respeto y solemnidad a la Cartuja de Miraflores, en las afueras de Burgos, donde fue enterrada según sus deseos: sin boato, ni pompa, ni ceremonia excesiva. Su testamento es un reflejo de su carácter ascético y su profunda religiosidad, herencia espiritual directa de su madre. En él legó importantes fondos para mantener su sepultura y solicitó oraciones perpetuas por su alma. La cartuja, rodeada de silencio monástico, se convirtió en símbolo de una vida corta pero llena de peso histórico.

Testamento y entierro en la Cartuja de Miraflores

El sepulcro de Isabel en Miraflores es una pieza escultórica de gran valor artístico, obra de Gil de Siloé, uno de los grandes escultores del gótico isabelino. La tumba, junto a la de sus abuelos paternos Juan II de Castilla e Isabel de Portugal, no solo representa el linaje regio, sino también la continuidad de la identidad castellana en un momento de disolución y transición.

El testamento de Isabel incluía mandas piadosas, donaciones a instituciones religiosas, y disposiciones específicas para evitar el lujo en su funeral. Reafirmaba así los valores que habían guiado su vida: devoción, humildad y vocación de servicio político. La sencillez de sus últimas voluntades contrasta con la magnitud del proyecto político que encarnó: unir tres reinos mediante un solo heredero.

Tras su muerte, el infante Miguel de la Paz fue criado en Portugal bajo la tutela de su padre, Manuel I, y con el respaldo formal de los Reyes Católicos. Fue jurado heredero en los tres reinos, y sus derechos fueron reconocidos oficialmente, aunque su corta vida impediría que se concretara el ambicioso proyecto peninsular.

Impacto emocional en Isabel la Católica

La muerte de su hija tuvo un efecto devastador en Isabel la Católica. Según Tarsicio de Azcona, fue uno de los factores decisivos en su paulatino declive físico y anímico. La reina, mujer de férrea voluntad y gran resiliencia, empezó a mostrar signos de quebranto interior. Su fe, que siempre había sido pilar de su vida, se tornó aún más introspectiva y penitente. Isabel madre no era simplemente una estratega dinástica: había tenido con su hija primogénita una relación de profunda afinidad emocional.

De hecho, según testimonios contemporáneos, la reina identificaba en su hija muchas de sus propias virtudes: disciplina, piedad, responsabilidad. Isabel de Castilla no era solo la heredera política, sino también la heredera espiritual de su madre. Por ello, su pérdida significó no solo un revés sucesorio, sino una fractura íntima que el poder no podía compensar.

A nivel político, la ausencia de Isabel obligó a una nueva reorganización dinástica que colocaría en primer plano a su hermana Juana, casada con Felipe el Hermoso, lo que en última instancia conduciría al establecimiento de la dinastía Habsburgo en España.

Recepción cultural y literaria en su época

Pese a su corta vida, Isabel de Castilla dejó una huella notable en la cultura de su tiempo. Su figura fue celebrada en poesía, crónicas y tratados didácticos, especialmente en el entorno portugués, donde su boda con Alfonso y posteriormente con Manuel inspiró numerosas composiciones. El cronista García de Resende, en su Cancioneiro Geral y su Crónica de D. João II, recogió los versos, juegos de ingenio y festejos organizados en honor a la princesa castellana.

En el ámbito castellano, el Cancionero general de Hernando del Castillo incluye referencias veladas —y en ocasiones explícitas— a Isabel. Entre ellas destaca el mote “Por desviar”, atribuido a una “reina de Portugal” que, según estudios de Pérez Priego, sería la propia Isabel durante su segundo matrimonio. Otro ejemplo significativo lo ofrece el poema Juego trobado, donde la princesa aparece caracterizada como símbolo de virtud y armonía, asociada a imágenes como el cisne y la firmeza moral.

Incluso Pedro Gracia Dei, rey de armas de los Reyes Católicos, le dedicó en 1488 su Tratado de la criança y virtuosa dotrina, una obra pedagógica que subraya las cualidades ideales de una princesa cristiana. Esta dedicatoria, originalmente atribuida a la reina Isabel la Católica, ha sido reinterpretada por la crítica moderna como destinada a su hija primogénita, a quien el autor llama “muy esclarescida señora doña Isavel, primera infante de Castilla”.

La cultura de corte, tanto en Castilla como en Portugal, encontró en Isabel una musa discreta, cuyo ideal de mujer cristiana combinaba virtud, belleza, sabiduría y obediencia. Su figura quedó así enmarcada dentro del ideal femenino renacentista ibérico, y su ausencia generó una nostalgia que perduraría en las décadas posteriores.

Proyección simbólica: una heredera entre tres coronas

Isabel de Castilla representó, quizás de forma más clara que cualquier otro miembro de su generación, el sueño político de los Reyes Católicos: una monarquía fuerte, piadosa y unificada. Su papel como esposa de dos príncipes portugueses, su proclamación como heredera de Castilla, su intento fallido de ser reconocida en Aragón y el nacimiento de un hijo heredero de tres reinos, la convirtieron en el centro de un proyecto histórico que nunca llegó a consolidarse.

No dejó obras políticas ni legados reformistas, pero su vida se transformó en un símbolo de convergencia dinástica y, al mismo tiempo, en un emblema de la fragilidad del destino. Las múltiples tragedias que marcaron su existencia —viudez temprana, muerte de su hermano, muerte en el parto— dibujan una biografía trágica, pero también profundamente humana.

Su memoria se mantuvo viva en las crónicas de la época, en los registros sucesorios y en la sensibilidad piadosa de su madre. Aunque su nombre fue progresivamente eclipsado por figuras como Juana la Loca o Carlos V, su rol como heredera legítima y símbolo de unidad peninsular continúa siendo objeto de estudio y reivindicación por parte de la historiografía moderna.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Isabel de Castilla (1470–1498): Heredera Trágica entre Tres Coronas". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/castilla-isabel-de-reina-de-portugal [consulta: 5 de octubre de 2025].