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LiteraturaBiografía

Berro, Adolfo (1819-1841).

Poeta y ensayista uruguayo, nacido en Montevideo en 1819 y fallecido en su ciudad natal en 1841. A pesar de su breve existencia -murió, víctima de una cruel enfermedad, cuando apenas contaba veintidós años de edad-, dejó un nutrido y valioso repertorio de poemas que le sitúan entre las figuras más destacadas del primer romanticismo hispanoamericano.

Miembro de una de las familias más ilustres de la vida social y cultural uruguaya -era sobrino del célebre presbítero y naturalista montevideano Dámaso Antonio Larrañaga, y hermano menor del también poeta y político Bernardo Prudencio Berro, que llegó a ocupar la Presidencia de la República de Uruguay entre 1860 y 1864-, recibió desde niño una esmerada formación académica que le permitió desarrollar muy pronto su temprana vocación literaria.

Su corta pero intensa vida transcurrió en un período de gran inestabilidad política, económica y cultural, en plena formación de la identidad nacional tras independencia de Uruguay (1825). El joven Berro, influido notablemente por la tradición española -tanto en su formación literaria como en su educación espiritual, muy marcada por el catolicismo-, cursó estudios de Letras y Leyes y comenzó a ganarse la vida como abogado. En calidad de tal, en 1839 fue designado por el Gobierno uruguayo Asesor del Defensor de Esclavos, cargo en el que tuvo ocasión de demostrar no sólo sus amplios conocimientos de Derecho, sino también su honda y sincera sensibilidad. Y así, pronto fue reconocido públicamente como uno de los principales defensores de los más desfavorecidos.

Desde su temprana juventud, Adolfo Berro venía pergeñando unos poemas de excelente calidad, en los que se hacía bien patente esa riqueza espiritual de su persona, así como la influencia de la tradición europea y, muy especialmente, de la cultura clásica española (presente no sólo en esa continuidad del Primer Romanticismo español que el propio Berro y otros poetas de su generación llevaron a cabo en el Cono Sur del continente americano, sino también en su predilección por los versos y las estrofas más representativas de la poesía clásica española, como el alejandrino, el heptasílabo, el octosílabo y el romance).

Berro no publicó, en vida, poemario alguno, ya que la primera edición de sus versos vio la luz al año siguiente de su muerte, bajo el título genérico de Poesías (Montevideo, 1842). Esta publicación póstuma venía enriquecida con un prólogo esclarecedor del político, historiador y periodista José Andrés Lamas, figura señera de la vida intelectual uruguaya del siglo XIX, y responsable de una reedición de las poesías de Berro a la que, además de dicho prólogo, añadió una luminosa introducción y un no menos interesante estudio crítico (Montevideo, 1864). Al cabo de veinte años, los versos de Berro aún habrían de ser objeto de una tercera edición decimonónica, publicada también bajo el escueto título de Poesías (Montevideo: Barreiro y Ramos, 1884).

Estas tres ediciones de la poesía de Adolfo Berro en poco más de cuarenta años muestran bien a las claras la importancia que, ya en su propio siglo, concedieron al poeta montevideano tanto los críticos como los lectores. Los primeros le vieron como un auténtico cultivador de la estética romántica de mayor pureza, la que había triunfado en los albores del siglo XIX en Inglaterra, Alemania y España; por su parte, los lectores se identificaron plenamente con el ideal de justicia y la emotiva sensibilidad que asoman por doquier en todas sus composiciones.

A pesar de no haber tenido tiempo en vida de recoger personalmente sus versos en un poemario, Adolfo Berro ya era sobradamente conocido por los literatos e intelectuales de Montevideo y Buenos Aires cuando una fulminante enfermedad acabó con su breve existencia. En efecto, el poeta uruguayo había dado a conocer sus principales composiciones a través de las páginas de los principales rotativos y revistas de su tiempo, como era práctica habitual en un período histórico tan agitado e inestable que apenas daba lugar a la publicación y difusión de obras e ideas en hojas volanderas. Por eso no es de extrañar que el joven poeta fuera objeto de un sepelio y unas honras fúnebres dignos de un prohombre, en medio de la conmoción general de la juventud ilustrada montevideana, que lloró largamente la desaparición de Adolfo Berro y, en su memoria, levantó en la capital del país un impresionante túmulo que daba testimonio de lo mucho que habían calado sus versos en el alma de la reciente nación. En el transcurso de aquel impresionante entierro, el poeta Juan Carlos Gómez (1820-1884) leyó en público un sentido poema con el que, en cierto modo, tomaba el relevo del difunto al frente del movimiento romántico, al tiempo que abría por vez primera en la lírica uruguaya una tenue vía de reivindicaciones sociales y políticas.

Entre las composiciones poéticas más célebres de Adolfo Berro cabe mencionar las tituladas "La ramera", "El esclavo", "Canto a la prostituta", "El ruego de una madre", "Población de Montevideo", "Una mujer en la tumba", "La expósita" y "Yandubayú y Liropeya". En este último poema, escrito pocos meses antes de su prematura desaparición, el poeta montevideano versifica con emotiva sensibilidad la historia legendaria de una indígena del Paraná que se suicidó al conocer el triste fin de su amado, el cacique Yandubayú, asesinado vilmente por los conquistadores españoles. Esta leyenda, inspirada en un antiguo relato escrito en 1602 por el gran poeta español Martín del Barco Centenera , dio lugar, tras la reelaboración poética de Adolfo del Berro, a una ópera compuesta en 1880 por el músico uruguayo León Ribeiro, que fue representada por vez primera en el Teatro Solís en 1881.

Adolfo del Berro cultivó también el ensayo, género en el que exhibió, al igual que hizo en sus versos, su honda preocupación por los más desfavorecidos, como queda bien patente en el título de su escrito La emancipación y mejora intelectual de las gentes de color.

Bibliografía

  • REY, J. M. La poesía de Adolfo Berro (Montevideo: Instituto de Estudios Superiores, 1944).

Autor

  • J. R. Fernández de Cano.