Alfonso II de Asturias (ca. 760–842): El Rey Casto que Forjó la Identidad Cristiana del Reino Astur

Raíces, formación y ascenso incierto al trono

Infancia entre monasterios y tensiones dinásticas

Alfonso II, más tarde conocido como el Casto, nació en Oviedo hacia el año 760, en el seno de la incipiente nobleza asturiana, cuya identidad se forjaba aún entre los escombros del desaparecido reino visigodo. Fue hijo del rey Fruela I, un monarca de carácter enérgico y violento que había gobernado entre 757 y 768, y de Munia, una noble vasca, posiblemente capturada en alguna de las campañas militares dirigidas por su esposo. Esta mezcla de herencia visigótica y sangre vasca aportaría a Alfonso II una posición ambigua en la corte, combinando legitimidad dinástica con vínculos periféricos, factores que marcarían el curso de su accidentada carrera hacia el trono.

La infancia de Alfonso fue abruptamente alterada por el asesinato de su padre en 768, víctima de una conjura en la que participaron los propios nobles astures. Este magnicidio puso en evidencia la inestabilidad interna del joven reino y sumió a la familia real en la incertidumbre. Como medida de protección, el niño Alfonso fue enviado al monasterio de San Julián de Samos, en Galicia, un enclave benedictino de gran prestigio al que su padre había favorecido en vida. Allí, al abrigo de los muros monásticos, recibió una formación religiosa e intelectual que dejaría una impronta indeleble en su carácter piadoso y austero. El culto a San Julián y Santa Basilisa, santos titulares del cenobio, se convirtió en un elemento espiritual constante en la vida del futuro monarca.

Este aislamiento inicial en Samos no impidió, sin embargo, que Alfonso se mantuviera conectado con los movimientos políticos del reino. Durante los años posteriores, varios parientes de su padre ocuparon el trono asturiano, en un juego de relevos inestable: Aurelio (768–774), Silo (774–783) y, brevemente, el propio Alfonso, en una primera tentativa de coronación impulsada por la facción de su tía Adosinda, hermana de Fruela I.

Primeras disputas por el trono asturiano

En 783, tras la muerte del rey Silo, Alfonso fue llamado a la corte de Pravia por su tía Adosinda, quien intentó asegurarle el trono mediante el apoyo de ciertos sectores de la nobleza. Alfonso había convivido con ella y con su esposo en la corte durante algún tiempo y había colaborado en tareas administrativas, lo cual facilitó su aceptación inicial. Sin embargo, su acceso al poder fue breve. Un grupo rival, liderado por Mauregato, hermanastro ilegítimo de Alfonso I, logró arrebatarle el trono en cuestión de semanas.

Esta usurpación obligó a Alfonso a exiliarse en tierras vascas, concretamente en Álava, donde pudo contar con el amparo de sus parientes maternos. Desde allí, comenzó a consolidar apoyos, especialmente entre quienes veían con recelo la actitud pactista de Mauregato hacia los musulmanes del sur. El destronamiento de Alfonso simbolizó así no sólo una pugna dinástica, sino también una divergencia ideológica entre dos proyectos de reino: uno orientado hacia la colaboración táctica con al-Andalus, y otro que propugnaba la resistencia religiosa y política, postura que Alfonso encarnaría con creciente convicción.

La muerte de Mauregato en 788 no trajo inmediatamente el retorno de Alfonso al trono. El poder pasó a Vermudo I, un clérigo retirado que, sin embargo, aceptó el trono por un breve tiempo. Fue este monarca quien sufrió una contundente derrota ante las tropas musulmanas en la batalla de Burbia (791), hecho que precipitó su abdicación voluntaria y la entrega del trono al ahora maduro y determinado Alfonso II.

Reconquista de la corona y legitimación

En 791, a los treinta años de edad, Alfonso fue finalmente coronado rey de Asturias. Su ascenso no fue sólo el fruto de un accidente dinástico o de la caída de su predecesor, sino el resultado de una prolongada preparación política, espiritual y estratégica. A diferencia de sus antecesores, fue ungido ritualmente, adoptando una fórmula de consagración que lo conectaba simbólicamente con los reyes visigodos y con la tradición de monarcas cristianos legitimados por la gracia divina. Esta innovación, recogida luego por las crónicas asturianas, le otorgó un aura de sacralidad y autoridad que resultó crucial para consolidar su posición en un reino todavía fragmentado y vulnerable.

La elección de Alfonso marcó el inicio de un reinado excepcionalmente largo, de más de medio siglo, durante el cual transformaría profundamente las estructuras del reino asturiano. El joven soberano heredó un territorio amenazado por las incursiones musulmanas y debilitado por las disputas internas, pero también un horizonte de restauración: el anhelo de reconstruir la cristiandad peninsular sobre los cimientos culturales y religiosos de la desaparecida Hispania visigoda. Alfonso abrazaría este ideal con fervor, y su política futura estaría impregnada de este neogoticismo doctrinal y estético.

Al asumir el trono, una de sus primeras decisiones fue trasladar la capital a Oviedo, su ciudad natal. Este gesto no fue solo personal, sino profundamente simbólico: al elegir una sede urbana hasta entonces secundaria, Alfonso afirmaba su voluntad de crear un nuevo centro de poder, desvinculado de las viejas lealtades palaciegas de Pravia y Cangas de Onís, y mejor situado para controlar tanto las rutas internas como las amenazas externas. Oviedo, además, permitía proyectar una imagen de renacimiento cristiano, articulando su autoridad con la memoria sacra de su infancia y con un plan urbanístico monumental que pronto cobraría forma.

Mientras tanto, la legitimidad de su gobierno se consolidaba con base en el apoyo de nobles leales, especialmente aquellos enemigos de los acuerdos con al-Andalus, y en su cercanía al clero reformista, representado por figuras como el Beato de Liébana, férreo opositor del adopcionismo. A diferencia de los pactistas del pasado, Alfonso se presentó como un rey cristiano ortodoxo, decidido a restaurar no sólo la corona visigoda, sino también la fe católica en su pureza doctrinal. Este enfoque haría de su reinado una época crucial para la consolidación ideológica del reino asturiano, que empezaba a perfilarse como el germen de una futura unidad peninsular cristiana.

Guerra, diplomacia y resistencia en tiempos del Islam

Un reino bajo asedio

Desde los primeros años del reinado de Alfonso II, el reino de Asturias enfrentó constantes presiones militares por parte del emirato de Córdoba, que, bajo líderes como Hisham I, al-Hakam I y Abd al-Rahman II, organizó repetidas expediciones hacia el norte con el fin de saquear, castigar e intimidar a las nacientes resistencias cristianas. Estas incursiones, conocidas como aceifas, se concentraban en los meses de verano y buscaban desestabilizar las regiones fronterizas de Galicia, Álava y la incipiente Castilla, más accesibles que el núcleo montañoso de Asturias.

En el año 794, apenas tres años después de su coronación, Alfonso sufrió un duro golpe cuando un ejército musulmán, dirigido por el caudillo Abd al-Malik, llegó hasta Oviedo, saqueando y destruyendo la ciudad, que aún se encontraba en proceso de fortificación. El daño fue considerable, pero en la retirada del enemigo, las fuerzas asturianas consiguieron una importante victoria en la batalla de Lutos, donde sorprendieron y aniquilaron a buena parte del ejército invasor. Sin embargo, en 795, una nueva campaña musulmana volvió a poner a prueba la resistencia del joven reino: Abd al-Malik asedió Oviedo mientras otro contingente islámico penetraba simultáneamente en Galicia, buscando dividir las defensas. Alfonso apenas logró escapar con vida, mientras que el emir se hizo con un considerable botín.

Estos episodios pusieron de manifiesto la vulnerabilidad del reino asturiano, así como la necesidad de encontrar alianzas exteriores que le permitieran resistir a una potencia musulmana muy superior en recursos. Fue en este contexto que Alfonso II decidió buscar el apoyo de Carlomagno, el poderoso emperador franco que en esos años se consolidaba como líder del cristianismo occidental. La amenaza religiosa, además de la militar, ofrecía el pretexto ideal: el avance de la herejía adopcionista, promovida por Elipando, arzobispo de Toledo, encontraba eco incluso en algunos sectores del norte, lo que hacía imperativa una postura común frente a esa desviación teológica.

Carlomagno y la geopolítica asturiana

La política de Alfonso II hacia el Imperio carolingio combinó habilidad diplomática y pragmatismo. En 795 y 797, envió embajadas a Aquisgrán, la capital imperial, con el doble objetivo de solicitar apoyo militar y de establecer una alianza doctrinal contra el adopcionismo. Las relaciones no fueron del todo fluidas: si bien Carlomagno respondió positivamente y reconoció la legitimidad del rey astur, los contactos fueron esporádicos y nunca derivaron en una alianza formal o en una intervención militar significativa en el norte peninsular.

En un gesto de audacia y probablemente como mensaje de fuerza a sus enemigos, Alfonso II llevó a cabo en 798 una operación militar notable: el saqueo de Lisboa, en aquel momento bajo control musulmán y muy alejada de los núcleos asturianos. La expedición fue un éxito simbólico y estratégico. Parte del botín fue enviado como regalo a Carlomagno, reforzando la imagen de Asturias como bastión cristiano activo en la lucha contra el Islam.

No obstante, la posibilidad de una subordinación vasalla a los francos generó tensiones dentro del propio reino. Algunos nobles temían que Alfonso, al buscar apoyo exterior, estuviese sacrificando la soberanía asturiana. Esto derivó en un segundo y breve destronamiento, hacia el año 801 o 802, cuando una facción aristocrática logró forzar su retiro al monasterio de Abelania, cuya localización exacta se desconoce (posiblemente Ablaña o alguna variante de “Liébana”). Esta crisis fue rápidamente solucionada por el noble Teuda, fiel al monarca, quien lo repuso en el trono sin que se llegara a romper la continuidad de su gobierno.

A pesar de estas fricciones, las relaciones con los francos, aunque limitadas, permitieron a Alfonso situar al reino de Asturias en el mapa diplomático de Europa occidental, convirtiéndose en el primer monarca hispano en recibir reconocimiento directo por parte de una potencia extranjera desde la caída del reino visigodo. El reino, aunque frágil, empezaba a proyectar una identidad propia y una legitimidad que trascendía los Pirineos.

El frente religioso: el adopcionismo y Beato de Liébana

Uno de los conflictos más intensos del reinado de Alfonso II no fue militar, sino doctrinal. El adopcionismo, corriente teológica promovida por Elipando de Toledo y apoyada por otros obispos hispánicos del sur, defendía que Cristo, en su humanidad, había sido adoptado por Dios como hijo, una postura que fue duramente condenada por el papado y por teólogos como Alcuino de York. Esta doctrina era percibida no sólo como una desviación teológica, sino también como un símbolo de sumisión eclesiástica a al-Andalus, ya que la iglesia toledana operaba bajo tolerancia islámica.

Desde el norte, la respuesta fue liderada por Beato de Liébana, monje del cenobio del mismo nombre y autor de una influyente exégesis del Apocalipsis. Beato fue uno de los primeros en lanzar una crítica sistemática al adopcionismo, defendiendo la ortodoxia cristológica y la independencia doctrinal de los reinos del norte. Alfonso II encontró en Beato un aliado natural y se alineó con su postura, fortaleciendo así su imagen como rey defensor de la verdadera fe.

Esta disputa religiosa contribuyó a reforzar el carácter identitario del reino de Asturias como refugio de la ortodoxia cristiana. Alfonso, al desligarse de la autoridad eclesiástica de Toledo, reforzó el papel de la nueva sede episcopal de Oviedo, que comenzaba a perfilarse como el nuevo centro espiritual del norte peninsular. A partir de este momento, la reforma religiosa se integraría plenamente en la política de Alfonso, no sólo como respuesta al peligro herético, sino también como proyecto de restauración de la Hispania visigoda, de la cual se consideraba heredero.

El hecho de que Alfonso no dudara en enfrentarse tanto a los musulmanes como a la jerarquía eclesiástica herética consolidó su imagen de rey fuerte y piadoso. En un momento en que la unidad política era inalcanzable, la unidad doctrinal se convirtió en su principal bandera. Asturias, aislada pero resistente, comenzaba a asumir un papel simbólico de fortaleza cristiana en tierra hostil, una imagen que perduraría durante siglos y que el propio Alfonso ayudó a consolidar con sus decisiones políticas y religiosas.

Mientras tanto, las aceifas musulmanas continuaban, aunque con distinta intensidad. Tras los ataques de Hisham I en 794 y 795, su sucesor al-Hakam I centró las incursiones en Cantabria (796), Álava (801, 816), Castilla (805) y otras zonas fronterizas, mientras que Abd al-Rahman II atacó repetidamente Álava y Galicia (823, 825, 838, 841). En algunos casos, como en 825 y 838, se produjeron ofensivas dobles y simultáneas, una táctica diseñada para dividir a las fuerzas asturianas. Sin embargo, pese a los daños materiales, estas campañas no lograron una ocupación duradera ni la desarticulación del poder cristiano.

Gracias a una combinación de diplomacia, espiritualidad y resistencia militar, Alfonso II logró estabilizar su reino, evitando tanto la conquista islámica como la absorción carolingia. Con el paso del tiempo, su figura se fue consolidando no solo como rey gobernante, sino como símbolo de una resistencia política y cultural que aspiraba a restaurar la grandeza perdida de Hispania. La etapa más destructiva de su reinado empezaba a ceder paso a un periodo de reconstrucción profunda.

Neogoticismo, arte y repoblación: la construcción de un reino

Alfonso II como reformador institucional

La estabilidad política alcanzada por Alfonso II después de años de enfrentamientos externos e intrigas internas permitió al monarca iniciar una fase de profunda reorganización institucional del reino de Asturias. Más allá de la defensa militar y de la ortodoxia religiosa, su visión se orientó hacia una restauración simbólica y operativa de las estructuras visigodas, proyecto conocido por los historiadores como neogoticismo. Este movimiento no solo tenía implicaciones ideológicas, sino también prácticas: buscaba dotar al reino de un aparato de gobierno eficiente, centralizado y con legitimidad histórica.

La Crónica Albeldense, una de las fuentes más cercanas a su reinado, resume esta labor con una frase que se ha hecho célebre: «Omnemque gotorum ordinem, sicuti Toleto fuerat, tam in eclesia quam palatio in Ovetao cuncta statuit». Es decir, Alfonso restauró en Oviedo el orden de los godos tal como se conocía en Toledo, tanto en el ámbito eclesiástico como palaciego. Esta afirmación refleja con claridad su deseo de reconstruir la imagen de un reino hispano-cristiano fuerte, legítimo heredero del pasado visigodo.

A nivel político, Alfonso II instituyó un cuerpo de gobierno rudimentario pero innovador, denominado Palatium, inspirado en el Aula Regia visigoda. Este núcleo de poder reunía a una corte compuesta por proceres (consejeros nobles y eclesiásticos), un mayordomo que dirigía el palacio, un notario, un strator o caballerizo real, y varios condes palaciegos, cuya función exacta aún genera debate entre los historiadores. Esta estructura sirvió para centralizar la autoridad del monarca y crear un entorno de decisión política diferenciado del consejo tribal o nobiliario de etapas anteriores.

En lo administrativo, el reino se dividió en mandationes, unidades territoriales gobernadas por un iudex o conde, con competencias tanto militares como judiciales. Aunque estas divisiones no implicaban un control directo sobre vastos territorios (dada la orografía y la limitada movilidad de la época), sí representaban un paso importante hacia una forma de gobernanza sistematizada. En el ámbito jurídico, Alfonso promovió el uso del Forum Iudicum, una adaptación del Liber Iudiciorum visigodo, como base legal para el reino. Esta continuidad legal consolidó la conexión cultural con el pasado y ofrecía un marco jurídico claro para resolver disputas.

Repoblación y fronteras estables

Uno de los aspectos más significativos de la política de Alfonso II fue su impulso a la repoblación. Si bien su reinado no estuvo marcado por grandes conquistas territoriales, sí fomentó activamente el asentamiento de pobladores cristianos en zonas estratégicas del norte peninsular, con especial énfasis en Galicia, el Bierzo, Liébana, Álava y la emergente Castilla. Este movimiento poblacional no solo tenía fines económicos o defensivos, sino que formaba parte de un proyecto de reconstrucción civilizadora que convertía a Asturias en el corazón de una nueva cristiandad hispánica.

La repoblación fue promovida de diversas maneras. En algunos casos, el rey otorgó concesiones personales de tierras, aunque estas fueron limitadas. Más común fue la confirmación de asentamientos monásticos o privados, mediante la expedición de cartas pueblas, que otorgaban a las comunidades ciertos derechos y protecciones a cambio de su asentamiento y labor agrícola. Así, la monarquía asturiana actuaba como garante de un proceso colonizador en el que participaban nobles, campesinos libres y mozárabes procedentes del sur, que huían de la islamización o eran deportados tras conflictos militares.

Uno de los hitos más notables de este proceso fue la fundación en 804 del obispado de Valpuesta, considerado el primero plenamente castellano. Esta institución surgió para atender las necesidades espirituales de las nuevas comunidades asentadas en la zona, pero también con una dimensión política: estructurar e integrar estas regiones bajo la autoridad religiosa asturiana. De manera similar, la localidad de Brañosera, en la actual Palencia, recibió en 824 una carta puebla considerada uno de los documentos fundacionales del régimen concejil castellano.

Este proceso de repoblación no implicaba un avance militar hacia el sur —las incursiones musulmanas eran demasiado frecuentes y devastadoras como para permitirlo—, pero sí consolidaba una zona de frontera activa, en la que se tejían nuevas formas de convivencia, producción y defensa. Se gestaba así una identidad cristiana del norte peninsular, con rasgos políticos, sociales y culturales propios, que sentaría las bases para futuras etapas expansivas en los siglos siguientes.

Arte prerrománico y el proyecto monumental de Oviedo

En paralelo a estas reformas políticas y sociales, Alfonso II emprendió una obra artística y urbanística sin precedentes en el reino asturiano, que tendría su epicentro en la ciudad de Oviedo. Considerada por el monarca como la “nueva Toledo”, esta urbe fue cuidadosamente reconstruida y embellecida siguiendo un plan monumental inspirado en modelos romanos y visigodos. Esta labor no solo respondía a criterios estéticos o religiosos, sino que tenía un fuerte componente ideológico y legitimador: se trataba de mostrar al mundo que el poder cristiano hispano estaba vivo, con una corte digna y un aparato cultural sólido.

La arquitectura promovida por Alfonso II constituye el origen de lo que se denomina arte prerrománico asturiano, un estilo que combina elementos romanos tardíos, visigodos y orientales. Uno de los conjuntos más emblemáticos de esta etapa fue el complejo palatino de Oviedo, compuesto por varias construcciones interconectadas:

  • La Cámara Santa, capilla relicario aún existente, albergaba reliquias provenientes del sur y, desde 808, la Cruz de los Ángeles, donada por el propio monarca y convertida en símbolo de la ciudad.

  • La catedral de San Salvador, núcleo espiritual del reino, reconstruida en torno a la nueva sede episcopal.

  • La iglesia de Santa María del Rey Casto, panteón real donde Alfonso sería enterrado.

  • La iglesia de San Juan Bautista (posteriormente San Pelayo), vinculada a las funciones litúrgicas regias.

  • La iglesia de San Tirso, situada al suroeste, de la que aún se conservan restos.

Todo este conjunto estaba rodeado por una muralla defensiva, señal de la importancia simbólica y estratégica que se atribuía a Oviedo. Fuera de las murallas, aunque en las inmediaciones, se erigieron otras edificaciones notables:

  • San Julián de los Prados (Santullano), dedicada al santo del monasterio donde Alfonso se educó, es una de las muestras más importantes del arte asturiano, decorada con frescos de gran valor.

  • San Pedro de Nora y Santa María de Bendones, situadas en las afueras, completaban el conjunto religioso vinculado a la capital.

Estas edificaciones no eran solo lugares de culto, sino también escenarios de poder y narraciones visuales de la autoridad regia. Las formas arquitectónicas, los programas iconográficos y la propia ubicación de los templos transmitían un mensaje claro: la continuidad entre la monarquía visigoda y la asturiana, la centralidad de Oviedo como sede del cristianismo hispano, y la sacralidad del poder del rey.

Con estas acciones, Alfonso II consolidaba una visión teocrática y simbólica del gobierno, en la que el monarca no era simplemente un guerrero o administrador, sino un constructor de civilización, guardián de la fe y restaurador del orden cristiano. El arte, la religión, la ley y la ciudad convergían en un mismo proyecto, cuya solidez permitiría al reino de Asturias proyectarse como núcleo de resistencia y referencia espiritual en los siglos venideros.

Religión, memoria y legado en la penumbra de la historia

El descubrimiento del sepulcro del Apóstol Santiago

Uno de los acontecimientos más trascendentales del reinado de Alfonso II no fue militar ni político, sino religioso y simbólico: el descubrimiento del supuesto sepulcro del Apóstol Santiago el Mayor en el noroeste de Galicia. Este hallazgo marcaría el nacimiento del Camino de Santiago y tendría un impacto profundo en la espiritualidad medieval europea.

Según la tradición, hacia el año 829, un ermitaño gallego llamado Pelayo informó al obispo Teodomiro de Iria Flavia de unas luces sobrenaturales y fenómenos inusuales observados en un bosque cercano, en un paraje conocido como Libredón. Tras inspeccionar el lugar, el obispo halló una tumba que, según las señales divinas interpretadas por la Iglesia, contenía los restos de Santiago el Mayor, uno de los discípulos más cercanos de Jesús.

Alfonso II fue informado del descubrimiento y, lejos de tomarlo con escepticismo, decidió oficializarlo. Mandó construir un templo modesto sobre el lugar, dio reconocimiento institucional al hallazgo, y visitó personalmente el sitio, convirtiéndose así en el primer peregrino a Compostela. Con este gesto, no solo dotó de legitimidad al acontecimiento, sino que inauguró un nuevo eje espiritual para el mundo cristiano occidental.

La noticia se difundió con rapidez, alcanzando incluso la corte carolingia. La idea de que uno de los principales apóstoles de Cristo yacía en territorio peninsular —libre del dominio musulmán— ofrecía una motivación adicional para el apoyo a los reinos cristianos del norte. El naciente culto jacobeo convirtió a Galicia en destino de peregrinación internacional, reforzando la identidad religiosa del reino asturiano y sentando las bases para lo que sería en siglos posteriores el gran fenómeno del Camino de Santiago, una de las rutas de peregrinación más importantes de la cristiandad.

Para Alfonso II, el hallazgo representaba mucho más que un evento religioso. Encajaba perfectamente en su visión neogótica y restauradora: si Toledo, la capital visigoda, había sido símbolo del orden cristiano, ahora Compostela se convertía en su nueva Jerusalén occidental, santuario de resistencia y esperanza. El proyecto de Alfonso no era solo político, sino escatológico: construir un reino digno de acoger las reliquias apostólicas en espera de una redención de toda Hispania.

Últimos años, muerte y sucesión

Los últimos años del reinado de Alfonso II fueron relativamente estables en comparación con los turbulentos inicios. Hacia 840, sin embargo, estalló una rebelión interna protagonizada por un personaje inusual: Mahmud, un andalusí que, tras rebelarse contra el emir Abd al-Rahman II en Mérida, buscó refugio en tierras cristianas. Acogido inicialmente, Mahmud pronto se dedicó al pillaje en Galicia, liderando a un pequeño grupo de musulmanes disidentes. Alfonso, ya anciano pero aún activo, organizó una expedición para capturarlo. Mahmud fue finalmente sitiado en un castillo y ejecutado, restaurándose el orden.

Este incidente constituye la única sublevación interna documentada durante el largo reinado del monarca, lo cual habla tanto de su autoridad como de la relativa cohesión que había conseguido entre las facciones nobiliarias. Hacia 842, tras más de medio siglo en el poder, Alfonso II falleció en Oviedo, presumiblemente con más de ochenta años, una longevidad excepcional para su tiempo.

El rey fue enterrado en la iglesia de Santa María del Rey Casto, parte del complejo religioso ovetense que él mismo había mandado construir. Su tumba aún puede ser localizada en la actualidad, y representa un lugar de memoria clave para la historia de Asturias. Pese a los rumores posteriores que lo vinculaban con una posible esposa franca, llamada Berta o Bertinalda, no hay pruebas sólidas de que Alfonso se casara nunca, ni de que tuviera descendencia.

La sucesión no fue sencilla. Al carecer de herederos directos, el trono pasó a Ramiro I, hijo de Vermudo I, su antecesor. Esta transmisión del poder no estuvo exenta de desafíos: el conde Nepociano, ligado al linaje palaciego, intentó hacerse con la corona, pero fue derrotado por Ramiro. Este episodio marca el final de una etapa y el inicio de una nueva dinastía, aunque dentro de la continuidad ideológica y política instaurada por Alfonso.

La figura del “Casto” en la memoria cristiana

La memoria histórica de Alfonso II fue modelada tanto por las crónicas altomedievales como por la tradición litúrgica y política de los siglos siguientes. Las principales fuentes —la Crónica Albeldense y la Crónica de Alfonso III— lo describen como “piadoso”, “magno” y “fiel defensor del cristianismo”. Sin embargo, el epíteto que perduró fue “el Casto”, atribuido por primera vez en unos anales del siglo X y vinculado a su celibato y vida ascética.

El sobrenombre, lejos de ser anecdótico, fue esencial para sacralizar su figura y presentarlo como un rey-místico, comparable a santos o mártires. Esta visión encajaba perfectamente con la imagen de un monarca reformador, constructor de iglesias y protector de reliquias. Alfonso II no fue santificado formalmente, pero su figura alcanzó un estatus casi hagiográfico, reforzado por su papel en la fundación del culto a Santiago y por su resistencia al Islam.

Desde una perspectiva historiográfica, Alfonso II ha sido interpretado como el primer gran arquitecto del reino asturiano: su reinado sentó las bases de una monarquía duradera, consolidó un modelo religioso independiente de Toledo, articuló un incipiente sistema institucional y proyectó una identidad cultural que se perpetuaría en los siglos de la Reconquista. Si bien no amplió el territorio significativamente, sí lo estructuró y dotó de sentido histórico, transformando una resistencia dispersa en un proyecto de civilización.

Además, su política de monumentalización de Oviedo y el hallazgo de Compostela convirtieron su reinado en una bisagra entre el aislamiento peninsular y la inserción en la cristiandad europea. Gracias a Alfonso II, el norte de Hispania dejó de ser una periferia militar para transformarse en un núcleo cultural, espiritual y político.

Hoy, su legado vive en los monumentos ovetenses, en los documentos legales y eclesiásticos que impulsó, y sobre todo en la ruta milenaria de los peregrinos que, desde todos los rincones de Europa, siguen el camino que él fue el primero en recorrer hacia Santiago. En un tiempo de oscuridad y fragmentación, Alfonso II fue, ante todo, un visionario del orden y la fe.

Cómo citar este artículo:
MCN Biografías, 2025. "Alfonso II de Asturias (ca. 760–842): El Rey Casto que Forjó la Identidad Cristiana del Reino Astur". Disponible en: https://mcnbiografias.com/app-bio/do/alfonso-ii-rey-de-asturias [consulta: 16 de octubre de 2025].